II

No me extraña que usted, habiéndome visto salir de la isla, esposado, camino de un reformatorio modelo de Valencia, se preguntara con compasión de qué modo marcharía ahora por la vida; seguramente imaginó que habría tirado por la borda los aparejos de pintar y, agarrado a lo que tenía aprendido en San Eustaquio, me habría hecho un ejemplar delincuente. Qué otra cosa podría hacer casi especializado en quemar internados con compañeros dentro, según decían, y quién sabe si metido en robos de cierto fuste, asesinando a putas de lujo o sacando cuchillos de cocina para acabar con la vida de los maestros que como usted se me cruzaran en el camino.

Y todo eso en un chico que jugaba a cura; no es que quisiera serlo, sino que se imaginaba cura. Por eso hablaba solo, como si fuera el padre Ruiz. O hablaba con el verdadero padre Ruiz, al que imitaba, da lo mismo, pero hablaba solo. Mi prima decía que lo hacía, supongo que farfullaría, desde que era bebé. Pero unas veces, como le digo, hablaba conmigo mismo y otras con los que me imaginaba alrededor. Hablaba como otros, los que me inventaba; y, en ocasiones, hasta escuchaba sus voces respondiéndome o imponiendo sus pareceres. Trataba de hurgar en el silencio, como si no lo soportara, para arrancarle las palabras que me escondía. En mi casa celebraron que hubiera empezado a hablar tempranamente y cada vez que se referían a eso decían que desde pequeñito hablaba solo, que cuando se me oía hacerlo en la cuna pensaban que pedía algo y, cuando se acercaban, me encontraban mirando hacia alguna parte y chapurreando con un invisible.

Lo más difícil de entender es que, puesto a disfrutar de otras vidas, eligiera la de un cura, un cura del colegio, la del reverendo padre Crescencio Ruiz, lo que no debe suponer para algunos una elección muy atractiva. Tampoco yo lo he entendido nunca, pero llegué pronto a la conclusión de que uno no elige siquiera su propio imaginario; que la vida, las circunstancias o lo que fuere, se ocupan de ello.

Cuando mi abuela me encontraba hablando solo se limitaba a decir alguna vez:

—Con quién estarás hablando. —O hablando sola ella misma—: Ya está este niño hablando solo.

Con las mismas seguía a lo suyo, sin esperar que yo le explicara nada ni que alguien de la casa añadiera un comentario.

Una noche me quedé con mi madre, en su casa, en su misma cama. Cuando estaba con ella, antes de que papá se fuera a Venezuela, me acostaba en su cama; aunque, antes de su marcha, papá tampoco aparecía, estaba trabajando o de viaje, yo no lo veía. Así que, como le digo, dormí con mi madre y me senté en la cama, dormido, y soñando di un sermón como si fuera el padre Ruiz.

Mamá le dijo a mi abuela al día siguiente, apenas llegamos a su casa, que eso no podía ser normal, pero mi abuela le quitó importancia y le contestó que la anormal era ella. Yo estaba delante, de modo que me consta lo que le respondió:

—Son sueños, sueños de niños. Y este hijo tuyo habla. Yo también hablaba en sueños, sí —confesó, hablando de sí misma, como casi siempre—. Y a lo mejor sigo hablando, pero ya no tengo quién me escuche —se lamentó.

Mis primos, Cristina y José, una noche, después de una cena, pasados unos años, me confesaron tener la certeza de que veníamos de una familia en la que la costumbre de hablar solos era muy común. Pero no sabían por qué estaban tan seguros si nadie les había contado eso, y la abuela, que hablaba sola, como le digo, lo hacía especialmente por las mañanas, cuando se excedía en la copita de chinchón o cuando bebía algunas cervezas a hurtadillas antes de comer. Y coincidía generalmente con sus lecturas comentadas de los periódicos. Mi abuela hablaba sola mientras leía el periódico o cuando acababa de leerlo. Las esquelas daban mucho de sí:

—Excelentísima señora doña Ana del Malpaso y Rodríguez de Triana, viuda de Arévalo... —pronunciaba el nombre de la difunta en voz alta—. No sabía yo que Anita fuera excelentísima —añadía. Y dirigiéndose a la muerta—: Habrás heredado título, Anita, y yo sin enterarme. Siempre fuiste muy presumida. Eras más fantasiosa, Anita... Mira que eras fantasiosa... —evocaba nostálgica, antes de volver a dirigirse a nosotros—: Anita te decía que era marquesa por el lado de su madre, los Rodríguez de Triana, mucho postín, y se quedaba tan tranquila, como si aquí no nos conociéramos todos...

