Como verá, maestro, no pierdo ocasión para volver a la infancia, aunque no a la vida aquella de San Eustaquio, que no era tal, y de la que usted insiste en que le hable, sino a la vida que trataba de descubrir la vida sin que lo supiéramos. De la otra, incluso de la vivida con monseñor, pretendía escapar volando.
Me vi, con diecinueve años, bajando la cerviz en la pila de la iglesia parroquial de Picanya, en cuyo archivo figura mi segunda partida bautismal, para que monseñor Pascual Acebes derramara sobre mí, otra vez en mi vida, las aguas del bautismo, poniéndome el nombre de Román. De la primera vez, de cuando fui bautizado como Juan Jonay, no tenía memoria, como es natural. Pero aquella tarde de mi segundo bautismo en Picanya yo no era un muñeco de Estrella, sino un impostor.
—Ningún sacrilegio hay en este bautismo —me tranquilizó monseñor—; más valen dos bautismos que ninguno.
Católico, pues, por partida doble, ya ve usted... Si no sobrino de cardenal, sobrino de un cura, o de monseñor por capricho, sí que lo era.
Y fortuna no le faltaba a monseñor, que si bien con las nóminas de cura y militar no consiguió hacerse rico, ni las cortas herencias de familia se lo permitieron, fue hábil para negocios y trapiches, con lo que teníamos además de buena casa, una vieja casona en Benavites, tan cerca de Sagunto, en la que puse más arte que trabajo, y reserva suficiente en el banco para seguir pintando infiernos a capricho, fuegos de hermosas texturas sobre lienzo en los que los amarillos crepitaban en destellos de luz, manchas abstractas que se resolvían en grises por los humos, negruras que el rastro del fuego dejaba en mi obra obsesiva, como si la culpa, la obsesión por los muertos, la necesidad de quemar el tiempo y la memoria, y hasta el espacio, se plasmara en un cuadro tras otro.
Los críticos llamaron a esa obsesión personalidad, algunos detectaron influencias fugaces de Manuel Viola, no faltó quien dijera que era mejor que Viola. Y cuando empezaron a pasar galeristas, coleccionistas y marchantes por casa, y a incrementarse mi patrimonio, el viejo monseñor temió que, sin necesitarlo ahora a él, el éxito me llevara a abandonarlo y acabara así mi secuestro.
A tal grado de entendimiento habíamos llegado que no era necesario que manifestara su temor para haberlo entendido, pero él prefirió hacerlo explícito por si la advertencia servía a la compasión o sencillamente para que yo no pensara que él no había caído en la cuenta de que el pájaro podía estar preparando sus alas.
Si algo quise ser siempre, además de padre Ruiz, fue ser pájaro. Cuando se lo conté a monseñor se afirmó en su sospecha de que yo estaba loco.
—Así pintas lo que pintas —dijo.
—Yo de pequeño soñé con ser pájaro —le dije.
A mis coleguillas les había preguntado un día:
—¿Sabéis por qué los niños no vuelan?
Me miraron extrañados. A todos les hubiera gustado volar.
—Si pudieras ser pájaro —le pregunté a José Pedro—, ¿cuál te gustaría ser?
—La abubilla —contestó.
Nunca la había visto en la isla, pero lo dijo.
—Si fueras pájaro, Conrado —le pregunté a aquel aspirante a militar que me hacía cuadrar ante él a sus órdenes, mi capitán—, ¿qué pájaro querrías ser?
—Un águila —contestó Conrado, arrogante.
Nunca vi un águila de cerca, pero sí soñé que me perseguía por un campo desierto, sin posibilidad de refugiarme.
—¿Y tú? —me preguntó José Pedro—. ¿Qué pájaro serías tú?
Me demoré en la respuesta y Fali levantó la mano y respondió por mí:
—La cigüeña... A él le gustaría ser una cigüeña.
Rieron todos. Yo dije:
—No. Un canario, un jilguero...
—Para que te coman frito —se burló Conrado.
También me gustaban mucho los gorriones, pero quería tener un canario fino, con alas casi doradas. No en una jaula, sino libre, volando por el patio de casa, entre los helechos abundantes de la abuela, posado en las clavellinas, agazapado en las capas de la reina, como si aquellas plantas fueran redondos colchones verdes, o escondido en las calas blancas de aquel jardín modesto para jugar conmigo. Lo quería reposando en las lámparas para bajar después a la mesa del comedor y picotear las migas de pan.
—Y naufragar en el plato de la sopa —se burlaba mi prima Maruca—. Este niño tiene la cabeza a pájaros —y se reía de su propia ocurrencia.
Mi abuela me compró el canario, pero me disuadió de que lo dejara en libertad, no sólo porque fuera a escapar, que con toda seguridad lo haría, sino para recordarme lo que le había pasado a mi prima Cristina, que encontró un pájaro herido en la calle. Lo recogió, lo curó, y se quedó en la casa, en libertad, como yo quería; yendo de la lámpara a la mesa, como yo quería; esperando en la almohada de Cristina al amanecer, como seguramente me habría gustado que hiciera Crispín, porque a mi canario fino lo llamé Crispín; y salía a darse un vuelo en cuanto abrían la ventana para volver otra vez a casa.
¿Qué pasó con Ícaro, pretencioso nombre que mi prima le había dado a su gorrión? Pues a Ícaro le falló la patita, o lo que fuera, al posarse en el borde del cubo de la fregona, y se ahogó en el agua sucia de la limpieza de mi tía Celia. La familia hizo un largo duelo por aquella muerte estúpida e indigna.
