Mi madre se empeñó en acompañarme al colegio precisamente aquella mañana en la que yo me había citado con mi padre. Me rebelé y quise conocer sus motivos; de ella, tan dormilona siempre, sólo se desprendía el frescor de la ducha reciente, el aroma del agua de baño suave sobre los restos del perfume intenso que se ponía de noche cuando se arreglaba, una pintura leve sobre su rostro, el mismo rostro que aparecía por las noches apergaminado con los afeites, para mí más bello de día. Todo eran signos de su determinación a acompañarme, a pesar de las ojeras que el maquillaje, ligero, no conseguía disimular. No le había contado a nadie el encuentro con mi padre, sólo le había dicho a tía Benilde que mi padre se llamaba Teodosio, ella se lo diría a mi madre y esto la habría alertado. Pensé en la traición de Benilde. O en la probabilidad de que Walter lo hubiera comentado con sus padres y que éstos hablaran con ella; otra traición, más imperdonable.
Mi madre no quiso dar razones por su decisión de acompañarme, le bastó con expresar el deseo de pasear conmigo en una mañana tan luminosa, con el olor de las mimosas y los jazmines, al parecer descubiertos ahora por ella en un arrebato de gusto por la naturaleza que yo le había desconocido hasta aquella mañana. Me resistí, y no pude darle otros motivos que el puro capricho de ir solo al colegio, como siempre. Estaba segura y alegre, no desvalida como en la noche en la que, al verme llegar tarde, sucio y desaliñado, de mi estúpida exploración para tratar de hallar al hombre que me perseguía, preguntó qué me pasaba sin reproches. Seguramente sentía responsabilidad por lo que pudiera sucederme. Sin embargo, no parecía preocupada y hasta reía. Permanecí con mi estúpido pijama repleto de muñecones que ya había querido sustituir por un pijama a rayas de hombrecito, sin que mi madre accediera a ello, como prueba irrefutable de que no pensaba moverme; un pijama impropio para mis doce años. Como toda la decoración de mi cuarto: todavía estaban los patos Donald y los osos de peluche sin que ella aceptara que yo creciera. Las habitaciones de mis amigos habían cambiado, pero la mía seguía siendo un alegre habitáculo infantil del que estaba harto y donde aquella mañana decidí enfermar para que mi madre no consiguiera salirse con la suya. Descorrió las cortinas de odiosos estampados con casitas y arbolitos para que entrara una luz incómoda que hacía desistir a cualquiera de todo sueño y arriesgaba con su claridad insolente cualquier simulación de enfermedad; me trajo un Cola Cao disuasorio que me hizo tomar con repugnante mimo. Busqué en su forma de mirarme y en sus gestos cualquier atisbo de que pudiera estar al tanto de lo que podría ocurrir aquella misma mañana; su inusual alegría en esas horas y su irrenunciable deseo de acompañarme la hacían sospechosa de conocer lo que yo no le había confesado a nadie.
—Todo es mentira —le dije—. Era un juego. Lo del secuestrador fue un invento mío.
Rió.
—Un juego, un juego; sí, juego... —Subía y bajaba la cabeza—. ¿Por qué no le cuentas los juegos a tu madre, mi niño?
Me acarició, pero aparté su mano de mi cara. Quizá me mirara con tristeza entonces.
—¿Cómo es Caracas, mamá?
Cuando quiso contarme otra vez lo de las amplias avenidas, la interrumpí y le dije:
—Mamá: Caracas no existe.
Lloró entonces, no respondió y abandonó el cuarto, pero al poco regresó enérgica, tiró de mí por un brazo y me mandó a la ducha.
—Se nos está haciendo tarde, se acabaron las bromas.
Había acusado recibo de mi descubrimiento de la estafa, y, aunque en mi rebelión contra ella, rechazando que me acompañara al colegio, estuve por revelarle mi encuentro con papá, pudo más la satisfacción de posesión del secreto y me abandoné a aceptar la derrota y con ella el posible conflicto de su encuentro con mi padre.
Estaba vestido y dispuesto a lo que pudiera pasar entre mi madre y mi padre en este inevitable momento que se me avecinaba. Si no recuerdo mal, hasta creo que llegó a gustarme la idea de ese enfrentamiento o sospeché en mi ingenuidad que tal encuentro podría reconciliarlos y conseguir de ese modo para mí la familia que todo niño necesita.
Pero después era mi madre la que parecía no tener prisa, la que quedó arrumbada en un sillón de orejeras del salón como si inesperadamente fuera víctima de una jaqueca.