“Y habló Jesús: ‘La salvación ha entrado en esta casa, porque él, también, es un hijo de Abraham. El Hijo del Hombre ha venido a salvar a los que estaban perdidos’.” (Lucas 19:9-10)
Después de que Jesús curó a Bartimeo, se marchó a Jericó. Muchas personas lo esperaban a la orilla del camino. Uno de ellos, era un rico recaudador de impuestos para los romanos. El recaudador, llamado Zaqueo, no era judío, y las personas lo odiaban mucho. Pero Zaqueo había escuchado sobre Jesús, y quería verlo por él mismo.
Desafortunadamente, como Zaqueo era muy bajito, y los demás eran más altos que él, no pudo ver nada. ¡Así que tuvo una brillante idea! Escaló hasta la copa de un sicomoro, un árbol alto, y desde allí pudo ver a Jesús que se acercaba con sus apóstoles.
Cuando Jesús llegó a la altura del sicomoro, se detuvo, miró hacia arriba y gritó: “¡Zaqueo, bájate de ese árbol y ven conmigo, porque hoy me hospedaré en tu casa!”
Todos se enojaron porque Zaqueo, al ser el recaudador de impuestos, no les hacía mucha gracia. Y se preguntaron del por qué Jesús tomaba una decisión tan extraña.
Jesús y sus discípulos siguieron a Zaqueo hasta su casa. Jesús preguntó a Zaqueo sobre su profesión. Él respondió que era un recaudador de impuestos para los romanos, pero uno que era honesto y no quería robarle o cobrarle de más, a nadie. Y que, si por accidente, llegaba a equivocarse con las cuentas, él mismo pagaba de su bolsillo a la persona perjudicada.
Jesús decidió que, aunque Zaqueo no fuera judío, sería bendecido porque creía en Jesús, y eso lo hacía un digno hijo de Abraham. Su fe honesta lo salvaría a él y a su familia de las llamas del infierno. Se decía que las profecías se cumplirían pronto, y, aunque los judíos eran el pueblo elegido de Dios, él amaba por igual a los gentiles, siempre que creyeran en Él.
Después de abandonar la casa de Zaqueo, Jesús se dirigió al norte, a Betania, donde se encontraba la casa de María y Martha. Su amigo Lázaro se encontraba también allí. Una vez más, María ungió los pies de Jesús con aceite, y los secó con su largo cabello.
Esta vez, sin embargo, Judas Iscariote estaba allí. Al ver lo que María estaba haciendo con el aceite, protestó: “¡Ese aceite es muy caro! ¿No sería mejor si lo vendiéramos, y donáramos el dinero a los pobres?” Jesús le respondió a Judas “Déjala en paz. Me está preparando para la tumba. Ustedes podrán ayudar siempre a los pobres, pero a mí no me queda mucho tiempo.”