XXX

Juan Lutzardo me señalaba en la capilla la vidriera rota de las ánimas del purgatorio, muerto de risa, satisfecho de su victoria.

—No volveré a soñar más con ese puto purgatorio.

La vidriera había sido destrozada con piedras, hecha añicos. Lolo ya estaba pagando la hazaña en el calabozo, a pan y agua. No se sabía por cuántos días.

—Le vendrá bien, está muy gordo. —Celebraba Lutzardo el castigo injusto—. He matado dos pájaros de un tiro.

Lolo, el más apuesto de todos nosotros, también el más recatado, había sido el único que se había negado a tratos carnales con Lutzardo; tal vez también el único que llamaba Juan a quien se tenía por Carmen Miranda y hasta los celadores llamaban ya Carmen con toda naturalidad. Lutzardo había matado dos pájaros de un tiro porque se había vengado de Lolo culpándolo de haber roto la vidriera de las ánimas que él mismo había hecho pedazos a pedradas.

Hablando bajito y muy deprisa, agitando nerviosamente las manos, me contaba su hazaña. Nadie había oído cómo se deshacían los vidrios por el golpe de la piedra, aún no había tenido tiempo el director para denunciar el sacrilegio, para anunciarnos que las benditas ánimas traerían sobre nosotros el mayor castigo, pero que además se había exterminado una bellísima obra maestra del artista local Martín Romero, cuando el propio Lutzardo acudió al celador de guardia y le dio el nombre del autor del delito: Lolo.

—Lolo en el calabozo y el purgatorio a la puta mierda —se regocijaba Lutzardo.

La asistente social estaba convencida de que Lutzardo estaba loco, y don Donato, el capellán, de que estaba poseído por el demonio. A la asistente le parecía más fácil sacarle el demonio del cuerpo, si don Donato lo tenía a su alcance, que devolverle la sensatez, lo cual exigía, lógicamente, más tiempo. Lo que le explicaba don Donato a la asistente social, ajeno a la ironía de ésta, era que para sacarle el demonio había que llamar a un exorcista, y en la isla sólo había aficionados.

Yo estaba convencido de que en el caso de Lutzardo se daban las dos circunstancias: estaba loco y poseído por el demonio. Había en su mirada una locura que lo hacía de este mundo y de otro. Preferí decir que estaba loco para defenderme de que Lutzardo fuera mi hermano por parte de madre, como él se había encargado de propalar por todo el reformatorio, no sé si para vengarse de mí ni por qué.

—¿Sabía usted que su madre es la madre de Juan Lutzardo? —me preguntó el director, mirándome muy fijamente a los ojos en su despacho.

—Juan Lutzardo es un loco.

—¿Usted cree?

Me di cuenta de que para la mentalidad del director me convendría más el otro argumento:

—Está poseído por el demonio, señor director.

—Yo también lo creo, pero el demonio no siempre miente.

No me atreví a preguntarle qué repercusión tendría para mí que Lutzardo fuera o no mi hermano, aunque tampoco estoy seguro de que yo mismo me lo preguntara entonces, pero me habría resultado igualmente inexplicable lo que esperara el director de mi respuesta. Ahora comprendo que lo que de verdad le interesaba al director era la vida del padre de Lutzardo, no en vano gobernador militar de la plaza, lo que beneficiaba a Lutzardo en el trato más tolerante que se le ofrecía en el reformatorio, pero no necesariamente a mí, que aunque tenía ya constancia de cierta relación del padre de Lutzardo con mi madre, puede que fuera su querida, no podía tener sino por un disparate, propio de Lutzardo, que mi madre pudiera ser la suya por más que yo le llevara dos años. En todo caso, la querida era un personaje prototípico en aquella época.

La abuela de Pili, doña Julia, apareció un día por su casa, con los diablos apretándole la garganta, que no le salía ni la voz, y entregándole a su hija la cartera de trabajo del padre de Pili, como si acabara de encontrársela en la calle, pero señalando la cartera como una prueba del delito, aunque ahogada, sin que los diablos dejaran hablar a doña Julia ni le importara hablar delante de los niños. Y doña Pilar preguntándole:

—¿Qué es esto, qué ha pasado, mamá, que mi Rodrigo ha tenido un accidente...?

