Nicolái Petróvich Rezánov

 

 

 

 

 

Los ociosos ciudadanos de Monterrey, los arrieros que daban de beber a sus recuas en la fuente, los indios y las vendedoras del mercado repararon en un carruaje con tiro de cuatro caballos que se detuvo ante el palacete del gobernador de California. El cochero bajó el estribo y su único ocupante, un extranjero desconocido, descendió con la ayuda de su asistente de cámara.

Don Felipe de Neve, que lo aguardaba ceremonioso, lo recibió en la puerta del palacio y lo acompañó hasta el interior. Al entrar, el introductor del gobernador hizo sonar el varal y anunció:

—Su excelencia don Nicolái Petróvich Rezánov, chambelán de la zarina de todas las Rusias, su majestad Catalina II, magistrado y coronel de la Guardia Imperial, e inspector general de las compañías navieras de Alaska.

Neve, vestido de gala y tocado con una peluca empolvada, se presentó a los oficiales y a sus esposas con un obsequioso gesto, y estos a su vez le sonrieron inclinando la testa. Las damas españolas, que lo escudriñaban tras sus calados abanicos, se habían ataviado con sus mejores galas: vestidos a la moda francesa según los figurines que sacaban de los números atrasados de Les Délices de Paris y Les Nouvelles.

Esa tarde Clara Eugenia había convertido su casa en un tocador para sus amigas más queridas: Jimena Rivera, hija menor del capitán don Fernando y Conchita Argüello, hija del oficial mayor del presidio de San Francisco, don José Darío, casi una hija para el matrimonio Arellano; y había aplicado a sus rostros afeites y polvos de albayalde, por lo que difícilmente podría apreciarse su rubor si el invitado ruso les regalaba algún requiebro.

Estaban invitados a la recepción algunos hidalgos, la rica burguesía emergente y varios armadores de barcos, caballeros en su mayoría de los que llamaban en Nueva España «nobles de cortejo», pues se dedicaban a visitar a las damas vestidos de raso y exageradamente acicalados para jugar a las cartas, recitar poesías, hablar de parientes en la Corte o tomar chocolate sin más pretensión que dejarse admirar por su fatua pedantería, ajenos a que en el viejo continente se avecinaban revoluciones y cambios.

El salón que se conocía como del Trono se había llenado a la hora del crepúsculo de señoras empolvadas, caballeros con levitas rebosantes de condecoraciones, bandas, botonaduras, charreteras, escarpines de charol y sables relucientes.

Arellano, como exigía la etiqueta, se encasquetó el uniforme de gala de capitán de dragones: guerrera blanca con el cuello rojo, pantalones azules y botas de caña, y lucía un reloj de bolsillo Barlow regalo de su padre, asesinado por los comanches. Jamás había llevado peluca, así que se había peinado hacia atrás y recogido la melena con un lazo negro, y se había aseado y recortado las patillas, bigote y perilla como requería el acto.

Rezánov era un hombre de mediana estatura y que rayaba la cuarentena, distinguido y de corteses modales. Al ingresar en el salón abrió una cajita de plata y aspiró unos granos de rapé, signo de su buen gusto y savoir vivre. Llamaba la atención por su tez clara, ojos muy azules, cabello rubio peinado hacia adelante, cuello esbelto adornado con un pañuelo color crema, nariz fuerte y mentón con un hoyuelo que cualquier mujer definiría como atractivo. Se ataviaba con una librea bordada, camisa almidonada, banda azul sobre chaleco de seda y pantalones marfil sobre chapines con hebillas de plata. Tras los murmullos contenidos de las damas, el gobernador interrumpió el momento y exclamó:

—La capital de California se siente honrada con la visita del chambelán real de Rusia y le ofrece su más acogedora hospitalidad.

Aunque hablaba varios idiomas, entre ellos el aleuta de Alaska, el embajador ruso aún no dominaba completamente el castellano, así que agradeció la bienvenida en latín y en alguna ocasión tuvo que ser traducido por el hermano de Conchita Argüello, don Luis, y por el padre Uría, párroco de San Carlos.

