Pensó que aquel matrimonio, de entre todos los matrimonios, sería una aventura. Aunque no porque el hombre en sí le produjese lo que se dice magia. Era un individuo menudo y nervudo, un tanto contrahecho, veinte años mayor que ella, de ojos castaños y pelo entrecano, que había llegado a América desde Holanda hacía años, siendo todavía un chiquillo y apuntando maneras de pordiosero. Le habían echado de las minas de oro de todo el Oeste hasta acabar en el Sur, ya en México, donde ahora era más o menos rico, dueño de minas de plata en lo más recóndito de la Sierra Madre: resultaba obvio que la aventura radicaba en sus circunstancias, no en su persona. Con todo, y pese a los reveses superados, seguía derrochando energía, y lo que había logrado lo había logrado por sus propios medios. Uno de esos sobrantes humanos fuera de toda contabilidad.

Cuando ella vio en persona lo que el hombre había logrado se le encogió el corazón. Altos cerros vírgenes cubiertos de verde y, en medio de aquel aislamiento inerte, los escarpados montículos rosados del lodo seco de los yacimientos de plata; bajo la desnudez de la explotación, la casa de adobe de una planta, con un huerto en su recinto amurallado y una amplia galería techada tomada por trepadoras tropicales. Y al alzar la vista desde aquel patio en flor enclaustrado, aparecían recortados en el cielo el enorme cono rosa del lodo de plata y la maquinaria de la planta de extracción; nada más.

El portalón de madera, eso sí, solía estar abierto. Y podía ella así salir afuera, al amplio y vasto mundo, y quedarse mirando las grandes lomas vacías recubiertas de árboles que se amontonaban unas tras otras, desde la nada hasta la nada. En otoño estaban verdes; el resto del tiempo, rosadas, resecas y abstractas.

Y en su Ford baqueteado el marido la llevaba a la aldea española olvidada en las montañas, un pueblucho muerto y rematado. Con esa alta y asoleada iglesia muerta, los soportales muertos, la plaza de abastos desahuciada, donde la primera vez que fue había visto un perro muerto en medio de los puestos de carne y el despliegue de verduras, despatarrado como si no hubiese un mañana, sin que nadie se hubiese molestado en retirarlo. Muerte en la muerte.

Todo el mundo hablando con desgana de la plata y enseñando trozos del mineral. Pero la plata se había estancado. La gran guerra tal como vino se fue. El mercado de la plata murió; se cerraron las minas del marido. Pero ambos siguieron viviendo en la casa de adobe a la sombra de los yacimientos, rodeados de flores que a ella nunca le parecían lo bastante floridas.

Tenía dos hijos, niño y niña. El mayor rondaba los diez años cuando ella se despertó del estupor de su pasmo sumiso. Había cumplido ya los treinta y tres, mujer alta de ojos azules y aturdida que empezaba a estar metida en carnes. El marido, menudo, nervudo, recio, contrahecho y ojimoreno, tenía cincuenta y tres años; hombre más recio que el alambre, más tenaz que el alambre, lleno aún de energía, pese al lastre de la caída de la plata en el mercado, y de la extraña impenetrabilidad de su mujer.

Era un hombre de principios, y un buen marido. En cierto modo ella le tenía encandilado; no había llegado a recuperarse nunca de su admiración ciega por la mujer. Sin embargo, en lo esencial seguía siendo un soltero. Había sido arrojado a su suerte a los diez años de edad, soltero ya de crío. Tenía más de cuarenta cuando se casó, y dinero suficiente para casarse dos veces más. Pero su capital era el de un soltero. Era jefe de sus propias obras y el matrimonio era la última y más íntima parcela de sus obras.

Admiraba a su mujer hasta la extenuación: admiraba su cuerpo, todo lo suyo. Y para él siempre sería la deslumbrante californiana de Berkeley que había conocido. Cual jeque, la mantenía custodiada entre aquellos montes de Chihuahua. Velaba por ella como por su mina de plata, y eso es decir mucho.