—Sí, sí, accidente. —Los diablos soltándole poco a poco el gaznate a la vieja, su voz ronca, ronca del mal trago—. Sí, sí, accidente... la querida, hija, la querida. Con la querida iba cuando me lo enfrenté, le quité la cartera y a carterazo limpio la emprendí con ellos por toda la calle del Castillo... Hay que me ahogo, me ahogo...

—Un poco de tila, madre.

—Agua, agua que no puedo más, qué vergüenza.

—Qué querida, madre, qué querida.

—Qué querida, tonta, hija, la última en enterarte, que ya me lo habían dicho, que su yerno anda con otra, una viuda, la viuda de Grijalbo, fuerte zarpetona. Dios mío... Venga, venga, los niños fuera...

Y fuera Pili, que se quedó detrás de la puerta del salón, la vieja llorando y la hija de la vieja con ella. Y el oído de Pili puesto.

—Mi padre es un hijoputa.

—Las niñas no dicen palabras feas.

—¿Qué es más pecado, padre Ruiz, ser puta o ser querida? —me preguntó Pili, como cuando mis amiguitas jugaban a putas.

—No, no sé... Ser puta es mucho, a lo mejor ser querida es menos —pienso ahora que fue lo que le dije a Pili; creo que no estaba en condiciones de hacer esos cálculos ni sabía qué habría respondido un confesor de aquellos tiempos.

Lo que sé es lo que al fin le contesté al director, que estaba impacientándose cada vez más por lo que yo pudiera saber:

—Mi madre es la querida del padre de Lutzardo.

—La querida desde hace mucho, no del otro día —me informaba Lutzardo, sin parar de celebrar la destrucción de las ánimas—. Desde antes de nacer tú y yo, querido. Tu madre le ponía los cuernos a tu padre de novio, lo mismo que mi padre a la que dice ser mi madre.

—Entonces, ¿tu padre es mi padre?

—Eso creo que no —le divertía la confidencia—. Cada uno tiene el suyo.

En un instante descubrí en Lutzardo la cara redondita de mi madre, y en la teatralidad una repetición de sus gestos. Cuando insistía en que él quería ser o era Carmen Miranda recordaba que también mi madre quería ser Sissí y lo explicaba como él. A mi madre, como a las niñas que me querían arzobispo, le gustaban las películas de Sissí y Sissí emperatriz.

—Yo soy un poco Sissí —me dijo mi madre, no recuerdo bien si con un deje de melancolía, cuando le contaba yo el cine de verano.

—Tienes una madre que vive como una emperatriz —decía mi tía Celia con retranca—. Qué buena vida se da tu madre...

—¿Qué quieres decir con eso?

—Nada, niño, nada.

—Las tías dicen que te das muy buena vida —le dije a mamá.

—Sí, mi niño, sí... Triste, como Sissí.

Tanto mi madre como mis amiguitas eran muy teatreras. Todos lo éramos. Todos, los niños y las niñas, íbamos al Parque Recreativo, un teatrillo decimonónico donde se dejaba de proyectar películas cuando pasaba, camino de América, la compañía de Teresa Monzón. En aquellas comedias de costumbres familiares y vodeviles domésticos aprendíamos a hacer teatro y, de vuelta a casa, nos inventábamos historias para representarlas nosotros en las que Estrella acababa siendo la dueña de la casa, Conrado un padre cabrón, y yo, como siempre que se terciara, y ya procuraba yo que se terciara, el cura; perdón, el sacerdote. Debo confesar que, no obstante, alguna vez el niño se deshizo de la sombra de su padre Ruiz para manejar los muñecos de guiñol e inventarse las aventuras de Gorgorito, un héroe de las marionetas que perseguía con su estaca a una infame bruja que tendía las peores trampas a la princesa Cefalina. Gorgorito venía cada mayo, por la fiesta de la Cruz, al parque municipal, y el pequeño padre Ruiz se olvidaba del padre Ruiz y animaba a Gorgorito a asestarle golpes a la vieja. Después, en la azotea de Estrella o en el patio de las chocheras, reuníamos nuestros particulares muñecos de marionetas, comprados en la Casa Portuguesa, «la tienda de la ilusión», según su anuncio, para construir unas aventuras sin curas, ni soldados, ni damas de honor.

