Venganza comanche

 

 

 

 

 

Las caballerías otearon el aire acuoso.

Estaban inquietas y piafaban.

Martín, envuelto en la manta, sintió algo de frío al albor a la mañana siguiente de su entrevista con Ecueracapa. Se cumplía la última guardia y los grillos habían concluido su estridente sinfonía nocturna.

Unas gotas de rocío escapadas de un olmo lo habían despertado al lamerle el rostro. Todavía adormecido, llamó a Hosa, al que ordenó que se preparara para cabalgar sin descanso y le recomendó que siguiera la ruta de San Antonio, así llegaría antes a su destino: el presidio de Monterrey. El explorador apache no entendía nada. No había regresado del todo de sus ensueños.

—Joven Cuervo, entrega al gobernador esta carta en mano. Es de vital importancia. He de permanecer unas semanas investigando por valle Salado y arroyo Conejos. Don Felipe necesita saber con urgencia cuanto sucede en esta frontera. —Le palmeó afectuoso el hombro.

El apache se desperezó, miró aturdido a su oficial y se restregó los ojos.

—¡A la orden, señor! El itinerario es seguro. Está jalonado de ranchos.

Hosa le dio la espalda y, tras preparar su veloz ruano, coger las armas, abrocharse el uniforme y el cinto y tomar algunas vituallas, se caló el sombrero y desapareció como una visión por el espeso carrizal.

Era el correo ideal. Pero tenía ante sí muchas leguas que recorrer y cien senderos que elegir.

 

 

En la tibia mañana otoñal que siguió al alba, se apreciaba una ruidosa actividad en el cercano poblado comanche de Ecueracapa, incluso gritos guerreros inidentificables. Los dragones llegaron a oler el grato aroma de las tortas de maíz hechas en hornos de piedra.

Martín enfiló el catalejo y vio que vivían en paz y abundancia, lo que le alegró. Había concluido el tiempo en el que tuvieron que comer cueros podridos, roer raíces y las tiras de piel de sus vestidos. Pero eso fue antes de la feroz guerra contra España y de la paz firmada por Ecueracapa con el gobernador Anza. Las cabelleras de los colonos, de los yumas, apaches, y de algún dragón, ya no colgaban de sus lanzas.

No obstante, la piel comanche seguía siendo roja y su corazón indomable, aunque ya no ejercían la violencia con los débiles y aceptaban el símbolo de los hombres blancos, la cruz, aunque pocos frailes se atrevían a evangelizarlos.

Los comanches vivían en la Morada de los Vientos, como ellos llamaban al acotado territorio de la Comanchería donde cazaban. Sus verdes praderas les pertenecían sin ejercer la violencia, la muerte y la devastación, y de nuevo los espíritus del lobo, el coyote y el águila los protegían desde el cielo infinito. Vio cómo jóvenes de atezadas trenzas curtían las pieles al sol o despiojaban a sus hijos, y las ancianas de cabello blanco secaban la carne de búfalo en los armazones de caña. Era un pueblo disciplinado guiado por un sabio y experto anciano, que resistía las enfermedades y ya no vivía en ciénagas.

Otras mujeres desnudas hasta la cintura se aseaban con manojos de punche, la pulpa de hojas de maíz; algunas amamantaban a sus criaturas, mientras otras lavaban ropas en un abrevadero con palas y cantos rodados.

En los tipis colgaban los escudos redondos de guerra hechos con piel de antílope, más trascendentales para un comanche por su valor mágico que por defenderlos de las mazas y flechas de los enemigos. La vieja nación había resuelto el riesgo de matar o morir como única norma de vida con la desaparición de Cuerno Verde, aunque muchos temían aún a su espíritu.

Arellano todavía recordaba su adarga con las plumas de ave rapaz y el búfalo y las tortugas grabadas en la piel que ahora se exhibía en los Museos Vaticanos. Él mismo la había llevado a Roma como si se tratara de un talismán que había que atesorar entre cristales y candados en la más grande casa del Dios de la cristiandad. Pero para él aquel era un tiempo casi relegado al olvido.

Los dragones comieron gachas calientes de maíz y bebieron una taza de mezcal, la bebida fermentada del corazón del maguey, de un pellejo que les habían regalado los comanches el día anterior junto a algunas aves acuáticas asadas.

