Lejos quedan mis juegos de niño, que tan poco puedan interesarle; lo que quiere usted es que hablemos del internado. Pues hablemos de internados, pero del valenciano de San Rafael. Allí, mis propios perseguidores por los catres tenían la sensibilidad del artista por cosa de maricones y la dirección del centro no estimaba que mi afición por la pintura contribuyera a hacer de mí un hombre de provecho. En el reformatorio modelo no se sabía de más hombre de provecho que el que se forjaba allí excavando zanjas para volver a rellenarlas. Tampoco por hacer de monaguillo y ayudar en misa al capellán se podía sacar gran cosa, más bien suponía una niñada, una debilidad u otra mariconería, de modo que tampoco me habría prestado a eso por propia voluntad. Pero allí por propia voluntad se hacían pocas cosas, todo se hacía allí porque te lo ordenaban.
Mi propio confesor, don Pascual, fue el que me eligió entre toda aquella turba desaseada, y no se recató en decir que entre todos los miserables que nos rodeaban yo era el más presentable para el altar. Y a las órdenes del reverendo, que alternaba este trabajo con el de capellán de un regimiento de infantería, lo mismo que yo en la guerra de Conrado, hice de monaguillo y medio sacristán, asistente a ratos del cura y chico para todas las chapuzas que se presentaran tanto en la iglesia como en la casa de su ministro.
Eso me permitía seguir imaginando a veces que era el padre Ruiz. Se lo confesé al capellán y le hizo gracia el juego. Le conté que en casa se habían acostumbrado a que cogiera una silla y tomando su espaldar por la barandilla de un púlpito, colocado de rodillas sobre ella, me explayara en cualquier plática con más o menos sentido. Además, el padre Ruiz, no el que yo tan gustosamente representaba, sino el verdadero padre Ruiz, mi modelo, ejercía su don de la elocuencia en el púlpito de la iglesia y en una emisora de radio donde hacía un programa religioso bajo el título de «Al eco de las campanas». Así que en mi afán de imitación del cura en todas sus facetas había conseguido que me regalaran en casa un micrófono, creo que llamado de carbón, porque funcionaba con electricidad y con pilas, que con un largo cable que iba de una habitación a otra, una vez enchufado a nuestra gramola en la entrada donde se enchufaban las clavijas del picú, se me podía escuchar en aquel receptor, que amplificaba mi sermón de turno por toda la casa.
Yo tenía para esos menesteres una sotana negra de monaguillo que había robado en la parroquia, sin que la echaran en falta, y sobre cuyo origen descubrió mi abuela que yo le había mentido cuando le dio las gracias a doña Matula por haberle regalado a su nieto («Mira que es raro ese chiquillo, siempre jugando a esas cosas, Matula») una sotanita.
Doña Matula le dijo, naturalmente, que no tenía que agradecerle eso, pero cuando mi abuela insistió, «vaya mujer, cómo que no», lo que respondió la otra fue que no me había regalado ninguna sotana.
Mi abuela, como ya le he contado, se moría habitualmente por cualquier cosa: de rabia, de asco, de vergüenza, de lo que fuera; estaba siempre muriéndose. Y si no, anunciando su muerte, «de este año no paso». Y por su santo, por el Carmen, «al año que viene no llego». Y si era por Reyes, «a saber quién va a pagar los reyes otro año, conmigo no cuenten que no llego». Pero aquella vez, ante lo de doña Matula, dijo:
—Me quedé muerta.
Y si no se quedó muerta, como era evidente, debió estar a punto. Creo que quedó más muerta por lo tonta que se sintió que por haber descubierto a su nieto capaz de robar algo, y más en la iglesia.
Pero, para mí, aquella sotanilla era muy poca cosa. Lo que a mí me gustaba era un hábito de dominico, de blanco impoluto y con más vuelo que una sotana, con una tela colgando por delante y otra por detrás, y con un rosario pendiendo de una correa. Tenía además el atractivo añadido de una capa negra para las fiestas y para la predicación, que para eso se llamaba a la orden de los dominicos la orden de predicadores.