A los treinta y tres seguía siendo en realidad la chica de Berkeley en todo salvo en el físico. Caso misterioso, el desarrollo de su conciencia se había detenido al casarse, se había parado en seco. Su marido nunca se le presentó como algo real, ni mental ni físicamente. A pesar de esa pasión tardía suya por ella, él nunca había significado nada para la mujer en el plano físico. Era solo en lo moral donde la doblegaba, la rebajaba, la sometía a una esclavitud insuperable.

Así se sucedieron los años, en la casa de adobe en torno al patio soleado, con las minas de plata en el horizonte. El marido nunca paraba quieto. Cuando la plata murió arrendó un rancho algo más allá, a unas veinte millas, y se dedicó a criar marranos de raza, unos animales estupendos; al mismo tiempo, odiaba los cerdos. Era un idealista de tomo y lomo, un escrupuloso que aborrecía con todo su ser el lado físico de la vida. Le encantaba trabajar y trabajar, trabajar y fabricar cosas. Su matrimonio, sus hijos eran algo que fabricaba, una parte del negocio, aunque en ese caso el beneficio fuese sentimental.

Los nervios comenzaron a traicionarla de poco en poco: tenía que salir de allí. Tenía que salir de allí. Así que él se la llevó tres meses a El Paso; y al menos aquello era Estados Unidos.

Pero él siguió ejerciendo su hechizo sobre ella. Los tres meses tocaron a su fin: allí estaba de vuelta, igual que antes, en su casa de adobe entre los eternos cerros verdes o pardorrosados, vacíos como solo alcanza a estarlo lo inexplorado. Daba clases a sus hijos y supervisaba a los mozos mexicanos que tenía por criados. Y de vez en cuando el marido traía visita, españoles, mexicanos y, en ocasiones, blancos.

A él le encantaba tener huéspedes blancos en casa. Y eso a pesar de no tener ni un momento de paz cuando estaban allí. Parecía que su mujer fuese una peculiar veta secreta de mineral de sus yacimientos de cuya existencia nadie debiese saber salvo él. Y a ella la fascinaban los caballeros jóvenes, ingenieros de minas, a los que a veces tenía por invitados. También él quedaba fascinado en presencia de caballeros de verdad; pero era un minero de la vieja escuela, y casado, y si un caballero miraba a su mujer, sentía como si saquearan su mina y hurgasen en sus secretos.

Fue uno de aquellos caballeros jóvenes quien le dio la idea a la mujer. Se encontraban todos al otro lado del gran portalón del patio, contemplando el mundo exterior. Los cerros eternos e inertes estaban verdes de arriba abajo, era septiembre, pasadas las lluvias. No había rastro de nada, salvo de la mina desierta, los yacimientos desiertos y un puñado de barracas de mineros medio desiertas.

—A saber lo que habrá al otro lado de esos grandes cerros pelados —comentó el joven.

—Más cerros —dijo Lederman—. Si le tira por ahí, Sonora y la costa. Por allí, en cambio, encontrará el desierto… por donde vinieron ustedes. Y por el otro lado, cerros y montes.

—Ya, pero ¿qué habita esos cerros y montes? De seguro que hay cosas maravillosas. No se parece a ningún otro lugar de la Tierra: es como estar en la luna.

—Hay mucha caza, si le apetece pegar unos tiros. Y están los indios, si es que se los puede llamar maravillosos.

—¿Salvajes?

—Bastante.

—Pero ¿amigables?

—Depende. Algunos son bastante bravos, y no dejan que nadie se les acerque. Mataron a un misionero nada más verle. Y donde no llega un misionero no llega nadie.

—Pero ¿qué opina el gobierno?

—Están tan apartados de todo que el gobierno los deja en paz. Y son viejos zorros: cuando les parece que hay un problema mandan una delegación a Chihuahua para presentar una petición formal. El gobierno prefiere dejarlo estar.

—¿Y viven realmente libres, con sus costumbres y su religión de salvajes?

—Sí, claro. Solo utilizan arcos y flechas. Los he visto por la plaza del pueblo, con unos sombreros extrañísimos adornados con flores y un arco en la mano, medio desnudos, salvo por una especie de sayo, incluso con los fríos, paseándose por ahí con sus piernas de salvajes al fresco.

