Con todo, cuando notó el movimiento y un chasquido de piedra y acero, y vio la forma de un hombre agachado como perro sobre hueso ante un rojo chisporroteo de fuego, supo que se estaba haciendo de día y le pareció que la noche había pasado demasiado rápido.

Esperó a que el fuego estuviese hecho para salir del cobijo, con el único deseo cierto que le quedaba: café. Los hombres estaban calentando más tortillas.

—¿Podemos hacer café? —preguntó.

El joven miró a la mujer y ella vislumbró la misma centella desvaída de burla en sus ojos.

—Nosotros no tomamos. No hay tiempo —le contestó el joven sacudiendo la cabeza.

Y los mayores, en cuclillas, alzaron la vista para verla en el terrible y macilento amanecer, y en sus ojos ni tan siquiera había burla; solo aquel brillo inhumano intenso, aunque remoto, que tan terrible le resultaba a ella. Eran impenetrables, y totalmente incapaces de ver en ella a una mujer: como si no fuese una mujer, como si acaso ser blanca le arrebatase toda femineidad y la redujese a una hormiga hembra gigante y blanca. Eso era lo único que veían en ella.

Antes de que asomase el sol, cabalgaba ya de nuevo sobre la montura, y subían un repecho contra el viento de hielo. El sol llegó, y no tardó en sentirse acalorada, expuesta como estaba al relumbre de los parajes desnudos. Le daba la sensación de estar escalando al techo del mundo. Más allá tajos de nieve cortaban el cielo.

En el trascurso de la mañana llegaron a un punto en el que el caballo no pudo proseguir la marcha. Descansaron un rato con un gran tajo de roca viva frente por frente, como el pecho lustroso de alguna bestia terrena. Tenían que seguir por el otro lado, por una grieta vacilante. Se le antojó una tortura de horas, en un avanzar a gatas interminable de grieta en hendidura a lo largo de la cara sesgada de aquella montaña, roca en estado puro. Mientras que un indio delante y otro indio detrás caminaban lentamente, erguidos, calzados solo con sandalias de cuero trenzado, ella, con sus botas de montar, no se atrevía ni a andar derecha.

Lo que ella se iba preguntando todo el tiempo, sin embargo, era por qué se empeñaba en seguir agarrándose y gateando por aquellas kilométricas láminas de roca. Por qué no tirarse sin más y acabar con todo. Tenía el mundo a sus pies.

Cuando por fin salieron a una pendiente pedregosa miró hacia atrás y vio al tercer indio cargado con su montura y sus alforjas a la espalda, todo ello colgando de un cinto que le cruzaba la frente. Y llevaba el sombrero en la mano mientras avanzaba lentamente, con el lento, suave y pesado caminar del indio, sin titubeos por los resquicios de la roca, como si recorriera un arañazo en el escudo de hierro de la montaña.

La pendiente pedregosa caía en picado. Los indios daban muestras de una creciente excitación; uno de ellos iba por delante a paso ligero, desapareciendo tras los recodos de piedra. Y el camino se retorcía y descendía, hasta que al final, bajo la luz cegadora del sol de media mañana, atisbaron un valle más abajo, entre paredes de roca, como en una especie de gran zanja recortada en los montes: un valle verde con un río, árboles y ramilletes de casas bajas y centelleantes. Era todo diminuto y perfecto tres mil pies más abajo; incluso el puente plano sobre el arroyuelo, y la plaza con las casas alrededor y los edificios mayores agrupados en extremos opuestos, los altos álamos negros, los pastos y las franjas de maíz amarillo pajizo, las manchas de ovejas o cabras marrones a lo lejos, por las laderas, y los cercados a la vera del agua. Allí estaba, todo menudo y perfecto, desprendiendo la misma magia que desprendería cualquier otro sitio visto desde lo alto de las montañas. Lo insólito era que las casas brillaban de lo blancas que eran, blanco de cal, como cristales de sal o de plata. Aquello la asustó.

Emprendieron el largo y sinuoso descenso desde los barrancos siguiendo el cauce del arroyo. Al principio era todo roca, hasta que asomaron los pinos y, al poco, los álamos temblones de ramaje argento. Eclosionaban por doquier las flores del otoño, grandes flores rosas parecidas a las margaritas, y blancas, y motones de flores amarillas. Pero tuvo que sentarse a descansar, estaba tan cansada… Veía borrosas las flores de colores brillantes, como si se cernieran sobre ellas sombras pálidas, como las vería alguien que ha muerto.

