La Luna de los Cazadores

 

CUANDO EN OTOÑO LOS GUERREROS YUMAS CAZAN AL ATARDECER PARA ALMACENAR ALIMENTOS PARA EL INVIERNO

 

 

 

 

 

A Cuervo Sentado lo despertó un pájaro cantor muy de mañana.

El día antes de la partida del poblado para perpetrar el siguiente asesinato de un hombre blanco, había cazado un antílope y, tras desollarlo, puso en los palos tiras de carne para secarlas al sol. Afiló su cuchillo y por la noche se ayudó del sílex y prendió un fuego.

Preparó una cena con carne de perro de la pradera aderezada con bayas de saúco y manteca de tuétano de los huesos y de la joroba de un búfalo. Mordió un buen trozo de un panal robado en una ose-ra, bebió sangre de tortuga y se puso a soñar despierto. Iba a entrar en las leyendas yumas y lograr una nueva pluma negra. Los guerreros lo respetarían y quizá Luna se fijaría en él.

Con sus compañeros de hermandad había cumplido, ejecutando la Danza del Sol para recabar fuerzas del Gran Padre y llevar a cabo su secreta misión de ajusticiar a un extranjero. Bailaron con las máscaras de piel sobre sus rostros, oyeron las matracas y panderos, bebieron mezcal con hojas de belladona hasta saciarse y convocaron a dioses y espíritus hasta quedar rendidos.

Cuervo Sentado poesía un tipi o choza propia, donde algunas jóvenes casaderas sin nombre pasaban por su lecho y lo hacían disfrutar. Pero nunca permitió que una mujer desposada lo visitara, pues podría ser retado en combate por el marido cornudo, y a ella, inexorablemente, le cortarían la nariz y las orejas y le rajarían el rostro. Se tenía por un guerrero de conciencia y cumplía con rigor las costumbres yumas.

Pertenecía al Consejo tribal, de su lanza colgaban seis cabelleras de enemigos muertos en combate singular, y poseía más de veinte caballos, pieles y cuchillos, dote suficiente para solicitar la esposa que le viniera en gana, cosa que haría tras regresar de su sagrado servicio a su pueblo. Aunque era de tez oscura, achaparrado y fibroso, poseía porte de guerrero agresivo. Sus ojos pequeños y rasgados se asemejaban a dos líneas trazadas bajo las cejas, sus pómulos eran muy salientes, la barbilla prominente y cuadrada, y la aquilina nariz parecía salirle directamente de la frente. Le gustaba, sobre todas las muchachas, Luna Solitaria, la hermana de Pequeño Conejo, aunque sus caderas y senos no fueran tan exuberantes como los de las otras mujeres.

Ya pensaba en las palabras que le diría a su padre adoptivo, Halcón Amarillo. Cuando Luna Solitaria se despojaba del poncho mexica y se quedaba con el kwasu, la prenda corta, su atractivo le hacía perder la cabeza, y luego la rememoraba en su sexo en soledad.

En la última expedición a los cazaderos de los montes Dakota, había hostigado en solitario con lanza y flecha a dos búfalos a la carrera, de los que, según el chamán, había tomado el espíritu fiero que los poseía y había arriesgado su vida para impresionar a su idolatrada Luna. Pudo morir aplastado o pisoteado, pero su valor fue pregonado por el gran jefe en la fiesta que celebraron al regresar al poblado.

En la misma llanura de cacería, tras abrir las entrañas al bóvido, el jefe extrajo el palpitante hígado y luego la bilis, que echó por encima, dándoselo a comer. Había constituido un honor desmedido para él y le guardó el corazón a Luna. Con las marcas negras de guerra de su rostro y la cara enrojecida por la sangre, parecía un demontre, y fue vitoreado por los guerreros.

—Hoy Cuervo Sentado ha demostrado que es un valiente, pues ha puesto a su pueblo por encima de su propia vida —dijo al imponerle la primera pluma negra del valor, extraída a un buitre ratonero.

Cuervo Sentado ostentaba cierto rango en el clan. Atesoraba munición propia del fusil francés Charleville, puntas de flecha y comida para el invierno, cuando otras familias andaban cortas de avituallamiento y pieles debido a la escasez de caza. Los domingos, tras la misa cristiana, los yumas se acercaban a comerciar con los españoles, cambiando caballos y pellejos curtidos de búfalo por azúcar, plomo, pólvora y belduques, los cuchillos de acero. El guerrero mojave era un hábil negociador en los tenderetes de los mestizos y criollos.

