A mí también me extrañó que una expresión como aquella, «menudas piezas esas mariconas tapadas», impropia de un padre Ruiz, saliera de mis labios. Como si hubiera dejado de ser ya padre Ruiz, sin haber tenido aún tiempo de pensar si quería seguir siendo padre Ruiz. En realidad hablé por boca de alguien a quien usted conocería con el tiempo y que ya hemos nombrado, porque de ser compañero de colegio pasó a ser un odiado compañero de reformatorio. No en vano su destino y el mío tuvieron que ver con el incendio de San Eustaquio. Me refiero a Juan Lutzardo, sobrado de ademanes femeninos cuando le conocí y de lengua muy suelta para el vilipendio de los demás. Lo que había dicho Juan Lutzardo en el colegio fue:
—Menudas piezas esas mariconas tapadas de la calle María Cristina... —Después, contentísimo con el suceso, me espetó—: A las faldas de ese cura vas a acabar como yo —así celebraba Lutzardo no ser el único con debilidades femeninas—. Todo se acaba sabiendo —sentenciaba, vengativo, repasando los palos que los curas del colegio le habían dado en las manos para que aprendiera a contenerlas y a no moverlas con el desparpajo de las mujeronas.
Si a Luis Villarejo de los Ríos, que era el nombre del doctor Petunias, no habían conseguido contenerle las manos, decía Lutzardo, ya tenían que haber desistido de que a él se le saliera el alma de Carmen Miranda por las suyas. Juan Lutzardo imitaba a Carmen Miranda a cada rato y, a juzgar por la satisfacción que expresaba cuando los demás le tocaban el culo en medio de las bromas obscenas, eso era lo que buscaba cuando contoneaba su cuerpo con descaro, que era casi todos los días.
Una y otra vez lo castigaban y con frecuencia castigaban a Otero, un machote del colegio, por asediar a Carmen Miranda, con apariencia de vacilón y excitación de veras, poniéndole rabos. Que sorprendieran a Otero en ese trance, y no a otros, se debía a la reincidencia en su broma, por lo que Otero acompañaba a Lutzardo en los castigos y éste propalaba por el colegio que, de tanto trato en los arrestos, ya eran novios.
Por menos hubieran expulsado del colegio a cualquiera de nosotros, pero Juan Lutzardo y García de Inostrosa era hijo del teniente general Lutzardo, gobernador militar de la plaza. Se imponía, pues, la consideración que los curas sentían por tan alta autoridad militar y la compasión que sentían hacia el teniente general por la desgracia que sufría tal benefactor con un hijo así, además único.
—Yo estoy enamorado de mi padre —nos escandalizaba Lutzardo, sin temor a la burla de Conrado y de otros, los más fuertes: Fali, Esteban, Norberto, Paquito... No temía a la burla porque era capaz de despacharse a trompada limpia con cualquiera de ellos y dejarlos sin resuello. O porque los más fuertes temían su lengua. La virilidad de Fali había quedado en entredicho en el colegio cuando a Fali se le ocurrió un día, mientras jugaba con otros chicos a la guerra en la plaza de los patos, unirse a las voces de su batallón para reírse de Lutzardo cuando pasaba con su madre por allí. Fue entonces cuando Lutzardo se explayó con todo pormenor sobre las características del culo de Fali, de qué modo se lo había montado, y lo que fue peor para la dignidad de Fali: que lo difamara con la medida de su atributo de varón para que todos tuviéramos buena información de que la tenía pequeña.
—Me hubiera gustado que me la metiera —contaba Lutzardo con desvergüenza, mintiendo—, pero para una cosa tan ridícula preferí darle por culo.
El padre de Fali acudió al colegio a defender la honra de su hijo, pero salió de allí con la amenaza de que si Fali seguía incidiendo en la mentira tendría que cambiarlo de colegio.
