Me pregunta usted si le conté a Elia lo del padre Ruiz. No. Puesto a inventar, le dije que había sido sacerdote y lo había dejado por la pintura. No veía ella incompatibilidad entre el sacerdocio y la pintura y lo primero que le vino a la cabeza fue Fra Angelico.
No me disgustó la comparación, pero me sentí obligado a establecer diferencias: yo no pintaba fuegos porque pintara infiernos enteleridos y espeluznantes. Le divirtió la tontería, y aclaró que sólo hablaba de compatibilidades: no había oficio que dejara más tiempo para pintar que el de cura.
Tuvo cierta resistencia a creerme, hasta que cedió por gusto. No obstante, yo le ofrecí como prueba unas fotos que acreditaban mi abandonado oficio sacerdotal: aparecía en ellas con una dalmática blanca de subdiácono en una solemne función religiosa del día de San Rafael, patrono del reformatorio modelo.
Se dio por contenta: no sabía distinguir entre la casulla del presbítero, que hubiera sido la que me correspondía, y la lujosa dalmática con la que aparecía en la foto. Pero fuera o no verdad, le gustaba vivir con un ex cura. Seguramente intuía mis fantasías o mis omisiones y por eso insistía en su «No me digas quién eres» para poner límite a la sinceridad cuando se inflamaba en mí un relámpago de coraje que pudiera iluminar la realidad. Un arrumaco era un detente; su mano, un destino que me empujaba a dibujar los sueños, tal como pretendía hacer usted en las aulas de San Eustaquio.
Cuando le hablaba a Elia de mi isla natal, mi isla natal no era mi isla, era Mallorca, y no otra. Fue el apellido de mi verdadera madre, Fornell, el que mantuve y el que me sugirió la idea de hacerme mallorquín cuando decidí cambiar mis señas de identidad. De este modo pudimos viajar siempre que quisimos a Tenerife, mi verdadero lugar de nacimiento, como perfectos foráneos, sin que Elia se interesara por visitar a mis tías o poner flores sobre la tumba de mi madre.
No echó nunca en falta una foto mía con paisaje, y las tuve; fotos en las Cañadas del Teide que destruí. Alguna, en el monte de la Esperanza, con un fondo de pinares, sí guardé: «Un día de excursión en Mallorca», escribí detrás y le puse cualquier fecha. También otra fotografía en el jardín de casa; no donde florecían las esterlicias o los hermosos flamboyanes, tan canarios, sino con fondo de buganvillas o de rosas que se dan con la misma gracia en Mallorca que en Tenerife.
—Tu casa era preciosa, qué suerte —dijo Elia.
Lo era ciertamente, y en esto no mentía, la casa a la que me fui a vivir al fin con mi madre, muerta la abuela, cumpliendo lo que nos venía anunciando desde siempre. En Tenerife, no en Mallorca, que es lo que yo le contaba a Elia.
Pino de Oro se llamaba el promontorio en el que se ubicaba nuestro hotelito, entre otros muchos. Decían que vivíamos como los ricos, y la temprana costumbre de vivir allí me evitó toda comparación o nunca fui consciente, hasta que lo fui drásticamente, de que era un privilegiado.
Cuando hacía viajes por la isla con mi madre, observaba las chabolas de los barrancos en las que vivía la gente hacinada o los amontonamientos de viviendas, con las fachadas sin encalar y niños desarrapados jugando en los barrizales, y le preguntaba si nosotros éramos ricos.
—Ricos de salud —decía ella.
—Papá es rico, ¿verdad?
—Sí, hijo, sí —contestaba con desgana.
—¿En qué trabaja papá?
—Papá es abogado.
—¿Y para trabajar como abogado ha tenido que irse a Venezuela?
—No, hijo, no, para ganar más dinero. Papá tiene muchas gasolineras en Caracas.
—¿Cómo es Caracas?
Mi madre describía una ciudad ordenada, con amplias avenidas, mucho más grandes, veinte veces más anchas que la única autopista que teníamos entonces en la isla.
—¿Sin flores?
—Nada de eso, con muchas más flores que en Tenerife: una ciudad con las calzadas llenas de rosales y flor de mundo.