—Pero ¿no se le antoja maravilloso lo que pueda haber ahí arriba, en sus poblados secretos?

—No. ¿Qué podría tener de maravilloso? Los salvajes son salvajes, y todos se comportan casi igual. Son más bien viles y sucios, poco amigos de la higiene, siempre con sus tretas, y bregando por llevarse un bocado a la boca.

—Pero de seguro que tienen misterios y religiones muy, muy viejos… Tiene que ser maravilloso, segurísimo…

—Yo de misterios no sé nada… más bien prácticas deprimentes y paganas, más o menos indecentes. No, no le veo lo maravilloso; y me pregunto cómo puede usted, habiendo vivido como ha vivido en Londres, París o Nueva York…

—Bah, cualquiera vive en Londres, París o Nueva York… —dijo el joven, como si aquello fuese una razón de peso.

Y aquel entusiasmo suyo impreciso y peculiar por unos indios desconocidos halló eco, un eco profundo, en el corazón de la mujer, que sucumbió a un romanticismo ingenuo más candoroso que el de una chiquilla. Sintió que su destino era adentrarse en las guaridas secretas de aquellos indios atemporales, misteriosos y magníficos de las montañas.

Lo mantuvo en secreto. El joven se marchaba, y su marido le acompañaría hasta Torreón, por negocios: estaría fuera unos días. Antes de partir, no obstante, le hizo al marido contarle cosas de los indios: sobre las tribus nómadas parecidas a los navajos que todavía campaban a sus anchas, sobre los yaquis de Sonora y sobre los distintos grupos de los distintos valles del estado de Chihuahua.

Se creía que había una tribu, los chilchui, que vivía hacia el Sur, en un valle alto, y que era la tribu sagrada de todos los indios. Aún habitaban entre ellos los descendientes de Moctezuma y de los antiguos reyes aztecas o totonacas, y eran sus ancianos sacerdotes quienes mantenían viva la religión antigua y ofrecían sacrificios humanos… o eso se contaba. Algunos hombres de ciencia habían ido hasta la nación chilchui para volver hechos unos espectros, extenuados por el hambre y la amarga miseria, trayendo consigo un puñado de curiosos objetos de culto bárbaro, pero sin haber visto nada extraordinario en el poblado inhóspito y hambriento de los salvajes.

Aunque Lederman hablaba de todo ello como quien no quiere la cosa, resultaba evidente que algo experimentaba de aquella excitación vulgar ante la idea de salvajes ancestrales y misteriosos.

—¿Cómo están de lejos? —preguntó ella.

—Pues… a unos tres días a caballo…, pasando Cuchitee y una laguna que hay allí arriba.

El marido partió con el joven. La mujer hizo sus alocados planes. En los últimos tiempos, para romper la monotonía de su vida, no había dejado en paz al marido hasta lograr que la dejara ir a montar con él de tanto en tanto. Nunca la habían dejado ir sola. En honor a la verdad, no era una región muy segura: carecía de ley y escrúpulo.

Tenía, no obstante, su propio caballo, y soñaba con ser libre como lo fuera de pequeña, por las colinas de California.

A la hija de nueve años la tenía ahora en un convento minúsculo del pueblo minero español medio desierto que había a cinco millas.

—Manuel —le dijo la mujer al criado—, voy a coger el caballo para ir al convento a ver a Margarita y llevarle unas cosas. A lo mejor hago noche en el convento. Cuide usted de Freddy y de que todo esté en orden hasta que yo vuelva.

—¿Quiere la señora que la acompañe en el caballo del amo? ¿O Juan, si no? —preguntó el criado.

—No, ninguno de los dos. Voy a ir sola.

El joven la taladró con la mirada, en señal de protesta. ¡Ni en sueños debía montar sola la mujer!

—Voy a ir sola —repitió con peculiar y autoritario empaque la mujerona de rostro agradable y tez clara.

El hombre, sin mediar palabra, cedió compungido.

—¿Por qué vas sola, madre? —le preguntó el hijo mientras empaquetaba la comida.

—¿Es que no va a poder una estar sola nunca?, ¿ni por una vez en la vida? —exclamó en una repentina explosión de energía.

El hijo, al igual que el criado, reculó en silencio.