—Donde las dan, las toman —gritaba Lutzardo, satisfecho, atusándose el pelo largo, abriendo sus manos como una triunfadora, despendolado en carcajadas como una puta traviesa—. Y espero que ahora me hagan todos ustedes un homenaje, señoras y señores —bajaba Lutzardo la cabeza ante el supuesto público, ponía las manos sobre el pecho con recato— para pedirme perdón por la calumnia. No se puede jugar así con la honra de una señorita.
Pedía, pues, un acto de desagravio. Me acordé del caso del padre Juan del Pino.
—Dicen que tú confiesas, padre Ruiz —se burlaba Lutzardo de mi ministerio—. No hay nada que me guste más que una confesión, soy una pecadora. Pero peco mucho menos de lo que me gustaría, así que también me invento otros pecados.
—Contentos tendrás a tus confesores —le reproché, cándido.
—Y tan contentos... ¿Dime tú a quién se le ocurre, si no es a esta Carmen Miranda que tienes delante, más locuras en una cama? Y, por si fuera poco, les pongo a parir a la puta de mi madre. ¿Tú no?
—Yo quiero mucho a mi madre —respondí.
—Pues tu madre no parece que te quiera tanto a ti —me dijo al oído para remarcar el carácter de confidencia de lo que quería decirme.
—Tú sabrás... —le dije, aparentemente desinteresado.
—¿Qué es lo que tengo que saber yo? —dijo—. Pregúntale a tu padre. —Así me lo soltó Lutzardo, con esa manera que tenía de dejar caer preguntitas que te dejaran débil ante él—. O a tu madre, ya que te llevas tan bien con ella. La mía es una bruja.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Si me confiesas, te lo digo.
—No tengo estola para confesarte —respondí con todo rigor, todavía confundido, sin saber si a aquellas alturas podía seguir siendo padre Ruiz, de ser cierto lo que se decía del padre Ruiz. Bien es verdad que yo también, como padre Ruiz, había vivido otra vida secreta. Eso me tranquilizó para poder seguir siendo un imperfecto padre Ruiz, incluso para interesarme por salvar el alma de Lutzardo, tan difícil, tan contento de ser malísimo, sin disposición alguna de arrepentirse de ser una Carmen Miranda.
—Si no fuera por lo que es, cuando sea mayor montaré mi propio espectáculo y me presentaré como Carmen Miranda —me dijo Lutzardo—. Pero como me voy a hacer militar...
—¿Tú, militar...?
—Sí, mi niño, sí. El primer capitán general que pase revista con peineta. —Agitaba todo su cuerpo al ritmo de las carcajadas, incontroladas las manos—. Con lo que me gusta un hombre en uniforme en ningún sitio lo voy a pasar mejor que en un cuartel.
—Tu padre no te dejará...
—¿Mi padre? Mi padre quiso siempre que fuera militar, como él. Pero después de lo de Jesusín cambió de opinión.
Lo de Jesusín llamaba él al follón que se armó cuando sus padres volvieron a casa antes de lo previsto, una buena tarde, y lo encontraron con Jesusín en su propia alcoba matrimonial. El padre no se lo perdonó, ya le había quedado claro lo que hasta entonces había sido una sospecha y, sacándose el cinturón de sus pantalones, le cruzó la cara con él y luego la emprendió con todo el cuerpo de Lutzardo hasta dejárselo marcado.
Aquella noche lo amenazó con ingresarlo en un correccional y la madre celebró la decisión de su esposo. Pero cambió de opinión al día siguiente. El ingreso de su hijo en un correccional daría mucho que hablar y no estaba su padre por aguantar murmuraciones.
—Más que las que he tenido que aguantar yo... —dice que se quejaba su madre.
Entonces Lutzardo no sabía a qué murmuraciones se refería. O tal vez sí. De lo que estaba seguro es de que su madre lo odiaba.
—Por travieso —dije.
—No, por celos.
