—Soy tu padre, Jonay. —Me había sobresaltado su voz por detrás cuando me encaminaba a clase; había descartado que aquel hombre volviera a perseguirme—. No te asustes, hijo mío. No quiero otra cosa que darte un beso.
Aún bajo los efectos de la sorpresa y del miedo, le pedí:
—No me bese. Mi padre está en Venezuela, usted no es mi padre.
—Sí lo soy, Jonay, te han engañado. —Metió la mano en su chaqueta, extrajo la cartera y dijo—: Mira... —Me mostró una foto en la que aparecía con mi madre el día de su boda, muy elegantes los dos, él mucho más delgado que ahora y con un impecable terno negro y corbata; mi madre, bellísima, como no la había visto jamás en ninguna foto, con un velo de tul y una corona de azahar en su cabeza. Me eché a llorar—. No llores.
—Tengo miedo.
Me acogió con sus brazos y me apretó contra él. Un cálido olor, mezcla de tabaco y perfume de afeitado, extraño para mí y a la vez anhelado; un olor a hombre, que había olisqueado en los padres de mis amigos y que faltaba en mi casa, me llegó en ese momento como propio, como si acabara por darme la confianza en alguien que me faltaba. Una respiración cansada y honda la suya, de satisfacción, quizá, y de nerviosismo, me transmitía una súbita seguridad de que efectivamente aquel hombre era mi verdadero padre.
—¿Cuando viniste de Venezuela?
—Nunca he estado en Venezuela, hijo.
—¿Y por qué te fuiste de casa?
—No me fui, fue tu madre la que se marchó y te llevó con ella.
—Podía haberme quedado contigo.
—Tuve miedo de no hacerlo bien, un niño necesita siempre a su madre.
—¿Y por qué se fue mamá?
Se encogió de hombros y guardó silencio durante unos instantes. Después dijo:
—Mira, Jonay, es muy difícil de explicar, hay cosas que no se deben contar a los niños. Cuando seas mayor lo sabrás.
—Cuando seas mayor, cuando seas mayor... Hablas como mamá.
—No, hijo, por favor, ella es... —se cortó un instante y prosiguió—: Ella es muy distinta.
Los ojos de mi padre, tan luminosos, se llenaron de lágrimas que no acabaron de caer por su rostro. Dijo que mi madre era muy distinta como si no hubiera encontrado la palabra que quería emplear para decir cómo era, o como si se hubiera arrepentido antes de decirla.
—¿Estás enfadado con ella?
—Sí, hijo, sí.
—Pues entonces no podremos vivir juntos nunca.
—¿Por qué no?
—¿Los tres?
—No, los tres, no; tú y yo.
—¿Me vas a secuestrar?
No evitó la carcajada.
—No, hijo, no.
—Podrías secuestrarme y llevarme a Alemania.
—¿Y por qué a Alemania?
—Es muy bonita, en casa de mi amigo Walter hay muchas fotos de Alemania. Por eso lo sé.
—También aquí hay sitios muy bonitos y más cerca.
—¿Me vas a secuestrar entonces?
—Me lo pensaré.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo —dijo, estrechando su mano con la mía en señal de juramento—. Pero ahora tienes que subir al colegio, se te va a hacer tarde.
—¿Volverás cuando salga?
—Hoy no puedo, tengo trabajo.
—¿En qué trabajas?
—Si no se lo dices a nadie te lo cuento.
—No se lo diré a nadie. Te lo juro.
—Soy policía, ¿qué te parece?
—¿Policía? Qué chachi.
—Anda, sube a clase —dijo.
—¿Cuando volverás, papá?
—El miércoles, aquí mismo, a la misma hora, ¿sí?
—De acuerdo.
Le di un beso y corrí hacia las escaleras del colegio. Me volví de pronto y le pregunté:
—¿Cómo te llamas?
—Teodosio, me dijo.
—¿Cómo?
—Me llaman Teo.