Matanza yuma

 

 

 

 

 

Rivera, que avanzaba ensimismado en sus pensamientos, volvió sobrecogido la cabeza al escuchar un extraño tañido.

Lo primero que advirtió fue un jinete solitario, parecía un dragón, que galopaba desaforadamente en su dirección profiriendo avisos desgarradores:

—¡Capitán, los yumas atacan! ¡Parapetaos en las rocas! —advertía.

Reconoció al cabo Pascual y luego miró atónito a lo lejos, pues reparó en una espesa polvareda, como de un violento remolino de los que preceden a las tormentas, y en un eco de caballos embravecidos y cada vez más cercanos.

Transcurrido un lapso casi eterno, el turbio horizonte puso al descubierto de los hombres de Rivera la estremecedora imagen de una oleada de indios a lomos de sus caballos desbocados, que, en enloquecida carrera, se le venían encima como una avalancha imposible de detener con tan solo veinte efectivos armados a sus órdenes. No podían creerlo. Jamás los indios se habían atrevido a tanto.

El astro solar, que estaba en todo lo alto, caía a tajo sobre los pedregales y las lomas. Brillaban los escudos yumas pintados con puntos rojos y los penachos de plumas de sus cabelleras y armas. Los cascos de los corceles pisaban las margaritas silvestres y levantaban remolinos de terrones, piedras y ramajes, mientras el espanto galopaba por las venas del grupo de españoles, que veían alarmados que no podrían rechazar tan descomunal tromba de demonios, que los hostigaban desde todos los flancos.

—¡Estamos perdidos, por todos los santos! —ahogó un grito de desaliento el cabo Pascual, que había llegado a avisar a Rivera.

—¡Venderemos caras nuestras vidas! ¡Jimena, ocúltate en el carro! —ordenó a su hija, que se escondió llorosa junto a otras mujeres y un niño.

La latente amenaza los agarrotó, como si se vieran embestidos por una estampida de bisontes salvajes que además chillaban como fieras. Rivera abrió sus incrédulos ojos y un nudo le atenazó la garganta. Era muy tarde para buscar un abrigo y resistir hasta que los otros advirtieran su tardanza.

El anciano oficial, espada en mano, decretó levantar precipitadamente un contrafuerte con cañas de los carrizos cercanos, algunos sarapes de piel, las sacas de avena y los dos carros de vituallas. Pero comprobó que no era suficiente. Se enjugó la frente con el pañuelo y percibió el agrio hedor de la muerte. Cebó su fusil Brown y las dos pistolas, y notó una extraña debilidad que le subía por las piernas. Blandió sus pistolas y gritó:

—¡Soldados de España, hombro con hombro y precisad el tiro! ¡Valor!

Nunca, en su dilatada vida de soldado, se había hallado ante una realidad tan comprometida.

—¡Caballeros, o sufrimos con vileza o morimos con honor!

—¡Por España y por el rey! —contestaron los dragones a una.

Sonaron pistoletazos y descargas de la fusilería hispana y en pocos instantes cayeron los primeros jinetes indios, pero muy pronto fueron envueltos por los hombres de Palma, que lanzaron sobre la trinchera nubes de flechas y lanzas que causaron estragos. La resistencia era inútil. En menos de una hora fueron desbordados por la turbamulta yuma, numerosísima para una exigua tropa de dragones que se desplomaban uno a uno en las sacas, heridos de muerte.

—¡Esos hijos de perra son más, pero no iguales! —animaba Rivera.

Las saetas emplumadas silbaban por doquier, y aunque se animaban unos a otros, caían asaetados y sin remisión. Rivera apretó los dientes y, tirando las armas, salió de la barricada, enfrentándose solo al hervidero yuma. Se asemejaba con su estatura, espada desafiante, cabello blanco y uniforme rutilante, a un héroe griego solo ante la inaccesible y erizada muralla de Troya.

Sabía que la situación no podía ser más desesperada, pero aguantó.

