En la confesión con el capellán de San Rafael nada era muy distinto a lo que yo conocía fuera del reformatorio, si vuelvo a mi otra vida de la otra infancia. Basta recordar el campamento que organizaba mi amigo Conrado, que imitaba al del Frente de Juventudes al que él iba. Y debo decir también cómo era Conrado. Para empezar, el primero en no entender lo mío, esto de hablar solo y de querer ser padre Ruiz. Conrado, que era un líder en el colegio —fuerte, musculoso, decidido, sin espacio en él para la duda—, y que estaba encantado de ser un tipo de una pieza, se reía de mi afición a ser otro o a imaginarme otro. Entonces no sabíamos lo común que es en casi todos los mortales. Sólo cuando jugábamos a las casitas con las chicas Conrado hacía concesiones a la fantasía para representar un papel: el de padre. No lograba meterse en ese papel del todo porque sólo tenía interés en cumplir como padre en la cama y se pasaba todo el rato pidiéndole a la madre de la casa (a Estrella, por ejemplo, en la tarde que estoy recordando) que dejara la cocinilla para hacer un niño entre los dos. Cuando eso sucedía, los demás —José Pedro, el mayordomo; Fali y Anita protagonizaban a un matrimonio amigo de la casa; José Manuel, un butanero que ligaba con Pili, la criada, y por eso se consideraba de la familia, y yo, el cura, que entraba y salía como si fuera lo más normal en un párroco— teníamos que respetar la intimidad de la pareja para el cumplimiento de sus obligaciones conyugales. Otra cosa era que, a la hora de la verdad, atraídos todos por el espectáculo de la cama, con la escenografía de un jergón en el cuarto de la azotea de la casa de Estrella, donde jugábamos, olvidáramos un poco nuestros papeles para convertirnos en vulgares espectadores de la noche matrimonial. Y, curiosamente ahí, Conrado se volvía insólitamente tierno, delicado, como un niño falto de cariño, con frases inesperadas en su boca, transformado de tal modo que uno dudaba de si era éste el verdadero Conrado o el más salvaje y hasta brutal, el que, sin quedarle otro remedio, tenía que hacer el simulacro de follarse a Estrella y le pedía que gimiera como una puta.
—¿Por qué como una puta? —le pregunté.
—Tú no sabes de eso —respondió con suficiencia.
—¿Has estado alguna vez con una puta?
—Mi padre le pide a mi madre que grite como una puta —siguió.
—¿Y tu madre grita?
—A ti qué te importa, maricón.
Me costó tiempo descubrir que no se creía el papel, aunque hacer de padre le permitiera dar rienda suelta a su carácter autoritario y hasta un poco violento, y que aprovechaba la situación para su precoz iniciación erótica. Eso sí, cuando Conrado decidía en los juegos establecer su propio Frente de Juventudes, nos llevaba al Campestre, un solar abandonado, junto al barranco, que servía para todo, lo mismo para la guerra de pandillas que para el fútbol, y organizaba allí sus fuegos de campamento.
Conrado estaba alistado en el Frente de Juventudes y desfilaba con las centurias de los jóvenes falangistas que le forjaban el espíritu castrense en el que se esponjaba el muchacho. Casi todos los niños iban al Frente de Juventudes. Allí jugaban lo mismo al futbolín que al ajedrez, al baloncesto o al ping-pong.
—Esto es una escuela de machos —se enorgullecía el jefe de centuria de Conrado, un tal Pantaleón, que me quiso reclutar para la Falange adolescente, y, como me negué, profetizó que acabaría siendo un mariquita.
Yo no fui al Frente de Juventudes, pero no por rechazo propio, al fin y al cabo aspiraba a hacer lo que hacían todos los niños, sino porque mi abuela me lo había prohibido:
—Iglesia, todo lo que quieras, pero política no, que nos ha hecho sufrir mucho.
Cuando se lo conté a Pantaleón se tocó la nariz como quien empieza a intuir lo peor:
—Roja, roja, ¿no?
—¿Quién? —le pregunté.
—Tu abuela.
—No.
—Roja, roja, sí —repitió amenazante, tocándose de nuevo y con más insistencia su nariz muy acusada—. ¿Sabes cómo acaban las rojas? —me preguntó.
Y sin que yo respondiera nada, se explicó:
—De putas, en el manicomio o en la cárcel. ¿Qué es lo que prefieres?
Le respondí llorando y acabó por ratificar su profecía sobre el mariquita que acabaría siendo, sobre un fondo de desprecio y de burla hacia mi abuela y hacia mí.
Conrado era en el fuego de campamento de nuestros juegos como su jefe, Pantaleón, aunque había tolerado que yo hiciera allí de padre Ruiz, que es por lo que me ha venido a la cabeza el campamento, hablándole como lo hice de las confesiones.
En el Frente de Juventudes tampoco faltaba un capellán para bendecir lo que se terciara o para, según él, ponerlos cachondos en las confesiones cuando les preguntaba que con las chicas qué, y ellos contaban que jueguecitos, pecados de tocamientos y muchos, muchos malos pensamientos.
—Sí, sí, lo comprendo... —buceaba el confesor del campamento en su conciencia, según contaba Conrado—. ¿Qué malos pensamientos, hijo mío? —inquiría.
Conrado no se andaba con rodeos:
—Pienso en metérsela a todas, padre. Mucho, hasta el fondo.
—¡Hijo mío...! —se arrebataba el cura y se calmaba en seguida—. Claro, claro, cosas de hombres. Pero pecado es, mucho pecado, ¿lo entiendes? —Luego, con una curiosidad pendiente, volvía—: ¿Cómo piensas penetrarlas, tú sabes de eso?
