El día en que, debido a las influencias de monseñor, que no eran pocas, me fue al fin otorgada la libertad, me preguntó qué iba a hacer yo, volviendo adonde fui infeliz, si podía quedarme con la felicidad que su compañía me brindaba. La verdad es que no tenía adónde volver. Mi madre, a la que yo di por muerta mucho antes de que cerrara sus ojos, había muerto ya en efecto y, por supuesto, mi abuela había conseguido mucho tiempo antes hacer verdad su muerte, pronosticada cada día. Y, además, aunque mi madre estuviera viva, yo no le habría perdonado que me engañara, que eso seguro que ella no se lo contó en ninguno de sus muchos encuentros con usted.
¿Que qué es lo que no le contó?
Pues lo mismo que no me contó a mí.
Algo que tiene que ver con lo que pasó aquel día en el cine, llorando yo con Joselito, cuando las niñas me preguntaron:
—¿Y tú por qué lloras, si tú no tienes madre?
—Yo sí tengo madre —les contesté.
—¿Y por qué no la enseñas?
Mi madre venía a casa de la abuela todos los sábados y volvía a su casa el domingo por la noche.
Pero mejor le hablo de lo que a usted le interesa, aunque no dudo que mi madre pueda estar entre sus curiosidades. Claro que monseñor también le parece persona de mucho valor, según me dice. Y monseñor podía haberme adoptado, de hecho me tenía por su hijo, sin que parecieran importarle mucho los rumores que se extendían entre los funcionarios del reformatorio sobre nuestra estrecha relación. Quizá por eso se propuso otra mudanza: ya se encontraba viejo para andar entre soldados y jóvenes delincuentes, un apostolado que ejerció con tanta desgana y nulos resultados que sólo le había merecido la pena por el atractivo que ejercían para él las que con ironía llamaba almas descarriadas. Y esta vez la mudanza consistió en cambiar la capellanía por otra menos trabajosa aún en un convento de monjas en Sagunto. Esto nos permitió un cambio de pueblo en la misma diócesis de Valencia al que monseñor llegó con su joven sobrino, o sea, yo, el distinguido muchacho que era en apariencia, y para el que él había conseguido, con la facilidad de quien además de cura era militar en la España de Franco, un nuevo registro de nacimiento y unos documentos en los que el propio registrado pudo elegir su ciudad natal, cambiar la fecha de nacimiento, el nombre de sus padres hasta cierto punto, porque si bien él no tuvo inconveniente en que mantuviera el de Teodosio como nombre paterno, creyó oportuno en esa operación rendir homenaje a su propia madre que se llamaba Sonsoles y llamar en su recuerdo Sonsoles a mi madre falsa, con la consiguiente desaparición del nombre de Verónica del lugar que ocupan las madres en el DNI.
Lo de la elección del nombre de Román para sustituir el mío de Jonay, Juan Jonay para ser más preciso, fue por un valeroso soldado de ese nombre que murió heroicamente en el frente del Jarama y del cual nunca dijo nada más monseñor, mostrándose muy reservado al respecto.
—Si los comunistas —me explicaba— son capaces de conseguir otras identidades para proseguir en su lucha contra la Iglesia y contra España, cómo no voy a conseguir yo que mi sobrino sea mi sobrino valiéndome de mis influencias.
Además, estaba consiguiendo conmigo lo que no pudo conseguir para él: el nombre de Pascual siempre le pareció vulgar para un futuro cardenal; le hubiera gustado más llamarse Hildebrando, monseñor Hildebrando. Hildebrando se llamaba el nuncio.
—¿Quiere que le llame monseñor Hildebrando?
—No ha estado de Dios, hijo mío —dijo con sorna—. Dios se hace de rogar, no está dispuesto a complacerte siempre.
Llegué a pensar por mi cuenta que si estaba bautizado como Juan Jonay, no iba a ser yo, por la cuenta que me tenía, quien se lo recordara. Fue él mismo el que entró en ese reparo por si la condición de bautizado me fuera necesaria para algo.
