Siento que en lugar de responderte uno de tus jóvenes camaradas de aquellos años, ahora maduritos, recordándote otras cosas, lo hiciera yo. Tienes ahora cincuenta y cuatro años, me cuentas; yo, sesenta y seis. Lo que habremos cambiado desde mediados de la década de los sesenta.
Nunca dejé de pensar qué habría sido de ti, Jonay. Ni imaginé que llegara a saber de tu vida jamás, ni mucho menos que me encontrara con otro, llamado Román, como dices llamarte ahora, si es que no bromeas conmigo. Pero no bien se habían llevado a tu madre casi a rastras, y no sé si falto a la verdad y exagero diciendo que a golpes, apareciste conducido por dos guardias y esposado. Tan alta querías llevar la cabeza, como ahuyentando la humillación, que se te alargaba el cuello mientras avanzabas hacia el furgón policial. La rabia le daba a tu rostro una fuerza inaudita.
Me he acordado siempre de ti y no por incendiario, sino porque no he podido olvidar a tu madre, indignada, haciéndose preguntas, pidiendo pruebas de tu delito, como si en una dictadura las pruebas fueran necesarias para condenar a alguien. Pobre ingenua... Yo también, Jonay, al ver ahora en Los chicos del coro el internado francés en llamas no pude menos que revivir como tú la angustia del incendio de San Eustaquio. Descartaron siempre la posibilidad de un cortocircuito o la llama de una vela en la capilla como causa del fuego que destruyó gran parte del edificio, para aferrarse a la certeza, primero, de que Juan Lutzardo fuera el incendiario; luego, de que lo fuerais los dos, y, al final, desaparecido Lutzardo, no sólo de que fueras tú el único autor del fuego que se tragó gran parte de la casa, sino también tu propio compañero. Nunca supe si fuiste realmente el que incendió el internado por el lado de la capilla y el responsable de que Lutzardo muriera, si murió. Aunque el director sostenía que el cadáver de Lutzardo había sido hallado calcinado entre los escombros, nadie tenía constancia de ello y no faltaba quien hubiera visto al desaparecido Juan Lutzardo. Pero ya sabes la urgencia con que en un correccional hay que encontrar a un culpable, se haya demostrado o no que lo sea. Ni Rachine, el director del centro en el film, ni el nuestro, Medrano, habrían aceptado ser vencidos por el silencio, no encontrar carne de calabozo, quedarse sin espalda sobre la que recayera el castigo de la tabla, sin el vigoroso puñetazo que transformara el rostro piadoso de Medrano y desaliñara en la película el austero y acicalado vestido de Rachine.
Y, ya ves, aquí tienes a un viejo como yo intentando darte la barrila, querido Jonay.
En la foto de grupo de Los chicos del coro, ya sepia, a la cara del maestro de música del internado sobrepuse la mía de entonces. Y sobre las de aquellos muchachos franceses traté también de poner las caras de algunos de vosotros. Me acordaba de varios nombres —Manolo, Mateo, Ramiro, Marcos—, pero no de sus caras; de otros recordaba sus caras y, en cambio, no sus nombres. Por sus nombretes, como se decía allí, me vino a la memoria el Garafía, que en realidad era el nombre del pueblo del que vino aquel muchacho por haberse cortado el dedo con un hacha para castigar a su madre, que le negó un capricho; su cuerpo enjuto, más bien desnutrido, pero no sabría decirte nada de su cara; pienso ahora que su mirada era torva. El Guagua, llamado así porque con diez años robó un autobús en un pueblo de la isla de La Palma y lo condujo ocho kilómetros sin peligro, ante el horror de todos, para aparcarlo al fin debidamente delante de la iglesia de Sauces. Su cara la recuerdo: un ángel de cromo, dulzón, que cuando venía hasta mi mesa para responder a mis preguntas sobre historia, geografía o formación del espíritu nacional, disciplina que tuve que impartiros con especial celo, iba reclinando poco a poco su cabeza sobre mi hombro hasta casi dormirse como buscando cariño. Un día desapareció y nada se supo de él. Bueno, no se supo nada verdaderamente comprobable, pero suscitó todo tipo de leyendas. Tampoco se supo nada de la Puri, aquella criatura afeminada, cuyo nombre verdadero no recuerdo, y de la que se decía que por las noches se vestía de niña para bailarle a los guardianes en sus borracheras, que lo sometían a toqueteos y vejaciones. Un día se fugó y no dejó rastro. Y a uno de los niños de la foto de grupo de la película, al más tosco de todos, le puse la cara de Angelito, que también era el mote irónico que le habían puesto al chaval con cara de brutote que le había asestado una puñalada al cura de su pueblo sin que nadie se atreviera a decir por qué. De Angelito te acordarás porque murió agarrado a un cable de alta tensión por apresar un pájaro en un día de fuga. A propósito de aquella muerte, dijo el director, con algo de cinismo, que Dios siempre era justo. No sé si entonces lo fue por estar de parte de los pájaros o de los curas, pero ahora Dios no ha perdido la oportunidad de serlo propiciando nuestro reencuentro por culpa del cine y en la red.