Estaba rodeado de sanguinarios indios yumas y cocopahs, que le arrojaron sus lanzas desde todos lados. Un proyectil le impactó en la parte blanda del cuello y le salió por la cerviz. Lo habían abatido. Y, con un placer incontinente, varios indios se lanzaron sobre el agónico oficial, a quien, con un hachazo en la cabeza, le dieron el golpe de gracia.

—¡El pendejo de Rivera ha muerto! —gritó Palma en castellano.

Uno le arrancó la guerrera azul, otro los pantalones y otros las botas y el sombrero, y se los pusieron allí mismo sobre sus cuerpos desnudos, pintarrajeados y ensangrentados, como si fueran valiosos trofeos. La satisfacción de Salvador Palma era ilimitada. Se había cobrado una antigua deuda contraída con Rivera, que lo había vencido en combates pasados, cuando el coronel Anza transitó por su territorio camino de la Alta California.

Ignacio Palma, a lomos de su corcel bayo, alzó la mirada y se carcajeó.

—¡Rivera ha muerto! —chilló, a lo que contestaron sus guerreros con gritos de victoria, entregándose al pillaje y al expolio de las cabezas de ganado, los caballos, vituallas, armas y aparejos.

—¡Aquí hay unas mujeres! —gritó uno al revisar uno de los carros.

—¡Atadlas a un caballo boca abajo y llevadlas con las demás!

Una de ellas era la temblorosa Jimena Rivera, que había ocultado su espléndida cabellera del color del oro con un pañuelo atado a la cabeza y tiznado su rostro, para así ocultar su belleza. Al ver tendido en el suelo a su padre exánime, tinto en sangre y desnudo, tuvo que ahogar un grito de dolor e indignación y tragarse las lágrimas. No serían las últimas de una odisea que solo acababa de comenzar para ella.

No había quedado un solo dragón vivo. El triunfo yuma había sido total.

Los guerreros más jóvenes se reunieron en un chaparral para mostrarse mutuamente sus robos y bebían sin control botas de sotol, un aguardiente fermentado de cactus que solían comprar a los chiricahuas y que habían robado en La Concepción.

El sol se elevó por encima de los arenosos valles y cerros, y el paisaje de mezquites y ocotillos adquirió un color carmesí, como si la sangre vertida por la ola yuma los hubiera empapado y el sol la hubiera calcinado luego. Negras aves sobrevolaban en círculo el territorio de Yuma, dispuestas a dar cuenta de la carroña expuesta a varias leguas a la redonda, mientras emitían los tétricos graznidos de su canto a la muerte.

En aquel ocaso no ladró ni un solo perro.

Era la ruina total que sigue a un combate feroz y desigual, mientras una estrella fugaz, como un presagio cenital, se deshizo en el horizonte. Luego la lóbrega noche se derrumbó sobre vivos y muertos.

 

 

El alba del día siguiente, suave como la seda, nació huérfana del canto de los pájaros, asustados por los grajos y los buitres, y entonces surgieron por el oeste cuatro dragones de los que se habían adelantado y que, preocupados por la tardanza de la tropa de Rivera, habían vuelto grupas. La desoladora visión que se les ofreció al alférez Cayetano Limón y a sus dragones, uno de ellos su hijo, les nubló la vista. Las bocas de los cadáveres abiertas, negras por la sangre cuajada, y los cuerpos desnudos y ensangrentados cubiertos de flechas y lanzas yumas. La sangre española abonaba una vez más la tierra de la frontera.

—¡Virgen de Guadalupe, qué matanza!

Observaron atónitos desde sus caballos el tétrico espectáculo de decenas de cuerpos despedazados.

—He aquí la traición de Palma —aseguró el alférez.

Limón se temía un serio contratiempo con los yumas y se había dado de bruces con la terrible carnicería. Un tufo irrespirable a carroña, orines, sangre seca y podredumbre les hizo taparse los rostros con los pañuelos. Un zumbido impreciso atronaba la abotargada cabeza del oficial español, como si hubiera extraviado la noción del tiempo. No había una sola alma viva, solo perros, buitres, hervideros de moscas, alimañas y coyotes con las fauces y picos ensangrentados.

