La luna del antílope

 

CUANDO LOS ANTÍLOPES EXHIBEN EN LAS RIBERAS DEL RÍO SUS PODEROSAS ENCORNADURAS Y SE ENFRENTAN LOS MACHOS DE PIEL ATERCIOPELADA

 

 

 

 

 

La situación no podía ser más desesperada para Búfalo Negro.

Sus hermanos guerreros habían caído acribillados uno tras otro en el encuentro con los dragones. Los españoles eran coyotes rabiosos que escupían por sus bocas pólvora, muerte y hierro, y como pájaros luminosos habían disgregado la fuerza de la cabalgada yuma.

La sangre de sus familiares aún corría por el valle y los ribazos del Gila y del Colorado. Lloraba porque Toro Alto y Antílope Veloz también habían sido abatidos, y los recordaba con los torsos desnudos agujereados como si les brotaran repentinas rosas de California.

Antes de demostrar su valor habían sido exterminados sin remisión por los dragones de cuera, y primero Cabeza de Águila, luego Halcón Amarillo y, finalmente, Palma ordenaron la retirada. Búfalo Negro, al ser herido, no había podido combatir, como él hubiera deseado. Cuando volvió grupas le estalló muy cerca una andanada del cañón que lo dejó maltrecho y sin sentido, y con su montura reventada y cubierta de espuma y de sangre.

Se desplomó en el suelo, lo recordaba, y una luz vivísima y un silencio total lo derribaron en la hierba seca que ardía con los proyectiles.

—¡Me han herido, por todos los espíritus! —masculló.

Pequeño Conejo, que había presenciado su desplome, trató de incorporarlo y montarlo con él para huir de allí. La respiración le era dificultosa y el aire lleno de pólvora le quemaba los pulmones, pero entre el caótico tumulto de caballos piafando y hombres dando alaridos aterradores escaparon hacia el poblado juntos en el mismo corcel.

El hermano de Luna percibió que su amigo tenía chamuscados el rostro y el hombro, pero no se quejaba, aunque estaba sumido en una gran frustración por no haberse enfrentado a los dragones españoles.

Los guerreros yumas perdieron gran parte de sus efectivos, en tanto abandonaban el campo de batalla llenos de despecho y con las lanzas rotas. Habían tasado mal la fuerza y el empuje de los dragones y de sus fusiles.

Fueron momentos desgarradores en los que vieron a soldados de tribus amigas sin cabeza, arrancadas por los proyectiles, y un paisaje devastado y cubierto de un sudario de polvo blanquecino. Los resecos cerros habían quedado sembrados de cadáveres de combatientes yumas, algunos conocidos de su clan, y de muchos caballos.

El descalabro había sido máximo, lo reconocía, aunque no completo, pues se habían salvado muchos guerreros que se dirigieron raudos a los campamentos alzados en las serranías, para desde allí regresar a sus poblados del desierto de Mojave. Ya habría tiempo de luchar cuando se restañarán las heridas y volvieran a juntarse las tribus bajo el liderazgo de Halcón Amarillo.

—Palma es una comadreja, una mujer asustada que ya jamás será el guía de la nación yuma —se pronunció implacable Búfalo Negro.

El día de la derrota las sombras del ocaso parecían acechar como arañas gigantescas. El membrudo cuerpo de Búfalo Negro estaba siendo curado por el hombre medicina en su tipi, pero su lengua estaba tan áspera como el esparto. Una lamparilla parpadeante iluminaba su rostro requemado y crispado, y de su boca escapaban blasfemias contra los blancos.

Luna Solitaria, sus otras dos esposas, Mujer Sentada y Nube Gris, y Pequeño Conejo estaban a su lado y le lavaban las quemaduras y lo reconfortaban, mientras él pensaba en los cadáveres de sus hermanos caídos, que estarían siendo despedazados por los buitres y los cuervos. Balbuceante, dijo:

—Tarde o temprano seré la lanza vengadora de quienes han caído.

