Fui un enigma para Elia hasta que empezó a hartarse del enigma. Siempre le había hecho mucha gracia la idea de que yo fuera un fantasioso que contaba verdades a medias, pero cuando dejé de hacerle gracia por los derrumbes de la rutina empezó a verme como un grosero inmaduro y un vicioso del engaño. Puede que tuviera razón; lo inexplicable era que lo que me había hecho siempre encantador a sus ojos pasara de pronto a suponer un delito.
Había sido ella la que me indujo a buscar mi pasado, y jamás sospeché que pudiera ir tras las pistas del auténtico Román Becerra. Aparecidos los síntomas del supuesto amor amustiado, no aguantaba las muchas sombras y las pocas luces de mi pasado; una historia, la más lineal, la que haya esquivado por pobreza intelectual, pongamos por caso, una mínima anfractuosidad, un desengaño deslucido, le da a un hombre su condición de libre, la posibilidad de mirar hacia atrás y encontrar algo propio, aunque sea un campo reseco.
Jamás hubiera imaginado que Elia leyera todos mis correos electrónicos con usted, que hubiera descubierto quién soy por una indiscreción grave. Y me sorprendió también que me invitara a recoger este ejercicio de memoria en un libro y, aún más, que me sugiriera como final la alusión a la maleta abandonada.
—Se puede titular Historia de una maleta o Historia de una burla —dijo—. Tengo derecho a participar al menos en el título. No debe de ser la primera vez que un personaje sugiera el título de la novela.
No era la burla, como ella insinuaba, mi propósito. Los sueños compartidos hasta el delirio tienen su tiempo limitado. Y a los nuestros, o, mejor dicho, a los de Elia, les ha llegado su final. Hasta hace poco, había dado por bueno lo que sabía de mí.
Estoy seguro de que se ha marchado convencida de que yo quemé San Eustaquio, aunque no acabe de explicarse, supongo, por qué quería quemar también a Juan Lutzardo. Tampoco ha logrado enterarse de la razón por la que fui internado en San Eustaquio. Intenté hablarle de eso, pidiéndole una oportunidad para acabar de contarle mi historia, o la parte de mi historia más dolorosa, pero me dijo que no podía más, que no soportaría una nueva fantasía de Jonay, de Román o de la madre que los parió.
No sabe que además de con mi madre, su abuelo y el Teide, aquella noche que le había empezado a describir soñé con la maleta abandonada, y lo que más siento es que no sepa de qué modo desperté de aquel sueño.
Me habían despertado los gritos de mi madre y de otras mujeres cuyas voces no reconocía; oía a unos hombres que hablaban a gritos desde la escalera, después sus pasos y sus voces cada vez más lejanas. Y otros hombres, dentro de la casa, que decían ser policías, las mismas voces de los que preguntaban a mi madre, preguntaban qué hacía un muchacho allí, si yo era su hijo.
Pero Elia no quería saber nada más de mí.
Me quedé sin contarle que había bajado de mi cama para saber qué ocurría, que luego pensé que lo mejor era seguir acostado, simulando que dormía y tratando de enterarme de lo que pasaba.
—No, por favor —gritó mi madre, lloraba—, la habitación del chico no.
Se encendió la luz y aquellos dos extraños me miraron con expresión sorprendida. Mi madre se acercó a mí, abrazándome, pidiéndome que no me asustara.
—¿Es tu hijo? —preguntó uno de ellos.
—Ese cabrón me ha arruinado la existencia —no sabía a quién podía referirse mi madre cuando hablaba de ese modo—. Pedazo de hijoputa —añadió con rabia.
Las voces se superponían a los gritos y a los lloros.
—Quedan ustedes detenidas —dijo uno de ellos.
—Seguro que hay más putas ocultas en la casa —dijo otro, con voz rasposa, malencarado—. Vamos por aquí...
—No, por favor —suplicó mi madre—. La habitación del chico, no, por el amor de Dios.
No esperaban encontrarse un adolescente allí. Por eso se quedaron sorprendidos, quizá sin saber qué hacer, esperando que mi madre les diera una explicación, que respondiera si yo era o no su hijo o quizá que yo dijera algo. Sólo pregunté qué pasaba y recordé a la sirvienta de Jesusín diciéndole a su madre que mi madre era una puta.
