Es tan buena su memoria como flaca la mía, maestro. Usted habla de mí y yo escucho la historia como si el protagonista fuera otro. Le sorprende el recuerdo preciso que tengo de la infancia antes de San Eustaquio, mi empeño en describir cualquier episodio de un mundo de juegos en el que imitábamos a los mayores y mi silencio sobre el reformatorio, casi el olvido.
Tiene razón, y no acabo de explicarme su interés por reconstruir aquellos días. Usted lo negó, pero es evidente que lo tiene. Dice que siempre se resistió a hablar o recordar la sórdida realidad de nuestro reformatorio por rechazo; que le daba la impresión de que era un episodio más de la España cutre de aquellos años a la que se resiste a volver siquiera en el recuerdo. Hoy piensa que en todo el mundo pasaban las mismas cosas, que el poder y la condición humana tienen una cierta violencia y métodos comunes a las dictaduras y a las democracias.
Ahora tendré que recordarle a usted otros episodios como si Elia siguiera leyendo los correos para saber cómo empezó o cómo terminará esta historia.
Le recordaré lo que usted mismo me ha contado de aquella primera mañana en la que me vio en el único patio de San Eustaquio: una extrañeza en aquel ambiente carcelario y la crueldad que suponía para una criatura como yo, educada en el bienestar y en un mundo de orden, que apareciera, de la noche a la mañana, vagando por un correccional, sin haber cometido delito alguno.
Yo parecía un insomne, un chico ensimismado que hablaba solo, lloraba a ratos, soportaba las increpaciones de los otros chicos que me llamaban niño litri por la corrección de mi vestimenta y de mis maneras, por la manera aterrada de contemplar a aquellas fieras. Advertían mi miedo y los atraía mi desolación, mi indefensión estimulaba su agresividad y se cebaban en mi inocencia descargando las furias de sus desgracias con escupitajos para arredrarme, para que supiera que estaba condenado a obedecerles, a sucumbir a patadas a cualquiera de sus gamberradas. Mi caso no era el único, como usted y yo sabemos muy bien.
Fueron pocas las horas que pasaron entre mi llegada al reformatorio y el amanecer; no había dormido y ni la luz daba cuenta del nuevo día. Sentado en una sala inhóspita, a la espera de los trámites, las horas se me hicieron interminables y me sofocaba el olor rancio, acre, de humedad.
Supe al fin que el día había empezado porque me llegaba el ruido del trajín, las voces, los gritos de orden, la formación de filas. Apareció un guardián que, sin siquiera mirarme, me ordenó que lo siguiera. Y lo seguí por unos largos pasillos hasta una nave, con pequeños ventanales cercanos a un altísimo techo, y llena de literas. Aquí predominaba el olor a podredumbre. El guardián abrió una taquilla para que dejara mis cosas, se llevó mi maleta y volvió al rato; me señaló una cama desnuda, con un colchón muy manchado, donde tendría que dormir no sabía hasta cuándo.
—Mi madre me dijo —le dije— que me voy a ir hoy mismo.
—Eso piensan todos y luego tardan tanto en irse que desde aquí pasan a la cárcel. —Lloré y me dijo—: Vas a cansarte de llorar, pibe.
Después me condujo al patio, me abrió sitio entre dos muchachos en una fila; fue cuando vi al director por primera vez ante el mástil que sostenía una bandera de España con su escudo. Uno de los chicos se adelantó y arrió la enseña nacional y don Adolfo entonó el principio del Cara al sol que todos cantábamos, cuando uno de los muchachos me dio el primer empujón, caí sobre los que tenía por delante, se levantaron rápidamente, y yo, aún en el suelo, dolorido, recibí la paliza de bienvenida. El guardián se acercó con un gesto de enfado, que después comprobaría que era rutinario, y retuvo a uno como responsable del desorden, que también era rutinario.
El retenido no era el responsable, ni siquiera se defendió, y rotas las filas, aparecí en un lúgubre comedor frente a un tazón de leche con gofio. Me asqueaba la escudilla desportillada y en el estómago sentía el vacío del miedo. Ramiro se acercó con la amenaza de que el nuevo la pagaba, alardeó del gargajo con mucha sonoridad y lanzó su escupitajo en la leche con gofio de mi taza. Siguió paseando entre las mesas, como si hubiera sido autorizado a exhibir autoridad, y volvió a la mía. Me ordenó que tomara la leche y, como me resistí, ordenó a los compañeros más próximos que me sujetaran. Me levantaron la cabeza, quiso hacerme tragar la leche y, al no conseguirlo, me la echó encima. Mi vómito inevitable incrementó el desastre.
No sé cómo se me ocurrió decir que quería cambiarme de ropa cuando ni siquiera conocía el camino hasta la nave donde estaban mis enseres, y además ignoraba que había un horario que cumplir y que me limpiaría cuando tocara. Lo que tocaba en ese momento era ponerse en fila para entrar en clase.