—Y yo siempre estaré al lado de mi hombre —lo animó Luna.

Apenas si podía sostenerse en pie, y después de curarle las quemaduras con agua, pulpa de resina y chumbera, hongos, aceite de yuca y miel, y hacerle inhalar humo de la pipa del curandero entró en un estado de postración, con la cabellera pegada a la frente, sucia y sudorosa.

La fiebre hizo presa en él y se durmió entre pesadillas, con el pecho jadeante. Luna salió del tipi. Ella no había participado en la batalla y se odiaba a sí misma. Halcón Amarillo no se lo había permitido. Vio una estrella fugaz que se deshizo en el horizonte del río Colorado y sintió negros presagios.

Esa noche, Búfalo Negro soñó que se encontraba en un apacible cazadero de ciervos de arroyos limpios, con Luna junto a él; nunca se había hallado tan feliz. «Tú cambiarás el corazón de tu pueblo», le susurraba un búfalo. «La luz de tus antepasados te guiará, querido hijo mío».

 

 

Las cinco blancas cautivas elegidas para ser vendidas en el norte estaban atadas de pies y manos en los troncos de la cerca de los caballos. Entre ellas, Jimena Rivera, cuyo saco de lágrimas estaba seco. Les daban agua de una calabaza, tasajo seco y una mazorca de maíz cocida cada día, pero, aun así, estaban hambrientas y mustias. Sabían que sus captores habían sido derrotados, pues en sus lanzas no enarbolaban cabelleras cortadas y muchos estaban abandonando con rapidez el reducto con sus familias.

Era una desbandada, un pueblo vencido que huía a toda prisa.

Algunas mujeres, al saber que sus maridos habían muerto, proferían lamentos fúnebres, se pellizcaban y golpeaban el suelo con palos. Allí ya no podían progresar y en el invierno pasarían hambre y frío. A las españolas cautivas se les alegró el rostro, pues se abría una posibilidad cierta de ser rescatadas por los dragones del rey. Se miraron a los ojos y la más joven, Ana, sollozó de alborozo. Pero habría que esperar.

Muy de mañana, muchos indios frotaron los caballos con hierba fresca, eliminaron sus pinturas de guerra y peinaron sus trenzas para abandonar la albergada en un desfile sin fin. Llevaban en parihuelas los despojos de los poblados asaltados y de la trinchera de Rivera. Jimena y sus compañeras de aflicción contemplaban el bullicio del campamento indio, pero el rescate no venía y sus esperanzas se vinieron abajo.

Desde que habían sido sacadas del corral de prisioneros, los chiquillos y las desdentadas ancianas les arrojaban boñigas y frutas podridas, y se acercaban para pincharlas con espinos y palos puntiagudos como venganza por la muerte de los suyos. Algunos jovenzuelos les mostraban sus órganos viriles y simulaban copular con ellas, entre bufas contorsiones. Resultaba demoledor.

 

 

Habían transcurrido dos días desde el fracasado combate, y Búfalo Negro mejoraba. No tenía fiebre y comió joroba de bisonte asada y un zumo vivificante de zumaque e higos chumbos. Sus esposas vieron cómo se acercaba a la tienda Cabeza de Águila, el gran jefe de los havasupais norteños. Movía la maza de guerra y la impaciencia se apreciaba en su mirada. Tenía prisa por partir.

—¿Cómo estás, hermano? Veo que los espíritus te alientan —lo saludó.

—Estoy dispuesto para cabalgar, Cabeza de Águila —se anticipó.

—He pensado salir con nuestro botín mañana al amanecer —aseguró—. Si no tuvieras fuerzas, te esperaría en mi poblado del Gran Cañón.

—¿Por qué tanta prisa, gran jefe? —dijo Luna Solitaria, pues no deseaba dejarlo solo.

