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“Ella dio a luz a un hijo. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre porque no había lugar para ellos... Pero el ángel dijo: ‘No teman, porque les traigo la Buena Nueva. Les ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador que es Cristo Señor.’.” (Lucas 2:7. 10-11)
Después de que José y María se casaron, un soldado romano llegó a Nazareth. Sujetando una orden del emperador, el soldado les dijo a todos los nazarenos que debían viajar al lugar de origen de sus antepasados, para alistarse en el censo. Por si no lo sabes, un censo es una lista de nombres de las personas, donde se escribe dónde es que viven, y a qué se dedican. El emperador Augusto quería saber los nombres de todas las personas que vivían en Israel, y como José y María eran parientes lejanos del Rey David, debían marcharse a Belén para el censo. Belén era una pequeña ciudad cerca de Jerusalén.
María estaba embarazada, no le faltaba mucho para que naciera el bebé. Pero tenían que irse... o se meterían en graves problemas. José empacó todo en un carro, del que tiraría su caballo. María iría sentada atrás, en el carro, para que no se cansara. Muchas otras familias de Nazareth se les unieron, pues las personas, en aquellos tiempos peligrosos, no acostumbraban a salir solas de viaje. Conforme transcurría el camino, algunas familias fueron quedándose en los pueblos de los alrededores, pero otros acompañaron a José y María hasta Belén.
Ya estando en Belén, José dejó a María descansando en una fresca sombra, y se acercó a todas las posadas que albergaban visitantes. Para su mala suerte, ya todas las habitaciones estaban ocupadas. Por el censo, había ahora demasiada gente. José les dijo a todos que su esposa estaba embarazada, pero no pudieron ayudarlo; no había, simplemente, más lugares para quedarse.
En el último lugar en el que preguntó; José, muy desesperado, le dijo al posadero que necesitaba un lugar para acomodar a su esposa que estaba a punto de tener un bebé. El hombre, negando con la cabeza, le dijo que ya no tenía habitaciones, pero que contaba con un establo donde dormían sus caballos, asnos y ovejas. Podrían quedarse allí, si querían. José aceptó la oferta: María necesitaba un lugar seguro dónde descansar.
El establo contaba con una amplia zona libre al centro. Esta área era llamada pesebre, y estaba lleno de heno, agua y herramientas para alimentar a los animales. Las cuadras de los animales se situaban alrededor del pesebre. Olía dulce, por el heno, y el dueño lo mantenía muy limpio. José, con dulzura, ayudó a María a que bajara del carro. Con el heno en el pesebre, le fabricó a María una cómoda cama. El dueño vino a ellos con comida y agua; después de todo, aún si estaban en el establo, seguían siendo sus huéspedes.
Las colas de gente para el censo eran muy largas, y José y María debieron esperar por varios días antes de poder firmar. Uno de esos días, por la noche, María sintió que el niño se movía en su barriga... ¡Era la hora de que naciera! Muy pronto, el pequeño bebé nació. José lo tomó entre sus brazos para limpiarlo.
Después de eso, José lo envolvió en una manta que había sido mojada en agua con sal. Era la costumbre judía de aquellos tiempos; se consagraba así al niño a Dios, y se hacía el compromiso de criarlo siempre para que fuera bueno y honesto. La tela, a la que se llamaba pañales, cubría al niño mientras sus padres oraban por la salud y felicidad del bebé recién nacido. José recordó lo que el ángel Gabriel les había dicho: el Hijo de Dios debía llamarse Jesús.
Mientras el Hijo de Dios nacía en el pesebre, el ángel Gabriel voló por el campo que rodeaba a Belén. Un grupo de jóvenes, rodeados por un rebaño dormido de ovejas, disfrutaba de su cena al calor de una fogata. La tierra de Israel estaba llena de lobos y otros animales salvajes que se comerían a las ovejas si se estas quedaban solas, así que por eso los pastores las cuidaban a todas horas. Estos jóvenes pastores que comían sus cenas eran muy devotos de Dios, e iban a alabarlo todas las semanas a la sinagoga.
El ángel Gabriel se paró frente a ellos, brillando con una hermosa luz dorada. Los pastores se asustaron al ver al desconocido frente a ellos, pues nunca antes habían visto a un ángel. “No se preocupen,” les dijo el ángel, sonriendo “porque vengo a darles una fantástica noticia.”
“Esta noche, en Belén ha nacido un niño. Es el Mesías Dios prometido, el Rey de Reyes prometido a Israel. Vayan a la posada de Belén, y allí lo encontrarán envuelto en pañales, acostado en un pesebre con María, su Madre.”
Un coro de ángeles, ante los sorprendidos ojos de los pastores, apareció junto a Gabriel. Con hermosas voces, cantaban todo tipo de alabanzas a Dios y su Hijo. Todos los ángeles juntos, entonaron: “¡Gloria a Dios en el cielo, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!”
Cuando los ángeles desaparecieron, los pastores corrieron a toda velocidad hacia Belén. Ya en la posada, se dirigieron al establo y, justo como el ángel les dijera, encontraron al niño en pañales, durmiendo en los brazos de María. Los jóvenes se entusiasmaron tanto, que abrazaron a José, y besaron en las mejillas a María y al niño; comentaban entre ellos que Dios les había dado al nuevo rey, por lo que decidieron que debían contarle a sus amigos sobre Jesús, y la visita de los ángeles. Las personas que escucharon la historia de los jóvenes pastores, se sintieron muy felices. Nació en todos los corazones la esperanza, pues:
¡El Rey Mesías había llegado!
A la siguiente semana, José y María llevaron a Jesús al templo en Jerusalén. Según los ritos de aquellos tiempos, José compró dos palomas para el sacrificio. Mientras esperaban su turno para pasar al templo, los orgullosos padres se encontraron con dos personas especiales: Simón y Ana se llamaban. Estos dos amables ancianos les contaron, a María y José, que Dios les había prometido que no morirían sin antes haber visto al Salvador. Cuando Jesús despertó entre unos grandes bostezos, Simón y Ana comenzaron a llorar.
Simón pidió permiso a María, y tomó a Jesús entre sus brazos. Dijo él: “Señor, ya puedes liberar en paz a tu siervo, pues mis ojos han visto al Salvador. Será una LUZ REVELADORA PARA LOS GENTILES, y la gloria de Tu pueblo, Israel.”
José y María se quedaron pasmados ante las palabras proféticas que Simón dedicaba al bebé Jesús.