Los allí congregados deseaban saber las verdaderas intenciones por las que se hallaba allí, y por qué tenía fondeada la goleta Jano frente al puerto, con una batería de cañones apuntando a la ciudad, pero nada reveló y todos quedaron desconcertados. Pensaron que tal vez en la cena se extendiera, pero tampoco lo hizo, y cundió la alarma. Los platos y vinos que se sirvieron, de selecta exquisitez, desprendían aromas a nuez moscada, jengibre y canela. El invitado ocupó el sitio de honor bajo una gran lámpara de araña con decenas de velas encendidas; había molduras taraceadas, candelabros de plata, cortinajes de pliegues y una conversación ilustrada que complacía al ilustre chambelán ruso, que comió por vez primera patatas hervidas en salsa y degustó una taza de café.

—Estos tubérculos nos han llegado de la capitanía de Buenos Aires y de Chile. Quitarán mucha hambre en estas tierras —informó Neve.

Le concedieron luego el honor de abrir el baile, y el ruso lo hizo con un minué, escogiendo como pareja a Jimena Rivera, una delicada joven rubia, de piel casi transparente, que había sido prometida a un cadete de dragones que servía al rey en la Academia de Querétaro.

Pero lo que hizo cuchichear a los invitados fueron las miradas y saludos que Rezánov dedicó durante el ágape a Conchita Argüello, a la que no quitó ojo. Sus pupilas la buscaban en todo momento, y los labios de la californiana se estremecían de pudor. Era una jovencita de apenas dieciséis años, de mirada dulcísima y una de las muchachas casaderas más deseadas de California.

El intercambio de miradas, sonrisas y requiebros acabó ahí, pues Neve invitó al extranjero y a los capitanes Rivera, Argüello y Arellano a seguirle. Conchita, no obstante, se notaba muy halagada con las atenciones del huésped.

—Mantengamos una plática de caballeros en la compañía de un buen brandy y de unos puros recién llegados de Cuba.

Las damas permanecieron en la sala escuchando la orquestina mientras los cinco hombres se recluyeron en el salón privado del gobernador. ¿Conocerían entonces el motivo de la enigmática visita del ruso? Un fuego vivaz animaba un brasero de cobre dorado e incitaba al coloquio, en el que Neve confiaba que se despejaran sus dudas.

El gobernador preguntó por pura fórmula:

—¿A qué debemos la bondad de vuestra visita, chambelán?

En los ojos del ruso surgió una irónica luminiscencia.

—¡He arribado aquí para ofreceros la firma de un tratado, señor!

Los militares y el gobernante se mostraron impresionados. Sin perder un instante, el ruso lanzó su respuesta, ya premeditada.

—Os la presento a vos para que la hagáis llegar al virrey Mayorga y este, si lo cree conveniente, a vuestro soberano don Carlos III. Será un acuerdo favorable para ambas partes, os lo aseguro. Su majestad Catalina, mi reina, cumplirá hasta la última letra —aseguró convincente.

—Os oímos, señor—asintió Neve.

Un criado sirvió copas de brandy Maldonado, y don Felipe encendió un habano. Su ofrecimiento no resultaba nada tranquilizador, pues intuían que deseaba fundar una colonia rusa en California, y Neve tenía la orden de bloquear cualquier expansión extranjera, incluso con el empleo de las armas.

Rezánov, en un tono neutro, se explicó conciliador:

—Centrémonos en la cuestión y busquemos una salida a la esquiva relación que mantienen España y Rusia en esta parte del Pacífico. Malgastar posibilidades y talento resultaría lamentable para las dos potencias.

En sus palabras existía un acento de sinceridad que agradó a Neve, pero ignoraba adónde deseaba llegar. El diplomático ruso, resignado a hacerse entender, prosiguió:

—Excelencia, los embajadores de España en San Petersburgo, el marqués de Almodóvar y el vizconde de Herrería, denunciaron la presencia de cazadores rusos en Alaska, a la que consideran una posesión española. Mi reina no acepta ese estado de las cosas. Los españoles poseen medio mundo y han descuidado Alaska, su gobernación, sus recursos y la debida protección a los nativos. Es una terra nullius, una tierra de nadie, y hay lugar para todos.

Su declaración había sido mesurada, y reanudó su aserto:

—Mi reina solo desea que continuéis dispensándonos los mismos privilegios que el coronel Anza y el capitán Arellano, aquí presente, mantuvieron con Chírikov y la Compañía Shélijov-Gólikov. No he venido a esta parte del mundo a pelear por territorios, sino a acrecentar nuestros negocios y a haceros partícipes de los beneficios que ofrece Alaska.

