Evoque ahora, si quiere, su escena preferida para rememorar el infierno de San Eustaquio: mi madre gritando contra el Estado, sin saber quién era el Estado, sin ponerle al Estado las caras de los jueces y los policías o las de los graves y benefactores señores del Patronato de Menores. Quedándose acaso con la cara del director que mandaba a reducir con desprecio a aquella puta; qué se iba a esperar de ella. O la de los guardianes que la empujaban hacia la calle para evitarse conflictos. Y que seguían escuchándole entre lloros una acusación que les traía sin cuidado: la de que les había entregado un chico inocente y bien educado y ellos se lo habían convertido en un delincuente. Primero, en un evadido díscolo, después, en un ladrón de comida. Finalmente, y sin mediar más delito, en un delincuente de gran categoría, propio de un correccional más duro y ejemplar, en Valencia; todo un criminal que había dado fuego a las paredes del reformatorio, hereje que atentó contra el territorio sagrado de la capilla, asesino que dio muerte a su compañero Juan Lutzardo.
Usted nunca pudo olvidar de San Eustaquio ese capítulo; aquella señora, me dice, que aun tratando de controlar su dolor con elegancia, como no era común que sucediera con las madres de los internos, más modestas todas ellas en la apariencia, radicalmente vulgares a veces, recriminaba una y otra vez al Estado, a gritos, haberle cambiado su criatura educada por un supuesto delincuente en toda regla.
No se recataron los guardianes, que debían pensar que su oficio era incompatible con cualquier delicadeza, de llamar a mi madre puta con intencionado desprecio y terca insistencia; quizá burla, me repite usted.
Eso ya lo ha sabido Elia en su trabajo de espía. Lo que no habrá podido leer ahora es eso otro que usted me cuenta: que mi madre aprovechaba el tiempo para desgranar los argumentos de sus quejas, rota la voz de odio y haciendo oídos sordos a los insultos que recibía. Hasta que empezó a insultar ella. Ése fue el momento en que los policías aparecieron y la arrastraron sin miramientos, como arrastraba y vilipendiaba la policía del régimen. Y se la llevaron, dejando el rastro de la sangre que derramaba por su nariz, sin que pudiera despedirse de mí. Me cuenta usted que se acercó a ella y la escuchó con atención, en silencio; que mi madre le describió con toda minucia los cuidados que tenía conmigo, la dedicación que había puesto en mi educación, que ya veía arruinada. Usted la escuchó como tantas otras veces la había escuchado cuando acudía a interesarse por mí y le volvía a contar su desgracia, y se lamenta de no haber hecho nada por defenderla de los agravios de los guardianes, de los atropellos de los policías.
¿Qué puede hacer un maestro en una situación como ésa, sin pasar por un ingenuo al que hubieran acallado a golpes con la misma facilidad que a mi madre y considerado enemigo del orden? Hasta es probable que lo hubieran detenido; por menos lo hacían.
No se considere cobarde por eso, maestro, que bastante ha tenido con acabar como acabó: expedientado por sospechoso de quebrar la disciplina del centro, retirado de su plaza por empeñarse en no bajar la nota de los chicos que por su escasa aplicación llenaban el calabozo el fin de semana antes de que llegara usted.
Pero escúcheme a mí ahora, y no a mi madre. La primera vez que me fugué de San Eustaquio volví a mi casa. ¿Lo sabía? Era la hora de la siesta. A mi madre, en bata y con el pelo desordenado, le pudo más la sorpresa o el miedo por mi fuga que la alegría que manifestaba siempre al verme.
—¿Qué haces aquí, hijo?
—Yo no quiero volver a San Eustaquio.
Ella no acababa de franquear la puerta.
—Si te fugas es peor, tardarás más en salir de allí.
—No voy a salir nunca, no me dejarán volver a esta casa.
—Vete, Jonay, por favor...