Estaban preparados para cabalgar por la comarca y buscar alguna pista del escurridizo asesino, cuando el vigía anunció la visita al campamento español del gran jefe Ecueracapa. A Martín le pareció raro.

El capitán se tocó el ala del sombrero en señal de bienvenida.

Ecueracapa vestía aquella mañana una túnica bermellón hasta los pies y un manto azulado de abrigo con ribetes de marta, propio de los grandes jefes, y al que conocían como la capa de autoridad de la nación comanche.

Abrigaba su cuello con un pañuelo añil en el que brillaba una tosca figurilla en plata de lo que parecía un ánade. Peinado con dos pulcras y ásperas trenzas de color gris, portaba en una mano el cayado de gran padre de los comanches tonkawas, y en la otra el ritual hatillo de plumajes negros que le confería la sabiduría del Pájaro Parlante, que todo lo ve y todo lo conoce.

Mas a los españoles los inquietó que llevara el rostro pintado de azul, aunque sin las rayas negras de guerra, y que su caballo bayo exhibiera varias manos, blancas y rojas, impresas en los lomos. Al menos era alarmante.

—Los dragones del rey se sienten halagados con tu visita, gran jefe.

—¿Os marchabais sin despediros, Capitán Grande? —preguntó.

—En modo alguno, amigo mío, íbamos en busca de alguna pista del asesino del padrecito. El apache Hosa encontró huellas al otro lado del río —dijo.

El líder indio exhaló una sonrisa socarrona, de esas que alarman.

—Puede que yo te haya ahorrado esa cabalgada estéril. ¿Deseas montar durante media legua con nosotros y navegar en una de nuestras canoas?

La insólita invitación dejó en suspenso al oficial español y al sargento Ruiz le pareció que podía tratarse de una trampa rastrera, muy propia de un comanche. Pero sabía que al anciano guía indio no le interesaba romper el pacto y mucho menos enfrentarse a las espadas y los Brown Bess de los dragones. Arellano aceptó, pero asistido por unos escoltas de su tropa.

Con aire de recelo y circunspección, cuatro dragones armados siguieron a la partida india y a su capitán. El camino de sirga se abría entre dos hileras de juncias, robles y sauces, por donde los caballos pasaron de uno en uno. Arellano no sabía si la teatral escenificación que el comanche había eludido aclarar los conduciría a alguna parte.

Algo misterioso sucedía. Lo intuía. Pero el jefe rebosaba de entusiasmo.

Martín anudó en su cuello el pañuelo rojo para protegerse del frío. Le afloraba en su duro rostro una mirada difícil de desvelar. Debía redoblar su cuidado y estar atento a cualquier treta descontrolada de los comanches.

Cabalgaron un trecho mientras Martín no dejaba de mirar el oscuro, pensativo y altanero semblante de Ecueracapa. Cuando desmontaron, olió a humo y el gran jefe lo invitó a subirse a una canoa, una me'til de cuero y madera usada por sus tribus para pescar, acompañado por el sargento Ruiz. Los demás se quedaron en la orilla vigilando y con las armas prestas.

Las rojizas y turbias aguas del Colorado brincaron al ser golpeadas por los remos. Con unas pocas remadas alcanzaron un recodo fangoso, donde varios comanches casi desnudos y con pinturas negras en la cara ajusticiaban a lo que parecía un yuma, por su camisa y pantalón occidentales. Se habían encarnizado con él de forma horrible.

Un indio joven estaba atado por las extremidades a dos troncos de mezquite y, aunque parecía vivo, se hallaba al borde de la muerte. La piel la tenía entre verdosa y violácea, quizá porque le habían aplicado algún tóxico.

Los soldados españoles observaron que el indio torturado aceptaba su atormentada muerte sin rechistar, de buen grado, y que esgrimía una mueca grotesca, como si los comanches lo transportaran a las praderas eternas e infinitas después de haber sido apresado en un acto de guerra.

Arellano pensó que con enemigos así era muy difícil luchar. Aquellas cuencas vacías y sin vida lo impactaron, mientras balbucientes palabras escapaban a borbotones de los labios del moribundo yuma, que los tenía partidos y amoratados. De la boca le chorreaba un hilillo de babas y sangre. No lo reconocería ni su propia madre.

Ini… son, ini… son —murmuraba el moribundo.

—¿Quién es ese hombre, Ecueracapa? —preguntó Arellano.

