Me gustaba jugar con las niñas. Siempre me parecieron más interesantes sus juegos que los de los niños, pero no estaba bien visto que los niños jugaran con las niñas, aunque lo hiciéramos juntos muchas veces, y hasta se consideraba contraindicado. Tampoco los niños podían leer tebeos con cuentos de hadas, cosa de niñas, y hasta daba vergüenza pedirlos en el kiosko. Nosotros teníamos que limitarnos a las historias de El Jabato y El Capitán Trueno.
Para Conrado y para Fali, pasar de las aventuras de sus héroes a volar ellos como si lo fueran no suponía ningún problema, y se bastaban consigo mismos para esos juegos; en cambio, las niñas se prestaban más al juego en grupo; les gustaba representar la vida real, imitar a sus mamás o a sus profesoras, cocinar e inventarse problemas con sus «hijas», darse a la cháchara como si fueran vecindonas.
Ni el capitán Trueno ni el Jabato iban a misa, por supuesto, y no recuerdo que tuvieran nada que ver con curas, así que yo, dispuesto a no abandonar nunca mi sotana de padre Ruiz, siempre encontraba en las niñas clientela. A toda familia podía llegarle un cura a casa en cualquier momento:
—El café le está esperando, padre Ruiz, ¿quiere unas pastitas?
Todas ellas podían tener un problema que consultarle al cura:
—No consigo meter en vereda a ese niño —un muñeco llamado Toni que causaba muchos problemas a su madre, Menchu—. Es muy travieso, padre, y siento unas ganas enormes de matarlo...
Yo siempre tenía una palabra de orientación para Menchu, pero casi todo se resolvía cristianamente con la resignación y el sacrificio:
—No hay nada más hermoso, hija mía, que ser madre.
Más divertido era, desde luego, que acabaran de parir y tuvieran un muñeco nuevo que bautizar; no recuerdo que ninguna de ellas creyera que los niños vinieran de París o que los trajera la cigüeña, si no era para llevarle la corriente a sus mamás. Y bautizar, bauticé mucho, aunque se tratara sólo de muñecos, en mi oficio de padre Ruiz. Gracias al reiterado interés de Conrado en engendrar a las niñas, y a que estas podían pasarse una tarde embarazadas hasta parir a una muñeca, teníamos bautizos frecuentes. Yo hice de padre Ruiz muy tempranamente y era recibido como tal por Conrado. Conrado presumía de tenerla más grande que los demás y disfrutaba exhibiéndola sin que se lo pidieran. Llevaba ya carrera de macho feroz y fomentaba, quizá de modo inconsciente, una estética del desaliño, a la que acompañaba el frecuente gesto de acomodarse la masa testicular. Tal vez no me hubiera atrevido a reprochárselo en nuestra amistosa relación, a pesar de la confianza, porque tenía miedo a sus reacciones, pero en los roles del juego, siendo como era yo el padre Ruiz, si se trataba de bautizar a su hija, no me quedaba más remedio que cumplir con mi obligación o, a decir verdad, aprovechaba mi posición de presbítero para decir lo que me venía en gana y afearle aquellos gestos obscenos. Siempre tenía la disculpa de que el que hablaba no era yo, sino el padre Ruiz.
—Señor Velasco —Conrado se apellidaba así y así entendía yo que debía tratarlo como padre de familia que era en nuestra ceremonia—, convendría que por respeto al sacramento —predicaba yo con beatífica unción— dominara sus manos y las condujera con decoro.
Para Conrado no quedaba muy claro lo que le quería decir, pero entendía a su manera que debía dejar de tocarse los huevos. Otra cosa era que me obedeciera, porque la mano derecha la tenía siempre ocupada en lo mismo y seguía en ello de un modo compulsivo. Me miraba, eso sí, como a un bicho raro, por aquella capacidad mía para imitar como un loro a los curas. Yo no sé si ya entonces me costaba entender aquella manera de algunos chicos de sobarse la entrepierna, y suponía en semejantes machitos una falta de naturalidad para vivir con sus viriles prominencias, sin que pareciera que les molestaran o que las tuvieran siempre sometidas a un picor, o fue más tarde cuando me pregunté por eso y la memoria me engaña, pero algo parecido debí plantear en la plática de uno de los bautismos, como en el de la muñeca de Estrella a la que pusimos el nombre de Bernarda, porque Conrado se abrió la bragueta provocativo, exhibió sus atributos violentamente, consiguió que las niñas corrieran despavoridas, dijo de mí que era un maricón, y dejó a Estrella sumida en el abandono.
Transcurridos unos minutos, el hechizo del juego había pasado para todos ellos y sólo Estrella y yo vivíamos la tragedia que aquel escándalo nos había deparado. Nos dejaron solos y ella lloraba.
—Usted, padre —me decía Estrella—, ha tenido la culpa de que mi marido nos haya dejado y Bernarda se quede sin padre.
Yo trataba de consolarla, cumpliendo con los deberes de mi ministerio, pero no podía renunciar a defenderme ante la injusticia que suponía llamar charlatán desaforado al predicador que velaba por las buenas formas de una ceremonia cristiana y culparlo de su triste desdicha.
—No te preocupes, mujer, tú puedes arreglártelas sola, como una buena madre cristiana, y sacar adelante a tu niña —le dije muy en mi papel de padre Ruiz, ante una madre católica que respondía al mío en perfecta compenetración teatral, pero ella no parecía muy convencida de mi consuelo, ni yo de que aquella situación nos diera para más juego.