—No pasa nada, hijo, duerme.
—¿Tú eres puta, mamá?
Mi madre lloraba.
—Duerme, mi niño.
Me dio un beso, me arropó e intentó salir de la habitación. Uno de los policías dijo:
—El chico tiene que venir con nosotros.
—Yo no voy con ustedes —salté de la cama, corrí.
Al final del pasillo, contra la pared, impotente, llorando, me tiré al suelo. El policía me agarró por el pijama.
—Tú tienes que venir con nosotros, no puedes vivir con estas putas.
Putas, putas. Cada vez que las oigo nombrar recuerdo cuando le pregunté al padre Ruiz si él había hecho apostolado alguna vez con las mujeres de la vida o estas mujerzuelas no tenían salvación posible.
Me preguntó primero de dónde venían esas preocupaciones mías, que no eran cosa de niños.
Después me dijo que como esas mujeres había sido María Magdalena, y también aquella mujer que Cristo había defendido ante los fariseos, invitando al que estuviera libre de pecado a tirar una piedra sobre ella.
Fue suficiente su respuesta: entendí que tenía que hacer algo por el bien de mis amiguitas, aquellas descarriadas mías dispuestas a jugar a putas, pero tan fáciles de disuadir con sólo meterles en el cuerpo el miedo al fuego del infierno.
Y como recordé yo el día en que murió una de aquellas mujeres de la vida, y entornaron sus puertas los bares de putas en señal de luto, y discurrió en silencio el coche fúnebre con sus restos hasta la parroquia, pero llegado a la parroquia no pasó de la puerta, porque el cadáver de una mujer de ésas no cruzaba el umbral del templo, y según supe iba a la cherche, que es como llamaban al rincón del cementerio donde acababan los paganos, le comenté al padre Ruiz que estaba claro que el cielo no era para ellas.
—Bueno, bueno... —dijo. Lo encontré incómodo—. Es posible que aquella no llegara a tiempo de arrepentirse.
Y ése es el ejemplo que yo ponía a mis niñas para horrorizarlas y sacarlas de las garras del pecaminoso Conrado.
—No vais a llegar a tiempo de arrepentiros, hijas mías. No podré permitir que vuestros cuerpos entren en la iglesia. Vuestros hijos os llorarán, desconsolados, porque seréis enterradas en la cherche.
—¿Y qué es la cherche, padre? —preguntó Menchu.
—¿Que es la cherche, qué es la cherche...? —Yo no sabía bien qué era la cherche—. Un basurero —improvisé— adonde el demonio va a recoger los cuerpos de las mujeres de la vida muertas.
—¿Qué haces hablando solo, chaval? —me dijo un policía, no sé sin con pena.
—Hablo con una puta muerta —le respondí con mala leche.
—¿Muertas estas putas? —preguntó pasándose el dorso de la mano por la boca, violentamente. Luego escupió en el suelo sin más cuidado—. Demasiado vivas...
No había visto hasta entonces las caras de aquellas mujeres que lloraban con mi madre rodeándome; no las conocía de nada. El policía que me tenía cogido por el cuello ordenó a mi madre:
—Vístelo.
—Me has engañado —le reproché a mamá mientras me vestía y disponía una maletita con mi ropa. Seguía llorando, no quería irme, tenía miedo, nunca he vuelto a tener tanto miedo como aquella madrugada. Mi madre lloraba, quizá tampoco había pasado jamás tanto miedo—. Me has engañado —le repetía.
Ella lloraba y a sus otras dos compañeras les ponían ahora unas esposas. También a mi madre cuando acabó de vestirme. Repetía:
—Esto es un error, llamen ustedes al general Lutzardo para que les dé órdenes.
¿Qué general Lutzardo sería aquél, qué tendría que ver con Juan Lutzardo?
—Las órdenes están dadas —elevó la voz uno de ellos—, esto es una casa de putas.
—No te preocupes, mi niño —la pintura de ojos se diluía en manchas negras sobre el rostro bañado de lágrimas de mi madre—, mañana se arreglará todo.
Ésa fue la mañana del día en que ingresé en San Eustaquio para que el Tribunal Tutelar de Menores me protegiera.