En La Asunción, cuando las monjas montaban una obrilla, cualquiera de mis amigas se ponía un bigotón y cambiaba de sexo bajo la dirección de la madre Eloísa con tal de eludir la ayuda de los chicos en las comedias. Y no digamos en los belenes vivientes que por Navidad se montaban con una rubia lindísima haciendo de san José con su barba postiza y todas ellas de rudos pastores si era necesario. En nuestro colegio era más difícil ver a un muchacho haciendo de Virgen María, y no recuerdo cómo se resolvían estos problemas en otras representaciones, quizá eliminando papeles de mujer porque los curas los consideraran prescindibles. Tampoco recuerdo a muchos chicos que por entonces quisieran ser actores y sí a muchas chicas que soñaban con ser actrices. Ése fue siempre el sueño de mi madre, y mi abuela consideró que sólo con soñar eso se pecaba.

Mi abuela dejó de ir al teatro sólo para no alimentar esa tendencia de mi madre a llenarse la cabeza de burbujas, decía. Mi madre le juraba que sólo aceptaría los papeles de mujer decente, pero mi abuela tenía muy claro que en el teatro siempre, siempre, se acababa por representar un papel comprometido.

—Si te quieres quedar sin madre, mátame así, mátame metiéndote a farandulera —dramatizaba un poco—. Vamos, mátame —la desafiaba.

Mi tía Carmen aseguraba que si mi madre no fue actriz no sería por falta de condiciones, que para representar lo que no es —decía como la que no quiere insultar— ninguna como ella. Ni porque su madre —añadía— fuera a morírsele del disgusto.

—Le importará mucho su madre... No se hizo actriz por comodidad. A ella le gusta vivir como una reina, y no de aquí pa’ allá, como Teresa Monzón.

Teo, mi padre, no hablaba nunca de mi madre, pero accedió en una de sus escasas visitas a explicarme en el reformatorio lo que Lutzardo no acababa de aclarar. También pensaba que vivir como una reina era lo que más importaba a mi madre y que en mentir y engañar para ello no ponía, según él, el más mínimo reparo. Él la había abandonado cuando empezó a darse cuenta de que vivían mejor de lo que podían y que los lujos de mi madre no podían satisfacerse solamente con su salario. A ella le venía bien seguir casada para ocultar su relación con el general Lutzardo. Mi padre no parecía querer hablar mucho de eso, quizá se sentía incómodo reconociendo el engaño, su fracaso. O no le parecía propio hablar de eso conmigo. Hablaba de su ruptura matrimonial con mi madre como si se tratara de una cosa lejanísima y tal vez temía que yo le preguntara por su nueva mujer, si la tenía, por sus otros hijos, si es que yo tenía nuevos hermanos. La verdad es que sabía poco de él y tampoco me daba muchas ocasiones de preguntarle porque apenas me visitaba.

—Dice mi compañero Juan Lutzardo que él también es hijo de mamá.

—No me extraña, hijo, pero pregúntale a ella.

No volví a ver a mi padre. Me ha preguntado usted si vive o no. No lo sé. Nunca he sabido nada de él.

Ya por entonces, Lutzardo se había ganado la simpatía de todos: la de las mujeres de la limpieza, a las que ayudaba a hacer las camas, mientras les contaba fantasías, chismes inventados, amores suyos con aristócratas inexistentes. La de los guardianes, a los que daba información de todos, a su manera, para que acabara pagando justo por pecador. Y a los que según se decía distraía en la sala de descanso de los funcionarios con un espectáculo de fantasía en el que se iba desnudando poco a poco, pero sólo en la medida en que lo pedía la perversión de aquellos machotes desaforados. Se había ganado la simpatía de los internos más veteranos dándoles acogida en su cama sin recato y con alardes que nunca llegaban a oír los celadores en las noches del reformatorio.

