Los Rostros Ocultos

 

 

 

 

 

El sendero del tupido chaparral apenas era visible por el polvo cuando los dragones españoles llegaron a media tarde al poblado comanche.

Algunos viejos, niños y jóvenes estaban en cuclillas bajo unos ocotillos y los miraban taciturnos. Adelantaron a una reata de burros que acarreaban leña de la montaña y en galope marcial y en formación se presentaron ante el guía incuestionado de la nación comanche de los tenewas, tonkawas y jupes, que ya no secuestraban niños de las tribus cercanas para venderlos como esclavos en Corpus Christi o en Nueva Orleans; ni incendiaban, ni violaban, ni asolaban los ranchos españoles, acogidos a la fructífera paz del gobernador Anza.

El saludo de Martín de Arellano fue largo, sentido y paternal hacia el viejo Ecueracapa, Camisa de Hierro, así llamado porque en las solemnidades solía aparecer con una coraza de cuero, similar a la de los dragones españoles. Su historia era inaudita y era tenido entre las tribus indias como el gran aliado de los españoles y el gran adalid de la nación comanche.

No todos sabían que el nombre de Ecueracapa le venía de un mantón que usaba en las solemnidades, fabricado con trozos de las capas de los dragones que les habían vendido los buhoneros que mercadeaban por la frontera y de los chalecos de piel que los protegían de las flechas indias. El capitán sabía que el anciano jefe estaba aquejado de una enfermedad, quizá el tifus o una terciana, pues solía padecer recurrentes fiebres.

Martín de Arellano poseía gran capacidad de seducción sobre los demás, y pocos indios estimaban tanto a Arellano como el viejo gran jefe, que aún mantenía a uno de sus hijos, Félix, en Santa Fe, como pupilo del gobernador de Nuevo México, Juan Bautista de Anza, al que los indios llamaban Zon'ta: Blanco Digno de Confianza.

El sabio Ecueracapa había entendido que enfrentarse frontalmente a los dragones del rey, como había hecho su antecesor, el sanguinario Cuerno Verde, significaba un suicidio para su pueblo. Ahora podían atrapar caballos, cazar cíbolos y comerciar los domingos en los presidios y poblados hispanos más cercanos, como Santa Clara, San Gabriel, Pecos, Tubac, Jémez o Tucson.

El kwahadi, el hombre medicina de las tribus comanches y el propio gran jefe se habían convencido de que la cruz cristiana no era rencorosa, sino omnipotente, y por eso del pecho del anciano colgaba un crucifijo de metal junto al cuerno de búfalo y la tortuga de madera, símbolos del clan. Ecueracapa tenía unas manos enormes y callosas, una cara de piel reseca y unos hondos surcos que hendían su rostro. Ecueracapa, el gran mahimian aparaibo o cabecilla del territorio comanche, los agasajó ofreciéndoles una bebida estimulante y una fuente de ciruelas maduras.

A Martín le agradaba el poderoso líder, porque mostraba una gran seriedad en sus acciones y poseía una delicadeza innata en su corazón salvaje.

—Que Hono-Vi, el Ciervo Fuerte, aliente al Capitán Grande —lo saludó.

—En nombre de mi rey don Carlos y de mis hombres, os deseo salud, viejo amigo —replicó y observó que Ecueracapa portaba el bastón de mando del gobernador Anza, que le había regalado al firmar la paz de Santa Fe.

Martín dejó en el suelo un fajo de puros habanos, aguardiente y azúcar.

El poblado, rodeado de brezales, sotoles, robles y yucas, se hallaba al hostigo de los vientos y de los espías yumas. Los niños corrían desnudos y montaban los ponis, tocaban las flautas hechas con las clavículas de antiguos enemigos y aprendían las virtudes de la valentía, la resistencia y el trabajo.

Hosa, Ruiz y Arellano fueron invitados a conversar con el jefe, que estaba acompañado por José Chiquito, el pequeño chiricahua de orejas de soplillo que había convivido con los españoles en Sonora y que, hecho cautivo por los comanches, servía de intérprete a Ecueracapa, que aún no hablaba el castellano para mantener una conversación con fluidez.

—Que Gitchi Manitú, el Gran Dios Hablante, esté contigo, capitán.

—Y espero que también contigo —contestó y le dijo—: Deseaba verte, gran jefe, porque un amigo fiel como tú es como la medicina de la vida.

