Ayer, al regresar a casa, mi querido maestro, algo me decía que la alegre Elia no sufría de un azaroso ataque de melancolía otoñal ni uno de esos arrebatos de aburrimiento que el pueblo en el que vivimos le propicia en el mal tiempo.
La encontré totalmente desconocida, huraña, junto a la chimenea, en el salón de invierno, frotándose las manos, como si el frío fuera más intenso que el que suele traer el otoño húmedo a este valle de naranjos. Ni el ruido de la puerta, ni mis pasos, ni el revuelo de los perros a mi llegada, la inmutaron. Como la puerta del salón estaba entreabierta, la vi, y, aunque dudé si molestarla o no, al fin entré. Ella, con la cabeza baja, miraba su regazo. Yo no hablé, si acaso se oyó mi respiración inquieta, profunda, la que produce la intuición de que ha sucedido lo que se temía. He sufrido muchas veces ataques similares de ansiedad, uno de los tantos síntomas del que oculta algo, mi caso, pero he salido de todas libre de daños. Ayer, sin embargo, como si le hubiera preguntado qué hacía allí (aquel salón se abría para los invitados de cumplido), Elia dijo sin mirarme que estaba de visita. No era una broma. No me atreví a acercarme, a tomarle la mano, como me pedían los rescoldos de la ternura que todavía palpitaba en mí. Me senté frente a ella sin saber dónde poner las manos que, creo, buscaban un cinturón de seguridad que me evitara riesgos.
Los perros se sentaron a mi lado, como si olieran que la tormenta venía de Elia. Y Elia se dirigió a ellos:
—No os reconozco —les dijo—, soy una extraña aquí, ¿no lo entendéis?
Hablar con los perros ponía un leve acento de ironía a su afirmación, no de locura; en casa siempre nos hemos entendido con los perros, en muchos momentos de enfado actuaron de mediadores.
La perra se acercó a ella y, mirándola con los ojillos muy abiertos entre las lanas de bobtail que los ocultan a medias, levantó la pata para reposarla en la rodilla de Elia, intentando una cercanía.
—Soy una extraña, Paca —se dirigió a la perra—, durante diez años he vivido con un desconocido.
Algo sabía. Me levanté, alimenté el fuego con unos troncos de leña, lo azucé más de lo conveniente, y también hice movimientos innecesarios. En general, actué con sosiego, con la serenidad que debe exigirse a cualquier impostor.
—He vivido con un desconocido —insistió ella, mirando ahora a la araña de cristal, dialogando con ella, esperando que al fin me diera por aludido.
Pude haberle respondido en ese instante lo que ella y yo tantas veces habíamos convenido: desconocidos somos todos, querida. Pero sólo dije:
—También yo.
Y ella replicó, remedándome:
—También yo, también yo... Siempre él el que más, el que más sufre. Claro que sí —adelantó el mentón en tono desafiante—, el más desconocido, por supuesto.
Lo dijo con una crispación no habitual.
—No suelo discutir con las visitas —dije yo, y pude ver de soslayo que ella sonreía extrañamente. Es posible que lo hiciera a su pesar, no estaba desde luego para bromas. No obstante, añadí—: Suelo ser cortés con mis visitas: le ofrezco un té, señora.
—No hace falta que le pongas hiel —me advirtió.
—En casa no usamos hiel.
Pudo haber contestado que en toda casa hay hiel y no se guarda precisamente junto a la mantequilla; era evidente que, aunque tenía muchas cosas que hablar conmigo, o no tenía ganas de hacerlo, o quizá no supiera cómo empezar.
—¿Te has mirado al espejo? —me preguntó de pronto, tras un largo silencio.
Supe que me hacía la pregunta porque no había conseguido alterarme el rostro.
—Entonces... —acentuó mucho su pausa— Román, Jonay; perdón, Román, ¿te has mirado al espejo...? —farfulló.
—Como siempre —dije. Ahora muy nervioso—. Me miro habitualmente en cualquier espejo, aprovecho incluso las lunas de los escaparates. Y me agrado: me he conformado así, como un gentleman, un hombre de buen gusto, el perfil exacto de lo que puede entenderse por un caballero. Quizá me estés reprochando que sea un tipo de fabricación reciente, sin solera. Un reproche demasiado impertinente para un caballero que está de visita.
No me contestó.
Más tarde dijo que aquella era una visita que estaba a punto de acabarse.
—Hay visitas más prolongadas que otras, pero no suelen quedarse a dormir en casa.
—A veces, sí...
Me miré entonces al espejo. Aproveché el afiligranado espejo dorado que colgaba detrás de ella para congraciarme con mi figura:
—Román Becerra Fornell, pintor retratista.
Me presenté a mí mismo ante la cornucopia. Siempre la biografía me la habían hecho otros, y éste era yo, el que quería ser. Un hombre socialmente bien considerado, afable en el trato y algo misántropo. Un burgués en toda regla. Piadoso y de buenas costumbres, aunque Elia en los arrebatos de la alcoba se divirtiera con el engaño; las ardientes salvajadas, con las que tanto la hice gozar en la cama para su asombro, desmentían al meapilas que parezco. Un buen burgués, repito. El papel de beatón me lo he asignado yo por pura conveniencia, aunque Elia me considere un creyente tan sólido como contradictorio: la apariencia de religiosidad contribuye a fijar mi perfil de caballero. En todo caso, he cultivado siempre las apariencias como una forma gozosa del engaño.
Elia no tardó ayer en descubrir por qué se iba.