—Para casarte, por ejemplo —me dijo—. Aunque bien podrías esperar a no darme ese disgusto apartándote de mí, querido Román, y reservar eso para cuando Dios me condene a los infiernos.
Lo dijo a carcajadas, no sé si por poco convencido de que el infierno sería su destino, o si reía de mi posible matrimonio. Bromeé:
—El padre Ruiz se debe a su celibato.
Y el padre Ruiz se remitió a su infancia para contarle que yo tenía que haber dado por muy natural en mi pasado que cuando Menchu le anunció a su madre oficialmente que era novia de José Antonio, y su madre, escandalizada, le dijo que qué era eso, una niña tan chica, ya con novio, que de dónde se sacaba ella esas milongas, y que a ver qué clase de niños eran ésos con los que jugaba, y a qué jugaban en esa casa, refiriéndose a la casa de Estrella, en lugar de preguntarle a mis otros amigos viniera a mí. A quién mejor que a un cura cercano, como de la familia, puede acudir una madre a preguntarle qué sabe él de ese noviazgo:
—¿Qué es eso de que mi hija y José Antonio son novios? —En realidad lo preguntó en voz alta, delante de mí y de mi abuela, pero sin dirigirse ni al uno ni a la otra, esperando a ver qué decía yo. Luego añadió, aunque con un retintín que daba a entender que no se le escapaba que era cosa de niños—: ¡Mucho les queda que estudiar a esos chiquillos antes de los noviazgos!
Yo, en lugar de encogerme de hombros, y dejar que la señora se desahogara con mi abuela como deseara, no quise perderme la oportunidad de intervenir como padre Ruiz:
—Es un noviazgo muy puro, señora —le dije—. Si de verdad se quieren...
—Qué se quieren ni no se quieren ni nada, tonto... Si son unos niños...
—Son unos niños muy buenos, señora —le contesté. Y di por no escuchada la falta de respeto—. Déjelos que se quieran...
—Pero qué cosas dice este mameluco, Carmita —exclamó asombrada, mirando a mi abuela.
—Qué quieres que te diga, Remedios, si este niño habla siempre así, como si fuera un cura.
—También es pequeño para eso, mi niña; qué sabrá él lo que es ser cura. Cuando le empiecen a gustar las mujeres ya cambiará de parecer. Pero ojalá no cambie, que así no se lo lleva una baladrona.
—Tener un cura en casa siempre es una seguridad —rió mi abuela con desgana—. No lo digo por mí, que ya para lo que me queda...; lo digo por su madre.
—Sí que es una seguridad tener un cura en casa —murmuró monseñor cuando se lo contaba.
Le tuve que explicar que, en cumplimiento de mis obligaciones sacerdotales, llamé a José Antonio para recomendarle que fuera a ver a doña Remedios y dijera que él salía con su hija con muy buenas intenciones; no tendría que olvidarse de ese detalle de las buenas intenciones. Claro que lo intentó unas cuantas tardes y no se atrevió a hacerlo ni siquiera aquella en que había comprado en Floresta un ramo de margaritas para su futura suegra. Ante la falta de atrevimiento, Menchu lloraba:
—Tú ya no me quieres.
Ella quería enamorar con su novio en la ventana de su casa, como hacían las parejas de la época, pero la indecisión de José Antonio le impedía sentirse una novia en toda regla. Mientras tanto, se las arreglaron en la azotea de Estrella. Ella se asomaba a la ventana del cuarto en el que jugábamos, y él, por fuera, hablaba tiernamente con ella. Cuando José Antonio intentaba acercarse más de la cuenta, ella le avisaba:
—No, no, por Dios, por Dios, que viene mi madre —decía con simulado recato.
Eso duró tres tardes, José Antonio ya no aguantaba el puro noviazgo:
—O nos casamos o lo dejo.
Él quería jugar con ella en el jergón, como hacía Conrado. Pero en plan formal, como marido y mujer. Yo no me privé de insistirle a doña Remedios que no pusiera trabas a aquella unión, que José Antonio era ingeniero.
