Huérfano otra vez, maestro. Un huérfano muy cínico que se dispuso a registrar de inmediato las amplias cajoneras que aquel ángel que Dios había puesto en mi camino encargó un día a un reputado carpintero de Faura, seguramente sabiendo con qué me encontraría: en unas, los ropajes litúrgicos que guardaba monseñor, espléndidos roquetes con toda clase de pasamanería y puntillas de delicada elaboración, casullas de brocados en su mayoría y algunas bordadas en oro y en colores muy variados, además de un conjunto de sotanas en perfecto estado y de manteos de paseo. Y, por supuesto, las ropas cardenalicias con las que se hizo retratar por mí y que usaba en casa, más algún otro revestimiento episcopal como una mitra, añadidas las joyas correspondientes del pectoral o los anillos, y, en otras, los uniformes militares de faena, de calle y de gala, las bandas de sus condecoraciones, sus grandes cruces y sus sables, y hasta una pistola. Al fin y al cabo, y a pesar de los excesos cardenalicios, que formaban parte de su amor por los disfraces, no dejaban de ser atributos de sus dos oficios de cura y militar; los símbolos de su mundo real y del imaginado.
La sorpresa fue descubrir abundante ropa femenina en otros cajones, desde finísimas piezas de ropa interior, de distintos colores, hasta trajes de noche o de falda y chaqueta, sin que fuera lo menos llamativo algún frufrú o faldilla de tarlatana.
Las prendas podían haber pertenecido a una amante. Si su condición de cura no excluía la existencia furtiva de una mujer en su vida, menos la de militar, y además había épocas ocultas para mí en su biografía, de las que nunca habló, ni siquiera para explicar su huida, y que, puesto a imaginar, podría llevarme a sospechar que monseñor alguna vez hubiera podido estar casado. Claro que es inaudito que una mujer te abandone sin llevarse su fondo de armario. Al propio monseñor, que a veces abría un cajón de citas para mostrarse ocurrente, le oí decir que la mujer muere dos veces: cuando deja el mundo y cuando deja de acicalarse. No sé si estoy de acuerdo con él, pero puede que te deje sus hijos o sus deudas, nunca sus atavíos. Y entre los atavíos de aquellos cajones no faltaban joyas, que no sé cómo se me olvidaba contarle eso, maestro, cuando por su valor supusieron para mí no poca herencia.
Ya sé que está usted pensando que eludo otra probabilidad que a un artista no debería escapársele: que el amor de monseñor por los uniformes o por los disfraces lo llevara a ser él mismo el titular de esas ropas, pero le juro que en el tiempo en que convivimos jamás me dio el espectáculo de vestirse de mujer. Yo sí me había vestido de mujer.
Entrados en la adolescencia, con apenas trece años, fugado de San Eustaquio y acogido en la casa de Conrado, convencida su madre de que contaba con un permiso especial del reformatorio, cuando las chicas que jugaban con nosotros habían empezado a interesarse por otros chicos ajenos a la pandilla y a mirarnos como hermanos, Conrado y yo decidimos disfrazarnos en carnaval con ellas. De mujeres, naturalmente. De mujeres excitantes. Y no porque necesitáramos de la compañía de las chicas para nuestras jugarretas carnavalescas, sino porque las mujeres entraban gratis a los grandes bailes del Parque Recreativo, que por carnaval pasaba de ser teatro o cine a convertirse en salón de baile, sus jardines en bares de copas, y nosotros, aún imberbes, en muchachitas. En todas nuestras casas había baúles con ropas en desuso, antiguas pañoletas y mantones, tarlatanas, caretas y antifaces, viejos bastones o restos de bisutería. Todo eso servía para unos espectáculos u otros, incluso en mi caso para sobreponer a las sagradas imágenes de escayola improvisados mantos y adornos. La fiesta del baúl era el carnaval, prohibido pero consentido. Mi abuela, en otros carnavales anteriores, me había advertido a gritos:
—Niño, no salgas que te detienen.
Detenían a los primeros que salían disfrazados, a los más osados. Cubierto el trámite policial, la calle del Castillo, la principal, era un río de máscaras. O de mascaritas. «Te conozco, mascarita», se le decía a aquel o aquella que, falseando la voz y con el rostro oculto tras el disfraz, te contaba tu vida para que te quedaras intrigado sin saber quién era.
—Niños, no salgan que los detienen —insistía la abuela.
Cuando la calle era ya un río de mascaritas, hasta Conrado salía con un viejo vestido de novia, sacando los más inexplicables ademanes femeninos en él, llorando como una abandonada a la que el prometido había dejado en la puerta de la iglesia, igual que los numerosos hombres vestidos de hembras que se paseaban colocándose sus pechos postizos y haciendo la broma del mariconeo. Mujeres por unos cuantos días, se desinhibían con los toqueteos a los machos sin disfraz que les seguían las bromas, sin que nadie se atreviera a renunciar a que le tocaran los cojones.
Lo lógico hubiera sido que el Carnaval me animara a circular por la calle con mi sotana de padre Ruiz, pero lo intenté sin éxito: mi abuela censuraba el disfraz.
—Ni muerta te dejo salir así por esa puerta.
