No hace falta que le diga que acabamos en boda y que ahora Elia alimentaba mis fantasías. En su jugueteo seductor siempre me espetaba su santo y seña:
—No me digas quién eres.
Y no niego que fui muy feliz mientras tuve la impresión de que con la vida inventada había conseguido sepultar la otra, que usted tan bien conoce: lo había olvidado todo o estaba empeñado en conseguirlo. Y como toda vida requiere un pasado, también me lo inventé, más que por mí por insistencias de Elia, a la que no le fue muy difícil sospechar pronto que yo era quien no era o, mejor dicho, que según mi relato había sido el que no fui, y que si alguna vez atisbó la sombra de mis falsedades las dio por buenas con el velo prudente con que los intereses nos hacen creer a cada cual lo que nos conviene. Hasta que nos conviene.
Elia era una mujer que se había debatido siempre entre la que era, la que quería ser y la que no sabía que era. Nadie se lo había dicho hasta que se lo dije yo, pero lejos de disgustarle esa convivencia con tres mujeres a la vez le divirtió el descubrimiento. Por su consustancial frivolidad, era una esnob; también porque un ser tan cambiante se ve obligado por lógica a la infidelidad. La semana en que la conocí estaba obsesionada por comprarse un perro labrador, a la semana siguiente ya se lo había comprado, decía amar a su perro sobre todas las cosas, y antes de que se cumpliera un mes de tener al perro en casa, tras retirarle previamente casi el pienso, ya había regalado a Tristán, que fue ése el nombre que le puso. Porque Elia, en realidad, era todo menos sencilla; le entusiasmaba cualquier alarde de presunta intelectualidad que rozara lo hermético o resultara extravagante.
No es que fuera galerista de arte por vocación, sino por herencia; el que entendía de arte contemporáneo era un tío suyo, soltero, que murió joven y dejó su galería a la madre de Elia. La señora, una caprichosa, estaba decidida a vender el céntrico local de Avellanas a un banco o al arzobispo, que tenía su palacio cerca de la galería, pero ni los bancos estaban interesados por una calle tan estrecha ni el arzobispo aceptaba el local si no se trataba de una devota donación. La madre de Elia casi termina poniendo una bocatería, aunque entonces no se llamaba así a ese tipo de locales, en el bajo heredado; no lo hizo porque alguien la convenció absurdamente de que el negocio de bocadillos requiere juventud y que por aquella calle no pasaban sino beatas o clientes de farmacias y de antigüedades. Llegó a pensar en poner una tienda de escapularios, cirios y estampas piadosas, pero ya se le habían adelantado los curas con más de un negocio semejante. Así que, harta ya, decidió mantener la galería, pero variar la oferta, y en lugar de aquellos cuadros, incomprensibles para ella, que vendía su hermano, decidió exponer paisajes con barracas de pintores locales y algunos bodegones, marinas y retratos. No le faltaron clientes para eso y el lujo familiar resultó muy favorecido con el acierto de doña Cristina, pero, cuando más boyante estaba la Galería Bañó, su dueña se sintió muy debilitada por no sé qué enfermedad repentina y su hija Elia, que estudiaba derecho (decía que la profesión de abogado le permitía entrar en otras vidas, y que de haber sido hombre habría sido cura tan sólo por confesar) abandonó los estudios de leyes y se hizo galerista, con sumo gusto al parecer.
Un gusto que le duró muy poco. Hasta que la que era ciertamente abrazó a la que quería ser, al menos por aquellas fechas, y no es que decidiera abandonar la galería, sino que lo que trató fue convertirse en lo que había sido su tío, un galerista con glamour, moderno, entregado a los riesgos del arte contemporáneo. Y añadió el nombre de Elia al Bañó de la galería como si se tratara de la mismísima Juana Mordó. Pero cuando me reclamó para exponer allí mis fuegos, a instancias de un crítico que era amigo común y que ya me había advertido de la liviandad de Elia, parecía dispuesta a cambiar de rumbo. No lo consiguió y su galería pasó a ser una tienda de telas; se supone que porque las beatas y los clientes de las farmacias y de las antigüedades también compraban vestidos de falleras y cretonas de cortinas. Pero lo que sí logró es que cambiara yo y abandonara mis fuegos para pintar tan excelentes retratos como el de mi supuesto tío, el señor Cardenal. La verdad es que yo sí di ese paso con ella, el paso de renunciar a la inmortalidad del genio. Tenía por entonces algunos amigos de la pintura, con muchos deseos de gloria eterna, cuya patética ambición daba risa, y me convertí en un retratista de oficio bien probado, complaciente con la sociedad valenciana más acomodada que las relaciones sociales de Elia conseguía atraer a mi estudio.
Así que más que el amor, que si bien lo pienso no es un don con el que Dios me haya favorecido, y que para Elia no duraba más de dos tardes —me declaró su amor un domingo y al miércoles siguiente ya dudaba de que lo que sentía por mí fuera amor verdadero—, más que el amor, digo, nos unía un negocio común con buenos réditos.