—Yo soy ingeniero y lo gano bien —decía él.
Y eso mismo le decía yo a doña Remedios, pero en mi confesionario, sentado en mi sillita de confesar con una estola morada.
—Ya está esa criatura hablando solo —hablaba sola mi abuela.
Mientras, yo escuchaba a doña Remedios, es decir, me contestaba por ella, y aunque me lo decía todo como un murmullo, con el runrún de las confesiones, la encontraba más puesta en razón y más resignada que delante de mi abuela.
—Yo una habitación les puedo dar en mi casa, que donde caben cuatro caben seis — me imaginaba yo que me iba a decir doña Remedios cuando me hablaba a mí mismo por ella y la escuchaba en mí mismo—, pero ¿de dónde van a sacar esos chicos dinero para el juego cuarto?
Menchu ya había pensado en el juego cuarto, con su comodín, su cama de matrimonio, su armario y sus dos mesas de noche, todo a juego. Ah, y la lámpara, que no se le olvidara la lámpara. Se quedaba extasiada ante el escaparate de Muebles San Francisco desde que José Antonio le dijera que no aguantaba más, que él quería casarse. Pero estaba tan impaciente por llevarse a Menchu al jergón que Menchu dudaba de sus buenas intenciones.
—Como vaya a la cama con él, padre, me deja engañada.
Ella decía lo que oía. «A esa chica la engañó el novio», decían a cada rato en su casa de las que se dejaban engatusar por ellos, se metían en camisas de once varas y después iban con la barriga a quejarse a otra parte. Engañada había dejado su primo Álvaro a la sirvienta: la dejó embarazada y cuando Elisa le vino con la barriga, si te vi no me acuerdo. Pero José Antonio le garantizaba a Menchu que ése no iba a ser su caso. Y le aseguraba muy seriamente, aunque ella no tuviera aún ni once años, que embarazada no se iba a quedar por darse unos revolcones.
—Y si te quedas en estado, qué más da, mira Maruca —ponían a mi prima de ejemplo—; se quedó embarazada y se casó.
El padre Ruiz no era necesariamente el primo de Maruca, o sea, que yo como padre Ruiz no tenía prima, nunca le oí hablar al verdadero padre Ruiz de prima alguna, pero en ese momento dejaba de ser padre Ruiz y sentía la ofensa a mi prima como primo, que la quería como a una hermana.
Para quien seguía siendo padre Ruiz era para Menchu, que venía a confesarse, más bien porque yo me empeñaba en que se confesara que por el gusto de ella en confesarse, y me contaba lo que José Antonio le pedía, más que porque quisiera contármelo porque yo necesitaba que lo hiciera. Y le aconsejaba:
—Mal acaba lo que mal empieza, hija. Y eso es empezar por el pecado. Si no fuera por el secreto de confesión...
—¿Qué es eso, padre? ...
—Si no fuera por ese secreto sagrado, yo mismo iría a contarle a doña Remedios esas malas intenciones de tu novio.
—Pero si nos confesamos después y nos casamos somos perdonados por Dios y tan campantes.
—Tan campantes, sí, pero qué vergüenza, ¿no?
—Nadie tendría que saberlo...
—Nadie tendría que saberlo, qué tonta; como si las barrigas fueran invisibles, como si casarse de blanco, con los azahares de la pureza, no fuera lo más bonito de esta vida, como si a las que les pasa eso no se tuvieran que casar de oscuro, casi a escondidas y antes del amanecer... Menchu se puso a llorar porque con eso no contaba:
—Si no me caso de blanco —dijo— y con una boda como Dios manda, no me caso.
—Ni yo te iba a casar —dije muy resoluto.
Y volviendo por un momento del juego a la realidad, oí a doña Remedios con mi abuela:
—Usted me quiere decir, Carmita, a qué juegan estos niños de ahora, que todo lo saben... Pues no viene mi Menchu y me dice que no sabe si está embarazada. A lo más que nos atrevíamos nosotras es a que la cigüeña nos trajera una muñeca...