Partió sin miramientos, a horcajadas sobre su fuerte caballo ruano, vestida con un conjunto de amazona de lino recio, la falda de amazona por encima de los calzones de lino, un lazo carmesí sobre la blusa blanca y un sombrero negro de fieltro por tocado. En las alforjas llevaba la comida, una cantimplora militar con agua y una manta indígena atada por debajo de la montura. Con la vista en el horizonte dejó atrás el hogar. Manuel y el pequeño salieron al portalón de entrada para verla marchar. Ni siquiera se volvió para despedirse con la mano.

En cuanto hubo recorrido una milla o así, sin embargo, abandonó el agreste camino para torcer a la derecha por un sendero que daba a otro valle, subía por quebradas y se adentraba bajo grandes árboles hasta otro asentamiento minero abandonado. Era septiembre, el agua corría a sus anchas por el arroyuelo que en otros tiempos había abastecido a la mina ahora desahuciada. Desmontó para beber y dejó que también el caballo se refrescase.

Vio a unos indígenas acercarse por entre los árboles, ladera arriba. La habían visto, y la observaban con detenimiento. Ella se quedó a su vez mirándolos. Los tres, dos mujeres y un joven, estaban dando un gran rodeo para no pasar demasiado cerca de ella. No le importaba. Montó y partió al trote, en pos del valle silencioso, más allá de los yacimientos de plata, más allá de todo rastro de explotación. Todavía quedaba una senda peñascosa para llegar, entre rocas y pedruscos, al valle posterior. Ya había pasado por ella con su marido y sabía que más allá debía ir hacia el Sur.

Era extraño pero no tenía miedo, siendo como era una región temible: los silentes despeñaderos de apariencia letal, los indígenas esporádicos entre los árboles en la distancia, suspicaces y escurridizos, las aves carroñeras que de tanto en tanto acechaban en el cielo como moscas gigantes, a lo lejos, en torno a alguna carroña, un rancho o un puñado cualquiera de chozas.

A medida que ascendía, los árboles eran más bajos y la senda atravesaba matorrales de espino desbordados de correhuelas azules y alguna que otra enredadera de campanillas rosas. Al poco tiempo las flores empezaron a escasear: se acercaba a los pinos.

Estaba en la cima de la cresta y, ante ella, otro silencioso valle vacío recubierto de verde. Era mediodía pasado. Cuando el caballo se fue hacia un regato de agua, decidió desmontar para tomar la comida del mediodía. Contempló en silencio el valle inanimado y muerto en vida y, al Sur, los picos escarpados de los montes, que se elevaban por entre rocas y pinos. Descansó durante dos de las horas más calurosas del día mientras el caballo pastaba a su alrededor.

Curioso: no se sentía ni asustada ni sola. Es más, la soledad le resultaba como el trago de agua fría para el muerto de sed. Y una extraña euforia la amparaba por dentro.

Prosiguió camino hasta la noche, cuando acampó en un valle junto a un arroyo, en la espesura del matorral. Había visto ganado y se había cruzado con varios rastros. Debía de haber un rancho no muy lejos. Aunque oyó el extraño chillido lastimero de un puma y la respuesta de unos perros, allí junto a su pequeña hoguera en una especie de hondonada secreta, no se sintió realmente asustada. La rara euforia que burbujeaba en su interior la mantenía todo el rato a flote.

Hizo mucho frío antes del alba. Envuelta en su manta, se quedó mirando las estrellas, escuchando las tiritonas del caballo y sintiéndose como una mujer que ha muerto y ha pasado a mejor vida. No estaba segura de no haber oído un gran estruendo en el centro de sí misma durante la noche, un estruendo que era el de su propia muerte; o tal vez el estruendo hubiese sido en el centro de la tierra y significase algo grande y misterioso.