Por fin aparecieron la hierba y los pastos ondulados entre los temblones entreverados de pinos. Un pastor, desnudo bajo el sol salvo por el sombrero y el taparrabos de algodón, apacentaba sus ovejas marrones. La mujer y el indio joven se sentaron a esperar en una arboleda. El que llevaba la montura también se había adelantado.

Oyeron que alguien venía. Eran tres hombres con unos bonitos sarapes en rojo, naranja, amarillo y negro y brillantes tocados de plumas. El más anciano llevaba el pelo gris trenzado con pieles y el sarape rojo, naranja y amarillo cubierto con unas curiosas pintas negras, como piel de leopardo. Los otros dos no tenían el pelo cano pero también eran mayores, aunque sus mantos eran rayados y sus tocados menos elaborados.

El indio joven compartió con los ancianos unas cuantas palabras sosegadas. Escucharon sin responder ni mirarlos ni a él ni a la mujer, con las caras vueltas y los ojos clavados en el suelo, solamente escuchando. Por fin se volvieron y miraron a la mujer.

El anciano jefe, o el curandero o quien fuese, tenía un rostro de arrugas profundas y surcos color bronce oscuro, con apenas unos pelos sueltos alrededor de la boca. Por los hombros le colgaban dos largas trenzas de pelo cano, entrecruzadas con pieles y plumas de colores. Y así y todo, lo único que importaba eran sus ojos; eran negros y de una extraordinaria fuerza penetrante, sin el menor ápice de duda en su poder diablesco e impávido. Escrutó en los ojos de la mujer blanca con una mirada prolongada y penetrante, sin que ella supiese qué buscaba. Hizo acopio de todas sus fuerzas para sostener la mirada del anciano sin bajar la guardia. Pero de nada sirvió. No la miraba como un ser humano mira a otro. Ni siquiera reparó en su resistencia y su desafío, miró más allá de ambos, sin que ella supiese hacia qué.

Comprendió que no tenía sentido esperar amago alguno de comunicación humana por parte de aquel ser anciano, que se volvió entonces para intercambiar unas palabras con el indio joven.

—Quiere saber qué busca usted aquí —tradujo el joven al español.

—¿Yo? ¡Nada! Solo he venido a ver cómo es esto.

Tras oír la traducción el anciano la miró una vez más para luego volver a hablar en su tono susurrante con el joven.

—Quiere saber por qué ha abandonado su hogar entre los hombres blancos. ¿Es que quiere traer al dios del hombre blanco a los chilchui?

—No —respondió sin miramientos—. Yo misma vengo huyendo del dios del hombre blanco. He venido en busca del dios de los chilchui.

Siguió un silencio profundo a la traducción de lo dicho. Acto seguido el anciano retomó la palabra en un hilo de voz casi de agotamiento.

—¿La mujer blanca busca a los dioses de los chilchui porque está cansada de su propio dios? —le preguntaron.

—Sí, así es. Está harta del dios del hombre blanco —respondió la mujer pensando que eso era lo que querían oír. No le importaría servir a los dioses de los chilchui.

Se dio cuenta de la extraordinaria sensación de triunfo y regocijo que recorrió a los indios en el tenso silencio que siguió a la traducción de sus palabras. Todos la miraron entonces con esos ojos negros y penetrantes suyos, en los que vio destellar un frío asomo de codicia que no comprendió. La más desconcertada era ella, pues nada había en aquella mirada de sensual o sexual; tenía una terrible pureza destellante que la superaba. La mujer sintió miedo; de hecho, el pavor la habría paralizado si no fuese porque algo había muerto en su interior, dejándola apenas con un asombro frío y cierta alarma.

Los ancianos hablaron un rato más, hasta que dos de ellos se fueron y la dejaron con el joven y el jefe más anciano; este último la miraba ahora con cierta solicitud.

—Pregunta si está cansada —tradujo el joven.

—Mucho.

—Los hombres van a traerle un carruaje —le explicó el indio joven.

El carruaje, cuando hizo su aparición, resultó ser una litera consistente en una especie de hamaca de frisa oscura que colgaba de un palo apoyado en los hombros de dos indios de largas cabelleras. Extendieron la hamaca de lana sobre el suelo, la mujer se sentó encima y los hombres alzaron el palo hasta los hombros. Balanceándose como si más bien la llevaran en un saco, atravesaron con ella la arboleda, siempre detrás del jefe anciano, cuyo manto de motas de leopardo producía un curioso movimiento bajo la luz del sol.