Antes de la partida para su solitaria acción, se aseó, se untó con sebo y agua de salvia, se peinó el cabello áspero y duro, se colocó un gorro de pita hecho por su madre y se cubrió con un calzón corto y una camisa mexica para no llamar la atención y parecer un bracero en busca de trabajo. Cogió su zurrón de piel de gamo y metió en él un hacha, una maza, cuerda de maguey, el parahuso o palo redondo para prender fuego, el cuchillo con mango de asta de toro, una piedra medicinal, ciruelas pasas, cecina, pulpa de calabaza y carne salada.

Llenó luego su pilpóo, su bota, de mezcal, y rebasó las chumberas del poblado sin llamar la atención. Iba camino de la gloria, o de la muerte.

Olía a hierba fresca, a carne desollada y a pieles curtidas, y echó a andar.

Anhelaba regresar con la tarea cumplida, y ser aún más reconocido por la tribu y por el jefe Halcón Amarillo y ser aceptado por la hermosa e indomable Luna Solitaria, su gran amor oculto.

Iba a convertir una muerte inútil y vergonzosa en una acción valerosa. Únicamente temía encontrarse frente a frente con algún yamparika, un wichita, un penateka comanche o un delaware que hubieran seguido a algún bisonte herido, pues eran indomables en el cuerpo a cuerpo. Dispuso su mente en alerta.

Bandadas de cercetas, silbones y pardales sobrevolaban los tipis y los sotos que rodeaban el bullicioso asentamiento indio. Búfalo Negro, informado a través de sus espías y soplones, le había dicho que uno o dos hermanos limosneros solían salir con la luna nueva de la misión de San Gabriel y entre la Casa de Madera, Cerro Nevado y Álamo Gordo, donde se alzaban algunos ranchos prósperos de hispanos, solían mendigar sus limosnas. Matar a uno de ellos, y procurar hacerlo ostensible, era su secreto objetivo.

El primer y segundo día cruzó pasajes abruptos por donde habían pasado algunas carretas con vituallas e indios mexicas, camino de las posadas y ranchos. Cazó un mapache y un conejo, que asó en un fuego menudo para no ser advertido. Dormía al raso y bebía agua de las torrenteras, aunque tuviera color barroso. La tercera noche, a falta de algo más suculento, cazó una rata de bosque, gorda como una liebre, y la asó con unas bellotas tempranas.

Espió el camino y las posadas, pero no vio a ningún monje viajero, y comenzó a impacientarse. Entre sueño y sueño oía lobos y coyotes, animales totémicos para los yumas, a cuyos espíritus se encomendó para consumar lo que se proponía. Vio rastros de una mula cargada, y por su seguridad caminó entre los árboles para pasar de incógnito. Quizá había dado con lo que buscaba.

La lluvia lo cogió por sorpresa cuando espiaba una conocida casa de labor donde se detenían los caminantes en busca de cama y pitanza. Los cauces secos y las barrancas se llenaron de repente de agua y los truenos resonaban en los desfiladeros por donde había acortado para llegar a la hacienda.

El rancho estaba construido con piedra y adobe, y estaba groseramente encalado de un color indefinido entre blanco y ocre. Leña, chumberas cortadas, utensilios oxidados y aperos de labranza y de caballerías se amontonaban en sus muros. Notó que había trasiego de labriegos, cabreros, porqueros, peregrinos y rancheros, y desde lejos oteó las salidas y entradas.

Había lebreles y gatos maulladores por doquier. No durmió en toda la noche, y cuando el primer rayo de luz lamió los tejados, el fraile limosnero que tanto había buscado no partió en dirección a la misión de San Gabriel como presumía, sino al Cañón del Coyote, quizá para visitar el rancho de Los Sauces, donde se habían instalado unos colonos de San Ignacio.

Se empinó sobre unas peñas y lo observó como si fuera un halcón, viendo la calva de la tonsura relucir con el sol. Pero, de repente, algo le hizo avizorar. A lo lejos, cabalgando marcialmente alineados, advirtió un destacamento de dragones del rey que parecían dirigirse a un poblado de los malditos comanches que había evitado días antes, cerca de las orillas del río.

Pensó que quizá la repentina aparición de los soldados españoles le viniera bien a sus intenciones. ¿Qué mejor que presentar ante los ojos de los más esforzados soldados del rey de España su letal tarea? Podría ser grandioso para su carrera dentro de la tribu, y, cuando lo narrara sentado ante el consejo de ancianos, sería considerado como una heroicidad. De modo que modificó su plan, y dejó que el fraile se introdujera en la tupida floresta, donde consumaría el primer episodio de su mortífero plan.