—Salvador Palma ha ido a parlamentar con los blancos e intercambiar prisioneros. El honor de la nación yuma no le importa. Seguro que les habrá hablado de las prisioneras, y entonces los dragones nos perseguirán y nuestro negocio concluirá en un fiasco. Mi clan necesita los víveres de los rusos para pasar el invierno sin hambre —se explicó—. He de partir ya.

Búfalo Negro, que había estado dos días sumido en el sopor febril, contestó furioso mientras se incorporaba del lecho y contraía el rostro.

—Palma es un líder con sangre de serpiente que solo pronuncia palabras despiadadas. Asiente con la cabeza, pero miente como una mujer. Solo desea de los españoles regalos y llevarse la mejor parte de las presas. ¡Partiremos ya!

Las dos primeras esposas salieron del tipi inmersas en una batahola de llantos y lamentos. Se mesaban los cabellos y una se hirió en el brazo. El guerrero, para confortarlas, las llamó, les cogió las manos y les aseguró:

—Estaremos de regreso y con reservas suficientes para superar las nieves sin necesidades antes de que se cumpla una luna completa. No lloréis.

Luna dio un paso y abrió la boca. Para no perder a su hombre y su reputación, se ofreció a seguirlo:

—Yo iré contigo, esposo. Soy una mujer guerrera y no te abandonaré.

Búfalo Negro accedió de mala gana, pero no deseaba discutir con una mujer tan resuelta como Luna y no estaba para estériles disputas. Además, la necesitaba. Las otras dos mujeres la miraron con desprecio.

 

 

No había amanecido aún cuando al día siguiente una hilera de doce jinetes, varias reses y dos mulas cargadas con el botín cobrado a los españoles partió hacia el poblado havasupai del suroeste del Gran Cañón.

Cabeza de Águila había reunido un suculento despojo en un saco: reales de a ocho, algunas joyas mexicanas, muchos cuchillos, dientes de blancos y medallas religiosas. Las cinco prisioneras no iban atadas a las monturas ni andando, como era costumbre con las presas, sino montadas a horcajadas y con las manos amarradas a los ronzales para no perder un solo día de cabalgada. No se fiaba de los dragones y deseaba ganar tiempo.

Las cautivas cuchichearon entre ellas que escapar sería una empresa inútil, pues las precedían indios havasupais al mando de Cabeza de Águila y tres mojaves; Luna Solitaria, Pequeño Conejo y Búfalo Negro escoltaban la retaguardia.

Les habían cortado los cabellos a la altura del cuello para que parecieran guerreros, las habían vestido con anchos pantalones y casacas de pelleja, y llevaban colgados de sus espaldas escudos redondos adornados con plumas. A Jimena Rivera le habían untado el pelo dorado con sebo quemado de bisonte, pues unos cabellos rubios serían un señuelo demasiado gustoso para los feroces nativos de aquellos desiertos.

Las otras cuatro jóvenes, de piel tan blanca como ella y cabellos del color de la avellana clara, eran Josefina Lobo, Soledad Montes, Azucena Aragón y Ana Mestre, casi una niña, y los dos jefes compartirían los beneficios de su venta. Estas eran hijas de colonos adiestradas para trabajar en los huertos, tratar con los cocopahs, comanches y yumas, montar a caballo y soportar las penalidades de aquellas áridas tierras.

En cambio, Jimena era una joven tímida, delicada y acostumbrada a ser servida por criados, de belleza plácida y etérea, y su cara era semejante a las muñecas de porcelana que su padre le regalaba y que se vendían en Santa Fe. Desde que viera morir a su padre y luego fuera apresada, había vivido en una excitación rayana en la histeria. Se la veía agotada, las ojeras sombreaban sus hermosos ojos y su semblante, antes terso y sonrosado, exhibía la palidez afilada de una moribunda. Aquella desgracia, insoportable para ella, hacía que mantuviera la cabeza gacha y que un miedo instintivo desbordara su corazón de desolación.