Salieron a la vaguada. Justo enfrente crecían los maizales, con mazorcas ya maduras. El cereal no era muy alto en aquellas altitudes. La senda trillada lo atravesaba, y la mujer apenas lograba entrever la figura erguida del viejo jefe, quien, con su sarape negro y llama, andaba con soltura, gravedad y rapidez, la cabeza al frente, sin mirar ni a izquierda ni a derecha. Detrás iban los porteadores, que caminaban al compás, con la larga melena azabache reluciendo como un río sobre los hombros desnudos del que iba delante.

Dejaron atrás el maizal y llegaron ante una gran pared o terraplén de tierra y ladrillos de adobe. Las puertas de madera estaban abiertas. Al franquearlas se adentraron en un entramado de huertecitos llenos de flores, hierbas y árboles frutales, cada uno regado por una pequeña acequia de agua del arroyo. Entre cada ramillete de árboles y flores había una casita blanca destellante, sin ventanas y con la puerta cerrada. Todo el lugar era un entramado de sendas, regatos y puentecillos entre huertos cuadriculados en flor.

Por el camino principal —una vía estrecha y agradable entre hojarasca y hierba, senda alisada por siglos de pies humanos, sin pezuña de caballo ni rueda que la desfigurase— llegaron al riachuelo de aguas brillantes y vivas, que atravesaron por un puente de troncos. Todo estaba en silencio: no se veía ni un ser vivo a la redonda. El camino continuaba bajo unos espléndidos álamos negros hasta que iba a dar, inesperadamente, a la plaza central del pueblo.

Se trataba de una amplia elipsis de casas bajas y blancas con tejados rectos en cuyos extremos, como mirándose de reojo el uno al otro, se levantaban dos edificios algo mayores que parecían formados por pequeños cubículos apilados sobre otros más anchos y altos. Todas las casas eran de un blanco mareante, salvo por las grandes puntas redondeadas de las vigas que asomaban bajo los aleros planos, y por los tejados planos. A la vuelta de cada edificio grande, fuera ya de la plaza, había una cerca de madera que encerraba un jardín con árboles, flores y varias casitas.

Ni un alma a la vista. Anduvieron en silencio entre las casas de la plaza central, desnuda y árida, con la tierra del suelo trotada por infinitas generaciones de pies andantes, andantes de una puerta a otra. Todas las puertas de las casas sin ventanas daban a aquella plaza en blanco, pero todas estaban cerradas. Había leña junto al umbral y un horno de arcilla aún humeante, pero ni rastro de vida o movimiento alguno.

El anciano atravesó en línea recta la plaza hasta el caserón del extremo, con dos plantas superiores que, al igual que en los juegos de construcciones, eran más pequeñas conforme más alto estaban. Por fuera unas escaleras de piedra llevaban hasta el tejado del primer piso.

Los porteadores de la litera se detuvieron a los pies de la escalera y bajaron a la mujer al suelo.

—Tiene que subir —le dijo el indio que hablaba español.

Ascendió por los peldaños de piedra hasta el techado de barro de la primera casa, que formaba a la vez una galería alrededor del muro de la segunda planta. Siguió por esa galería hasta la parte de atrás del caserón y, una vez allí, volvieron a bajar, a un jardín que había detrás.

Hasta el momento no habían visto a nadie. Pero entonces aparecieron dos hombres con la cabeza descubierta y largas cabelleras trenzadas que vestían una especie de blusón blanco remetido por el taparrabos. Acompañaron a los tres recién llegados por el jardín, en el que brotaban flores rojas y flores amarillas, hasta una casa baja y alargada a la que entraron sin llamar.

El interior estaba en penumbra y se escuchaba un murmullo bajo de voces masculinas. Había varios hombres presentes, se distinguían sus blusones blancos en la penumbra; los rostros morenos, en cambio, eran invisibles. Estaban sentados sobre un largo tronco de madera vieja que iba de una punta a otra de la pared del fondo y, salvo por aquel madero, la habitación parecía vacía. Aunque no, en la oscuridad de un rincón había un jergón, una especie de lecho sobre el que había alguien echado y tapado con pieles.

El indio anciano del sarape moteado que la había acompañado hasta allí se despojó entonces del sombrero, el manto y las sandalias. Dejándolos a un lado, se acercó al jergón y habló en voz baja. La respuesta tardó en llegar. Acto seguido, cual visión se incorporó un viejo con una melena nívea que le colgaba a ambos lados de la cara apenas visible; se quedó recostado sobre un codo y miró nebulosamente a los que le rodeaban, en un silencio tenso.