Se levantó con el primer rayo de luz, entumecida por el frío, e hizo un fuego. Comió a toda prisa, le dio al caballo unos trozos de torta de colza y emprendió de nuevo la marcha. Evitó cualquier encuentro y, dado que no se encontró con nadie, resultó evidente que también a ella la evitaban. Llegó por fin a la altura de la aldea de Cuchitee, con sus casas negras de tejados rojizos, apenas un deprimente y sombrío puñado bajo otra mina silenciosa abandonada tiempo atrás. Y más allá, una larga y ancha ladera que se elevaba verde y luminosa hasta el verde más oscuro y enmarañado de los pinos. Y más allá de los pinos, hileras de roca pelada contra el cielo, roca ya cuarteada y listada con blancas estrías de nieve. En lo más alto habían empezado a caer nieves nuevas.

Y en esos momentos, cuando ya más o menos se acercaba a su destino, empezó a sentirse extraviada y desanimada. Había pasado por la laguna rodeada de álamos temblones que amarilleaban ya y cuyos blancos troncos eran redondos y suaves como los brazos redondos y blancos de algunas mujeres. ¡Qué sitio más bonito! De haber estado en California la habría entusiasmado; allí, en cambio, lo contempló y vio que era bonito, pero le dio lo mismo. Estaba agotada y llevaba a las espaldas dos noches durmiendo sola y al raso, le temía a la noche que tenía por delante. No sabía adónde iba, o qué andaba buscando. El caballo avanzaba a duras penas, pesado el paso, hacia aquella pendiente imponente e inmensa, a través de una vereda de piedra. Si le hubiese quedado algo de fuerza de voluntad habría dado media vuelta, de regreso a la aldea, para que la cobijasen y la mandasen de vuelta con su marido.

Pero no le quedaba voluntad alguna. El caballo atravesó salpicando un riachuelo y empezó a remontar un valle bajo enormes álamos negros que amarilleaban. Debía de estar a casi nueve mil pies sobre el nivel del mar, y tenía la cabeza ida por la altitud y el cansancio. Más allá de los álamos veía a los lados los escarpados costados de las pendientes que la cercaban, de afilado plumaje de álamo temblón superpuesto y, más arriba, de pino y pícea puntiaguda y retoñante. El caballo avanzaba cual autómata. En aquel valle cerrado, en aquella vereda mínima solamente se podía ir hacia delante y hacia arriba.

De pronto el caballo se encabritó, y tres hombres con mantones oscuros aparecieron ante ella en el camino.

¡Adiós!1 —la saludaron con la voz sonora y mesurada de los indios.

¡Adiós! —respondió ella con su voz confiada de mujer estadounidense.

—¿Pa’ dónde va? —le preguntaron sosegadamente en español.

Los hombres de los sarapes oscuros se habían acercado, y la miraban desde abajo.

—Allá derecho—respondió con frialdad, en su tosco español sajón.

Para ella no eran más que indígenas: hombres corpulentos y carioscuros con sarapes oscuros y sombreros de paja. Habrían sido idénticos a los hombres que trabajaban para su marido de no ser por la extraña cabellera negra que les caía por los hombros. Observó aquella larga melena negra con cierta distancia. Aquellos debían de ser los indios salvajes que había andado buscando.

—¿De dónde viene? —le preguntó el mismo hombre. Siempre hablaba él. Era joven, con unos grandes ojos negros y brillantes, vivarachos, que la miraban de soslayo. Tenía en la cara tostada un mostacho negro y un ralo matojo de barba, apenas unos cuantos pelos sueltos por la barbilla. El largo pelo negro, lleno de vida, le colgaba sin ataduras por los hombros. Era oscuro de piel, sí, pero tampoco parecía haberse lavado hacía poco.

Sus dos acompañantes eran iguales, aunque mayores, vigorosos y callados. Uno tenía una delgada línea negra por bigote, pero sin barba; al otro las mejillas despejadas y unos cuantos pelos morenos le remarcaban las líneas del mentón con la barba característica de los indios.

—Vengo de lejos —respondió con una evasiva medio jocosa.

Le respondieron con el silencio.

—Pero ¿dónde vive? —preguntó el joven con la misma insistencia sosegada.

—Al Norte —respondió alegremente.

Hubo un nuevo momento de silencio. El joven conversó con el mismo sosiego, en indígena, con sus dos acompañantes.

—¿Adónde quiere llegar por ahí arriba? —le preguntó, con un tono repentino de desafío y autoridad, al tiempo que señalaba por un momento la vereda.

