No sé si hubiera resultado muy difícil para mi padre averiguar en qué tipo de colegio estaba pagando yo las consecuencias de aquella aproximación suya que acabó en conflicto, pero en el ajetreo de mis sueños, que ha sido siempre constante a lo largo de mi vida, seguía preparando aquel secuestro que en mi nueva situación se hacía más deseado. Siempre que estábamos dispuestos a partir juntos —una vez recuerdo con mucha claridad que dejábamos la isla en barco, a la izquierda el poderoso acantilado que casi se corta sobre el puerto, la vieja marquesina a la que algunas tardes de domingo me llevara mamá, la plaza de mis juegos con su monumento a los caídos por Dios y por España—, la mano de mi madre, cariñosa, se posaba en mi carita para despertarme, abría luego las cortinas para que la luz me encandilara, más atenuada en el nuevo piso que en el chalet de antes, y yo volvía a la odiosa realidad de cada día de la Academia Viriato.
Era un extraño en la academia particular en la que me acogieron después de que me echaran de las Escuelas Pías. La severidad del director de Viriato, moviendo una regla de castigo sobre la mesa, no invitaba a sentirse cómodo en aquellas aulas. Parecía entronizado sobre una alta tarima con viejo escritorio y tenía a su derecha la bola del mundo que en mi colegio sólo sacaban una vez al año para hacernos la preceptiva fotografía del curso. Recuerdo el crucifijo que tenía el director sobre su cabeza, demasiado ensangrentado, pero no se me ocurrió entonces compararlo con los crucificados de los curas, de menos sangre, y no por ningún tipo de estrategia pedagógica, supongo, sino simplemente por un conocimiento más exacto de los curas en los asuntos de imaginería que el del rudo propietario de un colegio para díscolos en el que recogían a toda criatura que resultara molesta a los sacerdotes. Tampoco los curas tenían en el estrado las fotos de Franco y de José Antonio Primo de Rivera, supongo que por la necesidad de espacio para el retrato de san José de Calasanz, el santo fundador de la orden.
Rafa, el cabecilla del curso, me miró esquivo desde que entré por primera vez en el aula, y con eso me sometió a su autoridad de inmediato para que no se me escapara quién era allí el jefe de la tribu. Todos los ojos de los niños se proyectaban hacia mí con desconfianza, y mi timidez se convertía en angustia, cuando no en dolor físico, por las pruebas de novato que tenía que soportar en los recreos sin que, bajo amenaza, tuviera derecho alguno a la protesta y menos a la reclamación.
Me disgustaba el papel de víctima y pronto aprendí a defenderme y a ser uno más, sin que llegara a superar el sentimiento de expulsado injustamente.
Recordaba mucho a Walter y en menor medida añoraba a Jesusín y a Pablo en medio de aquellos muchachos algo más desaliñados que nosotros, con el olor áspero que envolvía la virilidad precoz de la que se jactaban o los gestos soeces que había que imitar con rapidez si no querías ser tomado por un mariquita o por un débil.
Supuse que a mi padre le habría sido imposible encontrarme de nuevo, aunque el tiempo me enseñaría que una ciudad tan pequeña no tiene dificultad para encontrar a alguien si de verdad uno se empeña. Otra cosa es que se hubieran cumplido los sueños de mi madre, o lo que yo creía haber descubierto que eran sus sueños, y que hubiéramos acabado en Caracas.
De haber sido así, supongo que mi padre hubiera dado por inútil definitivamente cualquier acercamiento.
Que mi padre no fuera a buscarme no impidió que yo tratara de encontrarlo y me planté a las puertas del Gobierno Civil, un edificio lúgubre y pretencioso, donde recordaba haber visto, custodiándolo, a dos policías vestidos de gris. Al contrario que mi padre, aquellos guardias no eran corpulentos, y ahora los recuerdo como funcionarios achaparrados y con un bigotillo apenas visible.
Sin mirarme ni extrañarse de que un chico solo se atreviera a subir aquellas escaleras, fieles a su postura de vigías y hablando al frente, como si no hablaran con nadie, me preguntaron qué quería. No sé si sonrieron cuando les dije que buscaba a mi padre que era policía como ellos y les di su nombre y apellidos. Rieron al oír el nombre de Teodosio y en ese momento me sentí agradecido a mamá de que me hubiera puesto Jonay.
—Yo no los conozco a todos —se permitió el más viejo romper su disciplina para mirarme por única vez—, pero con ese nombre no creo que haya ninguno.
—Lo llaman Teo —aclaré.
—¿Teo? Ese sí que es un nombre de maricón.
Se burlaban los dos de mí, pero se les cortó de pronto la risa en seco.
Irrumpió un coche con una banderola y los guardias aumentaron su firmeza, se cuadraron; apareció diligente un ujier que abrió la puerta del automóvil al tiempo que gritaba nervioso, moviendo mucho las manos en el aire:
—¿Qué hace aquí ese muchacho? Fuera, fuera, largo de aquí —y reclinaba su cabeza, una y otra vez, ante la señora del gobernador civil, que bajaba del coche oficial, y sus dos niñas rubias, que se preguntaban y me preguntaron quién era yo.
Las miré asustado y sin saber qué responderles.
Después, ya en casa, le pregunté a mi madre:
—Mamá, ¿Teo no es policía?
—Ya tendrías que haberte olvidado de ese hombre, hijo mío —se enfadó.
—¿No es policía?
—No, no es policía.
Tampoco mi padre era policía.
—¿En qué trabaja, mamá?
—Tu padre es un chulo.
—¿Y qué es un chulo? —no sé por qué pregunté lo que sabía tan bien por nuestros juegos en la calle de las putas. Pero mi madre abandonó la habitación sin respuesta.