XII

Supongo que a estas alturas comprenderá usted que, puestos a levantar la casa de monseñor para buscar otra, no fuera tan fácil encontrar espacio para tanta reliquia, ni que fuera cuestión de arrastrar conmigo las manías de un fantasma por mucha gratitud que le debiera. El fuego quedaba descartado. El fuego, me había dicho monseñor, siempre deja rastros, quizá presintiendo lo que haría porque conocía mi obsesión; lo que se trata de quemar puede empezar de nuevo y lo quemado puede no abandonarte nunca.

A mí, el fuego de San Eustaquio me ha perseguido siempre, tanto como Lutzardo y sus insinuaciones persistentes sobre mi madre. Los objetos, las cosas que nos rodean en la vida nos delatan, nos desnudan ante el otro. Si uno pudiera contemplarse con los ojos de los demás, tal vez desaparecería al instante, y este pensamiento fue lo que me llevó a cambiar el fuego por el retrato, para delatar y desnudar al que realmente habita en el retratado. Al otro o a los otros, puede que diga usted. Y le doy la razón. Como se la daba a monseñor cuando me advertía, y motivos no le faltaban, de cuántos hombres, y a lo mejor hasta mujeres, había en él.

Eso no lo sabía cuando fui a confesarme con monseñor por vez primera, apenas llegado a San Rafael. No lo hice con el propósito de encontrar en la iglesia mi salvación y de querer salvarme no sabía de qué. En lo que probablemente creí entonces fue en la fuerza redentora de la pintura para lograr antes la libertad. El arte no ofrecía otra posibilidad de salvación. Ni siquiera usted pensó que la pintura pudiera hacerme un hombre de provecho. Por eso no sobrepuso mi cara a la de Pierre Morhange, el artista de Los chicos del coro: seguramente la había reservado para Miguel, su preferido. Y no porque me faltaran a mí los ojos azules o el abundante y airoso pelo rubio de Morhange ni la mirada hostil y tristona del chico, sino porque usted sólo tenía ojos para Miguel, y las preferencias, como el amor, a veces son un mismo sentimiento, modifican la realidad a su capricho. Y si mi cara joven no era digna de ser superpuesta a la del protagonista de la película, tampoco lo sería su rostro de hoy, maestro, con la de ese director desmelenado de blanca cabellera que empuña la batuta con pasión al empezar la película y cuyo éxito asociará usted al que, con toda seguridad, habrá conseguido su pupilo. Me llama la atención que en ese juego de reconocimientos no me relacionara a mí con ninguno de los muchachos teniendo tan preciso el recuerdo de mi cara.

Yo también lo tengo de la suya. No sé hasta qué punto ha vivido usted con su pasado a cuestas o si esta incursión suya en aquellos años forma parte del repaso que se suele hacer cuando va cumpliéndose la vida de uno. Es posible que a su edad se parezca usted algo más al maestro francés de Los chicos del coro, si ya ha aceptado ser un pintor fracasado como monsieur Mathieu lo era en la música. Entonces, no, y es verdad que eso nos salvó, porque creía que los chicos de San Eustaquio íbamos a ser redimidos por la pintura, como Mathieu intentaba salvar a los muchachos por la música. El arte, maestro, raramente es curativo para el desasosiego, y en mi caso más bien lo recrudeció. Tal vez por eso soy un retratista, abandonados los fuegos que siempre ardían en mis telas.

Como le he dicho, lo recuerdo a usted bien: un jovencillo con gafas y aire de intelectual, entre modesto y resabidillo, altanero y bonachón, cobarde y atrevido, más guapo que Mathieu, y también más alto, pero en absoluto comparable al maestro francés, más vencido usted por la vida que él, también él con más edad para ser tan generoso como tal vez usted no lo fuera.

Desde luego, conmigo no lo fue, y no se equivoca al pensar que no le he perdonado su preferencia por Miguel. En San Eustaquio, estábamos tan escasos de cariño y de atención, que cualquier favorito desataba los celos. Su atención por Miguel iba más allá de la admiración de quien descubre un genio, y si digo más allá no es con mala intención. Su cariño por el muchacho me parece más importante pasado el tiempo, y a lo mejor a él también se lo parecía entonces, que la valoración de su pintura. Además, creo sinceramente que la de Miguel no era mejor que la mía, por mucho que viera usted, con sus aires de moderno, más arte en la falta de oficio de él que en la técnica que yo dominaba con más destreza.

Aprender a dibujar con gracia y con minucia me ha permitido después desdibujar con talento. No sé si me recuerda así, orgulloso, soberbio, ni estoy seguro de que el que soy se parezca mucho al que fui, o si le estoy dando la oportunidad de reconocerme así, no soy persona que se ande con más rodeos que los convenientes, y no son pocos, aunque no me parece que tenga que usarlos con usted. No le he perdonado; mi falta de indulgencia con usted, acabo de darme cuenta, se debe a que ha sido mi cómplice levantando el telón de un pasado que, no arrancado de mi vida, estaba adormecido en mi memoria.