Diez Osos, Tosacondata o Grulla Blanca, Pisimanpat o Zapato Estropeado y Tosapoi, El que Roe, los otros líderes comanches, se hallaban tras él, e inclinaron la cabeza ante los dragones con orgullosa corrección. Para ellos Arellano era el mito blanco que había vencido a la gran leyenda de las naciones comanches, Cuerno Verde, y lo respetaban por su valor indómito.

El jefe miró fijamente al español y alzó sus manos con franqueza.

—Sabía que vendrías a verme, Mugwomp-Wulissó. Comprendo que tu corazón destile dolor por la ruin muerte de tus compatriotas, siendo estos padrecitos y hombres de Dios. Lo detestamos, créeme.

El guía de los comanches era un tesoro de experiencia, y le preguntó:

—¿Conocías esos impíos actos, gran jefe?

Ecueracapa carraspeó. Sus ojos expresaban tristeza y turbación.

—Nada se me escapa de cuanto ocurre. Opino que esos perros yumas van a incendiar el territorio y de nada habrá servido tu paz y la del coronel Anza.

—¿Se atreverán a tanto? La firmaron con el virrey —recordó Martín.

—Así son esos miserables yumas, capitán, saqueadores, rastreros y lobos capaces de las mayores mezquindades y traiciones —corroboró el anciano.

El capitán Arellano mostró un gesto severo.

—He hablado con los Palma y se sienten ofendidos, Ecueracapa —dijo.

El jefe lanzó varios improperios intraducibles en su lengua nativa.

—Al jefe navajo del sur Shaudín, Luz del Sol, también lo corroe la inquietud, pues ha visto bandas incontroladas de esos coyotes yumas de acá para allá, como perros enloquecidos —le advirtió al español—. El Gran Espíritu ha puesto en mis manos la vida y el destino de mi pueblo, y me ha confiado su protección. Una guerra llenaría también de dolor y hambre a los comanches.

—Sería desastroso para todos. Supondría un gran riesgo para España y nuestro entendimiento con los yumas. La autoridad, la reputación y el prestigio de la Corona quedarían en entredicho —repuso el oficial.

Era un momento de preocupación para todos, y el jefe habló:

—La senda hacia el mar del oeste se interceptaría y mi pueblo, desde el río Purgatorio al Brazos, tendría aprietos para comerciar. ¿De qué nos sirve cazar bisontes, martas y nutrias si luego no podemos vender las pieles en los mercados de California y Nuevo México? —se lamentó el jefe comanche.

Con el ceño fruncido, Martín se decidió a formularle una delicada pregunta y, cambiando de tema, le soltó:

—¿Sabes quién ha enviado a ese asesino, o asesinos, a matar frailes inocentes? ¿Ha sido Palma, Halcón Amarillo, Carlos…? Estoy seguro de que sabes algo. Tus guerreros son muy astutos y capaces.

Ecueracapa miró con gesto indulgente a Martín, y con semblante prudente y franco, el jefe declaró sin mucha certeza:

—Los tres y ninguno. Pero préstame atención mientras bebemos y comemos —dijo, y una mujer dispuso en la alfombra de esparto cazuelas con alubias, tortillas de maíz, un chile de carne de carnero y quesadillas indias.

Ecueracapa, mientras apuraba una costilla, alzó la cabeza y le reveló:

—Hace tiempo, en el seno de la nación yuma, y para preservarse de sus enemigos, se creó una organización secreta de guerreros conocida como los Rostros Ocultos, o Falsos, matones sin piedad, pero muy valorados por su capacidad de matar, que aterrorizaban con secretos y selectivos crímenes a los pueblos de alrededor.

Los ojos desorbitados del capitán mostraban su confusión. ¿Una estructura secreta y asesina entre unos indios que apenas si sabían ordenarse?

—¡Hijos de mala madre! Que Dios los absuelva. Yo no —saltó el oficial.

—Aseguran que, en sus ceremonias, esos asesinos llegan a ver el rostro del Gran Padre, que los anima a defender con sangre sus tierras.

—Tal vez sea el de la muerte y andan confundidos, gran jefe —contestó.

El patriarca comanche lo obsequió con una mueca nada alentadora.

