XXXI

Me sentí observado por el arcángel san Miguel desde su estatua; viendo al demonio a sus pies como una víbora presentí a la misma víbora tratando de devorarme por las piernas. Sentí miedo. Pero no parecía que Lutzardo hablara conmigo, sino consigo mismo en voz alta:

—El purgatorio, el infierno, el fuego... Siempre el fuego.

Yo no sabía qué podía rondar por la cabeza de Lutzardo hasta que él me preguntó:

—¿No quemarías todo esto?

Todo esto era la capilla. O San Eustaquio completo.

—Habría que quemarla con todos ellos dentro —se explicó. Una rabia endiablada se apoderaba de su voz, voluntariamente atiplada.

—Habría que quemarla —dije. Lo dije desganado—. Con todos ellos dentro —repetí—. Sí, con todos dentro.

Y cuando dije eso los imaginé a todos: director, celadores, capellán, incluso las criadas; todos, uno por uno, todos los compañeros; los maestros también, usted entre ellos; todos, todos ardiendo como las ánimas, clamando achicharrados. Pero sobre todo vi a Lutzardo, con la lengua fuera, ahogándose, llamándome hermano, hermano, tan sólo por joder desde el mismísimo infierno.

Me vi en lo alto de aquella hoguera negándoles la mano salvadora de los ángeles que, alrededor de la Virgen, ayudan a las ánimas a abandonar el fuego. Si yo era ángel, era ángel con los brazos cruzados, sin compasión; castigador pero sin espada.

Me vi como la Virgen, aunque sin niño, absorto en mi propia gloria, ajeno a aquella turba putrefacta de cuyas carnes abrasadas me llegaba el olor intenso de los asaderos.

Para entonces Lutzardo se acercaba a mí con dos velas encendidas, una en cada mano. Muy encendidas: con un pabilo largo y una llama en condiciones. Se acercó a mí justo cuando imaginaba yo a mi madre, con un niño en brazos, como la Virgen de las Ánimas, y ese niño era el niño Lutzardo en el regazo de su madre, la mía. Mi madre, indiferente, triunfante; yo, abajo, con los otros, mi carne ardiendo; el demonio, gozándose en su fuego, seguía reptando por mis piernas. La llamé, llamé a mi madre, pero mi madre, contemplando amorosamente a su retoño, el pequeño Lutzardo, no quería escucharme.

Luego fue la mirada de san Rafael la que de pronto llegó a mí desde el retablo, el guerrero incitándome a la furia. El arcángel guerrero Rafael me recordó al general Lutzardo y vi arder la estatua del santo, como si del general se tratara, con un rencor profundo que avivaba el fuego.

—Ésa es la figura de tu padre que arderá, Juan, seguro que arderá.

Se lo dije señalando la figura del santo. La venganza dictaba mi decisión. Había sido su padre el que, después de haber reñido con mi madre —mi tía Benilde no acertó a decirme por qué habían reñido aquella vez—, la denunció por regir un burdel de lujo y consiguió que fuera yo la víctima. La policía entró en mi casa por premeditada venganza del general Lutzardo, cuya intercesión la ingenua de mi madre suplicaba aquella noche, antes de volver a él fielmente. Por miedo y por amor, la disculpó Benilde.

—No me digas que ese santo es mi padre, que lo salvo —rió Lutzardo desnudándose, tratando de ingeniárselas para salvar de la quema al santo Rafael.

—Si no arde el padre —dije—, podría arder el hijo.

Lutzardo, enfebrecido, que se pasaba la vela encendida entre las piernas, en danza femenina llamado por el fuego, no fue capaz de advertir que ése era mi verdadero propósito, que le hablaba en serio, que donde no pude quemar al padre podría al fin quemar al hijo.

—¿Te imaginas las llamas llegando hasta la cúpula? —me dijo.

—No podrás verlo tú —le comenté, mientras acercaba el fuego de mi vela a los encajes del mantel del altar y empezaba a brillar a la luz del fuego la puerta del sagrario. Lutzardo, por su parte, aportaba el fuego de su cirio a las enaguas de encajes de un Niño Jesús niña. Bastó con la humareda para la emoción del peligro, para que el aire quemado de la ira nos envolviera, para que creciera el entusiasmo de Lutzardo, que vivía todo aquello con la frivolidad de un espectáculo, con la diversión de una gamberrada, con la complacencia de una atrevida danza. El fuego del altar acabó en su mantelería, sin propagarse más, detenido en el bronce del manifestador y del sagrario, vencido por los gruesos candelabros de plata, por las sacras, y al Niño Jesús niña le bastó con consumirse por el fuego con su peana sin contagiar las llamas a cualquier otro objeto.