—Menos mal que el mío es varón y va para cura —le repitió mi abuela—; si no, seguro que me mataba a disgustos...
—Eso va para largo, Carmita...
—Como que yo no lo veré, no será cura para mi entierro.
No parecía que doña Remedios le hubiera dado más importancia al disparate del imposible embarazo de su hija, pero lo que la inquietaba era saber a qué podíamos jugar nosotros en la azotea de Estrella:
—No está bien tanto juego de niños y niñas juntos. ¿A usted qué le parece, Carmita?
—Qué quieres que te diga si yo no entiendo nada, hija. Además, tampoco tengo la esperanza de entender más con el poco tiempo que me queda.
La que tenía que entenderlo era la madre de Estrella, sometida a sospechas de indecencia por haberse casado con un hindú por los ritos de otro y a la que doña Remedios no dudaba, ni mi abuela tampoco, de que Dios la hubiera castigado con el abandono del hindú.
—Dios ha castigado a tu madre, Estrella —más de una vez como padre Ruiz me sentí obligado a torturar así a la India. Ella lloraba, ésa era toda su respuesta.
—¿Y tu madre, qué? —me dijo un día.
—A mi madre no la ha abandonado mi padre. ¿Por qué lo dices?
Lo dijo porque yo vivía con mi abuela. Mi madre trabajaba y no podía dejarme solo. Pero tuve la impresión de que Estrella quería decirme algo y no se atrevía, como las niñas en el cine. Yo me atreví a decirle:
—Tu madre abandonó al Dios verdadero, el nuestro, el de los cristianos —le remarcaba con crueldad infantil—, y Dios le ha dado la espalda.
Estrella seguía llorando, sin defenderse, y supongo que su madre también cuando se lo contaba. La madre de Estrella lloró cuando doña Remedios la hizo culpable de que en aquella azotea los niños se pervirtieran con juegos impropios.
—Todos los niños son iguales, todos tienen sus fantasías —dijo la madre de Estrella, que había pasado de llamarse Rosa a llamarse Roshni, que según Estrella significaba claridad.
—Sí, sí, sus fantasías —ronroneaba doña Remedios—. Pero esta casa no huele como otras —olía a varitas de sándalo—, ni veo al Corazón de Jesús entronizado por ninguna parte —argumentaba con retintín—. Una niña pagana es una niña pagana.
—Mi niña es como todas las niñas —se defendía Roshni—. Mejor dicho: mucho más buena que otras. Prohíbale a su hija que venga a mi casa, está en su derecho.
A Menchu su madre le prohibió jugar en la casa de Estrella y por unos días. Menchu sólo venía a la mía a oírme predicar, a hacer lo poco que las mujeres podían hacer en una capilla, limpiar el altar y cambiarle las telas a los santos, sentarse después a seguir al padre Ruiz en sus pláticas. O cantar, también podía cantar. Yo le enseñé a cantar en latín para que respondiera a mis cantos. Pero yo seguía yendo a casa de Estrella, adonde iban los otros, sin importarme que fuera o no una casa de infieles.
—Doña Ramona sigue siendo cristiana —recordaba como atenuante mi abuela, nombrando a la abuela de Estrella—. Claro que doña Ramona no se casó con el indio, ni falta que le hizo para beneficiarse de la boda de su hija, y que Dios me perdone —aclaraba mi abuela, con evidente maledicencia, pidiendo perdón a Dios por adelantado, como hacía siempre que pensaba mal de la gente—. Una debe tener mucho cuidado con Dios cuando tiene la edad que tenemos doña Ramona y yo, que ya sé que ella se conserva mejor, pero a saber si le queda tan poquito tiempo como a mí.
—¿Cuánto tiempo te queda, abuela? —le pregunté.
—Habrase visto ese niño, qué falta de respeto, qué cosas le pregunta a su abuela —protestó mi tía Carmen— . A la abuela le queda el tiempo que le dé la gana.