A Santa Cruz solía venir un dominico de Madrid que se llamaba no sé cómo, tal vez Antonio; Royo Marín, seguro; el padre Royo Marín, con eso bastaba. Y Royo Marín se subía al púlpito de la Concepción, con su capa amplísima, inacabable en el recuerdo del niño, con su voz atronadora, sus silencios, sus interrogantes, sus maneras de mirar al cielo y luego a los fieles; nos miraba de formas muy distintas, apacible a veces y casi rumoreando las excelencias del Paraíso, pero penetrante con la mirada siempre, más penetrante cuando daba miedo, roja de fuego si describía el infierno, las desgracias que nos acechaban.
Royo Marín era todo un espectáculo, mi abuela se quedaba fascinada con él y le hacía gracia verme imitar a Royo Marín. Pero era más fácil imitar al padre Ruiz. Además lo tenía cerca, lo trataba, lo vigilaba, me admiraba. Royo Marín era otra cosa, inalcanzable, visto siempre en la altura del púlpito. Sentía pena de que el padre Ruiz no tuviera aquel pico de oro, ni aquella capa, ni perteneciera a la orden de predicadores, aunque yo me sintiera realmente un elocuente orador sagrado.
El capellán se reía, nunca se había encontrado con un interno igual. Pero no crea usted que por eso me hice un chico piadoso, como mi propio relato de la confesión pueda llegar a hacer suponer, ni me gané por mis trabajos de sacristía más respeto en los trajines eróticos de las celdas; hasta le diría que mi amplio ropero de sotanas de colores incrementaba el morbo de aquellas fieras que interrumpían mis sueños.
Fui consiguiendo, sin embargo, rebajar la dureza del cura, tan áspero y grave de presencia, pero mucho más tierno y agradable en la intimidad, cariñoso como un padre.
Por eso me costaría sobreponer ahora su cara a la del bondadoso Monsieur Mathieu de Los chicos del coro, el modo brusco de producirse el cura en público me lo impediría, pero no le faltaron méritos para eso. Poco a poco, fue haciéndose cargo de mi educación, logró la confianza de la dirección para ponerme maestros de pintura en su casa y hasta para conseguir que algunas noches me viera libre del internado y pernoctara allí.
Así las cosas, no es extraño que entrara hasta en los juegos de don Pascual y que se convirtiera, para mí y para él, en el mismísimo cardenal frustrado que yo transformaría con el tiempo en su eminencia reverendísima, mi tío, el señor cardenal. O, como él gustaba que le llamara y le llamé, monseñor.
Quiso que yo lo retratara con el traje púrpura con el que siempre soñó sin que llegara a conseguirlo nunca; cada cual cosecha sus fracasos. Me dio un beso de gratitud cuando vio su sueño cumplido, al menos en la ficción del retrato.
—Llámame monseñor —me insistió con cándida beatitud, fantasioso aunque no lo pareciera, y a partir de entonces y hasta su muerte lo llamé monseñor para su complacencia.
Él decidió llamarme Román. Pero, como si le hiciera una gracia especial un tanto rara el motivo de mi condena, el incendio de San Eustaquio, a veces me llamaba con cariño mi pequeño incendiario. Otras veces me llamaba padre Ruiz.
—¿No querrás ser cura en lugar de pintor? —me preguntó más de una vez.
—No, yo soy un delincuente.
—¿Y eso qué tiene que ver si no es incompatible una cosa con la otra? —me preguntó entre risas.
A don Pascual, es decir, a monseñor, le hablaba de mí con más franqueza que con nadie lo hiciera, pero nunca conseguí entenderlo del todo, y eso quizá fuera lo más atractivo de mi relación con él. Le oía hablar del infierno con la absoluta convicción de que el infierno era el fuego en su apoteosis más extraordinaria, con tanta satisfacción como miedo, pero nunca con rechazo. Llegaba a decir incluso que no entendía cómo Dios había dejado a Satanás el patrimonio del fuego. Alguna vez llegué a dudar de que el cura creyera en Dios, pero por lo visto también él lo dudaba. Y me lo explicaba como si el problema de creer o no en Dios fuera mío y no suyo. Yo no le había expresado ninguna inquietud sobre mi fe; era él el que me decía que a cualquiera le podía pasar lo que, según él, me pasaba a mí: no tener claro por la mañana que Dios exista y acostarse rezando con la total convicción de que Dios le está escuchando. O al contrario. Y aclaraba a continuación:
—A mí mismo me pasa, a pesar de mi trabajo.