El indio de pelo gris volvió a hablar, y al cabo el joven cogió a la mujer de la mano y la hizo pasar. Vestida aún con su ropa de montar de lino, las botas y el sombrero negros y el guiñapo rojo que llevaba ya por lazo, permaneció allí inmóvil ante el lecho de pieles del viejo viejísimo, que seguía incorporado sobre un codo e inclinado hacia ella para observarla, lejano como un espectro, con el pelo blanco en caóticos afluentes y el rostro casi negro, pero con una determinación distante que no era de este mundo.

Tenía la cara tan vieja que parecía cristal oscuro, y de los labios y la barbilla le brotaban unos escasos caracoles blancos bastante insólitos. Los largos tirabuzones blancos le caían sueltos y desordenados a ambos lados del vidrioso rostro moreno. Y bajo una desvaída línea de cejas blancas los ojos negros del viejo jefe la miraban como desde la muerte lejana, lejanísima, viendo algo que nunca habría de ser visto.

Por fin articuló unas palabras cavernosas y profundas, como si le hablase al aire oscuro.

—Pregunta si trajo usted su corazón al dios de los chilchui —tradujo el indio joven.

—Dile que sí —respondió como una autómata.

Se produjo una pausa. El viejo volvió a hablar, como al aire. Uno de los hombres que estaban presentes salió. Había un silencio como de eternidad en aquella habitación tenebrosa apenas iluminada por la puerta entreabierta.

La mujer miró a su alrededor. En el tronco pegado a la pared frente a la puerta había sentados cuatro ancianos de pelo gris. Otros dos hombres estaban plantados, poderosos e impasibles, al lado de la puerta. Todos ellos llevaban largo el pelo y vestían blusones blancos remetidos por el calzón. Las piernas, vigorosas y morenas, estaban al aire. Había un silencio igual que eternidad.

Por fin regresó el hombre, con unas ropas blancas y oscuras echadas por encima del brazo. El joven indio las cogió, se las tendió a la mujer y le dijo:

—Tiene que quitarse su ropa y ponerse esta.

—Cuando salgan todos los hombres —respondió ella.

—Nadie le hará daño —le dijo muy sereno.

—No mientras sigan ustedes aquí.

El indio miró a los dos hombres que había en la puerta y que al instante se adelantaron para agarrarla por los brazos, sin hacerle daño pero con mucha fuerza. Se le acercaron luego dos de los ancianos y con insólita destreza le cortaron las botas de arriba abajo con unos cuchillos muy afilados, se las quitaron y le rasgaron la ropa, que se le desprendió. En cuestión de segundos quedó expuesta en toda su blancura. El anciano del lecho habló y la giraron en redondo para que la pudiese contemplar bien. Volvió a decir algo y el indio joven quitó con maña las horquillas y la peineta del pelo claro de la mujer, que le cayó sobre los hombros en un moño desmadejado.

El anciano habló una vez más y el indio la llevó ante el lecho. El viejo encanecido de moreno vidrioso se humedeció la punta de los dedos y con gran delicadeza le tocó los pechos, el torso y la espalda; y a cada vez la mujer sintió un extraño estremecimiento cuando las yemas le recorrían la piel, como si la Muerte en persona la estuviese tocando.

Y se preguntó, casi con pena, por qué no sentía embarazo en su desnudez. Solo sentía tristeza y extravío. Nadie parecía avergonzado, en realidad. Los ancianos, todos oscuros y tensos, experimentaban otra emoción profunda, incomprensible y sombría que ponía en suspenso su propia turbación, mientras que el indio joven, por su parte, tenía una extraña mirada extática. Y ella, ella solo se sentía completamente extraña y más allá de sí misma, como si aquel cuerpo no fuera el suyo.

Le dieron las nuevas vestiduras: una larga combinación blanca de algodón que le llegaba por las rodillas y una túnica de una tosca lana azul bordada con flores verdes y carmesíes. Se ataba solo por un hombro y llevaba por cinto un fajín trenzado de lana carmesí y negra.

Una vez vestida, se la llevaron descalza como estaba a una casita del jardín cercado. El indio joven le dijo que le darían lo que quisiera, y ella pidió agua para asearse. Se la trajo en una vasija, junto con un gran cuenco de madera. A continuación puso la tranca en la cancela de la casa y la dejó allí prisionera. A través de los barrotes pudo ver las flores rojas del jardín y un colibrí. Desde el tejado del caserón le llegó entonces un prolongado y contundente redoble de tambor que se le antojó sobrenatural en su llamada, al tiempo que una voz sostenida hablaba desde lo alto de la casa en un extraño idioma y con una entonación remota y carente de emoción que parecía articular un discurso o tal vez un mensaje. Y lo escuchó como si proviniera de los muertos.