—Bueno... —pareció conformarse Juan Lutzardo con la pequeña quema.

—Un santo niño y un mantel —dije con desconsuelo, haciendo inventario del desencanto.

Parecía escucharme el arcángel Gabriel, el que faltaba, cuya posición en el retablo lo mostraba aguzando el oído en lugar de hablar como siempre, anunciador. Pero si de verdad me escuchaba parecía hacerlo desafiante. Salvado de la quema, él y sus compañeros de batallas celestiales, pensé que ya me daba por incapaz de hacer más daño.

—Lo peor viene ahora —dijo Lutzardo, recordando que si romper unas vidrieras, que no había roto, si lo sabría él, que sí las rompió, le supuso a Lolo meses de calabozo hasta encontrarle plaza en un lejano reformatorio en la Península, no digamos lo que podía suponer haber quemado al Niño Jesús niña—. Que lo has quemado tú —me acusó Lutzardo, descubriendo con descaro su mala intención, como había hecho con Lolo y las vidrieras, de endilgarme la quema de la figura que, según constaba en una vecina lápida, fue donación muy estimada de los fundadores de San Eustaquio; expuesta allí en su delicada pureza no sólo como modelo de dulce criatura para niños descarriados, también para memoria eterna de tan piadosos benefactores.

—Digamos que entre los dos —dije conciliador, debo confesar que también temeroso— hemos consumado este estropicio.

—Los dos, no, tú —insistió él sin inmutarse.

Me sentí frustrado en ese instante por no haber podido quemar a mi madre en la merecida hoguera de la capilla: saberla ahora engendradora del monstruo de Lutzardo me impedía cualquier atisbo de compasión hacia ella. La tía Benilde sabía que, tendría yo año y pico, mamá había quedado embarazada de nuevo, y no de Teo, hasta que un buen día mi madre apareció ya sin barriga. Dijo haber abortado.

—¿Adónde vas? —le pregunté a Lutzardo cuando avanzaba hacia la puerta de la capilla, previamente cerrada.

—Tú a mí no me has visto, ¿de acuerdo?

—Mejor —le aconsejé— no salgas por ahí, te verán; sal por la sacristía.

—Ahí te dejo la gasolina —dijo— por si quieres acabar con todo por tu cuenta. Pero a mí ni me nombres. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Con lo que no contaba yo era con la gasolina de Lutzardo, toda maldad en él tan premeditada siempre. Y con lo que no contaba Lutzardo, que jamás había estado en la sacristía, es que aquella dependencia no tenía ventana ni salida alguna. Fue difícil retenerlo allí para que el fuego prendiera en su ropa, yo no tenía llaves para cerrar la sacristía y dejarlo arder entre ornamentos, pero no tuve dificultad para rociar rápidamente con gasolina los armarios y las cajoneras y que el fuego prendiera como en un infierno, alcanzando veloz los retratos del papa y del señor obispo de la diócesis.

—La madre que te parió —dijo Lutzardo, medio asfixiado por el humo, aterrado por las llamas.

Dijo la madre que te parió, no sé si como una frase hecha o recordando con intención que se trataba de una misma madre, la suya y la mía. Nunca tuvo mayor interés por nuestra fraternidad, tan cierta ya, ni eso le despertó, debo decir que igual que a mí, ningún especial afecto. Había tratado de fastidiarme cuando me aclaró que él era el pretendido aborto de mi madre, que mi padre le había entregado el bebé a su padre, quien, de común acuerdo con su mujer, le dio apellidos y acogida en la casa de los Lutzardo.

—Me fue mejor que a ti, al fin y al cabo —me había dicho Lutzardo; no orgulloso de ser mi hermano, sino a sabiendas de que un ignorado hermano como él no debía de ser para mí plato de gusto.

Ahora se ahogaba con el humo, corría a tientas hacia la puerta, gritando, advirtiendo a los celadores que se acercaban a él para detenerlo que yo había intentado darle fuego, que ardía la capilla. Los celadores, impotentes, lo dejaban escapar, corrían hacia ninguna parte, daban marcha atrás espantados por las llamas. Gritaban fuego, fuego, por el hueco de la escalera principal hacia la que se acercaban ya las llamas.