Su sonrisa tímida y gentil se le había borrado del rostro y especulaba día y noche con la forma de quitarse la vida. No soportaría ser tiranizada o violada por alguno de aquellos malolientes salvajes, por lo que estaba dispuesta a escalar el abismo del suicidio, tan contrario a sus creencias religiosas. Y si ya no lo había hecho, había sido por falta de ocasión, no de valor.

No sabía dónde ni para qué las conducían hacia el norte, por lo que el albur de ser liberadas o intercambiadas se había esfumado y se había transformado en una quimera odiosa e insoportable. Nadie sabía dónde se hallaban y, por ende, nadie las buscaría. Por eso, en la orfandad de la noche, se deshizo en un llanto devastador.

Cabalgaron por una tierra seca de dunas y cascajales y Búfalo Negro, agobiado por la calentura, vio flotantes espejismos, y le aseguraba a Luna que al fin divisaba la fabulosa Quivira y las Siete Ciudades de Oro que tanto buscaban los españoles. Llegaron a un cañón hundido en el suelo, el poblado de Cabeza de Águila, y allí descansaron dos noches para preparar el viaje.

Las mujeres y muchachas havasupais, de piel oscura, pelo encrespado y rostros tatuados, y vestidas con unas peculiares faldas de hojas de sauce, no se recataron en insultar y vejar a las rehenes. Los niños tenían los rostros sucios y famélicos y los vientres hinchados por las hambrunas y las enfermedades endémicas que padecían.

Agotadas por el balanceo de los caballos, el hambre y la sed, el desaliento y el pavor se habían instalado en las cinco cautivas blancas.

 

 

Tres días más tarde, Búfalo Negro, más confortado, dispuso salir del poblado con su macabro séquito de carne humana, acompañado de Cabeza de Águila y sus guerreros. En perfecta hilera, bordearon un riachuelo de turbias aguas tras saludar a los vigías havasupais, que los observaban desde sus puntos de observación en los altos farallones de marga roja. Cabeza de Águila, adusto, informó a sus hermanos:

—En pocos días alcanzaremos el valle de la Muerte, y por un paso al sur de Sierra Nevada arribaremos al río San Joaquín, fácil de salvar, y de ahí a otro más caudaloso que los blancos llaman de Los Sacramentos. Seguiremos su curso por un sendero transitable que los miwoks y oihones han ido abriendo con los años. Me conocen y me tienen por hermano de sangre.

—¿Y cuándo alcanzaremos esas tierras? —preguntó Búfalo Negro sabiendo que tras aquel valle se hallaba el desconocido destino donde realizarían el ansiado intercambio que les quitaría el hambre en invierno.

—No antes de media luna y si no hay contratiempos. Salvado ese río haremos la permuta y luego el trueque con los rusos. La vuelta será más rápida, pues aunque cargaremos los caballos no tendremos que vigilar a las blancas.

Luna Solitaria cabalgaba inquieta, pues su marido la abrumaba con infinitos reproches y no dejaba de mirar de reojo a las españolas. Aquellas miradas lujuriosas la enfurecían y lo pagaba con ellas.

—¿Crees que nos seguirán los ladrones de caballos? —le preguntaba Luna.

—Nunca lo han hecho, mujer. Creerán que somos una partida de caza y no se atreverán. Espero que ese zorro lenguaraz de Palma haya dejado su lengua quieta, aunque el chamán Ignacio sabe de nuestra expedición.

El paisaje que encontraron días después no era sino un lecho negruzco y vidrioso de lava petrificada que despedía un calor sofocante. Ni siquiera los lagartos ni las lagartijas se atrevían a vivir entre sus grietas. Pequeño Conejo advirtió orines de pumas y de lobos en los hierbajos espinosos que crecían en las hendiduras. Debían permanecer alerta. Perder una cautiva devorada por las fieras supondría un descalabro y menguarían mucho las ganancias.