—Dice llamarse Cuervo Sentado, y es el asesino del limosnero. Había perdido su mula, y la buscaba. Ese detalle ha sido su perdición, pues se le escapó y vino hasta nosotros. Pero no cantes victoria. Es un asesino de los muchos Rostros Ocultos, pero hay más —aseguró—. Espiaba tu campamento y mi poblado. Los yumas y esos coyotes de Palma y Carlos ya saben lo que le espera al que rompa la hospitalidad comanche, o la de sus amigos españoles.

El ánimo de Martín de Arellano no era el más oportuno para presenciar muerte tan atroz y constatar la iniquidad que pueden alcanzar los seres humanos, pero el oficial sabía controlarse y solo se limitó a asentir al jefe comanche. Después guardó un silencio sepulcral y el sargento Ruiz apretó los dientes. Deseaba gritar con todo su ímpetu y denunciar aquel repugnante acto de barbarie. Pero se contuvo.

Percibieron una sombra de sonrisa en Ecueracapa. No era su forma de matar a un enemigo, pero odiaba a los yumas. Los gruñidos roncos del desdichado les batían en las sienes a los soldados españoles, pues sus lamentos parecían los de una bestia.

—Esos yumas aprenden a matar, robar y asesinar cuando aún no han salido del vientre de sus madres. Esta es la única forma de tratarlos y el único lenguaje que entienden estos perros —se justificó el jefe comanche.

El ajusticiado, al parecer atrapado por husmear y espiar el poblado comanche, tenía un final violento y espantoso. Su tufo vital ya olía a muerte. Ecueracapa, sin descender de la canoa, alzó la mano, y compuso una señal inequívoca. Uno de sus guerreros participantes en la ejecución le practicó un seco tajo en el pecho y, arrancándole el corazón, lo alzó triunfalmente.

Después lanzó un horrísono aullido y le dio varios mordiscos que empaparon su cara.

—Otra abominación más de estos salvajes —dijo en voz baja el sargento, al que se le desató una tos convulsiva que aminoró con su pañuelo.

Martín, impasible, le pidió a Ecueracapa que regresaran. Se le veía desconfiado y ausente, y difícilmente le agradecía la expeditiva justicia que había elegido.

Regresaron silenciosos y asqueados, y a Martín todo le pareció gris, triste y tétrico. En la montaña estalló una tormenta que retumbó en el valle y algunas gotas de agua resbalaron sobre las monturas. Ecueracapa habló bajo la lluvia:

—¡Es una advertencia para otros como él! ¡Palma es un tarado!

—Quizá Salvador Palma no olvide esta ofensa, gran jefe.

El guía comanche soltó una sonora e hilarante carcajada.

—Esos Palma son hombres atrapados en todo tipo de inmoralidades y el Gran Espíritu los detesta. Tienen metido el miedo comanche en su alma. No harán nada, Martín, y por un tiempo dejarán de matar frailes.

Arellano asistía sin inmutarse a las conclusiones del viejo comanche.

—¿Y se enfrentarán al rey de España, jefe? —preguntó.

Martín no sabía el alcance de la predicción, pero escuchó su réplica:

—Si el gobernador muestra la menor debilidad, lo harán. Esta ejecución no les importa. Sus instintos naturales son los de la traición y la crueldad —dijo con determinación—. Los yumas venden sus lealtades al mejor postor, y ahora parece que la han entregado a los pueblos hermanos del frío norte.

Observaron que no había lástima ni compasión, sino odio contenido en sus palabras. Los yumas ya sabían cómo se las gastaban los comanches. Martín comprendió que apresar al asesino no era sino un fracaso y que podían ser muchos los anónimos ejecutores que aún andarían sueltos por aquellos contornos y poblados. Estaba seguro de que su misión de encontrar al asesino de San Gabriel estaba condenada de antemano y miraba a Ecueracapa, que parecía dominar con su mirada de viejo halcón todo el territorio y cuanto en él acontecía.

Algo se le escapaba de aquellos crímenes irracionales, abocándolo a un callejón sin salida. Había disipado pocas sospechas y volvía al presidio con más preocupaciones de las que había salido.

El tiempo apremiaba y antes de que sus diferentes caminos se separaran, el oficial español y el gran jefe indio se cogieron las manos. El anciano comanche insistió en que permanecería alerta y se sonrieron con amistad franca. Mientras se despedían, lo reiteró como un consejero bondadoso y paternal:

—¡Nunca apresarás al asesino en flagrante delito, capitán! ¡Son todos!