Ni un solo indio se veía en las inmediaciones, pero no se extrañaron.

—Esos bárbaros deben estar celebrando el exterminio en sus poblados.

Revolvió algunos cuerpos descuartizados y no vio a la hija de Rivera ni a las otras dos mujeres de los dragones, y echándose las manos al rostro, dijo:

—A esas pobres cristianas no ha podido enviarles el cielo peor castigo.

En el silencio reinante en la trinchera de Rivera, al que cubrieron con piedras por su desnudez, rezaron un paternóster por los caídos y montaron en los caballos de nuevo. Entraron con los Brown cargados y lentamente en San Pedro y San Pablo y en La Concepción, y comprobaron la misma matanza perpetrada por los guerreros de Palma y sus aliados, así como los mismos abusos y pestilencias, las mismas cenizas y la misma ruina.

—¡Esos yumas son como las malas hierbas! Todo lo envenenan —dijo.

La planicie y los poblados habían quedado sumidos en el silencio, y no vieron a más de tres mujeres entre los cadáveres; seguramente las demás estarían cautivas, como Jimena. Limón se apeó y examinó varias flechas.

—Pertenecen a muchas tribus: yumas, havasupais y cocopahs —corroboró.

Todo eran cadáveres mutilados, caballos heridos husmeando a sus amos muertos, despojos abandonados y lanzas rotas. Apesadumbrados, se asombraron al lograr distinguir los cuerpos del alférez Isla y del padre Matías, horrendamente asesinados, medio quemados, encostrados en un lodazal y corroídos por las alimañas.

—Han muerto todos los dragones. ¡Malditos indios! —exclamó Limón—. Hemos de avisar al gobernador de inmediato. ¡A Monterrey! ¡Al galope!

Era una severa cabalgada de varios días, pero una vez que accedieran al Camino Real, por San Diego, no tendrían dificultades y podrían cambiar los caballos y descansar. Pero no debían perder un solo instante. La dificultad era atravesar el territorio yuma y no ser sorprendidos por alguna partida errante.

 

 

Sin que los cuatro dragones lo advirtieran, un guerrero oculto tras un carrizal lanzó una flecha, en la que había atado un trapo rojo con cuatro nudos, que fue a dar en un tronco de un sauce, acción que se repitió, cada vez más lejana, media docena de veces más. Era el modo yuma de comunicarse.

En menos de una hora, Palma supo que cuatro dragones se dirigían hacia el oeste al galope, de seguro a avisar al gobernador Neve. No le importaba demasiado, pues tarde o temprano los españoles advertirían los cruentos ataques y atacarían con más fuerzas, por lo que había que prepararse. Pero necesitaba tiempo.

—Traedme las cabelleras de esos cuatro blancos antes del ocaso —ordenó.

Salió del campamento una banda de guerreros a cortarles el paso.

 

 

El alférez Limón se incorporó en la montura y miró al horizonte. Por los agrestes montes del este no se divisaba ningún jinete, ni tampoco nadie a pie. Galoparon por un yacimiento aluvial casi seco y eludieron las llanuras desérticas que se abrían a su derecha, donde serían advertidos a muchas leguas a la redonda. Un soplo sofocante les azotaba los rostros y se ataron los sombreros. Limón, de vez en cuando, miraba hacia atrás para cerciorarse de que no los seguían. Los caballos sudaban y piafaban, pero entrenados para el combate y las largas galopadas por la Comanchería, rivalizaban con el viento.

Dejaron atrás las tierras rojas del Colorado y orillaron dos profundas simas de roca pizarrosa que se les interponían, cuidando de no precipitarse por los tajos. Allí no dejarían huellas. Habían cabalgado quince leguas cuando se detuvieron en un arroyuelo para que abrevaran los caballos y hacia el norte advirtieron una nube de polvo que se les aproximaba.

—Nos siguen, ¡por todos los diablos! —se lamentó uno de los dragones.

—Al menos son quince o veinte. Hemos de apresurarnos —dijo Limón.