Arellano estimó que había llegado el momento de intervenir:

—Eso supondría fortuna para ambos imperios. Hace unos años realicé un viaje de exploración a las tierras del norte con el brigadier Bruno de Heceta y el capitán Bodega. Formé parte de la empresa que tomó posesión de la isla de Nutka, que controla los caladeros de Atewaas y Kayung, aunque bien es cierto que sin signos de continuidad por falta de efectivos militares y de medios materiales. ¡La hemos abandonado!

—A eso me refería, don Martín —contestó el ruso esgrimiendo una sonrisa.

—Bien es verdad, don Nicolái —siguió don Martín—, pues fui testigo de que se intentó colonizar el valle de los Osos y el paso de la Gaviota. Pero, siendo franco, considero que hemos desatendido su gobierno.

Martín ni acusó ni exculpó a su rey, pero el diplomático ruso se expresaba con justicia y demostraba incluso gratitud. Rezánov se mostró dadivoso:

—¿Saben vuestras mercedes que el fuerte de Nutka está desamparado y que vuestros acuerdos con los indígenas son papel mojado? ¡Hasta el almirante inglés Cook se paseó por la isla como si fuera suya! Y si no tomó posesión de ella fue porque los nativos le ofrecieron un banquete con platos y cucharillas españolas, y abandonó los enclaves para eludir conflictos.

El gobernador se encontraba incómodo, porque la Corona, a pesar de sus insistentes peticiones a Madrid y México, había prácticamente abandonado Nutka, una isla que en el futuro inmediato sería el vínculo del comercio entre América y Filipinas. Un silencio hosco llenó la atmósfera y se elevó por encima de las cabezas de los conversadores. Aquel hombre era claro y veraz.

—¿Y entonces, señor Rezánov? —se interesó don Felipe.

—Os aseguro que ni el virrey Mayorga, ni vos, tendréis que temer nada sobre posibles establecimientos rusos en estas costas —se explicó—. Con este tratado, mi reina se ofrece iniciar un próspero comercio de pieles con las ciudades californianas, que no colonias, pues sé que las consideráis una prolongación de España —intentó halagar a los oficiales hispanos.

Para los oídos de don Felipe, aquella era una gran oportunidad.

—En modo alguno es un mal acuerdo —dijo Argüello, menos inquieto.

—Y os garantizo, señorías, que lograréis más productividad, si cabe, que con las mismísimas minas de Potosí. Las pieles americanas son solicitadas en Escandinavia, Inglaterra, Rusia, China, India y Persia. Su majestad Catalina promete que no fundará ningún emporio ruso por debajo del paralelo 50°. Todo está en el documento, con su firma y sello.

La sorpresa fue mayúscula. Ciertamente parecían no tener intenciones invasivas.

—Teniendo en cuenta que nuestro enclave más al norte es San Francisco, que se halla a 40º, es más que razonable vuestra propuesta, señor —replicó Neve—. Temíamos algún tipo de colonización en California y eso acarrearía un enfrentamiento y un conflicto que no deseamos. ¿Comprendéis, señoría?

El chambelán sacó del bolsillo una carta doblada y la abrió.

—Ahí tenéis el tratado rubricado y con lacres de doña Catalina, zarina de Rusia. ¡Leedlo, excelencia! Renunciamos a fundar una colonia en la desembocadura del río Columbia donde viven los pacíficos indios chinooks y no demandaremos territorios, sino relaciones comerciales que acarrearán a ambos pueblos riqueza y prosperidad, y que las compañías rusas tengan libertad de movimiento. España posee todo el Pacífico y parte del Atlántico, dejadnos un retazo del Ártico. No pedimos más, señores.

Una sirvienta encendió las velas y despabiló las apagadas. Se libraba una lucha sorda por intereses encontrados de dos naciones poderosas. Neve dijo:

—Estrictamente yo no puedo autorizaros a entablar un comercio activo, pero este documento saldrá para México en el correo de mañana, favorablemente informado por mí, os lo aseguro, señoría. El virrey Mayorga es hombre abierto a otros aires y reflexivo diplomático y valorará nuestras sugerencias. ¿Y cómo se realizarían esos intercambios, chambelán Rezánov?