—A los indios chilchui —contestó la mujer secamente.

El joven la miró. Tenía los ojos rápidos y negros, e inhumanos. Vio a la luz del anochecer la vaga infrasonrisa de seguridad en la cara más bien grande, serena y de tez lozana de la mujer; las líneas azuladas de cansancio bajo sus grandes ojos azules; y en esos ojos, cuando ella le miraba desde su montura, una confianza medio infantil, medio arrogante en su poder de mujer; pero, también en esos ojos, una curiosa mirada de trance.

¿Usted es señora?2 ¿Es casada? —le preguntó el indio.

—Sí, soy casada —se complació en contestar.

—¿Tiene hijos?

—Marido y dos hijos, un niño y una niña.

El indio se volvió hacia sus acompañantes y tradujo a aquel idioma bajo y gorjeante como una corriente de agua subterránea. Saltaba a la vista que no salían de su asombro.

—¿Y dónde está su marido? —le preguntó el joven.

—¿Quién sabe? —replicó la mujer muy resuelta—. Se ha ido de viaje una semana, por trabajo.

Los ojos negros la penetraban. Su agotamiento apenas le permitió una sonrisa apagada, con el orgullo de su aventura particular y la confianza de su femineidad particular y el hechizo de la locura que la tenía poseída.

—¿Y qué quiere hacer? —le preguntó el indio.

—Quiero visitar a los indios chilchui… ver sus casas y conocer a sus dioses.

El joven se volvió para traducir a toda prisa y se produjo entonces un silencio casi de consternación. Los solemnes ancianos la miraban de soslayo, con extraños ojos, desde debajo de sus sombreros engalanados; al cabo le dijeron algo al joven con profundas voces cavernosas.

Este último titubeó un último momento antes de dirigirse de nuevo a la mujer:

—¡Bueno, pues vayamos! Aunque llegaremos hasta mañana. Esta noche vamos a tener que acampar.

—¡Bueno! —respondió ella—. No tengo problema en acampar.

Así sin más, prosiguieron la ascensión a buen paso por la vereda pedregosa. El indio joven corría a la altura de la cabeza del caballo de la mujer, mientras que los otros dos iban a la zaga. Uno de ellos había cogido una vara gruesa y a cada tanto le pegaba al caballo un sonoro golpe en la grupa para que aligerara el paso. El caballo se encabritaba entonces, y la mujer a punto estaba cada vez de caerse de la montura; con lo cansada que se sentía, aquello la hacía enfurecer.

—¡Estese quieto! —gritaba volviéndose y mirando con cara de pocos amigos al individuo. Al encontrarse con los grandes ojos negros y brillantes del indio, le flaqueó el ánimo por primera vez. Los ojos del hombre no se le hacían humanos, y no la veían como a una mujer blanca y hermosa. La observaban con una mirada negra, brillante e inhumana que no veía en ella a mujer alguna; como si fuese un ser extraño e inexplicable, incomprensible para él, pero hostil. Iba aturdida sobre su montura, sintiendo una vez más como si hubiese muerto. Y una vez más arreó el hombre al caballo, y recibió otra fuerte sacudida en la silla.

La embargó toda su apasionada rabia de mujer blanca malcriada. Tiró de las riendas para frenar al animal y se volvió echando chispas por los ojos hacia el hombre que iba junto a la brida:

—Dígale a su amigo que no vuelva a tocar mi caballo —le increpó. Cruzó la mirada con la del joven, y en su negra y brillante inescrutabilidad distinguió un tenue centelleo, como en un ojo de serpiente, de burla. Habló con el compañero que iba detrás, en los tonos bajos de los indios. El hombre de la vara le escuchó sin mirar. Acto seguido, dándole una extraña voz al caballo, volvió a pegarle en las posaderas e hizo que saliese brincando vereda de piedra arriba entre espasmos, desperdigando pedruscos a su paso y haciendo botar a la cansada mujer sobre la silla.

Una rabia loca le cruzó los ojos y se le fue el color de las mejillas. Bregó enfurecida hasta controlar el caballo. Pero antes de que pudiera darse media vuelta, el indio joven agarró las riendas por debajo del pescuezo del animal, tiró de ellas hacia delante y se puso a guiarlo a trote rápido.