Primero, por su propia cuenta. Porque si bien le parecía una rara extravagancia aquel niño haciendo de cura todo el rato, la daba por buena por lo que pudiera suponer de temprana vocación que acabara por darle un nieto consagrado. Otra cosa era que el niño saliera vestido de sacerdote a la calle, en medio de fulanas y fulanos y del pecado de carnestolendas, repartiendo bendiciones y entonando misereres, y fuera tomado por una burla al clero. Y segundo, y supongo que era lo que más inquietaba a mi abuela, porque hasta ahí podían llegar las autoridades en su consentimiento de la fiesta: disfrazarse de monja, de cura o de general significaba una burla intolerable a lo más sagrado de la patria.
—No seré yo quien te vaya a ver a la cárcel, aunque me muera del disgusto —decía mi abuela.
En semejante situación, por esas razones y durante unos años, el pequeño padre Ruiz optó por jugar a solas a los actos de desagravio que la Iglesia programaba en aquellos días para que los sagrados corazones de Jesús y de María perdonaran las ofensas de las almas que en los bailes se entregaban al pecado y dedicaba sus sermones al anuncio del castigo que habría de sobrevenirnos.
Aquella vez, Conrado y yo juntos, el Carnaval fue otra cosa. El control de género a la puerta de los bailes se reducía a la exigencia de levantarse el antifaz y dejar la boca y la barba al descubierto para que se confirmara así nuestra condición de jovencitas y poder entrar gratis como las mujeres. Y esta ventaja obligaba a Conrado a poner en venta su dignidad de macho sin más reparos. Llegaba a coquetear con los varones, tratando de seducirlos, para consumir refrescos a su costa. Así que aquel martes de Carnaval, creo que era el martes, le costó a Conrado conocer el precio de su atrevimiento: el muchacho que lo atiborraba a coca-colas, tratando de descubrir sus interiores de jovencita, persiguió de él un beso, y él, con las maneras aprendidas de las chicas, trató de simular recato, resistencia. Todo aquel jueguecillo se desarrollaba mientras el joven apuesto que lo cortejaba, la cortejaba por mejor decir, la iba o lo iba empujando amorosamente, hacia los interiores de los jardines del Recreativo.
Semejante riesgo iba a correr yo también con mi apuesto joven, pero debo confesar que con menos resistencia que Conrado, tal vez porque mi energía era menor, o porque creía disimular la que tuviera, o porque estaba pensando en el padre Ruiz en semejante situación, por más que la abordé al dictado del rumor que corría de que los curas también se disfrazaban en aquellos días para dar rienda suelta a sus reprimidos instintos.
Para evitar el beso o lo que pudiera seguirle simulé que me hacía pis, una niña no podía decir que se estaba meando, y para mear me fui corriendo al baño de señoras donde andaban en trajín las polveras y las barras de labios.
Cuando salí de allí, pensando en lo que Conrado hubiera disfrutado entre las hembras, todas ellas arreglándose los sujetadores, y la que no espatarrada, que no aguantaba los tacones, me encontré a mi excitado Rafa, dispuesto a no renunciar al magreo prometido. Y, de nuevo en los jardines, pude ver cómo Conrado había pasado de jovencita recatada y pudorosa a emprenderla a puñetazos con su galán. Hasta ahí pudo llegar.
Supuse que el galán ya tendría constancia del engaño y temí que Rafa, al verlos, pudiera sospechar que yo no era lo que se dice la chica a cuyo beso aspiraba. Pero lo que sucediera entre Conrado y su amigo no parecía inquietarle, bien porque no lo hubiera advertido o porque no le importara. Lo cierto es que su boca siguió la incursión por mi cuello y que sus caricias lograron alterar mi sexo, recién estrenado como quien dice. No debió influir en el sexo el miedo que sentí a que lo nuestro pudiera acabar como lo de Conrado, pero al contrario, pegándome Rafa a mí con el consiguiente escándalo. Rafa, sin embargo, fue tan inquieto con la boca como con las manos, y, al descubrir en mi entrepierna un sexo semejante al suyo y en igual estado de erección, no mostró desagrado ni sorpresa.
Aquella noche nos emborrachamos juntos en un estado de embeleso; yo regresé a casa de Conrado a dormir, y sólo al día siguiente volví a ser el reverendo padre Crescencio Ruiz. Eso sí, lleno de remordimientos, sin saber si lo que tenía que hacer era abandonar mi sotana definitivamente o si la experiencia de haber sido mujer por una noche iba a afectarme seriamente. Era, sin duda, una razón para pensarse seriamente si convenía seguir sintiéndose un verdadero padre Ruiz. Pero no sólo por el extravío con un hombre a edad tan temprana, sino en general por la dificultad para seguir siendo casto, las pocas ganas de pureza y, más concretamente, por el tiempo y la atención que el sexo me requería.
Recordé todo esto ante las descubiertas ropas femeninas de los armarios de monseñor. Pero nunca supe, maestro, si vestía de mujer ni para qué. También es cierto que la edad que tenía cuando ejerció de tío conmigo no le era favorable para aquellas tallas, ya estaba algo más que fondón, de modo que pudo tratarse simplemente de una debilidad de juventud.