Esta experiencia me convenció de la necesidad de enjaular a Crispín, llené la cajetilla de alpiste y metí entre los alambres unas hojas frescas de lechuga. Luego pasé unas cuantas horas esperando a que cantara.
Cantar, cantó, pero poco. Porque un domingo salimos todos, y Canuto, el gato negro de la casa —Si fueras gato, ¿de qué color te gustaría ser, Conrado? Negro, dijo, que son los más cabrones—, asaltó la jaula, se zampó a Crispín y a mi vuelta todo el patio estaba regado de plumas, de muchas más plumas de las que nunca hubiera creído que tendría un pájaro tan pequeño.
—Si un día me compro un pájaro será un buitre —fue la preferencia que expresó Fali cuando le conté compungido el final de Crispín—. Un buitre se lo come todo.
—Todo lo muerto —aclaró José Antonio, que había visto una vez un buitre comiéndose un perro muerto en el arcén de una carretera.
—¿Le gustará al buitre la carne de gato negro? —bromeó José Pedro.
Quizá fuera aquella pregunta la que me inspiró la idea de acabar con Canuto, una idea que fue celebrada con estruendoso griterío, al que me sumé con gusto. Conrado, siempre dispuesto a cualquier ejecución, fue el que decidió —a sus órdenes, mi capitán— el lugar del crimen: la azotea de Estrella. Pero no se trataba esta vez de fusilar al gato, en cumplimiento de las costumbres militares ya tan arraigadas en Conrado que habría sido natural, sino de tirarlo desde la azotea a la calle hasta verlo morir despanzurrado.
Era difícil, sin embargo, convencer al condenado a aceptar su suerte. Ni mis relaciones con Canuto eran especialmente cariñosas ni las suyas con nadie, de la casa o de fuera, eran lo que se dice amables. Menos mal que ni Canuto pudo resistirse al poder del capitán Conrado, a sus órdenes, que lo redujo a la fuerza y lo trasladó al borde del abismo por el que el gato había de ser despeñado.
La muerte de Crispín le tenía sin cuidado a Conrado, porque se trataba de un ligero canario y no de un ave belicosa, pero la venganza, transformada en justicia castrense, lo excitaba mucho. Por eso decidió, al contarle a Canuto los motivos por los que iba a ser ejecutado, que era por atentar contra los cuarteles del ejército y dar muerte al águila de la milicia.
Preparar al reo implicaba confesarlo antes, y dispensarle los auxilios espirituales necesarios, por lo que creo que fue aquella mi primera actuación como sacerdote, no sé si ya entonces padre Ruiz. Y cuando los ojos del gato expresaban una rebeldía ardentísima y una disposición al zarpazo que reprimía eficazmente la soldadesca —José Antonio y José Pedro asistían militarmente a su capitán—, absolví a Canuto, no sin cierta piedad, atenuada por el recuerdo de Crispín, y debo confesar que por un sentimiento de venganza más profundo que el de Conrado, pero más sometido a los escrúpulos que imponía mi condición sacerdotal.
Una vez cumplida mi misión, y encomendado el reo al Altísimo, me retiré devotamente para que fuera lanzado al vacío en cumplimiento de lo dictaminado por la justicia militar.
El pájaro, en efecto, preparaba sus alas, pero antes de que las desplegara, sin consideración ni gratitud —la vida me había hecho tan ingrato y desconsiderado como ella lo había sido conmigo—, monseñor empezó a languidecer y soñaba cada vez con más frecuencia con las llamas. No parecía tener miedo al infierno, pero creo que por profesionalidad se preparaba para ir al cielo. Tuve la impresión de que tampoco muy convencido. Cada vez que se bajaba de la cama expresaba en voz alta la convicción, no sé si por resentimiento, de que el infierno estaba lleno de capelos cardenalicios.
No supe nunca si deseaba encontrarlos o lo daba por inevitable, y cuando el arzobispo castrense acudió a nuestra parroquia para oficiar las exequias de monseñor y elogió sus virtudes, que a mi parecer no eran precisamente por las que el arzobispo estaba seguro de que monseñor merecía la gloria, confirmé para mis adentros que estaría en el infierno.
No supe si sentir pena por eso, porque yo siempre he tenido una idea tan particular del fuego que pensaba que el del infierno quemaría de otra forma, pero tuve el pesar del agradecido al tiempo que la sensación de que en ese momento sí, en ese momento sí era libre.
No bien acabado el funeral, el arzobispo castrense, mientras se quitaba el alba, me miró a los ojos fijamente y dijo:
—Perdone que le haga esta pregunta, tengo que regresar rápidamente a Madrid, ¿hay testamento?
—Lo hay —le dije.
—No habrá olvidado don Pascual las obras de la Iglesia —comentó ante mi parca respuesta.
—No las ha olvidado —intenté confundirlo. Y añadí—: Bueno... si usted me tiene a mí por una obra de la Iglesia.
—Más bien al contrario, por lo que usted pueda suponer —respondió él.
Y antes de besarle el anillo, muy reverente, le pregunté:
—¿De verdad cree que don Pascual estará en el cielo?
Él respondió con sonrisa de pícaro:
—Después de lo que me ha contado, si le soy sincero, lo dudo.
No dudó en cambio, tan pronto llegó a Madrid, en impugnar el testamento, quizá porque confió menos en Dios que en sus abogados. En cambio, los jueces, seguramente iluminados por Dios, me confirmaron como heredero universal de monseñor.