—Mi alférez —opinó uno de los soldados ofreciéndose con bravura—, estamos en una posición privilegiada para detenerlos. Escapad, vos y vuestro hijo. Es mejor que lleguen dos que ninguno. Nos veremos en Monterrey.

—Admiro vuestro sacrificio y valor —contestó admirado—. Sí, será lo más adecuado. Que Dios os proteja y os dé fuerzas. Sois unos valientes. ¡Al galope, hijo mío! —Y los saludó marcialmente alzando su sable.

Antes de que asomaran los guerreros yumas frente al peñasco donde se habían parapetado los dos dragones, Limón y su primogénito, un joven cadete de Sonora de solo dieciséis años, habían desaparecido por el horizonte de San Diego. Por la noche alcanzarían el Camino Real, donde podrían protegerse y proseguir sin contratiempos al amanecer.

La compacta formación de los jinetes indios se dispersó y comenzaron a escalar individualmente las rocas para acabar con los españoles, rodeándolos. Pero estos estaban dispuestos a vender muy caras sus vidas. Resonaron los Brown en el pedregal y cayeron los primeros indios de forma implacable. Eran artilleros del rey. En la primera batida acribillaron certeramente a la mitad del pelotón atacante, que proferían gritos infernales al caer por el pelado roquedal.

Pero dos habían rodeado el cerro y, cuando fueron advertidos por los dos fusileros, estos se volvieron para abatirlos con tan mala fortuna que el sol los cegó y no pudieron fijar el tiro. Dos hachas certeras se les clavaron en el pecho y en la frente y se precipitaron muertos por los riscos.

Los pocos supervivientes indios dedujeron que seguir a los que habían escapado sería suicida y estéril, por lo que el cabecilla de la partida cortó la cabellera a los soldados cazados, todos aullaron como posesos y los despojaron de sus uniformes y pertenencias, y regresaron después al trote hacia su campamento.

 

 

El vigilante del presidio de Monterrey escuchó el fragor de los cascos de unos caballos que se dirigían hacia el portón del fortín. Temió que fueran unos locos yumas que podrían haberse enterado de que se habían almacenado en el polvorín treinta cajas de fusiles Brown Bees, en sus lechos de paja seca. Receló. Unas flechas incendiarias podrían prender un fuego destructor.

Aguzó la vista e identificó a dos dragones que parecían huir o ser perseguidos. El presidium real, construido con adobe, madera y estuco, era un cuadrado perfecto que podía medir más de trescientas varas de lado. Cuatro torreones inexpugnables por donde surgían varias bocas de cañones disuadirían a cualquier tribu de asaltarlo.

Ondeaba la bandera blanca borbónica con los castillos y leones de Castilla, y desde el cuerpo de guardia se escuchaba el trajín de las cuadras, los almacenes de vituallas, la herrería y el de los artilleros acondicionando el polvorín subterráneo. Dentro de sus lienzos amurallados, en los bajos del patio de armas, vivían más de trescientas almas, entre dragones, sus familias, oficiales y los exploradores apaches de la raza lipán, y hasta los oídos de los dos jinetes llegaban sus rumores y voces.

—¡Soy el alférez Limón y tengo que ver urgentemente a don Felipe!

—¡A la orden! Voy a avisar a su excelencia. ¡Seguidme! —dijo el guardia.

El alférez y su hijo, agotados y sedientos, entraron en el despacho de mando donde se hallaban el gobernador Neve, los capitanes Arellano y el recién llegado Pedro Fages, un ilerdense de fuerte carácter llegado de la metrópoli recientemente, y el sargento mayor Sancho Ruiz, cada día más envejecido por la consunción de sus pulmones.

Volvieron sus cabezas hacia los recién llegados e inmediatamente supieron que sus noticias no podían ser sino alarmantes, a tenor de su terrible aspecto. Vieron en las guerreras de los soldados manchas de lluvia, de polvo, sudor y vino. Sus rostros, en contra del reglamento, lucían barbas de varios días, y sus alientos extenuados hablaban del cansancio, la falta de sueño y alimento, y el hercúleo esfuerzo empleado. Los calmaron, pues apenas salían palabras de su boca, pero se temieron lo peor.