—Esos sicarios llaman a sus asesinatos la lucha yuma, y suelen actuar con caretas de cuero y crines de caballo para perpetrar sus maldades. Son difíciles de controlar, pues actúan en solitario. Nunca los encontrarás. ¿Comprendes el problema al que te enfrentas? —se mostró sincero el comanche.

—Sí, esa tarjeta de visita de las máscaras ha aparecido en los cadáveres.

—Lo sé, capitán, así como que antes de actuar suelen bailar la Danza del Lobo o de la Muerte y beber pócimas que les nublan los sentidos, lo que implica estados de éxtasis y trance, dominio de los espíritus y posesión de las ideas de la infamia, franquear inmensas distancias, obrar el mal y regresar después —reveló, y los españoles se revolvieron inquietos en la estera.

El mundo parecía haberse detenido para el oficial del rey, que permaneció abstraído y absorto, como si no comprendiera la complejidad de las creencias indias, las que, por otra parte, había conocido en su niñez a través de Wasakíe, la apache con la que convivió de niño y a la que amó y lloró tanto. A los pocos instantes volvió al mundo real, y negó con la cabeza rotundamente:

—Eso es pura superchería, jefe. ¿Cómo quieres que lo entienda?

—Amigo mío, créeme, no desdeñes el poder de los chamanes indios.

—Me resisto a admitirlo, Ecueracapa, no así su maldad —respondió.

Viendo la consternación de Martín, lo alentó:

—Martín, debes buscar como una comadreja el móvil de esas muertes. Eso es lo importante para solucionar esos endemoniados casos. ¿Qué objetivo persiguen? ¡El desconcierto, el miedo, el caos y la rebelión! Sembrar la anarquía y el desgobierno en la frontera.

El sargento Ruiz comenzó a ahogarse con el humo que iba adueñándose del lugar. Desató el pañuelo rojo de su cuello, y tosió en él. Luego meneó la cabeza. Su tisis empeoraba en los ambientes cargados.

—Y ahora te voy a hacer una pregunta, don Martín —intervino el jefe—. ¿A quién le interesa más esta situación de desgobierno, guerra y confusión? ¿A los yumas del norte o a los del sur?

Arellano se expresó despaciosamente para que tradujera su intérprete Chiquito. No comprendía la intención exacta de la pregunta.

—¿A ambos, gran jefe?

—Yo apostaría más por los del norte, gane'ge, capitán blanco. Esos clanes que no controla Palma, que solo es un amigo interesado de los españoles. Los del norte tienen dificultades para mantener su comercio —reveló enigmático el comanche, y Martín mostró un gesto de desconocimiento.

—¿Su comercio? ¿Acaso los havasupais y los walapales yumas se dedican a algo que ignoramos? Los creíamos pacíficos y cazadores. Nada más.

A Ecueracapa se le incendió el semblante y en una explicación llena de ira le reveló algo que él ignoraba.

—¡Sí, capitán! A la venta de niños y mujeres a las tribus bárbaras bebedoras de sangre humana que viven más allá de los helados ríos Klamath y Miwok. Mi pueblo, antes de descender de las Montañas Negras, sufrió sus incursiones, en las que nos robaban criaturas y jóvenes vírgenes.

Parecía que un viento furioso había invadido la tienda del Consejo. El aturdido Martín musitó, más que pronunció, su contestación:

—¡¿Qué?! No puedo creer lo que me revelas, gran jefe. Esto cambia el escenario completamente. ¿Me hablas del maldito comercio de seres humanos al que se dedicaba Cuerno Verde, vendiendo a sus hermanos en Eminence? Creíamos que eso ya había desaparecido en estos territorios.

Ecueracapa volvió el rostro apesadumbrado. Bebió un trago de mezcal y dijo:

—Sí, a eso me refiero. Pero los frailes y los colonos asentados en las misiones del sur y del interior comparten su parte de culpa —le confesó, reservado.

El capitán de dragones se sobresaltó. Aquella impensada revelación del comercio de carne humana y de la responsabilidad de los colonizadores de La Concepción, San Pedro y San Pablo modificaba sus opiniones.

—Escucho tu palabra sabia, jefe Ecueracapa —lo animó a explicarse.

El gran jefe no se alteró. Aquel español nada arrogante le provocaba confianza y buena voluntad. Habló:

—Voy a ser directo, pero veraz. ¿Recuerdas la sublevación comanche, en tiempos de tu padre? Se inició con el incendio de la iglesia de San Sabá y con la matanza de sacerdotes, y se estableció un sangriento precedente.