Pero estaba muy cansada. Se echó sobre un jergón de pieles, se cubrió con la manta de lana oscura y se quedó dormida, renunciando a todo.

Cuando se despertó anochecía ya y el joven indio estaba entrando por la puerta con una bandeja de mimbre repleta de comida: tortillas, papilla de maíz con trozos de carne —cordero, probablemente—, una bebida a base de miel y unas cuantas ciruelas recién cogidas. Le trajo asimismo una larga guirnalda de flores rojas y amarillas anudada en los extremos con brotes azules; tras rociarla con el agua de la vasija se la ofreció con una sonrisa. Se mostraba muy amable y atento, aunque en su cara y en sus ojos oscuros había una curiosa mirada de triunfo y éxtasis que asustaba un poco. El destello había desaparecido de los ojos negros, con sus pestañas negras y curvas, y la observaba en cambio con ese tenue brillo de éxtasis que no era del todo humano, que se le hacía terriblemente impersonal y la inquietaba.

—¿Quiere otra cosa? —le preguntó en aquel tono bajo de voz melodioso y pausado que siempre parecía estar conteniendo, como si le hablara a otra persona aparte o no quisiera que el sonido llegase hasta ella.

—¿Me van a tener prisionera aquí?

—No, mañana podrá pasear por el huerto —le dijo con voz melosa. Siempre aquella solicitud tan extraña…

—¿Quiere beber algo? —le dijo ofreciéndole una pequeña jícara de barro—. Es muy refrescante.

Sorbió el licor con curiosidad. Era de hierbas, estaba endulzado con miel y dejaba un extraño regusto. El joven la observaba satisfecho.

—Sabe raro —comentó.

—Es muy refrescante —repitió él, siempre con los ojos negros posados en ella y estancados en aquella mirada extática y complacida. Acto seguido se fue.

La mujer empezó entonces a sentirse mal y vomitó con virulencia, como si no tuviese control sobre sí misma. Después de eso sintió recaer sobre ella una intensa languidez relajante, sintió las extremidades fuertes, sueltas y lánguidas y se echó en el jergón a escuchar los sonidos de la aldea, a contemplar el cielo que amarilleaba, a oler el aroma a cedro o pino quemado. Podía distinguir con tanta nitidez los ladridos de los cachorros de perro, el arrastrar de pies lejanos, el murmullo de voces; percibía con tanta viveza el olor del humo, y las flores, y la noche cayendo; veía con tanta claridad la única estrella brillante en una lejanía infinita, la que se alzaba sobre un ocaso, que sentía como si tuviese todos los sentidos esparcidos por el aire, hasta el punto de poder distinguir el sonido de las flores nocturnas desplegando sus pétalos y el mismísimo sonido cristalino de los cielos cuando los vastos cinturones de la atmósfera del mundo se deslizaban unos sobre otros, como si la humedad ascendente y la humedad descendente del aire resonasen cual harpa en el cosmos.

Estaba prisionera en la casa y el jardín cercado, aunque apenas le importaba. Pasaron días hasta que cayó en la cuenta de que no había visto a una sola mujer; hombres únicamente: los ancianos del caserón que parecía hacer las veces de templo y aquellos hombres que suponía sacerdotes, pues siempre iban con los mismos colores —rojo, naranja, amarillo y negro— y tenían la misma pose grave y abstraída.

A veces aparecía uno de los ancianos y se quedaba con ella un rato en la habitación, en un silencio absoluto. Ninguno hablaba más lengua que la indígena, salvo el más joven. Los ancianos le sonreían, y en ocasiones permanecían con ella una hora; otras veces le sonreían cuando les hablaba en español, aunque siempre sin respuesta alguna, excepto por aquella sonrisa pausada y aparentemente benévola. Emanaban, además, cierta sensación de solicitud casi paternal. Pero sus ojos oscuros, por el contrario, se cernían sobre ella, y algo tenían en lo más hondo que los hacía inquietantemente feroces e implacables. En cuanto notaban la mirada de la mujer, lo disimulaban con una sonrisa; pero ella los había visto.

Siempre la trataban con aquella extraña solicitud impersonal, esa amabilidad del todo impersonal, como trata el anciano al crío. Sin embargo, ella sentía que por debajo de todo eso había algo más, algo terrible. Cuando el visitante de turno se iba, con sus maneras silenciosas, insidiosas y paternales, se apoderaba de ella un arrebato de pavor, pese a lo que no sabía.