—¿De qué?
—Si sabes penetrarlas...
—¿Y qué es eso?
El cura le explicaba. Y Conrado se sorprendía:
—Ah... Meterla...
Y le daba después todo lujo de detalles.
—Ay, ay, por Dios —se escandalizaba el cura, pedía otros pormenores y lo amonestaba como podía—. Con la imaginación es con lo que más se peca, porque se peca, se peca y se peca hasta el infinito —remachaba—; sin límites. —Y volvía a las preguntas—: ¿Y con chicos...?
Llegados a ese punto, Conrado no contaba más. O se metía con el cura:
—Me preguntó el muy maricón si pensaba en los hombres...
—¿En qué hombres? —indagué.
—En mis superiores, por ejemplo.
En el campamento propio de Conrado, como aquel padre Ruiz que no dejaba de ser en ningún momento, le bendecía a los chicos lo mismo el fuego que los bocadillos, pero cuando quería confesarlos se resistían, y si accedían, igual que en el Frente de Juventudes de verdad, sólo confesaban con inocencia travesuras, mentirijillas, pecaditos veniales para cuyo perdón bastaba un avemaría.
Hasta que descubrí que las confesiones, para que fueran verdaderamente atractivas para mis amigos, tenían que ser como las del capellán de Conrado, y, de paso, que una manera de no aburrirme en aquellos fuegos de campamento era preguntarles por sus fantasías sexuales y comprobar hasta qué punto imaginaban, y yo con ellos, los placeres de la entrepierna.
En mis confesiones de esos pecados con el verdadero padre Ruiz, éste no daba crédito a semejante sacrilegio con el sacramento de la confesión, quedaba atónito sin saber qué penitencia ponerme y se le agotaban los avemarías y las mortificaciones. Pero no dejaba de preguntarme con mucho interés, igual que mi capellán del reformatorio modelo —según él con el fin de evaluar concienzudamente la pena que había de imponerme antes de darme la absolución—, sobre las preguntas concretas que yo hacía y las respuestas que mis penitentes me daban.
Conrado, por su parte, debo reconocerlo, jamás me reprochó pregunta alguna y no había fuego de campamento en el que no se le ocurriera que yo tuviera que confesar al personal de tropa, que una verdadera tropa era la nuestra. Porque tampoco la guerra faltaba en nuestro afán por imitar el mundo. La guerra era distinta al campamento. Conrado formaba batallones que empezaban a tiros de escopeta de juguete de un lado a otro del barranco y terminaban a pedradas, usando las piedras como granadas de mano. Él disfrutaba, porque ya entonces soñaba con la academia militar de Toledo en la que pensaba estudiar, pero yo no sabía qué podía hacer en una guerra el padre Ruiz.
Hasta que se lo pregunté al mismísimo padre Ruiz y me contó que él había sido capellán en la Guerra Civil y había salvado las almas de mucho rojo arrepentido en las tapias de los cementerios. Nunca vi más triste al padre Ruiz que cuando me contó lo de la guerra, pero yo absolvía con más aburrimiento que tristeza a los muertos de las guerras de Conrado en mi condición de capellán castrense, que es lo que me dijo el padre Ruiz que era un cura en el ejército. Lejos estaba yo de sospechar mi futura y cercana relación con un capellán castrense.
—A punto estuve de que las hordas marxistas me dieran un puntazo de muerte y me llevaran a la gloria de los mártires —me contó el padre Ruiz de sí mismo, con cierta melancolía y sin que viniera mucho a cuento. Pero en seguida bromeó—: Cuida de que tus amiguitos te maten y te hagan un santo.
Un día se lo conté a don Pascual, el capellán del reformatorio modelo, y me dijo, celebrando las palabras del verdadero padre Ruiz:
—Cuánta razón, Ruiz, cuánta razón.
Don Pascual había participado durante los disturbios de la Guerra Civil española en la quema de la iglesia de su pueblo, atraído por no se sabe qué llamada del fuego, pero dispuesto a que pareciera luego, cuando hubo que recuperarlo del peligro de morir por asfixia, que en lugar de ser él el incendiario era el heroico salvador del templo. Parece que lo consiguió porque, en su pueblo, no había duda de su fidelidad y la de su familia al bando de los sublevados contra la República y, menos aún, de su adhesión inquebrantable a la Iglesia. Pero me confesaba, mientras gozaba echando leña a la chimenea de su casa, que era complicado vivir con una culpa que no acababa de ser tal. Y para explicarme esa extraña sensación echaba mano de un autor francés, de cuyo nombre no consigo acordarme y al que supongo que él, que era escasamente ilustrado, habría accedido por casualidad. El francés venía a decir, más o menos, algo así como «Dios mío, qué guerra tan cruel: hay dos hombres dentro de mí».
Luego el capellán se reía, algo diabólicamente, creo yo, y comentaba que si sólo fueran dos hombres los que llevaba dentro podría darse con un canto en el pecho.
Volviendo a las confesiones de las guerras de Conrado, lo peor de ellas era que no podían ser como las de los fuegos de campamento, porque los heridos de guerra, agonizando, no tenían tiempo para dar detalles de sus pecados, y en esas circunstancias ni se acordaban del sexo; los pecados importantes eran otros: la traición a la patria, las putadas a los demás, el incumplimiento del deber.
Me harté de esas capellanías de la muerte y opté por irme con las niñas al cine de verano en la plaza de toros para llorar en una película de Joselito en la que el niño protagonista se quedaba sin madre.