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Capítulo Veintinueve:  Las Dudas de Tomás

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“Pero Tomás, uno de los Doce, llamado el Gemelo, no estaba con ellos cuando Jesús se les apareció. Los otros discípulos le decían: ‘¡Hemos visto al Señor!’ Tomás les contestaba: ‘Hasta que no vea en sus manos las huellas de los clavos, y meta la mano en su costado, no creeré’.” (Juan 20:24-25)

María volvió con los apóstoles, y los encontró escondidos en la habitación de una posada. Estaban muy asustados, porque los sacerdotes podrían estarlos buscando. María les dijo que el ángel de Dios se les apareció, que habían visto a Jesús, y que la tumba estaba vacía. Ahora, deberían regresar todos a Galilea, porque allí verían a Jesús. Sin embargo, los apóstoles no le creyeron.

Al día siguiente, dos de los discípulos de Jesús iban de camino de Jerusalén, a un pueblo llamado Emaús. Comentaban entre ellos lo terrible de los acontecimientos de los días pasados. De pronto, un hombre les salió al paso a preguntarles por qué estaban tan tristes. Ellos dijeron: “¿Cómo es que no te has enterado de lo que ha pasado en Jerusalén?” Y le contaron sobre Jesús, la crucifixión, y lo que María les dijo sobre la tumba vacía y Cristo resucitado. 

Entonces, mientras caminaban, el extraño les contó sobre las antiguas profecías del Mesías, y ellos pensaron que, sin duda, el hombre era muy sabio, así que lo invitaron a cenar con ellos. Él estuvo de acuerdo; en la cena, al partir él el pan, se les abrieron los ojos, ¡y se dieron cuenta que era Jesús! De inmediato, Jesús desapareció.

Al siguiente día, cuando los discípulos aún se escondían, Jesús se apareció frente a ellos. “La paz sea con ustedes”, dijo, mostrándoles los agujeros en sus manos, y la herida en el costado. Luego, preguntó: “¿Tienen algo de comer?”. Ellos le pasaron un pescado asado a la parrilla, y un trozo de panal chorreante de miel. Jesús, después de comer, les dijo que pronto recibirían al Espíritu Santo: cuando vieran las lenguas de fuego, debían inhalar con fuerza.

Cuando Jesús se fue, Tomás, que no estaba presente, llegó. Todos, muy emocionados, le contaron lo que acaba de pasar. Tomás no les creyó, y dijo: “Solo creeré cuando lo vea con mis propios ojos.”

Ocho días después, por fin estuvieron todos juntos. Esperaban a que las cosas se calmaran, para volver a Galilea. Jesús se apareció de nuevo, y, esta vez, enfocó su atención en Tomás. Lo hizo meter los dedos en las llagas de sus manos, y la mano en el costado. Tomás, cayendo de rodillas, quedó convencido finalmente, diciendo: “¡Mi Señor y Dios!”

Asegurándose de que todos podían escucharlo, Jesús lo miró, y declaró: “Tomás, tú crees porque me has visto, pero dichosos aquellos que creerán sin haberme visto.”

¡Jesús hablaba de ti, y de mí!

Todos los apóstoles regresaron a sus casas en Galilea. Jesús continuó apareciéndose para enseñarles las cosas que necesitaban saber. En una ocasión, todos los apóstoles fueron al mar de Tiberíades, el nombre que los romanos le daban al Mar de Galilea. Habían pescado toda la noche, sin mucho éxito.

Al amanecer, Jesús en la orilla les preguntó de nuevo si tenían algo de comer. Como ellos dijeron que no, Él les dijo: “Echen de nuevo las redes.” ¡Apenas si pudieron sacarlas! Estaban tan llenas de peces, que se habían vuelto pesadísimas. Al volver a la orilla, prepararon una fogata, y elaboraron un delicioso desayuno de pan y pescado frito.

Las escrituras nos dan un vistazo sobre cómo viviremos en el futuro. Nuestros cuerpos serán eternos, como el de Jesús; estaremos con nuestros amigos y familia. Podremos comer y beber mientras disfrutamos de la compañía de los seres queridos. No estaremos flotando en las nubes... ¡Disfrutaremos de la tierra convertida en Paraíso!