Usted dirá que para los negocios en común no hace falta casarse con los socios, y Elia era de esa opinión; renuente a casarse, no sólo porque no estuviera enamorada, que a ese detalle ni ella ni yo le dábamos importancia, sino porque a pesar de lo poco que se conocía, que era bien poco, sabía muy bien que de cualquier matrimonio se iba a cansar prontísimo. Yo, que creo conocerme, aunque a veces me tengo a mí mismo por un extraño, era más consciente cada día de que quería ser un hombre corriente, tal vez por rechazo radical a un destino que estimaba poco común y por la seguridad que me ofrecía el redil hipocritón de la burguesía. Desde el punto de vista artístico, ya había elegido la mediocridad complaciente y el paso siguiente era cumplir con el rito de ser un caballero casado.
Claro que, si lo que perseguía era convertirme en un buen padre de familia, nadie hubiera dicho que la mujer indicada fuera Elia, que ni quería casamientos —según ella le aburrían todos los hombres porque a los dos días de conocerlos empezaban a repetir la misma conversación—, ni se imaginaba preñada o soportando niños, pero todavía menos por la sencilla razón de que con su fidelidad no podía contarse, y no porque fuera una conquistadora o alguien que se dejara fácilmente llevar a la cama, sino por la provisionalidad con que afrontaba todo. Sin embargo, una abnegada madre de familia es seguro que me hubiera cansado pronto y cualquier mujer con parecido a las que me cuidaron en la infancia o a las que rodearon mi vida tratarían de entenderme sin conseguirlo.
Elia y yo teníamos en común la fantasía; ella, por necesidad de vivir otras vidas, lo cual la hacía cinéfila y lectora empedernida, pero por las historias mismas y no por la expresión artística de los libros y las películas, que, por más que lo disimulara, le importaba un bledo. A mí, en cambio, su interés por las cosas que le contaba estimulaba mi invención, mi necesidad de mentir o una forma de escapar de mi realidad para irme construyendo otra. Ya sé que para eso tampoco es necesario casarse, pero ya le he explicado por qué quería casarme y ella no, y lo que le estoy confesando ahora es el motivo por el que ella aceptó al fin casarse conmigo y yo me decidí a casarme con ella.
No es que nos lo explicáramos con este detalle, pero había un pacto tácito entre Elia y yo: yo mentía y ella se dejaba engañar. Dejarse engañar suponía por su parte intentar creerse lo que tal vez intuía que era de otro modo distinto a como yo lo contaba, pero también me engañaba yo: creía muchas veces que lo que contaba era la verdad de mis mentiras. Para cumplir con ese rito, lo mejor era encontrarse en el mismo cuarto de estar y, por supuesto, en la misma cama, y no era la sociedad de aquellos tiempos, y menos aquella a la que pertenecían Elia y, sobre todo, sus padres, tan permisiva como para ver con naturalidad que una hija de los Fernández de Trébol se fuera a vivir con un pintor sin la bendición de la curia. Además, yo estaba tan acostumbrado desde pequeño a pasarlo todo por el altar, incluso mis propios pecados, que ya que me casaba prefería hacerlo con ostentación y con su correspondiente liturgia. Elia era más remisa, la universidad y sus amigos rojos de la pintura habían alimentado en ella un antifranquismo de pose al que yo había llegado tarde, quizá porque también entendí tarde cómo la dictadura había afectado a mi destino de un modo tan radical como cruel.
La niña bien que había en Elia superó en seguida los reparos al traje blanco y las arras, aunque buscó hacer un guiño a sus amigos antifranquistas: nos casamos un 14 de abril, día de la República, ante el altar de la Inmaculada del Real Colegio del Patriarca de Valencia. La mayor parte de los asistentes sabían que era miércoles y día 14, pero con toda seguridad les pasó inadvertida la significación de la fecha que había elegido Elia para aliviar inocentemente su mala conciencia. La alta sociedad valenciana tuvo la oportunidad de preguntarse de qué familia venía el contrayente y escuchar la explicación de mi orfandad de madre y la delicada salud de mi padre, prestigioso abogado en Mallorca. Esas circunstancias permitieron a doña Cristina Menéndez de Ródano ser madrina de su hija, ataviada con vistosa mantilla, y a don Vicente Fernández de Trébol, el padre de Elia, cumplir como era de rigor con su obligación de apadrinarnos.
Mientras un canónigo amigo de la familia bendecía nuestra unión, recordé a mi monseñor y lo imaginé pronunciando la plática de la ceremonia, subrayando mucho que íbamos a estar casados hasta la muerte, como lo hacía el canónigo, don Beltrán si mal no recuerdo, pero con el descreimiento y la desgana con la que predicaba monseñor; esta vez incluso con rabia. El canónigo desconocía en cualquier caso que Elia era incapaz de ser fiel a algo o a alguien hasta la muerte.