Pero ni mi abuela ni doña Remedios ni doña Ramona o su hija Roshni sabían que Menchu había decidido desobedecer a su madre y volver a la casa de Estrella a jugar en la azotea. Ni que el padre Ruiz se sintió incapaz de aconsejarle lo contrario, siendo aquella azotea una verdadera tierra de misión en la que yo tenía que ejercer mi apostolado.
—Qué cura se ha perdido la Iglesia —dijo monseñor, gratificado, mientras me escuchaba.
Y en una de ésas, y para que viera el curita que yo había sido, le conté cómo, por San Juan, cuando ya estábamos de vacaciones, cuando además de hacer un espantapájaros que llamábamos sanjuanito, y con el que pasábamos por nuestras casas a hacer una colecta para quemarlo la víspera, hacíamos la hoguera en una calle céntrica por la que pasaba un coche de ciento en viento, y organizábamos una procesión para que el pequeño padre Ruiz se sintiera a gusto. Mi abuela me había hecho una capa con papel de seda de las que se llamaban pluviales, con las que los curas iban en las procesiones. Tal vez lo hizo para evitar que terminara robando una capa, como había hecho ya con la sotana, pero gracias a ella presidía yo la procesión con la imagen del Santo Niño del Remedio, que era la figura más grande y lustrosa del patrimonio de mi abuela —«Cuidado, niños, no me lo rompan, que con esas cosas no se juega, que me muero del disgusto»—, y que, después de algunas resistencias, terminaba dejándonosla para entronizarla al fin en una mesa camilla y aprovechar las faldas de la mesa como faldones del trono, debajo del cual iban los cargadores.
Conrado era uno de ellos —no creo que cupieran más de tres, ni creo que el peso del trono exigiera más— y quería que Pili fuera una cargadora, pero Pili prefería ir delante del trono, de dama de honor de la reina de las fiestas, que era Menchu. Lo cierto es que iríamos ya por media calle cuando se entabló una pelea entre los cargadores y tuvo que intervenir este padre Ruiz que lo recuerda para poner orden. Y ese cacao fue aprovechado por doña Ramona para colocar a su nieta Estrella entre las damas de honor, vestida con un traje típico y con un hermoso ramo de flores en la mano, para rabieta de nuestras amiguitas que habían decidido, envidiosas, que Estrella era una india, porque su padre era un hindú con tienda para extranjeros, y que su dios no era el Niño Jesús.
Estrella, llorando, me pidió que la defendiera, pero yo no podía defenderla en aquel trance. Y en medio del lío que se armó debajo del trono tampoco podía defender a Conrado, que ya le había dado unas cuantas trompadas a José Pedro por haberle puesto el culo donde no debía cuando lo que contaba José Pedro es que Conrado le apretaba el culo contra él y tenía la cuca dura.
Comprendí en seguida por qué Conrado no había querido ir esta vez de guardia civil detrás de la procesión, luciendo el tricornio de mi tío que a su parecer lo hacía más machote. Los uniformes militares daban mucha vistosidad a las procesiones de la época y las autoridades se lucían, vistosas, detrás de los curas y de los obispos. Los guardias civiles, además, escoltaban los tronos de los santos patronos, pero como nosotros sólo teníamos un tricornio nos quedamos sin escolta para el Niño del Remedio. El único tricornio lo llevaba en aquella ocasión José Manuel, que después de saludarme con reverencia se situó en su posición de autoridad. Otros niños del barrio desfilaban detrás del tambor con sus escopetas, porque en aquella época de abundantes procesiones y desfiles militares el pequeño padre Ruiz lograba unir su obsesión de curita con el ardor guerrero de su muchachada y el gusto por las peinetas de la reinecita de las fiestas y sus damitas de honor.
Una pequeña escenografía de la patria en la que crecíamos entre cruces y espadas. En la catequesis cantábamos: «De Jesús soy soldadito, / viva Jesús, viva Jesús. / Desde el altar a la cruz, viva Jesús, / siempre mi grito de guerra / ha de ser: / viva Jesús, viva Jesús, viva Jesús.»
—Qué emocionante —exclamó monseñor cuando acabé de cantar como en mi infancia.