Creo que era Estrella la que se aburría más ante el temor de volver a sus deberes escolares, y dejar de ser la madre que aún se distraía explicándole a su hija Bernarda la irresponsabilidad de Conrado en su abandono, pero yo ya estaba a punto de abandonarla para seguir jugando, solo, en casa, al pedazo de cura que se había apoderado de mí.
Aquella tarde mi invisible feligresía pudo escuchar el modo en que condenaba en mi sermón a un hombre, cercano, de los nuestros, capaz de abandonar a su hija recién nacida, en pleno bautismo, para, poseído por Satanás, alzaba yo la voz, rabioso, desaparecer del mapa sin dejar rastro.
Mis tías y mi abuela solían deambular por casa o entretenerse en sus costuras sin prestar mayor atención a mis prédicas, pero aquella tarde debieron poner más oído al culebrón porque me preguntaron:
—¿De dónde te sacas tú esas cosas?
Estrella también me lo preguntaba aquella y otras tardes. Y ese día, además de preguntármelo, me urgía a que me sacara más invenciones del magín para no abandonar un universo que le estaba gustando.
Ella no me iba a la zaga en eso de imaginar, porque tratando de dar continuidad a la historia me había dicho:
—¿Sabe una cosa, padre Ruiz...?
—¿Qué, hija mía, qué...?
—Me alegro, padre, de que Conrado nos haya abandonado.
¿Cómo podía una madre cristiana, me pregunté, alegrarse de tal desventura? Ella me lo explicó:
—Siempre me ha gustado usted.
Yo respondí como era mi deber, aunque Estrella también me gustara. Y mi deber era escandalizarme de que Satanás, además de haber poseído a Conrado, fuera en una misma tarde a hacerlo con nosotros dos. Así que, después de dar un grito de maldición que pareciera lo que ahora tendría por un exorcismo, le hice ver que yo estaba comprometido con el Señor, casado con él.
Me contó entonces que cuando ella era más pequeña —debo aclarar que por esa época tendríamos los dos unos diez años— solía ir en vacaciones a la casa de unos familiares suyos en un pueblo de Jaén, en la Sierra de Segura, donde jugaba con Julián, un niño que era sobrino del cura del lugar, con el que jugaba muy a gusto, ya fuera Navidad, verano o Semana Santa, una y otra vez. Hasta que llegó un verano en el que Estrella no encontró a Julián: se había ido del pueblo con su madre y el cura a otra parte.
—Un sacerdote —interrumpí a Estrella ceremoniosamente, juntando las manos y bajando la cabeza— se debe a sus superiores: ha de ir de un lugar a otro predicando.
—Predicando, sí —dijo Estrella—, predicando... —Y se puso en jarras—. Habían descubierto que ni la hermana del cura era su hermana, sino su querida, ni el sobrino su sobrino, sino su hijo, y los echaron a gorrazos del pueblo.
Creo que esta vez el grito de escándalo que me correspondía fue un grito de sorpresa. Pero lo que Estrella me estaba proponiendo aquella tarde era lo mismo que había sucedido en Segura: que hiciera compatible mi sacerdocio con una oculta vida en pareja con ella.
Cambiaríamos de lugar, Bernarda sería la sobrina del padre Ruiz y las nuevas muñecas que vinieran, fruto de nuestra furtiva vida conyugal —de las muñecas que ya tenía antes, se olvidaba—, también serían sobrinas mías.
La propuesta tenía para mí la ventaja de que no me vería obligado a deshacerme de mi personaje y podría seguir siendo el padre Ruiz, renovando las peripecias. No obstante, tenía que poner reparos, ofrecer resistencias como cualquier padre Ruiz las opondría a la seducción de una mujer, instigada por el diablo. Pero cuando nos besamos, más que por ganas de disfrutar del beso porque seguramente la historia lo exigía, antes de que yo le dijera, apartándome de ella, que estábamos locos, no había caído yo en la cuenta de lo difícil que iba a ser para nosotros simular un cura que arrastra con su hermana y su sobrina Bernarda y que la feligresía lo admita sin más. La dificultad venía no sólo de la exuberancia de Estrella, cualquier cura podía tener una hermana tan exuberante como ella me lo parecía a mí, sino de su tez tan morena en relación con la mía y, sobre todo, sus rasgos tan contrapuestos. A Estrella la llamaban la India, y la llamaban así por su padre hindú; un padre que, como Conrado ahora, había abandonado a su familia española para volver con sus dioses a su India natal.
Estrella insistía mucho en que la razón de la separación de su padre tenía que ver con sus exóticos dioses. Pero nada de esto conté en el sermón que siguió en mi casa a mi encuentro con Estrella aquella tarde, aunque algo de la desolación de un cura metido en trances de pecado y pidiendo a Dios que lo apartara de Satanás debieron advertir mis tías y mi abuela, sin acabar de entender del todo de dónde sacaba aquel chiquillo esas historias.
—No es Satanás —le dije a Estrella otro día, cuando ya habíamos aceptado nuestra pecaminosa situación— el que nos lleva por mal camino; son tus dioses indios, tus vacas sagradas, las que quieren cargarse mi salvación.
Estrella se echó a llorar, pero la que lloraba no era la Estrella de los juegos, sino la que se ofendía cuando la llamaban la India, cuando la India que no quería ser creía que era distinta a las otras niñas.