A las hortensias las llamaba flor de mundo.
Tardé muchos años en comprobar que mi madre jamás había estado en Caracas, donde debían darse muy mal las hortensias, y que se había inventado, quizá sin intención, una ciudad contraria a la que en realidad es la inhóspita capital de Venezuela.
Mi gusto por la invención me viene de ella. Tampoco yo había visto una foto de mi padre y hacía esfuerzos por recordar su imagen: los hacía porque mi madre decía que, aunque yo era muy pequeñito cuando se había ido, tenía que recordar cómo jugaba conmigo en la cuna. Soñaba con él.
No entiendo por qué tardó tanto mi madre en mostrarme una foto de mi padre; al verla, me pareció un hombre fuerte, nada más. Feo, más bien feo.
No dije nada. Fue mucho más tarde cuando logré tener opinión sobre aquella foto, y lo vi vulgar, un personaje de aspecto rudo, de mirada nada amable, todo lo contrario al hombre fino que pudiera corresponderse con los padres de mis amigos de la urbanización o de mis compañeros de colegio.
Seré sincero con usted, maestro: mi padre no me gustó nada, quizá por eso no le pedí a mi madre que colocara la foto en un portarretratos, junto a la de la tía Benilde. La guardó en uno de sus cajones y jamás en mi vida volví a verla.
—Muchas fotos con tu madre —comentaba Elia—. Tu padre, sin embargo, huía de la cámara.
Y yo, mintiendo, argumentaba:
—Él era el fotógrafo, pero además le parecían una ordinariez los retratos de papel; como modelo, se reservaba para el lienzo.
—Entonces —trataba ella de confirmar—, tu padre es abogado en Palma.
—Bueno... Jubilado —aclaraba yo o eso parecía pretender—, un ilustre letrado desconocido; siempre ha hecho una vida aparte, sólo defiende a extranjeros; es políglota, un ser inaguantable. Tampoco vive de eso, vive de sus gasolineras. —Y, al fin, contrariado, añadía—: Ya sabes que no me gusta hablar de él.
Mi padre se había vuelto a casar, según mis fantasías, con una condesa británica arruinada y vivía en Deiá, pero sobre él pesaban muchos cargos que yo insinuaba sin concretarlos, y no merecía mi recuerdo. Estas abominaciones daban una cierta gravedad a mi rostro que invitaba al silencio. Siempre he sido muy teatrero.
Elia no paraba de insistir en que me parecía a mi padre. Ese parecido lo encontraba en un falso retrato al óleo de mi papá que habíamos colocado sobre la chimenea de un salón de paso, demasiado buen lugar para entronizar —realmente estaba entronizado— el recuerdo de un ser del que ni siquiera quería hablar. Es verdad que, excepto en la nariz, el señor del retrato y yo teníamos rasgos similares: ojos grandes y despiertos, pómulos acentuados, labios gruesos y sensuales, y hasta la frente, tan despejada en su caso como en el mío. Compré ese cuadro un día que estaba paseando cerca de la catedral de Valencia. Lo vi en el escaparate de un anticuario y quedé sorprendido porque parecía mi propio retrato. El anticuario, buen amigo mío, confirmó la coincidencia. Pero hasta que me casé con Elia no sentí la necesidad de tomar por padre a aquel pobre hombre que nunca llegó a imaginar seguramente que su figura se expusiera a la venta o lo convirtieran en viudo, y más tarde en esposo de una condesa arruinada, mientras sus restos reposaran en un panteón con flores secas de cualquier cementerio valenciano.
No merecía ningún afecto el pobre señor del retrato, tampoco la indiferencia. Me incomodó, eso sí, desde el día en que un amigo nuestro, refinado poeta de Oliva y tan entendido en pintura como en otras cosas, cayó en la cuenta de que la obra podría ser de un pintor valenciano del XIX.
—Me has ocultado la edad —dijo Elia con una ironía demasiado fina.
Atribuí el error, que no era tal, de nuestro amigo, a los modos anticuados de vestir de mi padre, con su estúpido sentido de la elegancia, inseparable de sus chalecos y siempre con sus leontinas. Mi amigo no estaba en el error, había puesto al descubierto mi torpeza.