—Claro, ¡cómo olvidarlo! Yo era un niño. ¿Intentas decirme que los yumas pueden imitaros, Ecueracapa? ¿Volver a atacar una misión e incendiarla?

—Es muy posible, Martín —admitió—. Saben que es lo más sagrado para vosotros y ahí darán su primer golpe de gracia. Estoy seguro de ello.

—No puedo aceptar tamaña deslealtad de Salvador Palma —repuso.

—No han sido persuadidos por los misioneros de la bondad de vuestra religión, y se la han impuesto. ¡Grave error! Y ese es el problema que hoy subleva a los cachorros de Palma —afirmó el parsimonioso anciano.

Arellano titubeó. Toda su vida había sido un constante rastreo de la lógica, y nunca de la superchería y de la fe ciega en una religión, y aseguró:

—Nací a la vida en esta tierra en Texas, gran jefe, y su majestad solo desea llevar la luz de Cristo a los que la ignoran, e incorporaros a nuestra sociedad, aunque es verdad que nada permanece inmutable en esta vida.

El jefe no tenía deseo de discutir, pero rechazaba el proceder de los frailes.

—Pero ¿cómo escribir en los corazones indios esa nueva fe? ¿Obligándolos? Ya no empleamos nuestros calendarios para la caza o la siembra, sino el que nos marcan los padrecitos con la vida y muerte del Señor. No somos ganado y la gente de Palma, por muy leal que os parezca, no lo va a permitir y está dispuesta a resistir encarnizadamente para defender su libertad.

Arellano notó que se estremecía. No eran buenos augurios.

—¿Entonces crees que esta crisis lleva tiempo gestándose?

—Así es, amigo mío, y se me revela muy peligrosa —insistió—. El vendaval de la guerra estallará si el gobernador no les ofrece una solución.

Parecía como si la amistad de España con el mundo indio se hubiera esfumado. Martín luchaba para no resignarse y lo miró afligido.

—¿Tú también te crees engañado con el pacto firmado con los españoles, Ecueracapa? —preguntó Arellano.

—En modo alguno, capitán, pero los frailes han mezclado y confundido la religión con la vida de las tribus. Los franciscanos acabarán siendo pasto de las flechas yumas, pero esta vez en masa, te lo aseguro.

Arellano saltó como un rayo ante la amenaza que oía de sus secos labios.

—¡La autoridad real no será menoscabada ni en Nuevo México, ni en Texas, ni en California, gran jefe! Parece que hablas por boca de Palma.

En tono irónico, Ecueracapa sonrió con su boca desdentada.

—No es la autoridad real la que se cuestiona, sino la de unos frailes codiciosos que atosigan a los indios. Esa conducta se ve todos los días.

—Quizá la solución al hambre de los yumas sea integrarse en el mundo hispano, y no hacerlo pedazos, jefe. El coronel Neve posee un espíritu compasivo y siempre ha defendido al indio —le recordó.

Ecueracapa miró hacia otro lado, y pareció tomar partido por los yumas.

—Necesitamos a los españoles para sembrar, hacer acequias, domar caballos, proporcionarnos mercados y construir caminos, presas y poblados, pero respetad nuestros usos. Los indios deben ser libres para elegir su fe y recibir la educación sagrada de nuestros padres. ¿Lo entiendes, capitán?

A él no tenía que convencerlo, sino al gobernador y al virrey.

La charla no lo había reconfortado, pero sí había aclarado su mente. El asesino, o asesinos de los dos hermanos y del vigilante, eran víctimas de un mundo cruel e intolerante. Por eso surgían de aquellos valles, sierras y pedregales indios fanáticos que utilizaban cualquier maldad a su alcance para defenderse de quienes los desalojaban de sus veneros y praderas de caza.

Compartieron una pipa y los dragones regresaron al campamento de forma silenciosa. Los pulsos de Arellano estaban disparados, su respiración se tornó galopante, y apenas si podía cerrar los párpados tendido al raso. Fumó tabaco de su pipa e intentó tranquilizarse mientras ponía en orden sus pensamientos.

Se levantó y del baúl de campaña sacó su recado de escritura. Y sobre sus rodillas escribió una urgida carta a la escasa luz del farol de campaña, que despabiló vertiendo un poco de aceite. La noche era tibia y serena.