Limón era un soldado corpulento, de rostro bermejo y cabellos rojizos, con una complexión sin la cual no hubiera podido resistir tantos días de marcha, persecuciones y privaciones. Su hijo era un remedo del padre, pero más delgado y musculoso. Permanecieron firmes y con los sombreros en la mano.

—Excelencia —reveló en un lacónico mensaje—, Salvador Palma y varias tribus yuma, mojave y cocopah han roto los acuerdos y la tregua de paz y sin previo aviso han atacado e incendiado La Concepción y San Pedro y San Pablo. Los moradores de San Javier de Bicuñer han huido, pero será su próximo objetivo, si no se lo impedimos. He visto también signos de otras tribus del norte, como los havasupais, por lo que podemos hablar de una rebelión de toda la nación yuma.

La boca de Neve se abrió en un rictus de ira.

—¡Por Dios vivo! —gritó dejando el puro habano sobre la mesa—. ¿Y don Fernando? Llevaba suficiente fuerza para repeler el ataque.

—Nos dividimos en dos secciones por causa del ganado y esa fue nuestra perdición —informó—. Han muerto todos, señoría. Ha sido una carnicería.

—¡Explicaos, alférez! —lo animó Neve, tras acercarles un vaso de brandy.

Lo bebieron de un trago y el gobernador los invitó a sentarse.

—El viento ha secado mis lágrimas por lo que contemplé allí —repuso abatido—. Ese revoltijo de cabezas, piernas y brazos amputados de cristianos no se me borrará jamás de la mente, excelencia. Y soy un soldado.

Sin omitir un solo detalle, Limón explicó al gobernador y a los oficiales presentes la sucesión de los hechos, sin excluir el incidente de la devastación de los sembrados y las molestias a las muchachas indias, así como la feroz respuesta de Palma y de sus guerreros. Con la cabeza hizo un gesto de dolor.

—Descansen en paz sus almas. Vuestra acción ha sido valerosa, Limón.

Una mueca de gratitud asomó en sus ojos claros.

—¡Maldito sea ese miserable de Palma! —habló Arellano, y movió la cabeza—. La paz que construimos el gobernador Anza y yo con tanto esfuerzo rota en mil pedazos por un papagayo fatuo que solo ansía más poder.

—A todas luces, la acción ha sido desproporcionada y los espolios no cesarán durante un tiempo si no se cortan. La matanza proseguirá —dijo Limón.

—Aunque ya conocíamos la aversión que se profesaban Rivera y Palma de sucesos anteriores, nos hallamos en una encrucijada peligrosa, señor —atestiguó Martín, que veía el honor de sus dragones humillado—. Ese Palma tiene el corazón de un coyote y ha levantado contra España a jóvenes y viejos.

—¡Es peor que Judas! —corroboró Neve, que lo detestaba—. Y las bajas, ¿las habéis evaluado, alférez?

—Han muerto cerca de doscientos españoles, la totalidad de los dragones que escoltaban a Rivera con destino a San José y Santa Bárbara, algunos frailes, los soldados de las misiones y varios mestizos, mozos y sirvientes. Una matanza escalofriante, señor —declaró en tono compungido.

—¡El honor de España por los suelos! —exclamó Fages.

—No hay que lamentarse, sino actuar de forma contundente —replicó el gobernador, que iba de un lado para otro, hasta que añadió hoscamente—. Ha sido un estrago sin sentido que oculta detrás una grave situación.

Martín, que había evaluado las dificultades que se avecinaban, tamborileaba con sus dedos sobre la mesa. Estaba impaciente y rumiaba los hechos acecidos como si hubieran destruido su propia casa, ya que él había sido el impulsor, junto al coronel Anza, del acuerdo de paz con los yumas.

—El asunto es grave, don Felipe. De momento hemos perdido el llamado Camino Interior de California, y supondrá una ruina para el Imperio. No comprendo la actitud de ese canalla, pues perdemos todos.