La lluvia arreció y unas densas gotas empaparon los uniformes y los lomos de los caballos y también al ganado salvaje que pastaba en los páramos, que desapareció de sus vistas. El empalidecido cielo se estaba oscureciendo aún más, y a Martín todo le pareció plúmbeo y alarmante.

Cavilaba que el mal es algo indisociable al mundo, y que está íntimamente unido al hombre, quizá por débil, o por codicioso. No le quedaba mucho tiempo y parecía que el asunto yuma se presentaba como si cavaran en un pozo seco en busca de agua y solo hallaran piedras. No dejaba de considerar el tétrico incidente y se perdía en sus oscuras conjeturas.

—Dios no está aquí, mi capitán. Habita en otros espacios —dijo el sargento recordando combates pasados con aquellos salvajes irreductibles.

—Estos desiertos polvorientos levantan la ira de los hombres, Sancho —contestó parco en palabras—. Violencia y muerte en tropel. Unos por conservar sus tierras y las cenizas de sus muertos, y nosotros por incrementar la gloria de España y del rey.

—Esta perra vida no la arregla nadie, don Martín —ironizó socarrón.

—¡Bien, sargento! —ordenó—. No nos dirigiremos a San Gabriel, como estaba previsto. Regresamos a Monterrey. Anúncialo a la tropa.

A pie en tierra o montados, fueron acortando el Camino Real de la costa, desde San Diego hasta la capital de California, entre crepúsculos rojizos, amaneceres azulados y días nublosos, con los fusiles y los cebadores enfundados y sus cuerpos encorvados por el agotamiento. Un universo de malezas, pinares y desfiladeros intrincados eran delineados por el inmenso océano del Sur, que les servía de brújula infalible.

Retornaban silenciosos, con las manos vacías y las almas encogidas.

Entre el olor de su propio vaho y el rebufo de las monturas, cruzaron polvorientas aldeas, ranchos fecundos y misiones blancas, hasta que divisaron la luminosa tonalidad del caserío de Monterrey. Sus ojos se alegraron.

Un sendero sembrado de gencianas, rosas, ocotes y artemisas descendía hacia la costa. Martín había sentido nostalgia de Clara Eugenia, a la que pronto besaría, y de fumarse una pipa de picadura cubana mirando al mar.

Después de un regreso infructuoso y casi vejatorio, hilaba en su cabeza la conversación que pronto tendría con el gobernador Neve. Pero ¿lo escucharía?

De repente, uno de los dragones señaló con el dedo el mar.

Arellano asió el catalejo, lo alargó, lo ajustó y divisó dos naves fondeadas en el puerto con las oriflamas de un apagado color amarillo y el águila bicéfala coronada de la zarina de todas las Rusias, la emperatriz Catalina II. No había duda, las reconoció. Las embarcaciones eran formas y siluetas desdibujadas detrás de la ciudad, como si espiaran sus movimientos y su fuerza.

Pensó que uno sería el patache Apóstol San Pedro, que pertenecía al conocido mercader de pieles Alekséi Chírikov, un viejo conocido; y la otra era una goleta anónima de mayor calado y de gran velamen que parecía de procedencia inglesa. No era buena señal. ¿Se trataba de un navío de guerra?

El silencio creció en la tropa por encima del desconcierto.

—Esos rusos no cejan en su intento de hincarle el diente a California —dijo Ruiz—. No me fío de ellos y el gobernador estará en un apurado dilema.

—Con los yumas hostigando por el este, y los rusos por el norte, no es claro el futuro, Sancho. ¿Lo sabrá el virrey Mayorga? —añadió Arellano excitado.

Volvieron al sendero y, antes del ocaso, accedieron a la ciudad.

Al cruzar la plaza, la gente se detuvo ante la cansada y cenicienta tropa que regresaba de la frontera. En la mente de Martín se despeñaban funestos presagios sobre la presencia de las naves rusas en el puerto. Pronto saldría de dudas. Calmadamente, Arellano ordenó a la fuerza ecuestre que presentara armas ante la bandera y la guardia del presidio, y que desmontara.

Al poco, la noche fue cayendo sobre la ciudad, aunque aún centelleaban reflejos anaranjados en el vasto océano Pacífico.