Las cinco blancas miraban al sol y se lamentaban con voces apagadas pidiendo agua y un descanso, aunque fuera entre los montones de peladas osamentas de animales muertos por la sed o atacados por las fieras que se encontraban en el camino.

Era entonces cuando Búfalo Negro, usando una violencia brutal, esgrimía el látigo y las acallaba con un chasquido amenazador:

—¡Callad!

Remontaron escabrosos montículos, ennegrecidos unos, blancos de yeso otros, de cascajales intransitables los más, y las rehenes no sabían si el causante del calor que soportaban era el astro rey que caía implacable y a tajo sobre ellas o porque el infierno estuviera debajo de su granítico fondo. Sudaban y los haces de luz les quemaban los brazos y el rostro, ya cubiertos de ampollas.

Paa! —reclamó Jimena, refiriéndose a un poco de agua, y recibió de uno de sus captores un revés que la hundió en la crin de su yegua aburrada, que bufaba de cansancio.

Tunetsuka! —le gritó Cabeza de Águila para que siguiera adelante, sin mostrar lástima, mientras la taladraba con su mirada lasciva y rijosa.

Cada atardecer y en medio de arrebolados crepúsculos, la renqueante hilera se detenía en cualquier abrigo. Uno de los primeros días lo hicieron cerca de un colosal peñasco erosionado y cóncavo, donde hicieron un fuego con un parahúso indio. El horizonte del valle daba la impresión de arder en llamas y ataban a las cautivas a algún tronco, o a los restos de un árbol marchito, y les daban agua que olía a bosta de acémila, lascas de carne reseca de antílope y un puñado de frutos secos que devoraban al instante.

—¿ Adónde nos lleváis, salvajes? —preguntó Josefina, envalentonada.

Por toda réplica, Búfalo Negro abofeteó a las jóvenes y las amenazó en español:

—Si alguna habla, o se queja, lo pagaréis todas. ¡A callar, perras!

Las españolas se acurrucaban todas juntas, con terribles calambres en las entrepiernas y los muslos, y temblando solo de pensar que alguno de aquellos indios, que las miraban con lujuria, intentara aprovecharse ellas. Pero aquellas primeras noches, quizá por el agotamiento, nada aconteció.

Antes de llegar a los humedales del río San Joaquín atravesaron las últimas sierras costeras de Nevada, y transitaron por los resecos aguaderos del desierto con el cabello apelmazado por el sudor y un polvo rojizo y lacerante que también les quemaba las entrañas. Entraron después en un bosquecillo de sauces, cuyos troncos mostraban las rojas marcas de las crecidas del río y Ana, que tenía ya pocas fuerzas, cayó de la montura como un fardo.

La forma de levantarla no fue otra que darle de puntapiés en los costados. Tras soportar los rigores del valle de la Muerte, la pequeña Ana cerró sus ojos claros, volvió a caer sin sentido de su cabalgadura y tuvo que ser reanimada. Un aire más fresco y un sol menos ardiente las alentó para seguir de nuevo. Se vieron obligados a detenerse otra vez para curar las heridas a las prisioneras, en contra de la opinión de Búfalo Negro. Las quemaduras y las ampollas de los muslos les supuraban y los tenían en carne viva. Luna, sin decir palabra y con el gesto hosco, las untó con hojas machacadas de equináceas purpúreas, muy usadas por los chamanes yumas, que las aliviaron para proseguir.

Cruzaron días después el río San Joaquín por un vado accesible y siguieron en fila por un camino de sirga, dejando pistas contradictorias por si alguien los seguía. Era conveniente que las jóvenes fueran poniendo carnes, pues de aparecer famélicas y enfermas los compradores las rechazarían. Búfalo y Águila cabalgaron hasta las colinas y cazaron conejos y un ciervo, y al anochecer las muchachas comieron carne de caza y frijoles cocidos y fueron curadas de nuevo.