—¿No habrás equivocado el retrato de tu padre con el de tu abuelo, Román? —se burló el poeta.
—No tienes la menor idea —respondí, mirando con el cabreo del pillado en falta el retrato del hijo de puta de mi padre.
—Mira que llamarse Teodosio... —comentaba Elia con guasa.
Un nombre normal para ella, como buena valenciana, no pasaba de Vicente o José. Podía haberse llamado perfectamente como yo, Román. A Elia, sin embargo, le había dado ya una explicación que era a medias verdad y mentira; que mi nombre realmente había sido elegido por mi tío el cardenal. Nunca soporté el nombre de Jonay, demasiado aborigen, imposible para un mallorquín desde el día en que escogí ser natural de Palma de Mallorca, provincia del mismo nombre, nacido el 30 de mayo de 1945 y no el 4 de diciembre del mismo año.
Las fechas son tan importantes como los nombres: no me imaginaba naciendo una tarde de invierno como no creía que un nombre guanche fuera lo más apropiado para mí. Román podía ser un nombre de cualquier parte, sin necesidad de traducción y con el único riesgo de que los más íntimos llegaran a llamarme Man, apócope o frecuentativo o lo que fuere horroroso. No tuve íntimos que lo intentaran ni quizá lo hubiera permitido.
Y lo mismo que encontré un padre en un lienzo a la venta, encontré a mis dos tías. Las mujeres retratadas pasaron a llamarse por mi decisión personal Celinda y Magnolia. Así fueron presentadas a Elia en los retratos al óleo: dos hermosas señoras ensimismadas que nunca habían entregado su cuerpo a varón alguno nacido de mujer, dos solteronas cultas y siempre encerradas, cuyos rostros jamás estuvieron expuestos al sol y fueron cuidados amorosamente con Visnú; dos ángeles encarcelados tras las celosías de sus ventanas, única excepción de trato con mi familia, hasta que murieron y me dejaron la herencia.
—Qué nombres tan extraños, hijo —comentó Elia cuando las expuse a su mirada.
—Mi abuelo era muy extravagante para eso —justifiqué.
—Más bien un cursi —dijo ella.
—Bueno...
—Con tanto dinero —comentó Elia— podían haber hecho el encargo de los retratos a un buen pintor.
No le faltaba razón, ni tenía mal gusto: estos retratos en cuestión los había comprado a bajo precio a un chamarilero de la calle Sueca.
—Si se hubieran gastado el dinero en estas fruslerías —dije—, no hubieran podido dejarnos el Miró.
El Miró que tengo es igualmente falso, y por supuesto no me lo dejaron mis tías. También es cierto que la copia es valiosa y que contemplar a los expertos derretidos de emoción ante un Miró falso —hasta nuestro delicado poeta de Oliva cayó en la trampa— me produce un extraordinario placer, quizá superior a la satisfacción que podría darme una obra auténtica. En mi vida ha pasado lo mismo, soy más seductor en la vida falsa. Las damas de los cuadros, tan queridas para mi mundo personal, no pudieron ser esos ejemplares parientes que necesitaba mi biografía. La herencia la recibí de monseñor. No les falta, sin embargo, mi respeto y hasta mi agradecimiento. A veces hablo con esos retratos y parecen contestarme. Me he preguntado muchas veces quiénes serían las retratadas, y de Adrián, el chamarilero, sólo he conseguido que me diga que proceden de un lote de enseres que adquirió a la muerte de una vieja en el barrio de Ruzafa. Deben estar agradecidas: ahora son otras, pero abrigadas por mi afecto, mi gratitud y vivas en mi recuerdo. Si algún día advirtiera en ellas el rictus de enfado que siempre les vio Elia, les recordaría que podían haber acabado en peor destino: es mejor caer en manos de un mentiroso que te incluya en sus ficciones a que las ratas acaben contigo en un sótano cochambroso. Y si de llamarte Amparo pasas a ser Celinda, o a que te nombren como Magnolia cuando toda tu vida fuiste Vicenta, no hay que quejarse.