Ya en las paredes no se leía «Maricón, te vamos a matar», ahora lo que se anunciaba en las paredes era un espectáculo de Carmen Miranda en el salón de actos, una pintada ante la cual el director preguntaba qué era eso, sabiendo como sabía quién era llamado Carmen Miranda y sin posibilidad de comprobar de qué se trataba porque a la hora y en el lugar anunciado nunca aparecía Carmen Miranda; siempre era en otro espacio y a otra hora. En otros espacios, sí. En la propia capilla, delante del altar, se exhibió una noche Juan Lutzardo, con un bañador de chica por todo atuendo, un bañador rojo, rellenos los pechos, espigadas las piernas que le otorgaban una esbeltez femenina innegablemente atractiva, volviéndose de espaldas de vez en cuando para exhibir las proporciones de su culo, una sonrisa fresca, casi inocente, dominando su cara redondita, y su pelo estofado con laca como las señoras de la época.

Yo mismo colaboré en aquel espectáculo. Ahora, que había abandonado al padre Ruiz o el padre Ruiz me había abandonado, me consideraba con buen porte y buena voz para hacer de presentador de «Tarde de coplas», título del espectáculo que le sugerí a Lutzardo y que él aceptó encantado. Cuando era padre Ruiz en mi barrio no había podido anunciar con buena entonación la aparición de la gran tonadillera Pilar Gracia —«Con todos ustedes, la reina de la canción»— y tuve que dejarle ese papel a Oswaldito, un torpe que se creía que la reina del escenario era él.

Dos perras gordas costaba la entrada al espectáculo «Tarde de coplas» que organizábamos en mi calle. Y se las vendíamos a las otras pandillas, una especie de pequeños y envidiosos admiradores de nuestro gusto por el artisteo. La artista principal que teníamos en el cartel de variedades que celebrábamos en el patio de las chocheras, y que nadie me pregunte por qué a aquella familia se le conocía por los chocheros o las chocheras, cuando en ninguna de sus generaciones habían vendido altramuces o los habían cultivado, era Pili, una de las chocheras, que se ponía como una furia cuando la llamábamos por su nombrete, pero que con apenas seis años había ganado un primer premio en el concurso radiofónico «Lo mejor está en mi barrio». Lo ganó cantando Madrina, que era la canción más bonita que doña Pilar, su madre, había oído nunca. La canción relataba el amor secreto de una mujer rica que protegía como ahijado a un torero al que amaba, el hombre de su corazón, que siempre la llamó, para su desconsuelo, madrina.

—La canción más bonita que se ha podido oír —repetía doña Pilar, viendo a su hija cantar en bañador sobre la tarima que con cajas de madera improvisábamos en el patio.

Y Pili se había acostumbrado a repetir lo mismo:

—No hay una canción más bonita que ésta.

El relato de aquel amor furtivo no era el argumento más apropiado para los niños, pero los niños nos habíamos acostumbrado a tararear la canción principal de nuestro espectáculo sin darnos cuenta de lo que le pasaba a la madrina.

Hasta que crecimos un poco y Conrado descubrió el encanto de jugar a que Pili fuera la señora madrina y él el hombre de su corazón que la llamaba siempre madrina.

La verdad es que aquel juego no les daba sino para un ratito y acababa cuando Conrado quería repetirlo y ya Pili se resistía. Pero tampoco nos daba juego a los demás, sólo era un juego para dos, y para hacer de padre Ruiz apenas daba, como no fuera para confesar a la madrina y hacerla arrepentirse de su doblez de mujer casada, y entrada en años, enamorada en su dolorida oscuridad de un torerillo.

Yo no recuerdo bien cuántas veces al año hacíamos «Tarde de coplas», pero una vez al año, seguro. Por San Juan, quizá.

Yo, sin embargo, me quedaba en el papel de párroco que debía aparentar no saber dónde meter la cara cuando aquellas amiguitas, estrellas del espectáculo, lucían sus muslos de púberes ataviadas con su bañador.

Lutzardo también cantó Madrina aquella noche del reformatorio, mirando mucho a Ramiro, pero Ramiro le gritaba a Lutzardo «maricón» como quien grita «bravo».

El espectáculo no llegó al final porque lo concluyó el director con su presencia, asombrado por la profanación de la capilla, dirigiéndose a los asistentes, profanadores todos que no íbamos a caber en el calabozo, aunque sí en el infierno que nos estaba prometido.