El joven se sentaba y charlaba con ella abiertamente, aparentando un gran candor. Y sin embargo también él le daba la sensación de callar todo lo real; tal vez por ser indecible. Sus grandes ojos oscuros se posaban sobre ella casi con mimo, tocados por el éxtasis, al tiempo que su hermosa y lánguida voz arrastraba un español básico y agramatical. Le contó que era nieto del viejo viejísimo e hijo del hombre del sarape moteado, y que eran caciques, reyes de los días viejos viejísimos, de antes de que los españoles llegasen. Pero él había estado en Ciudad de México, y también en Estados Unidos, donde había trabajado de peón, construyendo carreteras en Los Ángeles; había llegado hasta Chicago.

—¿Y cómo pues no hablas inglés? —le preguntó.

Posó los ojos en ella con una mirada inusitada de doblez y conflicto para al cabo sacudir la cabeza en silencio.

—¿Qué hiciste con el pelo largo cuando vivías en Estados Unidos? ¿Te lo cortaste? —siguió interrogándole la mujer.

Una vez más, con una mirada atormentada, el indio sacudió la cabeza.

—No —dijo en un tono apagado—, me ponía un sombrero y un pañuelo atado a la cabeza.

Y volvió a sumirse en el silencio, como atormentado por los recuerdos.

—¿Eres el único hombre de tu pueblo que ha estado en Estados Unidos? —quiso saber la mujer.

—Sí. Soy el único que se ha ido mucho tiempo. Los otros regresan enseguida, al cabo de una semana. No se quedan, los ancianos no los dejan.

—¿Y por qué fuiste tú?

—Los ancianos querían que fuera… porque algún día yo voy a ser el cacique…

Siempre hablaba con la misma ingenuidad, una candidez rayana en lo infantil. Ella pensaba, no obstante, que podía deberse a su español; o tal vez el mismo acto de hablar se le antojase a él algo irreal. Fuese como fuera, tenía la sensación de que todas las cosas reales se silenciaban.

Iba bastante a ver a la mujer —a veces más de lo que a ella le habría gustado—, como si por alguna razón quisiera estar a su lado. Le preguntó si estaba casado, y él le contestó que sí, con dos hijos.

—Me gustaría ver a tus hijos.

Pero por respuesta solo obtuvo aquella sonrisa, una dulce y casi extática sonrisa sobre la cual los ojos oscuros apenas mudaron su enigmática abstracción.

Era raro, podía pasarse horas y horas con ella, sin tan siquiera intimidarla, y menos intimar con ella. Parecía asexual allí tan quieto y amable y aparentemente sumiso, con la cabeza un poco echada hacia delante y el reluciente río de pelo negro manándole sobre los hombros como el de una muchacha. Con todo, si se paraba a mirarle más detenidamente, veía unos hombros anchos y poderosos, unas cejas negras y proporcionadas, aquellas pestañas cortas y curvadas, de un negro obstinado, sobre los ojos apocados, la fina línea de bigote, como una pelusa, bordeando unos labios gruesos y ennegrecidos, y el mentón fuerte; y la mujer sabía que, de otro modo misterioso, era oscura y poderosamente masculino. Y él, al notar su mirada, la sondeaba con esos ojos oscuros y acechantes que al instante disimulaba con una sonrisa medio apocada.

Los días y las semanas pasaron en una modalidad indefinida de satisfacción. A veces se sentía incómoda, al notar que había perdido el control sobre sí misma. Ya no era ella la que llevaba las riendas, estaba bajo el hechizo del control de otro. Y por momentos sentía terror y horror. Pero entonces aparecían aquellos indios y se sentaban a su lado, ejerciendo el insidioso hechizo solo con su presencia silente, su silente presencia física, poderosa y asexual. Cuando estaban cerca parecían arrebatarle la voluntad, dejándola abúlica y víctima de su propia indiferencia. Y el joven le llevaba la bebida endulzada, por lo general el mismo bebedizo emético, aunque también a veces de otras clases. Y nada más beber la languidez se apoderaba de sus miembros pesados, sus sentidos parecían flotar en el aire, oyendo, escuchando. Le habían llevado una cachorrilla a la que llamó Flora; y una vez, en el trance de sus sentidos, le pareció escuchar a la perrilla concebir en su útero diminuto, y volverse compleja, preñada. Y otro día llegó a escuchar el inabarcable sonido de la tierra al girar, como el restallido de la cuerda de un arco gigante.