La madre lo metía, según él, en una bañera de agua helada. Un día lo encerró bajo llave en la habitación del torreón del hotelito en que vivían en la rambla 25 de julio, pero él abrió el ventanuco y amenazó a los transeúntes con tirarse a la calle. Como no había nadie en casa, ni siquiera el servicio, tuvieron que ir los bomberos a rescatarlo.
—No te aguanta, Juan —me atreví a decirle.
—No me quiere, que no es lo mismo. Volvió a encerrarme otra vez, durante una semana, aprovechando un viaje de mi padre, con las ventanas selladas, un orinal que sacaba el asistente, un soldado cuadrado que iba armado, y a pan y agua siete días.
Más propio hubiera sido que me lo contara llorando que riendo, pero se descojonó para añadir:
—Menos mal que terminé tirándome al asistente.
La fantasía de Lutzardo superaba mucho a la que llevó a los de la calle María Cristina a organizar una orgía en la que ellos iban de mujeres, según sabía Lutzardo por fuentes bien informadas, y en las que unos taxistas contratados abandonaban su servicio para asediarlas y maltratarlas un poco, como le gustaba especialmente al doctor Petunias. Al periodista Beltrán y al tabaquero les gustaba hacer de mironas, pero vestidas de damas inglesas, y al párroco de San Luis lo que le gustaba es que los taxistas se vistieran de sargentos para acariciarlo.
—¿Y el padre Ruiz?
—De ése no tengo información, seguramente no estaba y fue el propio cura de San Luis el que lo nombró para perjudicarlo. Si hubiera estado allí, también lo habrían condecorado.
En la lista de condecoraciones que, a petición del gobernador civil, y para desmentir la infamia, aunque sin decir que para desmentir la infamia, se había dignado conceder Su Excelencia el Jefe del Estado a nuestros distinguidos paisanos por su noble contribución a los principios del Glorioso Movimiento Nacional, no se hallaba el padre Ruiz, con lo cual parecía quedar desmentido para Lutzardo que el padre Ruiz hubiera sido sorprendido por la policía en la casa de la calle María Cristina.
—Mi padre dice que darle precisamente el lazo de Isabel la Católica al doctor Petunias y al párroco de San Luis se las trae —se burlaba Lutzardo repitiendo lo que había oído en su casa—. Por lo menos, al tabaquero y al periodista les dieron la medalla al mérito en el trabajo...
—¿Al padre Juan del Pino no lo condecoraron?
—No llegaron a tiempo; se fugó con la que vestía a la Virgen y están casados en Buenos Aires.
Se dijo que al padre Juan lo habían destinado a Málaga, pero la Virgen empezó a aparecer mal vestida, con el manto muy escurrido y con las joyas caídas sobre ella de cualquier manera y nadie encontró en su casa a la desaparecida camarera para que pusiera orden en la Virgen.
—No me caí muerta cuando lo supe y aún no sé por qué —me dijo mi abuela al contarle yo lo que me había contado Lutzardo.
—Si no caíste muerta cuando lo de tu hija... —dijo mi tía Celia, refiriéndose a mamá—, es que eres inmortal, madre.
—De eso, nada, mi hija, de eso nada. Un día os daré la sorpresa y diréis: Qué razón tenía mi madre.
Monseñor, que me escuchaba desde el óleo, se mostraba impaciente. A pesar del más o menos intenso rojo que le había puesto en los pómulos, palideció bajo el maquillaje al oír esta historia, pero no advertí que sus labios se movieran para reconocer que venía a cuento mi recordatorio. Le oí reprocharme que hablaba mucho de mi pasado, es decir, del pasado infantil que a usted le importa menos, maestro. Pero no era cierto, aunque con él es probable que lo hiciera. Y si ahora vuelvo a lo mismo con usted es porque el secreto pasado de monseñor no dejaba de manifestarse. ¿Que qué quiero decir con esto? Lo que he dicho.