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Capítulo Treinta y Dos: Nuevos Reclutas

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“Pedro siguió insistiendo con más argumentos. Los exhortaba diciendo: ‘Aléjense de esta generación perversa, y sálvense.’ Los que acogieron la palabra de Pedro se bautizaron, y aquel día se unieron a ellos unas tres mil personas. Eran asiduos a la enseñanza de los apóstoles, a la convivencia fraternal, a la fracción del pan y a las oraciones.” (Hechos 2:40-42)

En el día de Pentecostés, Pedro, sacudiendo el puño a las masas que habían pedido la muerte de Jesús, enseñó a todos sobre la salvación, Jesucristo, y su ministerio en la tierra; Jesús era ahora el Señor del universo entero, el Cristo y el Mesías que todos habían estado esperando.

Pedro les dijo que el rey David también había profetizado sobre Jesús; escribió que creía en el Mesías, y que, a pesar de que moriría, esperaba su llegada, y que deseaba ser resucitado por Él. Y que este Jesús, asesinado por los judíos, había resucitado como el Salvador, Señor y Cristo. 

“Israelitas, escuchen mis palabras: Dios acreditó entre ustedes a Jesús de Nazareth. Hizo que realizara entre ustedes milagros, prodigios y señales que ya conoce. Ustedes, sin embargo, lo entregaron a los paganos para ser crucificado y morir en la cruz, y con esto se cumplió el plan que Dios tenía dispuesto. Pero Dios lo libró de las ataduras de la muerte y lo resucitó, pues no era posible que quedase bajo el poder de la muerte. Escuchen lo que David decía a su respecto:

‘VEO CONSTANTEMENTE AL SEÑOR DELANTE DE MÍ; ESTÁ A MI DERECHA PARA QUE NO VACILE. POR ESO SE ALEGRA MI CORAZÓN Y TE ALABO MUY GOZOSO, Y HASTA MI CUERPO ESPERARÁ EN PAZ. PORQUE NO ME ABANDONARÁS EN EL LUGAR DE LOS MUERTOS, NI PERMITIRÁS QUE TU SANTO EXPERIMENTE LA CORRUPCIÓN. ME HAS DADO A CONOCER LOS CAMINOS DE LA VIDA, ME COLMARÁS DE GOZO CON TU PRESENCIA.’

Hermanos, no voy a demostrarles que el patriarca David murió y fue sepultado: su tumba se encuentra entre nosotros hasta el día de hoy. David era profeta y Dios le había JURADO QUE UNO DE SUS DESCENDIENTES SE SENTARÍA SOBRE SU TRONO. Por eso vio de antemano y se refirió a la resurrección del Mesías con estas palabras: ‘NO SERÁ ABANDONADO EN EL LUGAR DE LOS MUERTOS, NI SU CUERPO EXPERIMENTARÁ LA CORRUPCIÓN.’ Es un hecho que Dios resucitó a Jesús; de esto todos nosotros somos testigos. Después de haber sido exaltado a la derecha de Dios, ha recibido del Padre el don que había prometido, me refiero al Espíritu Santo que acaba de derramar sobre nosotros, como ustedes están viendo y oyendo.” (Hechos 2:22-33)

Tres mil personas de la audiencia creyeron en las palabras de Pedro, y fue así como la Iglesia comenzó. Los apóstoles dividieron a todos en grupo y, repartiéndose los apóstoles veteranos que habían conocido a Jesús, compartían las comidas con los creyentes para enseñarles acerca de todas las cosas que Jesús había enseñado y obrado a lo largo de su ministerio.

Los cristianos siguieron creciendo, pasando el mensaje de casa en casa. Muchos donaron a la Iglesia sus bienes, así las carencias de los nuevos creyentes podrían ser suplidas. El mensaje de Jesucristo se esparció por toda Judea, Galilea, Samaria, y los países circundantes.

Un día, Pedro y Juan fueron al templo a orar, y conocieron, cerca de la Puerta Hermosa, una de las puertas de las murallas del templo, a un mendigo que pedía unos centavos para comer. Los apóstoles se le acercaron a hablarle de Dios, Jesús, y dijeron por fin: “En el nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y camina.”

Mientras ayudaban al hombre a levantarse, las piernas de él sanaron; después de abrazar a Pedro y a Juan, el hombre salió corriendo en dirección al interior del templo, bendiciendo a Dios. Pedro preguntó a la impresionada multitud: “¿De qué se admiran? Para el Dios de Abraham e Isaac no hay imposibles, así que lo ha curado. Jesús, el hombre que ustedes asesinaron, murió por los pecados de todos ustedes. Arrepiéntanse, vuelvan a Dios.” Por este discurso, más personas renunciaron al pecado, uniéndose a la causa de los apóstoles.