Sin embargo, a medida que los días se hicieron más cortos y frescos, cuando le entraba el frío vivía un repentino renacimiento de su voluntad y un deseo de salir, de irse. Y le insistía al joven: quería salir.

Cierto día, pues, la dejaron subir hasta el tejado más alto del caserón y contemplar desde allí la plaza. Era el día del gran baile, aunque no todos bailaban; las mujeres que llevaban bebés en brazos contemplaban la escena desde los umbrales de las casas. Enfrente, en el otro extremo de la plaza, un gentío se concentraba ante el otro caserón, mientras que un grupo más pequeño y brillante lo hacía sobre el tejado-terraza de la primera planta, delante de los portalones abiertos de la planta superior. Más allá de aquellos portalones abiertos vio un fuego que chisporroteaba en la oscuridad y, alrededor, sin parar de moverse, unos sacerdotes tocados con plumas negras, amarillas y carmesíes y vestidos con mantos a modo de togas en negro, rojo y amarillo, con largos flecos verdes. Un gran tambor tañía con un ritmo lento y regular en el espeso silencio indio. Abajo la muchedumbre esperaba…

Otro tambor empezó entonces a repicar con más fuerza, y por fin rompieron los hombres a cantar una melodía densa y salvaje, como un viento que bramase en un bosque atemporal, muchos hombres mayores cantando en un único aliento, como el viento. Largas hileras de bailarines aparecieron por debajo del caserón. Hombres desnudos con cuerpos bronciáureos y afluentes de pelo negro, matas de plumas rojas y amarillas por los brazos y faldas de frisa blanca con un grueso galón por la cintura bordado en rojo, negro y verde. Se doblaban en dos y estampaban sus pies contra la tierra en su monótono y absorto estampido de la danza y, por detrás, colgándoles del cinturón, una piel de zorro enganchada por el hocico que se balanceaba con el suntuoso balanceo de una hermosa piel de zorro, la punta de la cola contorsionándose por encima de los talones de los bailarines; y detrás de cada hombre, con un elaborado tocado de plumas y conchas y una túnica negra corta por vestido, una mujer que caminaba muy erguida con matas de plumas en ambas manos y contoneaba las muñecas al compás, sin dejar de golpear levemente la tierra con los pies descalzos.

Así se iba desplegando desde el caserón que tenía enfrente la larga hilera de la danza; mientras, del caserón a sus pies, surgía un extraño aroma a incienso y un extraño silencio tenso, hasta que estalló en respuesta el cántico masculino inhumano y se fue desplegando la larga hilera de la danza.

Duró todo el día: la insistencia del tambor, el cavernoso bramido como de tormenta del cántico masculino, el incesante balanceo de las pieles de zorro tras las poderosas y bronciáureas piernas estampantes de los hombres, el sol del otoño vertiéndose desde un cielo azul perfecto sobre los ríos de cabello negro de hombres y mujeres, el valle todo inerte, las paredes de roca más allá, la horrenda mole de la montaña contra el firmamento puro, su nieve apesadumbrada por la blancura tersa.

Pasó horas y horas observando, boquiabierta, como drogada. Y en medio de toda aquella terrible persistencia de redobles y apremiantes y profundos cantos atávicos, y del interminable estampido de la danza de los hombres rabirraposos y el pesaroso paso de las mujeres avitiesas togadas de negro, por fin le pareció sentir su propia muerte, su propia aniquilación. Como si fuera a ser aniquilada de la faz de la vida una vez más. Parecía estar leyendo de nuevo el «mené, mené, tékel y parsin» en los extraños símbolos que descollaban sobre las cabezas de las inmutables mujeres. Su femineidad particular, intensamente personal e individual, habría de ser aniquilada de nuevo, y los grandes símbolos atávicos volverían a descollar sobre la independencia caída de la mujer. La agudeza y la consciencia nerviosa y temblorosa de la fémina blanca de buena raza volvería a ser destruida, la femineidad volvería a ser arrojada a la gran corriente del sexo impersonal y la pasión impersonal. Cosa extraña, como en un presagio, vio preparado el enorme sacrificio. Y regresó a su casita en un trance agónico.

Después de aquel episodio siempre experimentaba cierta agonía cuando escuchaba redobles por la noche y el extraño sonido salvaje y sostenido de los hombres que cantaban alrededor del tambor, cual fieras salvajes aullando a los dioses invisibles de la luna y al sol desaparecido; algo del lloriqueo entre dientes del coyote, algo del ladrido exultante del zorro, de la remota exultación salvaje y melancólica del lobo aullante, del tormento del chillido del puma y de la insistencia del macho humano antiguo y fiero, con sus lapsos de ternura y su ferocidad indomeñable.