Cuervo Sentado vio al monje seguir por un sendero de hierba poblado de robles dispersos, flores silvestres, mezquites y arbustos de hojas moradas, para luego acabar en la orilla del Colorado, enlodada y peligrosa para cabalgar. Bordeó el peñascoso cerro que los separaba y, sin ser visto ni notado, se resguardó bajo una yuca y unas cardenchas frondosas. Desde allí vigilaría mejor el paso del pobre franciscano.

Se ocultó y no dejó de vigilar el riachuelo de agua turbia. Era poco profundo, pues las copiosas y torrenciales lluvias del otoño aún no habían llegado. Era el momento que había estado esperando. No iba a retrasarlo ni un instante más. Aspiró profundamente, acopió toda su fuerza en el brazo, alzó el tomahawk, su arma arrojadiza, a modo de hacha y, como una exhalación, la lanzó contra la cabeza del monje. Silbó en el aire como si hubiera arrojado una serpiente venenosa. Al instante, el seco, preciso y violento golpe en el cráneo del fraile resultó definitivo. El blanco cayó muerto en el fango. No se movía.

El mojave, con los nervios templados, miró a su alrededor, y se llegó hasta su presa, que estaba inerme y vuelta de costado, posición que había adoptado quizá en el último estertor. Lo giró y lo dejó boca arriba. Era un anciano muy flaco, casi esquelético, de ojos saltones y nariz superlativa y roja. Le escupió.

Lo tendió bajo la sombra de unos sauces y sobre unas florecillas rojas y anaranjadas, las puhanatsu, que tanto gustaban a las mujeres de su tribu. Luego procedió en un orden aleatorio a perpetrar en el cuerpo de aquel desconocido lo que los blancos considerarían horrendas amputaciones.

Le mutiló sin dilación la lengua desde la raíz. Aún estaba caliente y mojada, y una hemorragia tumultuosa le escapó de la boca, que parecía un cráter purulento. Clavó la lengua mutilada en el cráneo, hundiéndole una espina de rosa de California, tan abundante en las orillas de aquellos ríos, frondas y torrenteras. Se lavó las manos y la cara en el riachuelo, alzó la vista y miró en derredor.

En la ribera encontró lo que buscaba y no tuvo que ir demasiado lejos. Halló un tronco hueco de abedul casi seco. Lo limpió y embutió en él el cuerpo desmembrado del escuálido limosnero, pero al intentarlo se le cayó en la hierba la cabeza cortada y ensangrentada. No pudo colocarla en su lugar, pues no cabía, y decidió encajarla por los pies, que asomaban pálidos y amoratados.

El sol se acercaba a su crepuscular ocaso y ya solo tenía que atar el tronco con la cuerda de maguey que llevaba consigo para que no se resquebrajara. La luna aún no había salido cuando sacó de su zurrón la máscara de la hermandad india de los Rostros Ocultos, fabricada en piel de cervatillo; la introdujo en el leño seco, para que los blancos la identificaran como una nueva acción de venganza y advertencia, que debían unir a las anteriores. Sonrió ufano e incluso se carcajeó socarronamente.

Más tarde sumergió el tétrico ataúd en las suaves aguas y le dio un ligero impulso, situándolo en el centro y viendo que tomaba el rumbo parsimonioso de la corriente, como si fuera la canoa del espíritu de la muerte.

Tras comprobar que cuanto había hecho era atinado, se echó a los pechos la bota de mezcal, mordisqueó un trozo de carne salada y comió unas bayas que encontró en las zarzas, hasta apurar toda la bebida. Extenuado por los intensos días de búsqueda, el largo trayecto andado, la tensión y el esfuerzo, lavó sus armas y las engrasó, se tendió en la hierba y se sumió en una pesadilla.

En ella soñó que no había borrado sus huellas en un terreno desconocido, hostil y de imprevisibles peligros. Pero su cansada mente lo desechó. Solo era un sueño y volvió a dormirse complacido y exhausto.

Se despertó al alba y saltó como impelido por un resorte oculto. No había rastro de la mula del fraile atiborrada de vituallas y enarcó las cejas. Hubiera sido un buen botín de su solitaria expedición, pero quizá estuviera rumiando por el borde del agua. Podía oír su propia respiración, era demasiado el silencio.

Cuervo Sentado levantó la cabeza y miró al frente alarmado. Se enderezó trabajosamente, buscando el pomo de su cuchillo, pero no dio con él. Inquieto y nervioso, razonó que su esperanza de conservar la vida era tan insignificante como la de la hormiga que cruzaba sus pies desnudos. La visión que le ofrecían sus ojos era poco menos que aterradora. Un grito de indefensión escapó de sus gruesos labios, como el de un moribundo que exhalara su último suspiro.

Sobre una rama, un autillo solitario lo miraba fijamente con sus pupilas metálicas. Los pulsos se le habían detenido y apenas si podía tragar saliva.