—¡Hemos de llevar a cabo una represalia ejemplar! —bramó Fages.

Tras unos instantes de espera, el alférez Limón volvió a informar:

—Hay otra cosa aún más grave, señoría —dijo, y los angustió.

—¡Hable vuesa merced, os lo ruego! —lo instó el gobernador.

—Han tomado prisioneros, y entre ellos se encuentra doña Jimena Rivera y varias mujeres y colonos. ¡Una tragedia, excelencia!

—¡Esto no puede quedar impune, de ninguna de las maneras! —exclamó furioso—. Ese indeseable de Palma debe pagar caro su atrevimiento y devolver de inmediato a esas mujeres. ¡Si las mancilla, yo mismo lo perseguiré hasta encontrarlo y lo colgaré con mis manos de una soga!

Martín, rojo de ira, negó con la cabeza y adujo:

—No creo que lo haga, esos yumas solo quieren sacar tajada de los presos con el rescate, y las mujeres serán devueltas en cuanto le ofrezcamos un intercambio de prisioneros y algunos regalos. Lo conozco bien.

—Don Felipe, no sugiero nada concreto —intervino Fages—, pero tenemos suficientes dragones en el presidio como para contestar con contundencia a esta provocación. Son muchos muertos como para dilatar la repuesta.

—¿Se podría levar un ejército de al menos trescientos efectivos?

—En dos días estará listo, y serán suficientes, don Felipe —aseguró Fages.

El gobernador no quiso poner en duda el entusiasmo del oficial catalán. Movió la testa con un ademán de furia contenida. En un momento tan crucial debía controlar sus sentimientos de odio, pero España podía perder su influencia en aquel territorio si no contestaban con firmeza. El miserable Salvador había ido demasiado lejos. Reflexionó y determinó grave:

—Pues bien, vuesa merced, capitán Fages, con vuestro regimiento de Voluntarios de Cataluña y la compañía de los dragones de Arellano, podréis vencerlos sin duda, ejerciendo una tenaza de la que no podrán escapar.

Arellano reflexionó durante unos instantes y se dirigió a Neve.

—Contando con el innoble personaje con el que hemos de lidiar debemos pensar en acuerdos, señoría. ¿Y si hubiera que negociar con Palma tras el encuentro armado? —preguntó Arellano al gobernador.

Neve no lo dudó. Si había que restablecer la situación y acordar la entrega de prisioneros, don Martín era el idóneo. Conocía muy bien a los yumas.

—Eso será cosa vuestra, don Martín. Tenéis mi apoyo y las manos libres. Sé que conocéis bien a ese salvaje, y vuestra firma consta en el acuerdo que nos ha mantenido en paz estos últimos años. ¿Quién mejor que vos? —determinó.

—¿Cuándo saldremos, gobernador? —se interesó don Pedro.

—Han agraviado nuestra dignidad y la del rey. La acción de castigo se pondrá en marcha cuando estéis listos. Hoy avisaré del desastre sufrido a don Teodoro de Croix, el comandante de las Provincias Internas, y al virrey Mayorga, para que nos envíen más fuerzas. ¡Dios os ayude!

La noticia circuló como el viento y las campanas de las iglesias y de la ermita de Monterrey doblaron todo el día a muerto. Muchas familias se acercaron al presidio para saber de los suyos y, al conocer la amarga noticia, un clamor de lamentos se alzó en la capital de California. Temían un ataque de los yumas, que no se detenían ante nada, a las poblaciones costeras.

Una procesión inacabable de ciudadanos exigía una venganza pronta y expeditiva a grandes gritos. Salvador Palma, lo sabían, no era un aliado de fiar.

Al abandonar el despacho, Martín le susurró al sargento Ruiz:

—Sancho, nunca una guerra deja a un pueblo en el mismo lugar en el que lo halló. Las posesiones del este y del norte se pueden perder irremisiblemente.

—Ese Palma siente más odio que amistad hacia nosotros. Que busque un buen refugio, pues iremos por él y por sus alimañas —contestó.