Había tres clases ordenadas en primera, segunda y tercera. El orden no respondía a las edades, sino al conocimiento, y de poco me sirvió que cursara cuarto de bachillerato.
Así que me esperaba la primera clase para demostrar que no era analfabeto. Mucho me costaría llegar hasta la suya, don Alfredo, la tercera.
Pude ver cómo, a golpe de palmeta, don Honorato intentaba transmitir algún conocimiento a sus alumnos y se desconcertaba con mi lectura sin titubeos. Le bastaba verme hablando solo, para ir hacia mí y preguntarme:
—¿De qué habla usted?
—No, si yo no hablo...
—¿Qué es lo que estaba diciendo usted?
—Nada, yo no digo nada.
—Abra la mano.
Abría la mano.
Me daba un palmetazo con su tabla.
—¿Le gusta?
—No. —Lloraba.
—Pues si no le gusta, dígame qué decía.
—Hablaba con mi madre.
—¿Su madre está muerta?
—No.
—Pues ya me dirá cómo puede hablar con ella si no es un espíritu.
La primera vez resolvió el conflicto con veinte palmetazos de castigo. La segunda me puso un tres de nota semanal y con esa calificación pasé el fin de semana en el calabozo. Un calabozo oscurísimo con penetrante olor a orín. No se fregaba para que la peste fuera parte del castigo, para que la indignidad tuviera el escenario adecuado a la pena que todo menor rebelde merecía.
Entrabas o salías del calabozo a capricho del director o los celadores. Bastaba ponerles una mala cara, bastaba que sospecharan el intento de una fuga. Y, por supuesto, cuando la policía te devolvía al centro después de haberte fugado, pasabas allí unas cuantas semanas. Pasabas el fin de semana completo si los maestros más viejos, don Honorato o don Lorenzo, te ponían menos de un cinco de nota semanal, y eran bastante rigurosos en las calificaciones. Y si don Donato, el capellán, observaba en ti indiferencia religiosa o mal comportamiento en misa, pagabas como era de ley tu penitencia en aquella celda inmunda, a pan y agua y meándote encima.
La primera vez que fui a la letrina aquella mañana estaba orinando y no había acabado cuando me vi escoltado por Ramiro y por Mateo, los dos pegando a mí sus hombros, ambos con su pene en la mano, sugiriendo con un gesto que les tocara allí, los dos forzando mis manos para llevarlas a sus penes erectos.
—Eso es pecado —dije con ingenuidad y temor.
—Más pecado va a ser cuando te la meta en la boca —dijo Ramiro.
Y así fue. Mateo me tendió en el suelo, con la ayuda de Lulio, que recién llegado se prestó gustoso a colaborar, y Ramiro se ocupó de cumplir con la promesa hecha hasta eyacular en mi boca.
No era sino el principio de un largo calvario de abusos sexuales. Cuando Juan A. y José A., dos hermanos gemelos de un curso superior al mío en el colegio, me llevaron a la caseta de la playa de Valleseco, se despojaron de sus bañadores mojados y me invitaron a mí a hacer lo mismo, a pesar del nerviosismo que me produjo aquella visión inesperada, sus cucas enhiestas buscando mi mano, sus manos buscando mi sexo flojo de ignorante, nunca pensé que aquella primera eyaculación, que siempre renovó en mi mente el olor húmedo de la tienda playera como una inauguración del mundo, pudiera tener algo que ver con el infierno de la letrina inmunda del reformatorio.
Tampoco imaginé nunca que cuando en los días de verano Fali se empeñaba en que entráramos en la tienda para descansar, mientras su madre aguardaba con la merienda en un promontorio de piedra de la playa, y simulábamos un sueño en medio del cual un cuerpo y otro se frotaban hasta derramar un líquido de vida, lechosa la entrepierna, el olor del pecado y la vergüenza después, pero también el recuerdo del placer fugaz, el grito, otra vez el sueño falso, hasta escapar de allí, corriendo al agua, al disimulo, ajenos a lo que nos había pasado y no nos había pasado; tampoco, digo, imaginé que pudiera llegar a relacionar la emoción de aquel pretendido sueño con el asco que habría de dominarme en las sábanas yertas de la suciedad del reformatorio, en su temible noche, cuando un cuerpo no identificado poseyera el tuyo, te amordazara, te penetrara como un dolor inevitable, sin derecho al lamento. Veo la sombra de don Telmo contemplar, al amparo de una tenue luz, de qué modo Ramiro penetraba al inocente Marcos, recién llegado, que gemía bajo el peso de aquel cuerpo en el que no he podido llegar a entender jamás si podía más la lujuria que la crueldad.
Así una noche tras otra, oyendo el jadeo de disfrute de unos, el gemido doloroso de otros, las risillas o los llantos, las toses del celador para avisar de sus propios pasos, dando cuenta así de su consentimiento.
—¿Ha visto algo raro por la noche? —me preguntaba el director.
Él sabía que sí, yo le respondía que no.
—¿Seguro que de noche no le ha pasado nada?
—Nada —respondía yo.
Él había cumplido con su obligación de preguntar.