En la Iglesia Cristiana de los primeros tiempos, no todo era alegría y felicidad. Tras bastidores, muchas personas tramaban su caída. Ananías y su esposa Safira, por ejemplo, vendieron un terreno de su propiedad para donar a la Iglesia. Sin embargo, se guardaron parte del dinero para ellos. Al enterarse los apóstoles, los llamaron mentirosos: no porque se hubieran quedado con el dinero, sino porque presumían de su caridad ante todos en la Iglesia. Ananías se quedó tan avergonzado ante la acusación, que abandonó la Iglesia, y murió allí mismo en el umbral.

Los apóstoles se metieron en muchos problemas con los fariseos y sacerdotes, los mismos responsables de la crucifixión de Jesús; los apóstoles fueron arrojados a la cárcel, pero un ángel vino y les abrió la puerta para que salieran. A la mañana siguiente, ante las narices de los sacerdotes, ellos volvieron a predicar a todo pulmón.

Los sacerdotes, furiosos, dijeron a los apóstoles: “Su doctrina invade toda Jerusalén, ¿y ahora intentan culparnos de la muerte del nazareno?

Pedro, molesto, contestó en nombre del grupo: “Creemos en Dios, antes que en el hombre. ¡Y ustedes lo crucificaron en una cruz! Pero Dios lo resucitó para el perdón de los pecados, envió al Espíritu Santo, y nosotros somos testigos de que estas cosas son verdad.”

Uno de los fariseos más sabios, Gamaliel, se llevó aparte a sus compañeros, y les dijo: “Déjenlos en paz. Si es un truco, o mentira, caerán por sí solos. Pero si en verdad están con Dios, y vienen de Él, no podremos hacer nada para detenerlos.” Después de golpear a los apóstoles, y prohibirles que volvieran a predicar en nombre de Jesús, los dejaron ir. Pero a los apóstoles, nadie podía detenerlos. Siguieron predicando y visitando en sus casas a sus seguidores.

La expansión más grande de la Iglesia Cristiana, es atribuida al apóstol Pedro. El discípulo Felipe el Evangelista predicaba en Samaria. Aunque la gente lo escuchaba y creía en él, nadie renacía en el Espíritu Santo. Felipe estaba intrigado, y las pesquisas pronto lo llevaron a la respuesta: un brujo llamado Simón había hechizado a la gente para que no se convirtiera al cristianismo. Felipe fue capaz de exorcizar a Simón, y lo convirtió. Muchos se bautizaron. Pedro y Juan, al haber escuchado del problema, se acercaron a Samaria. Allí, impusieron la manos, y el Espíritu Santo bajó sobre todos ellos.

El apóstol Pedro fue a Cesárea, a casa de un gentil, para enseñarle sobre la Verdad. Pedro, en realidad, no estaba muy convencido, pues todavía no aceptaba del todo la idea de evangelizar a los no judíos. Entonces Jesús, en su sueño de esa noche, le mostró una imagen: una red de pesca, que había atrapado en su interior a todo tipo de peces, incluyendo a los considerados impuros por los judíos; Jesús le dijo que lo que

Dios limpiaba, quedaba limpio, y no importaba lo demás. Así que Pedro fue de buen grado a la casa de Cornelio, el soldado romano. Cornelio y toda su familia escucharon a Pedro; el Espíritu Santo bajó sobre ellos, y comenzaron a hablar en lenguas. Pedro quedó conmovido al ver que Dios amaba también a los gentiles, y que los incluiría en su rebaño al enviarles el Espíritu Santo.

Los otros apóstoles no creyeron lo que Pedro les contó después, pues iba en contra de todo lo enseñado por Moisés. Pero Pedro los convenció con una frase certera: “¿Quiénes somos para oponernos a Dios?” Sintiéndose muy felices, los apóstoles glorificaron a Dios y su generosidad infinita hacia todos sus hijos

Como ahora la iglesia se expandía a los gentiles, el rey Herodes ordenó su persecución; al apresarlo, mató a Santiago, el hermano de Juan. A Pedro lo arrestaron, encadenándolo en una celda a otros dos hombres. Sin embargo, un ángel vino a liberarlo: aunque era custodiado por dieciséis soldados, el ángel entró, lo liberó de sus cadenas, y pedro salió caminando por su propio pie.

Pedro y los otros apóstoles continuaron siempre fieles a su tarea; de sinagoga en sinagoga, de casa en casa, predicaban la palabra de Dios. Muchos milagros se realizaban a plena luz del día, ¡y muchos más estaban por venir!