—¿Qué dices, abuela? —preguntábamos a veces.

—Yo no digo nada, hijo. Digo que aquí duramos poco. Mira, Anita, tan arrogante siempre, tan distinguida, cualquiera diría que se iba a morir...

—Si es lo que yo digo —se burlaba mi tía Celia—, la gente piensa que no se va a morir y se muere cualquier día de un disgusto —lo decía con ironía por la capacidad de mi abuela para disgustarse y su insistencia en que cualquier disgusto podía acabar con ella—. ¿De qué disgusto se ha muerto Anita?

—Seguro que no le faltaban —corroboraba mi abuela, alimentando la sorna de su hija, y seguía con su periódico.

Una vez que se internaba en la página de sucesos, quedaba perpleja:

—Mi niña, la pobre —se refería a una pobre niña a la que su madre había dejado sola para ir a fregar escaleras, y al encender una cocinilla de petróleo le explotó—. No sabes la pena que me das, tan chiquita, como si te hubiera conocido, si habré conocido yo niñitas como tú. —Y metía la cabeza en el periódico, hablando con la niña, como si de aquellas grandes hojas de los diarios de la época le llegaran voces—. Y esa madre, díganme ustedes esa madre, que no sé cómo vive, yo me hubiera ido con mi hija a la tumba —contaba a nadie en voz alta.

—Hablar solo es cosa de mujeres —me decía el machorrón de mi amigo Conrado—. Mi padre —añadía— no habla solo; mi madre, sí.

—¿Tu madre habla sola?

—Muchas veces.

Sería cosa de niñas hablar solo. Las mujeres hablaban solas, tenía razón Conrado. Y nos vendría de familia, tendrían razón Cristina y José.

Mi tía Celia, mientras cocinaba, lo mismo hablaba con una calabaza, «hay que ver qué bonita estás, y qué bien me va a quedar este guisito», que levantaba la vista de una cebolla que estaba pelando y se quejaba:

—Hay que ver lo que cuesta pelarlas, todo lágrimas; como la vida, Celia; pelas y pelas, y todo un valle de lágrimas.

Luego se ponía a cantar y cambiaba las letras de las canciones conocidas para meter por medio algo alusivo a la cebolla y, con las mismas, al tiempo que recogía cáscaras, decía:

—Hay que ver, con lo poco que me gusta la cocina y las satisfacciones que da.

A su marido, Manuel —mi tía era viuda— le decía:

—Parece que te estoy oyendo, ¿verdad, Manuel? —Y seguía hablando con su marido—: Mi Manuelito, venías ilusionado por comer y comer, y de tanto comer, ya ves, querido, en la tumba. Y una aquí, cocinando otra vez para su madre, para sus hermanas, para ese niño, que es como si fuera nuestro. Con lo que tú lo querías, Manuel...

Yo la escuchaba, escondido. Después salía y preguntaba:

—¿Qué decías, tía...?

—Nada, hijo, hablando sola.

Y se ponía a cantar a lo Lola Flores con énfasis, «Ay, pena, penita, pena».

—Hay que ver con qué sentimiento cantas, Celia —la animaban las vecinas desde sus tendederos de ropa.

Mis primos se reían de la abuela y de mí:

—¿Te acuerdas de cuando te ponías a hablar solo y no parabas?

No sabían que todavía lo hacía; lo normal era que con los años se perdiera la costumbre. No era mi caso: pasaba el tiempo y seguía hablando solo. Y mucho. No era un problema para mí, y no se trataba de que me faltara valor para contarle a quien fuera mi intimidad, pero descubrirla me parecía una manera de traicionarla. Era fácil convertir en circo la descripción de mi experiencia. O eso creía yo. No me consideré nunca, sin embargo, materia de psicólogo, al menos por ese motivo, como no lo había considerado nunca mi familia, y si bien era consciente de que lo mío podía tener algo de anomalía, no sólo disfrutaba de ella en mi obsesiva conversación interminable para mis adentros, sino que era capaz de administrar esa vida secreta sin ofrecer síntomas de alucinado, ni siquiera de embebido.

Tampoco pasar de un mundo a otro me convirtió en un despistado sin remedio; no era lo que se tenía por un distraído. Hasta era capaz de reírme de mí mismo, igual me daba del real que del imaginado. Mi vida real y mi vida imaginada, a pesar de ser muy distintas y hasta contradictorias, respetaban sus fronteras.