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Capítulo Tres:  Los Tres Visitantes Guiados por la Estrella

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“Después de que Jesús naciera en Belén de Judea, en los días del rey Herodes, magos provenientes del este llegaron preguntando ‘¿Dónde está el rey de los Judíos que ha nacido? Porque hemos visto su estrella, y venimos a adorarlo.’.” (Mateo 2:1-2)

Después del Nacimiento de Jesús, el censo estuvo firmado, y la pequeña familia pudo emprender el camino de regreso a Nazareth. Mientras Jesús, María y José se abrían paso por las arenas de Judea, un trío de hombres estudiosos de las estrellas, sabios astrónomos, se maravillaban por los eventos que contemplaban en el cielo. Los planetas se alineaban de maneras nunca antes vistas: el planeta Rey, Júpiter, se acomodaba con Régulo, la más brillante estrella de Leo, la constelación del león. Estos hombres sabios se preguntaron qué querrían decirles los planetas con sus formaciones.

Cientos de años atrás, antes del nacimiento de Jesús, los astrónomos de un país llamado Persia habían sido profetizados por Daniel, un hombre muy sabio, de que nacería en Israel un Rey cuyo reinado no terminaría jamás. Dios revelaría su plan a las estrellas en sus constelaciones.

A los astrónomos encargados de estudiar los movimientos de los cuerpos celestes, por todos los secretos maravillosos que veían en el cielo, se les conocía como magos. Todos los magos conocían y confiaban en la profecía de Daniel, pues Daniel era un protegido de Dios que, por medio de sus sueños, conocía los secretos de los reyes. Los viejos magos enseñaban a los más jóvenes acerca de la profecía de Daniel, y todos escudriñaban el cielo, sin falta, cada noche, en busca de la estrella del Rey.

¡Y por fin aparecía! Los signos estaban en las estrellas, y éstas decían que el Rey había nacido. “Debemos ir a adorarlo”, concluyeron los magos tras discutirlo un poco entre ellos. Se prepararon para el largo viaje desde Persia, y en las mochilas que sus camellos cargaban, guardaron objetos preciosos para dárselos como regalo al Rey recién nacido: oro, y unas especias raras conocidas como incienso y mirra.

Como la Estrella los guiaba hacia allá, los magos se dirigieron al reino de Israel, donde gobernaba el malo de Herodes, y pidieron ver al Rey recién nacido.

Herodes estuvo muy enojado con los magos: ¡él era el único rey de Israel! ¿De dónde sacaban estos extraños a un nuevo rey?

Los magos le contaron a Herodes sobre los signos en los cielos, y las profecías de Daniel sobre el Rey Eterno. También, que los rollos antiguos decían que este rey nació en Belén, en la ciudad de David, dos meses.

Como no obtuvieron ninguna ayuda del malo de Herodes, los magos se montaron de nuevo a sus camellos, y recorrieron la corta distancia que separaba a Belén de Jerusalén. Allí, preguntaron por el nuevo rey. Muchas personas en Belén conocían sobre Jesús debido a las historias increíbles que los pastores contaron a todos sobre esa noche. Así fue como los magos supieron que José y María solo visitaban Belén por el censo, y que en realidad ya habían regresado a su pueblo natal de Nazareth.

Los magos no se rindieron. Viajaron al norte del mar de Galilea, encontraron el pueblo de Nazareth, y, en él, a la casa de José el Carpintero. José, que se encontraba muy confundido, los dejó pasar. Los magos vieron, jugando en el suelo con su madre María, al pequeño bebé Jesús.

Los magos contaron, a los padres de Jesús, que venían de muy lejos para conocer al nuevo rey, y para honrarlo con obsequios. De las mochilas de los camellos, bajaron las jarras rebosantes con monedas de oro, las especias, y las telas preciosas. María se quedó muy conmovida ante las pruebas que Dios les daba, a ella y a José, sobre la identidad divina y real del pequeño Jesús. 

Al irse los magos, Gabriel se apareció de nuevo en los sueños de José para advertirlo sobre Herodes. El rey malo, enojado con el bebé que, según él, le quitaría su trono, ahora buscaba a Jesús para matarlo. Herodes ordenaba la muerte de todos los niños menores a dos años que vivieran en las cercanías de Belén. Muchos niños murieron en esa época, pero gracias al aviso del ángel, José empacó su carro a toda prisa y huyeron a Egipto. Solo hasta que Herodes murió, Jesús, María y José pudieron volver a Nazareth sin nada que temer.