La mujer se sintió indefensa. Y junto con aquella rabia infinita suya le sobrevino un ligero escalofrío de júbilo. Supo que estaba muerta.

El sol se estaba poniendo, una fuerte luz amarilla inundaba los últimos álamos temblones y enardecía los troncos de los pinos; las agujas de los árboles se erizaban y sobresalían con un lustre oscuro, al tiempo que las rocas despedían una aureola sobrenatural. Y a través de toda esa refulgencia el indio que iba en cabeza trotaba sin descanso, con su manto negro al viento y sus piernas desnudas resplandeciendo en una rojura transfigurada bajo la poderosa luz, y, sobre el torrente de pelo negro, aquel sombrero de paja brillando pomposamente con sus medio disparatados adornos de flores y plumas. De vez en cuando le daba una voz baja al caballo y entonces el otro indio, el de detrás, le propinaba al animal un nuevo varazo.

La luz prodigio se desvaneció de las montañas, y sobre el mundo empezaron a caer las sombras con una fría brisa de resuello. En el cielo una media luna luchaba contra el destello del Oeste. Unas sombras enormes se cernieron desde los pedregosos despeñaderos. Se oía agua correr. La mujer solo era consciente de su cansancio, su cansancio inenarrable y el frío viento de las alturas. No se dio cuenta de cómo la luz de la luna relevaba a la del día. Ocurrió mientras viajaba inconsciente por el agotamiento.

Viajaron varias horas a la luz de la luna, hasta que de repente hicieron un alto. Los hombres conversaron un momento en voz baja.

—Vamos a acampar aquí —anunció el joven.

La mujer esperó a que la ayudase a desmontar, pero él se limitó a sostener la brida del caballo. Estuvo a punto de caerse de la montura, de tan cansada como estaba.

Habían escogido un claro a los pies de unas rocas que todavía despedían algo de calor del sol. Un hombre cortó ramas de pino y otro formó pequeños parapetos con las ramas contra la roca y fabricó un lecho con ramas de abeto. El tercero hizo un fuego bajo para calentar unas tortillas de maíz. Trabajaron en silencio.

La mujer bebió agua. No quería comer, tan solo echarse.

—¿Dónde duermo yo? —preguntó.

El joven le señaló uno de los cobijos. Se arrastró hasta él y yació inerte. Le era indiferente lo que le pasara, estaba tan cansada y tan por encima de todo… A través de los palos de pícea podía ver a los tres hombres en cuclillas alrededor del fuego, masticando las tortillas que cogían de las brasas con sus dedos morenos y bebiendo agua de una calabaza. Hablaban en voz baja, mascullando, entre largos intervalos de silencio. La silla y las alforjas de la mujer no estaban muy lejos del fuego, sin abrir, sin tocar. A los hombres no les interesaban ni ella ni sus pertenencias. Estaban allí agazapados con sus sombreros puestos, comiendo, comiendo mecánicamente, como animales, con los flecos de los oscuros sarapes barriendo el suelo por delante y por detrás, y esas robustas y morenas piernas suyas desnudas y en cuclillas como las de un animal, dejando entrever el sucio blusón blanco y esa especie de taparrabos que llevaban debajo por único atavío. Y no dieron mayor muestra de interés por ella que si hubiese sido una pieza de venado que se hubiesen cobrado y hubiesen colgado en un cobijo antes de llevarla a casa.

Pasado un rato se cuidaron de apagar bien el fuego y se metieron en sus cobijos. Al escudriñar desde detrás del parapeto de ramas experimentó un momento de pánico y ansiedad ante la visión de las formas oscuras que cruzaban en silencio la luz de la luna. ¿La atacarían ahora?

Pues no. Era como si la ignorasen. Habían maneado el caballo; lo oía renquear, cansado. Todo era silencio, silencio serrano, frío, mortal. Dormía, se despertaba y se dormía en un estado semiconsciente de entumecimiento por el frío y el cansancio. Una noche larga, larga, helada y eterna, y ella, sabedora de que había muerto.