Don Nicolái no se alteró un solo momento y explicó:

—No intervendrán los reyes, sino nosotros, los ciudadanos libres. Se haría a través de una compañía comercial, la Compañía Ruso-Americana de Pieles, que he fundado con capital ruso y la participación de hombres de negocios de las Trece Colonias inglesas, recientemente independizadas de Inglaterra.

Aquellas componendas les parecieron sorprendentes a los oficiales, en especial a Rivera, que se interesó:

—¿Y dónde piensa actuar su Compañía, señor Rezánov?

—Únicamente por encima del paralelo 55°: Kamchatka, Alaska, Japón y las islas Kuriles. Siempre alejados de la influencia y de las aguas españolas, pero colaborando con vuestros enclaves. ¿Entendéis, monsieur?

Argüello quiso ahondar más aún en las intenciones de Rezánov e insistió:

—¿Y para qué nos necesitáis, aparte de la compra y venta de pieles?

El ruso no se sorprendió, antes bien presentó con la mayor claridad sus propósitos. Era la cuestión que todos deseaban oír de su boca.

—Es obvio, señor Argüello. Mi base comercial de Sitka, en el golfo de Alaska, precisa de trigo, maíz, hortalizas, aceite, cuero, vino, aguardiente, carne y frutas de California, y también caballos y mulas. Lo pagaría a un precio muy generoso. Os necesitamos. Pieles y dinero a cambio de víveres.

Argüello, Neve y Arellano abrieron sus ojos desmesuradamente. Aquel hombre no era un conspirador y menos aún un anexionador o un mentiroso. No le parecía lo mismo al septuagenario Rivera, que se movía incómodo en su asiento y mordía, más que fumaba, su puro habano. Parecía no entender la situación y sacó a colación el orgullo y la prepotencia que lo definían. Era un hombre de otra época.

—El honor debido hacia mi rey y a la Corona de España está por encima de mi conciencia. Nos pedís demasiado. Deberíais volver a vuestra base.

—El honor a veces es el anverso de la ruina, capitán —respondió agrio el ruso.

Sin embargo, el gobernador había desechado sus miedos y mandó callar a Rivera. Escanció resueltamente más brandy en las copas, y brindó. Rezánov asintió cortés, bebió unos sorbos y alabó la prosperidad de los virreinatos hispanos, algunos de los cuales había visitado:

—El haber incorporado al indio a la casta hispana y haber creado una raza nueva, la mestiza, lo considero un milagro de la civilización europea.

—Gracias por vuestras versadas opiniones. Nos alientan —dijo Neve.

A Neve, Argüello y Arellano los atraía la claridad del eslavo, pero Rivera no había entendido nada del discurso y no captaba el viento de cambio que se avecinaba en las Indias Occidentales, donde muy pronto los criollos serían los únicos dueños de las tierras y de su destino, alejados del capricho de las cabezas coronadas. Neve veía sus dudas despejadas y confiaba en él. Aceptó el acuerdo sin cortapisas.

—Como está dentro de mis atribuciones, tenéis mi permiso para cargar vuestras bodegas de víveres dos veces al año. Y ¿hasta cuándo permaneceréis en California? —se interesó.

—Navegar ahora sería una temeridad. Esperaré a la Epifanía del Señor y partiré. Después, en julio, regresaré de nuevo para llenar las bodegas, que pagaré gustoso con oro y pieles preciosas.

—Seréis mi invitado en esta Pascua de la Natividad, señor Rezánov.

Encantado por la invitación del gobernador y tras degustar unos sorbos de brandy, el ruso dirigió su mirada al alférez Argüello. Le suplicó con cortesía:

—Don José Darío, ¿me permitiréis visitar a vuestra hija doña Conchita durante este tiempo? No me deis un no por respuesta, os lo ruego.

Si el ave fénix hubiera irrumpido por el mirador del salón no hubiera armado tanto revuelo como aquella impensada petición. Argüello se sobresaltó y sus labios se paralizaron. No podía creerlo. No le salían las palabras. Alzó la vista, lo miró estupefacto, y respondió:

—Claro está, señor chambelán, mi esposa y yo estaremos encantados.

Nadie olvidaría la tarde en la que recibieron la inesperada visita de Nicolái Petróvich Rezánov, que bien podría cambiar sus vidas. Al abandonar la salita, el gentilhombre olió un florero de rosas de California.

—Fragante y grato perfume —opinó, y se llevó un capullo a la nariz.