 

Al excelentísimo señor gobernador de California, don Felipe de Neve, del comandante de los presidios, Martín de Arellano y Gago, maestro de espada y capitán de dragones de Su Majestad, en exploración por el territorio yuma y comanche. Os despacho este informe confidencial sin aguardar a mi llegada por la comisión encomendada de aclarar los asesinatos de San Gabriel.

He de comunicaros con dolorosa obligación que ha tenido lugar cerca de Pozo Carrizal un nuevo y funesto episodio en la persona de un hermano limosnero, que también ha sucumbido a la maldad de ese demonio errante, siendo vilmente asesinado.

Por otra parte, tras celebrar pacíficas entrevistas con el jefe yuma Salvador Palma y sus hermanos, y con Ecueracapa, nuestro aliado comanche, he de haceros partícipe de una información que afecta a la estrategia del Virreinato, por cuanto la nación yuma, por controversia con los frailes franciscanos y la actuación irreflexiva del alférez Isla en la misión de San Javier y el poblado de La Concepción, puede acabar con la franquicia del nuevo Camino Interior hacia la Alta California, abierto por el gobernador Anza y quien esto escribe.

De producirse el enfrentamiento abierto con las tribus yumas, constituiría una ruina para California y el Virreinato de Nueva España, pues constituye el paso natural que comunica a personas y bienes. Como quiera que aún debo hacer unas pesquisas por las orillas del Colorado y entrevistarme con el prior de San Gabriel, envío este sucinto informe a través del explorador Hosa, Joven Cuervo, para que conozcáis cuanto antes lo que aquí acontece y podáis ponerlo en conocimiento del Virrey Mayorga, por si decidiera enviar más refuerzos o equipos materiales a la zona de apremio, un arsenal a punto de estallar.

No obstante, como sé que Vuecencia es proclive a desentrañar los problemas y sus efectos y llegar al origen de estos, tras conversaciones con estos jefes indios y reflexivas meditaciones, estimo que el mal ambiente no hace sino acentuarse cada día más. La intervención de un contingente de dragones en la confluencia de los ríos es necesaria y urgente.

Estoy convencido, Señor, de que el caso de los asesinatos no acabará bien y que sin que lo advirtamos se alzará de nuevo la guerra, la desolación y la calamidad. Las tribus yumas del Colorado y el Gila se sienten agraviadas e impera el descontento. Existen pocas esperanzas de encontrar al ejecutor, o ejecutores, pues se trata de una cuadrilla organizada y secreta que se ha juramentado para matar en el anonimato en truculentos ritos paganos en los que beben sangre y estimulantes.

Carecemos de testigos y de pistas fiables, y obran en el más enigmático de los secretismos, amparados por los jefes de las tribus y de los clanes.

No obstante, por Ecueracapa sé a qué secta criminal pertenecen y cómo actúan, siendo poco más o menos que inatrapables, pues su maldad y sus apoyos los hacen invisibles. Este asunto, poco corriente a todas luces, debe tenerse como muy perentorio para la Corona. Todo crimen violento debe tratarse con tiento, don Felipe, y estos más, pues encierran la semilla de un levantamiento de consecuencias funestas para España.

He observado también que Salvador Palma y Carlos han perdido la mesura, y en mi viaje por estos pagos los rumores de conspiración contra los españoles han cobrado una importancia máxima. Hoy desafían la autoridad de los sacerdotes y mañana desafiarán la de Su Majestad. No debemos jugar con fuego, Señor.

Los yumas están viendo cumplida la oportunidad que colme sus ambiciones y están perdiendo los estribos. Ambos juntos se están comportando como el zorro que acecha, conscientes de que es cuestión de tiempo el abalanzase sobre nosotros.

En menos de dos semanas, Deo volente, estaré en vuestra presencia.

Dios os guarde y colme de salud.

 

El capitán había escrito la nota con ingrata lentitud.

El desasosiego por la situación crecía en su interior. Prestó oídos a los ruidos del bosque que lo rodeaba, y solo escuchó el resoplar de los caballos, el aullido lejano de un coyote, algún ronquido de sus hombres y los pasos del centinela. Releyó la misiva una vez más y, dándola por buena, la cerró y la lacró. Después acomodó la cabeza en la silla de montar y contempló el firmamento estrellado hasta que le costó mantener los párpados abiertos.

Y, cansado, se dispuso a conciliar un efímero sueño.