Ya ves, de tu nombre me acordaba, Jonay; un nombre guanche en tiempos de pocos nombres guanches, es una pena que te lo hayas cambiado. Y también de tu rostro: viril y luminoso, como si la expresión no se correspondiera con la edad o una difusa tristeza te hiciera parecer mayor. Con una formalidad poco común allí, la huella de buenas formas perdidas y una picardía en los ojos que se abría paso o que luchaba con la mirada más inocente de un desvalido. Soberbio, eso sí, soberbio. Como si tu orgullo fuera pólvora guardada para emplearla en el momento justo, muy seguro de ti. Yo tenía siempre la impresión de que soñabas con un plan secreto. Hablabas solo todo el tiempo. Es posible que advirtiera en ti cierta desconfianza, bastante común entre vosotros; al fin y al cabo erais muchachos desencantados con vuestra suerte o tempranamente desengañados de la vida; todos más bien rebeldes, aunque sólo unos pocos supierais por qué. Tú lo sabías. Me parece que te empeñabas en mostrarte duro, algo agresivo, en todo caso arisco, pero después, al recordarte en la distancia, creo que fue error mío no reconocer los reclamos de tu ternura o tu sensibilidad por la pintura. Sé que no me habrás perdonado nunca mi preferencia por Miguel, pero no me disculpo; si de algo no me arrepiento en la vida es de haber descubierto en Miguel a un artista, un genio. Tú tenías buena mano, dotes, capacidad, pero Miguel era un elegido. Después de que yo solicitara a la dirección que lo dejaran ir a la Escuela de Arte, que yo mismo le pagara la matrícula, que tutelara su aprendizaje, que tratara de convertirlo a toda costa en el artista que yo no pude ser, empezaste a escamotear la clase, escondiéndote o fugándote, o entrando al aula a regañadientes para entorpecerlo todo, haciéndote notar.
El día que faltaste, supe que estabas en la carpintería y acudí en tu búsqueda. Fue un día desgraciado: una vez en la fila para entrar a clase en orden, furioso, al llegar a mí sacaste un cuchillo de cocina y tuve que darte una patada en el estómago para que cayeras al suelo. Luego vino lo que vino: los guardianes que te encerraron en el calabozo, el director que te interrogó a golpes que te atiborraron el cuerpo de moratones, el castigo de un mes en la sombra. Siempre me sentí culpable. Me quitaban la tranquilidad aquellos tétricos calabozos tanto como los del internado de la película lo hacían con el espíritu frágil de Clément Mathieu, que también se encontró con su discípulo, aunque de distinto modo.
No siempre los difíciles eran los muchachos, a veces lo eran los padres, y, entonces, para protegeros, terminabais en San Eustaquio, sometidos a las pruebas de la novatada por los internos mayores, a la autoridad de los líderes que os oprimían y vejaban, hasta llegar al abuso sexual en las noches oscurísimas de dolorosas adolescencias. Se os clasificaba como niños de protección y de reforma.
¿Te acuerdas de los hermanos Marcos y Óscar, niños de educación exquisita, protegidos por papá y mamá, hasta que mamá descubrió que papá le ponía los cuernos, intentó envenenarlo, intervino la justicia y los dos chicos fueron entregados a la protección del menor, o lo que era igual, vagando por el mismo patio, sin entender nada?
La única condición para ingresar en San Eustaquio era ser menor de veintiún años; después, fueras como fueras, te pasara lo que te pasara, no había psicólogos ni psiquiatras, sólo carceleros; hasta los sacerdotes lo eran.