En ocasiones subía al tejado cuando caía la noche y se quedaba escuchando el sombrío grupo de jóvenes en torno al tambor en el puente que había pasada la plaza, donde cantaban durante horas. En ocasiones había un fuego, y a la luz de la lumbre hombres con blusones blancos o desnudos salvo por el taparrabos bailaban y estampaban sus pies contra el suelo igual que espantajos, hora tras hora en el frío aire oscuro, en el cerco de la lumbre, sin parar de bailar y estampar los pies como tortugas salvo para dejarse ya caer en cuclillas junto al fuego, echarse una manta por encima y descansar.

—¿Por qué siempre vais todos con los mismos colores? —le preguntó al joven indio—. ¿Por qué todos lleváis rojo, amarillo y negro sobre los blusones blancos y las mujeres van con túnicas negras?

La miró extrañado a los ojos y se le dibujó en la cara la sonrisa apagada y evasiva; por detrás asomaba una malignidad tenue y extraña.

—Porque nuestros hombres son el fuego y el día, y las mujeres son los espacios que hay entre las estrellas por la noche.

—¿Las mujeres ni siquiera son estrellas?

—No. Nosotros decimos que son los espacios entre las estrellas, lo que las mantiene separadas.

La miró con extrañeza, y una vez más se dibujó aquel trazo de burla en sus ojos.

—Los blancos no saben nada. Son como niños, siempre con juguetes. Nosotros conocemos el sol, conocemos la luna. Y decimos que cuando una mujer blanca se sacrifique a nuestros dioses, ellos entonces empezarán a hacer el mundo de nuevo y los dioses del hombre blanco rodarán en pedazos.

—¿A qué te refieres con que se sacrifique? —se apresuró a preguntar.

Y él con la misma prisa se encubrió, se encubrió con una sonrisa velada.

—A que sacrifique a sus propios dioses y venga a nuestros dioses, a eso me refería —intentó tranquilizarla.

Pero la mujer no sintió tranquilidad alguna; tenía el corazón transido por una gélida punzada de miedo y certeza.

—El sol está vivo en una punta del cielo, mientras que la luna mora en la otra punta —prosiguió él—. Y el hombre tiene que mantener todo el rato contento al sol en su parte de cielo, y la mujer tiene que mantener a la luna serena en su parte de cielo. Se tiene que dedicar siempre a eso. Y el sol nunca puede ir a la casa de la luna, y la luna nunca puede ir a la casa del sol, en el cielo. Por eso la mujer le pide a la luna que vaya a su cueva, dentro de ella. Y el hombre arrastra el sol hacia abajo hasta hacerse con el poder del sol. Eso es lo que hace todo el rato. Luego, cuando el hombre consigue a una mujer, el sol va a la cueva de la luna y así es como empieza todo en el mundo.

La mujer le escuchaba, mirándole atentamente, como un enemigo observa al que le está hablando con segundas intenciones.

—Entonces ¿por qué vosotros los indios no sois dueños de los blancos?

—Porque el indio se volvió débil y perdió su poder sobre el sol, y los hombres blancos aprovecharon entonces para robar el sol. Pero no lo pueden guardar… no saben cómo. Lo atraparon pero no saben qué hacer con él, como un niño que atrapa un gran oso y no lo puede matar, ni tampoco huir de él. Cuando intenta huir, el oso se come al niño que lo atrapó. Los hombres blancos no saben lo que están haciendo con el sol, y las mujeres blancas no saben qué hacer con la luna. La luna se enfada con las mujeres blancas, igual que un puma cuando alguien mata a sus crías. La luna muerde a las mujeres blancas, aquí dentro. —Se señaló el costado—. La luna se enfada en una cueva de mujer blanca. La india lo ve… Y dentro de poco —añadió— las mujeres indias recuperarán la luna y la guardarán en la serenidad de sus casas. Y los hombres indios se harán con el sol y con el poder sobre todo el mundo. Los hombres blancos no saben lo que es el sol. Nunca saben nada.

Se calmó y se sumió en un curioso silencio exultante.

—Pero —balbuceó ella— ¿por qué nos odiáis tanto? ¿Por qué me odias?

El joven alzó la mirada con el rostro iluminado de repente y una alarmante llama por sonrisa.

—No, nosotros no odiamos —dijo en voz baja y mirándola con un curioso destello.

—Sí que odiáis —insistió, abatida y desesperada.

Y tras un silencio de apenas un instante el indio se levantó y se fue.