Alguien tomó de pronto mis manos y, esposado, sentí los golpes en la espalda, el dolor en la nuca, un más profundo dolor en los testículos por la patada atroz de un policía. El calabozo ya no les valía para internarme, porque ardía, y ardía el despacho del director, con todos sus archivos. Y ardían nuestras literas, y las sábanas malolientes que cobijaban nuestros cuerpos, y los colchones llenos de manchas y humedades. Todo, todo alimentaba un fuego salido de mis manos, mi propio fuego, un poder increíble del que iba sintiéndome cada vez más orgulloso, estimulado por la sirena de los bomberos, la bulla de la calle, los coches celulares. Se oyó una explosión en la cocina, las calderas del gas. Y el fuego arrasó las máquinas de la imprenta y redujo toda la carpintería. Fue en el patio donde consiguieron los bomberos cortar el fuego antes de que llegara al Tribunal Tutelar de Menores y afectara la integridad de los jueces. Mis compañeros, en la calle, disfrutando del fuego, aplaudieron mi paso. Yo era el héroe.

Cuando me interrogaron fui advertido de otro delito: haber quemado a mi compañero Juan Lutzardo; entre las cenizas su cuerpo era ceniza. Yo lo vi salir, los celadores lo vieron escapar, él gritaba señalándome culpable. Pero don Donato había certificado su fallecimiento cuando lo declaró en la gloria de Dios Padre en el funeral que le ofrecieron en la parroquia de San Sebastián.

Mi madre, rabiosa y culpable, acudió a despedirme, con el dolor que usted, maestro, ha descrito tan emocionado; le di entonces el pésame por la muerte de su hijo Juan Lutzardo. Si no aceptó mis condolencias no fue porque siguiera negando ser su verdadera madre, sabía muy bien que Juan Lutzardo estaba vivo y dónde se encontraba. No obstante, yo ya había conseguido incluir a mi madre en aquel fuego, incluirlos a todos. Habían acabado.

Toda la vida cumplida había ardido para mí el día en que me condujeron hasta el muelle, camino del reformatorio modelo de Valencia. Aquel día, cerca de la farola del mar, veía subir y bajar a la gente al correíllo, que es como se llamaba a los barcos que circulaban entre islas, y recordé cuántas veces sentí la tentación de fugarme en él para llegar a mi particular orilla y cuántas otras lo logré.

En las tres ocasiones que me fugué de San Eustaquio pasé la noche a bordo de aquel modesto barco deseado, como quien cumple un sueño, y las tres veces de igual manera, como si se tratara de la primera, esperaba la luz del amanecer de la playa de las Canteras en Las Palmas como la feliz culminación del viaje en un buque que se mecía a destajo y cuyos vaivenes hacían del sueño pesadilla. Hasta que la policía me encontraba y me devolvía esposado al reformatorio.

El día de mi marcha ardía el mar porque era temprano y al amanecer el fuego del sol se manifestaba en una amplia llama sobre las aguas que irritaba los ojos con su fuerza y amenazaba con dar fuego a la cordillera de Anaga.

Pasados los años vi arder la isla por sus pinares, la ceniza del monte llegar a la ciudad.

Elia estaba junto a mí, viendo la tele, y debió de parecerle exagerado que llorara por una isla en llamas que era canaria, pero lo mismo, según ella, podía ser una isla griega. Elia, que me creía mallorquín, me preguntó con sorna:

—¿Todos los insulares lloráis cada vez que una isla se quema?

—Todos —dije por decir. No le contesté que todo insular, por muy ensimismado que esté en su territorio, tiene en sus sueños otra orilla. Y añadí—: Qué más da una isla que otra.

No le conté a Elia, no podía contárselo, que una vez, paseando con mi abuelo por el puerto de Tenerife, divisé enfrente otra isla que se dibujaba próxima en el día claro y le pregunté qué isla era aquélla.

Él me respondió que Cuba.

El viejo no ignoraba que se trataba de Gran Canaria, pero yo no me daba cuenta de su juego ni advertía entonces la sonrisa pícara con que ahora imagino que acompañaba su engaño. Lo mismo me respondía cuando desde el sur de la isla divisábamos La Gomera.

Quizá el viejo jugaba conmigo y consigo mismo. Para mi abuelo, que sólo había salido de Tenerife para ir a Cuba como emigrante, toda su memoria del paisaje externo a la isla, y tal vez sus sueños, tenían una sola referencia: Cuba.

—Es decir —insistió Elia, bromeando, mientras la isla ardía en el telediario—, que cualquier isla es buena para echarle un llanto.

Un valle de cenizas se mostraba entonces a las faldas del Teide y las aventé para sentirme libre.

—Los pinos canarios —comenté a Elia— resurgen muy pronto entre las cenizas.

—¿Y por eso lloras?

—No te digo que no, si te digo te miento.

Casa del Carmen, Faura,

27 de octubre de 2008