Usted dirá que a qué venía tanta confidencia de monseñor conmigo, y yo también me lo preguntaba al principio; luego, no sé si porque él lo dijera de una manera o de otra o porque yo mismo me di cuenta, llegué a la conclusión de que era un huido como yo, o alguien que estaba convencido de que dentro de él había un hombre que estaba contra él. Se hizo cura para huir, y eso no me lo invento yo, me lo dijo él mismo, me lo repitió muchas veces. Y luego se hizo cura militar para seguir huyendo. Se fue a ejercer después, él que era de un pueblo de Ávila, adonde nadie le conociera, pero nunca acababa de estar contento con el hombre que iba siendo. Tampoco estaba yo seguro de que de haber llegado a cardenal se hubiera quedado tranquilo, pero intuía que en el Vaticano las dobleces de las que él gustaba eran cosa normal.
Un día se fue a Madrid y volvió con el traje cardenalicio con que yo lo retraté, y que se había encargado en El Ángel, acreditada sastrería clerical, para disfrutar de la esclavina cárdena en casa, quitándose y poniéndose un solideo y luciendo solo, ante mí, su pectoral de pedrerías.
Me acordé de las niñas que querían que yo fuera arzobispo. ¿Que qué es eso de las niñas que querían hacerme un arzobispo...? Lo contaré, por contar que no sea. En realidad, las niñas lo que querían era sentirse Sissi. Veían las películas y luego querían jugar a lo mismo, pero esas películas no admitían al padre Ruiz, eran películas que necesitaban cardenales y arzobispos, los que podían casar a una emperatriz.
—Pues cambia el rollo, nene, y juega al arzobispo, aunque sea por un día —me invitaban ellas.
—Eso son fantasías —respondía yo muy serio—. Yo no dejo de ser el que soy.
Y era verdad. Ellas y ellos eran capaces de jugar a una cosa distinta cada día y olvidarse de lo que eran ayer. Yo, no. Yo vivía mi historia con todas sus obligaciones y si acaso adaptaba mi papel a las ocurrencias de ellos.
—¿Usted, padre Ruiz, puede ser arzobispo? —le pregunté al padre Ruiz.
—¿Por qué no? —me dijo—. Pero primero tendría que ser obispo.
—¿Y por qué no se hace obispo?
—Yo sólo soy un modesto servidor del Señor. —Hizo el correspondiente arrumaco de humildad y suspiró como si soñara con una mitra.
—Y los obispos, ¿no?
—Qué cosas dices, niño.
—Pues yo tampoco quiero ser obispo.
Las niñas insistían en que me hiciera arzobispo.
—El arzobispo tiene un vestido más bonito... Con una cinta muy ancha de color y una capita encarnada —decía Pili, incitándome a vestirme así.
—Y además lleva un collar con una cruz con piedras muy bonitas, una joya preciosa —decía Anita, que se había deslumbrado con el pectoral del obispo de la diócesis el día en que monseñor Pérez Cáceres fue a confirmarnos.
—Yo te puedo traer un anillo de mi madre como el que llevaba el obispo —se unía Menchu al coro de animadoras para que me convirtiera en el prelado de Sissi.
—Pero le falta el coche con chófer y una bandera con escudo —las desanimaba Conrado, que había visto como los demás la importancia que se daba a un obispo, cuanto más a un arzobispo.
La fidelidad a mi personaje sacerdotal —«se dice sacerdote y no cura, niño»; lo de cura parecía más despectivo, cosa de descreídos— me sometía, como es natural, a muchas privaciones.
Pero, volviendo a monseñor, cualquier simple puede llegar a la conclusión de que cuando hablo de él, revestido de púrpura para andar por casa, estoy hablando de un loco, y no descarto que fuera una locura lo suyo, como una locura era también mi propia huida. Tampoco sé ahora si a fuerza de seguirle la corriente me dio a mí por inventarme al otro o fue él mismo el que me lo propuso.