Mamá había decidido dejar nuestro chalet la misma mañana en que su ex marido le advirtió que la perseguiría, la misma mañana en que el padre tutor informó al prefecto del incidente, y éste al rector, y el rector del colegio, con los informes sobre la mesa, unos días más tarde, le dio noticia a mi madre de que yo no podría seguir en el colegio. No le hizo saber que el incidente había hecho caer sobre mí todas las burlas de los chavales, la maledicencia de los más fervientes, la perversidad de los de buena familia. Quizá ni lo sabía. Pero no habría de abandonar el colegio porque la nueva situación me obligara a ir al servicio a cada rato a llorar, ni porque hubiera dejado de rendir en los estudios por una situación emocional insostenible. No. El rector recabó la comprensión de mi madre para que entendiera que del poco edificante espectáculo de aquel día, que había herido irremediablemente la inocencia de los escolares, con riesgo grave de volver a producirse, según los informes, se desprendía una situación familiar no acorde con las exigencias de la vida cristiana, y nada ejemplar. Cuando mi madre quiso argüir su esmero en mi recta educación, según la moral católica y en los mejores principios de la tradición de su casa, católicos y patriotas sin fisuras, la sonrisa cínica del rector se extravió por los papeles en busca de los informes de buena conducta solicitados a la autoridad.
—Siento mucho —dijo— que los guardianes del orden no compartan sus argumentos.
Y mi madre hubo de responderle que sentía de igual manera que a un sacerdote le faltara la caridad como a él le faltaba.
—Los espíritus inmundos —le replicó el rector, ofendido— lo contaminan todo con su mirada pecadora, y a usted, señora, no hay más que verla.
Me pregunta, maestro, si fui testigo de esa conversación del rector con mi madre. No, no lo fui. Oí a mamá contarle a tía Benilde aquel encuentro en todos sus pormenores. Tía Benilde le respondió que había que entender a los curas.
—Lo que no comprendo —le dijo— es cómo te admitieron al chico en su colegio.
Tampoco yo me lo explico ahora. Pero mi nueva casa me parecía tan ajena como mi nuevo colegio, la Academia Viriato, aunque mi madre se hubiera ocupado de establecer un orden semejante en la disposición de los muebles de mi propia habitación; la misma sobriedad en las tres habitaciones de invitados a las que nunca invitaba a nadie y, por contraste, la misma asfixiante decoración en su alcoba con aquellos abigarrados muebles a juego, pretenciosos, afiligranados, mastodónticos, entre los que sobresalía un comodín con utillajes múltiples para sus arreglos de tocador. Se arreglaba mucho de noche para recibir en casa o para salir; salía mucho, creo que salía más desde que nos trasladamos a aquel amplio piso del centro de la ciudad al que no conseguía nunca que viniera ninguno de mis amigos del antiguo colegio, ninguno de aquellos amigos de nuestra urbanización que poco a poco también habían empezado a dejar de venir a la otra casa, que me recibían en las suyas con una inexplicable indiferencia, como si no se atrevieran a hacerme ver que ya no pertenecía a aquel mundo.
Walter no sabía por qué su padre le había prohibido ir a jugar a mi casa, y la firmeza en que no lo hiciera le tentaba a ir, ahora con curiosidad mayor, de modo clandestino, tratando de descubrir por aquellas habitaciones que no fueran la mía no se sabía bien qué. La madre de Jesusín, que siempre había sido especialmente amable con mamá, dejó de saludarla. Jesusín me explicó la razón: se sentía engañada. Le había dicho que su marido residía en Venezuela y el incidente del colegio descubrió que estaba separada, una posición inadmisible en aquella sociedad y, cuando menos, incómoda y sometida a sospecha. Jesusín me dijo que a la doncella de su casa le oyó decir que mi madre era una puta.
La palabra puta, clavada en la sien como una lanza, me devolvió otra vez, dolorido, a aquellos juegos peligrosos fuera de la azotea de Estrella. A los juegos de la calle de las putas. Para los niños, aquel teatro de la calle Miraflores era fascinante. Primero, por prohibido, que es lo que le encantaba a Menchu. Después, porque careciendo de los prototipos que ahora tienen a su alcance los niños, por la televisión o por otros medios, los personajes tan ricos en gestos y en peripecias que allí se encontraban, en medio de una sociedad provinciana como la de la posguerra, resultaban muy divertidos. Las peleas entre las que se llamaban mujeres de la vida, porque la palabra puta no era decorosa para las personas de bien, eran frecuentes por un quítame allá ese cliente o por cualquier susceptibilidad o suspicacia en un gremio especialmente sensible, y un espectáculo para nosotros. Lo era por la riqueza de los insultos, por la grosería añadida que atrapaba nuestra atención, por la maldad que destilaban las palabrotas con que se agredían aquellas mujeres y por la sensación de pecado que nos embargaba, que en realidad era de miedo mezclado con el placer del riesgo. En esto último las niñas eran más timoratas, más inseguras. Y nosotros también, por nuestro lado más femenino o más infantil. Menos en el caso de Conrado, más satisfecho cuanto peor se ponía la cosa, más golfo cuanto más asustados nos veía.
La madre de Jesusín no se había preocupado de desmentir a su criada cuando dijo que mi madre era una puta, se limitó a rogarle que no hablara así delante del niño. Y le dijo a Jesusín:
—¿Comprendes por qué no quiero que vayas a casa de Jonay?
La madre de Jesusín no me miraba; la de Pablo, bondadosa y cercana, sí. Ella me preguntaba por mi madre, incluso hasta si tenía novio.
—¿Tienes novio, mamá?
—¿Cómo te atreves a preguntarle eso a tu madre? —respondió.
—Mi madre no tiene novio, mi madre odia a los hombres —dije a la madre de Pablo.
Y ella, sonriendo con inocencia falsa, beatífica, decía con aparente candidez y retranca:
—¿Y no sale por la noche, la pobre?
—No, no sale —mentía yo.