 

 

Martín de Arellano llegó a su casa para preparar el equipo y le refirió a su esposa Clara Eugenia los sucesos de Yuma, evitando los detalles más escabrosos. Le comunicó su inminente salida en busca de los culpables y el secuestro de su amiga íntima y confidente, Jimena Rivera.

Al borde del llanto, asustada y temblando, le rogó:

—Esposo, recupérala, por favor. Es una niña cándida y sin malicia.

—Te prometo que regresará con nosotros. No lo dudes, Clara.

La aleuta había palidecido con la noticia y lo miraba de hito en hito.

—¿No estás demasiado seguro de ti mismo, Martín? Los yumas están acorralados y morderán como serpientes —dijo con la voz temblorosa.

—Eso lo sabemos, pero tienen que rendirse a la evidencia. No pueden competir contra un Imperio como el nuestro y en poco tiempo restauraremos el prestigio de España. Nuestro ejército es poderoso, persuasivo y temible, y puede hacer temblar todo el territorio. Impondremos la ley y la paz. No lo dudes.

Las palabras del capitán tuvieron un leve efecto alentador en la princesa aleuta, que suspiró, tras lo cual se sucedió un corto silencio.

—Jimena es un trofeo muy apetitoso para esos yumas, Martín. No quieren los beneficios de la civilización. Desean ser lo que son y prefieren vivir como bárbaros en sus riscos y que les den regalos y más regalos —aseguró Clara a su esposo—. Les gusta vivir del robo, el botín, el pillaje y el trapicheo.

Clara lo miró con expresión interrogativa, con sus ojazos oblicuos de color azabache, como para comprobar que su marido había comprendido su implorante ruego. Martín la abrazó para consolarla, pero sabía que no sería fácil recuperar a las mujeres, un botín muy apreciado por las tribus indias, y más si estas eran rubias. Primero había que mostrarles su fuerza y, sin dilación alguna, negociar con un zorro, un granuja, un hombre indigno.

—Rezaré por ella y por ti, Martín —añadió, y lo besó con ternura.

—Sentémonos en el porche juntos, Clara. Nos separamos otra vez —le pidió mientras besaba sus labios—. Pero volveré pronto.

Arellano reflexionaba sobre su inminente misión. La savia de aquella tierra, donde había nacido, había hecho de él un soldado que se crecía ante los desafíos y las vicisitudes. ¿Acaso los yumas eran más aguerridos que los comanches con los que había luchado cuerpo a cuerpo? Sabía que las operaciones militares contra aquellas tribus se sucederían con violencia extrema, pero no tenía duda de la conclusión. Su único resquemor era que se había dejado engañar por un felón cuyo único lema era la codicia y la traición.

Cuando se hallaba en el campo de batalla y silbaban junto a él las balas, las lanzas y flechas indias, no pensaba nada más que en vencer y salvar las vidas de sus hombres y de las gentes inocentes. Y ya comenzaba a sentir la comezón del combate, y del contacto con su caballo Africano, un animal nacido para intimidar, suave como la seda y fuerte como un centauro.

Los tiempos no habían cambiado y los yumas debían conocer que los españoles contaban con un arma de guerra ecuestre como jamás se había conocido en aquellas tierras: los dragones del rey. Para él no había nada más sobrecogedor que, al frente de sus jinetes, medirse con hombres belicosos que habían faltado a su honor e infligirles un rotundo castigo. Y si la vida le importaba poco, ¿por qué habría de importarle una muerte digna?

Nubes arreboladas se concentraban en el océano, y admiró su imponente belleza. En su mano derecha sostenía la pipa encendida y con la izquierda acariciaba el pelo azabachado de Clara Eugenia.

—A veces pienso, Aolani, si tu sonrisa es real o es un espejismo —dijo.

—Tan auténtica como mi afecto hacia ti, esposo —respondió con ternura.

Cruzaron sus miradas y, como si de un juego se tratara, la aleuta huyó hacia su aposento. Él la siguió.