Yo me resistía y hacía ademán de entrar para quedarme; ella entornaba más la puerta y plantaba su cuerpo en medio, con fuerza, para impedirlo.
—Buscaré a mi padre, me iré a vivir con él —amenacé.
—A ése es al que tendrían que meter en la cárcel.
Intenté empujarla para entrar, pero ella ocupó con mayor fuerza aún el espacio de la puerta.
—Tienes que irte, hijo mío...
—¿Qué pasa si no me voy?
—Que vendrán los guardias a buscarte.
—¿A mí o a ti?
—A los dos, hijo, a los dos. Si te empeñas en quedarte aquí, a los dos.
—Yo no he hecho nada; tú, sí, tú eres una puta.
Al arrearme una cachetada descuidó la puerta y entré.
—Cada vez estás peor —se lamentó ella—. ¿Tú crees que eso se le puede decir a una madre?
—A todas, no; a ti, sí.
Fue entonces cuando saludó un hombre desde el sofá del salón, como si acudiera en defensa de mi madre:
—Buenas tardes.
No respondí al saludo del hombre. La oí a ella:
—Márchate, Jonay.
—Tu madre te lo dice por tu bien —intervino el hombre. Un hombre maduro de buen porte, lo que entonces se tenía por un caballero—. Aquí no puedes quedarte muchacho, sería peor para ti.
—¿Y usted qué sabe?
Tuve la intuición de que aquel hombre lo sabía todo de mí y, sobre todo, de mi madre.
Fui a mi habitación, de la que habían desaparecido ya mis pósters, mis discos y mis recuerdos, como si en efecto ella estuviera convencida de que yo no iba a volver a aquella casa. Me tendí en la cama, entregado al paso de las horas, sufriendo por el rechazo de mi madre, quizá comprendiendo su miedo, pero dominado por las iras del desamparo. De vez en cuando aparecía ella en mi dormitorio. Primero para convencerme de que debía marcharme y después para ofrecerme una merienda e insistir en que me marchara.
—¿Quién es ese hombre?
—¿Para qué te voy a decir que es tu padre?
—No, no me mientas más, ya lo sé todo.
—Uno nunca lo sabe todo, hijo.
El hombre hablaba con ella, oí cómo insistía en que se enfadara más, cómo le preguntaba si quería que él me echara por las buenas o por las malas. Oí a mi madre llorar. Oí cómo se cerraba la puerta y supuse que el hombre se había marchado, no sabía si enfadado.
No salí de mi habitación. Fue ella la que vino a preguntarme si pensaba cenar allí.
Tal vez no esperaba que la Guardia Civil viniera tan pronto a buscarme, aunque ella misma la llamara, si es que la llamó. O tal vez se ocupara aquel hombre de dar el chivatazo. Lo cierto es que salí de allí esposado y comprendí que aquella ya no era mi casa, ni mi madre mi madre.
En el desamparo añoré la casa de la abuela, la calle de cantos rodados donde jugaba a las canicas, cerca de un hospital de niños en el que convalecían los pequeños de la crueldad de las epidemias, mientras yo jugaba, sano, en un tiempo de niños enfermizos. Volví al frescor del patio de la abuela; me recordé, quizá gateando, sobre una manta que me ponían para preservarme del frío que no hacía. Había helechos y begonias, varas de San José, que florecían por marzo. Estaban los anturios o las clavellinas que mi abuela cuidaba con riegos tempraneros y que se mantenían exultantes todo el año con sus colores tan diversos. Aprovechaba los accidentes naturales del suelo, las grietas que el tiempo había formado, para hacer calles imaginarias por donde circulaban mis cochecitos de entonces que compraba en la plaza de Weyler por sólo dos pesetas. Ahora, ni casa a la que volver, ni patio para el juego. Un muchacho esposado era un adulto sin libertad, sin hogar; a la intemperie. Un hombre así, joven y sin madre, tiene derecho a llorar por su tiempo perdido.