—¡Podemos cabalgar tranquilos! No nos sigue ningún blanco —anunció Luna, que había trepado a un farallón para espiar.

El camino era agradable por el verdor de las riberas, pero a veces se enfrentaban a taludes que asustaban a los pequeños equinos. Divisaron a algunos grupos de indios miwoks que llevaban en las astas de las lanzas plumas y cabelleras, a los que saludaron alzando las suyas. Cabeza de Águila les dejó sobre las rocas, envueltos en hojas de sicómoro, los cuartos traseros de un gamo grande, y tras coger el presente, los miwoks desaparecieron profiriendo alaridos.

Cruzaron el río de Los Sacramentos por un remanso donde flotaban canoas, seguramente del mismo pueblo que los vigilaba. El paso, a pesar de las aguas dóciles, resultó dificultoso por el fango, y la fuerte corriente los desvió una legua abajo. El aire olía a lavanda y a pinos, y por las noches escuchaban a los lobos aullar y el chirriar de los grillos.

Una de aquellas noches ocurrió lo inevitable.

Dos de los guerreros havasupais, pequeños y nervudos, desataron los pies y las manos de Soledad y Azucena, y tras conducirlas detrás de unos álamos, en el borde del río, se refocilaron con ellas sin dejar de proferir gritos. Se oyeron las risotadas, los golpes y los lamentos apagados de las violadas hasta que regresaron y fueron atadas de nuevo.

Las muchachas lloraban como plañideras, mientras la sangre les corría piernas abajo y las lágrimas y babas ajenas por el rostro. Eran vírgenes y su primera experiencia con hombres había resultado atroz.

Una luna esquiva iluminó las copas de los árboles y los rostros demacrados y empapados de lágrimas de las cautivas, que parecían espectros. La fogata se fue apagando y los chacales comenzaron a rugir desde la otra orilla al oler la carne asada del ciervo. Las blancas gemían sin cesar, pero se daban calor mutuo para soportar aquel infierno que el destino les había enviado y que a alguna acabaría conduciendo a la demencia.

Un búho solitario ululó en un árbol y Ana le susurró a Jimena:

—Si atravesamos un precipicio azuzaré mi caballo y me lanzaré al vacío. Solo de pensar que una de esas bestias me toque me hace temblar.

Búfalo Negro estaba haciendo la ronda de vigilancia y la escuchó, y acercándose las pateó con saña a las dos. Cuando al día siguiente salieron del remanso arbolado, el guerrero mojave de la cara quemada ató los seis ponis y las miró ceñudo.

—Si alguna planea arrojarse por un barranco, iréis las demás detrás —las amenazó, y entrelazó sus muñecas con un largo ronzal de maguey.

 

 

La cabalgada proseguía silenciosa. Recorrieron varias leguas arrimados a los ribazos y al crepúsculo vieron unas chozas abandonadas en un calvero entre unos tilos. Estaban hechas de pieles y ramajes secos, y dentro había restos de huesos roídos, cuerdas podridas y piedras quemadas de fuegos extinguidos.

Con los ojos enrojecidos por la fiebre, Búfalo empujó a las muchachas al interior de una de ellas. Las ató solo de los pies, pero puso un guardia en la puerta hecha de tiras de cuero. No podían escapar, pero para qué. Parecía que aquella noche las dejarían en paz.

Acarrearon agua, se adecentaron todos un poco y Luna preparó unas tortitas de maíz que confortaron sus estómagos. Se hizo la noche, y solo se escuchó el ulular de los búhos.

Cuando los primeros haces de luz lamían las copas de los tilos, las cautivas fueron sacadas a empellones. La caballada estaba preparada. Cuando ya se disponían a montar, Luna gritó en español:

—Falta una, la más pequeña, esa niña malcriada. ¡La sacaré a patadas!

Dio media vuelta y entró de un salto apartando la cortina. Se escuchó un grito espeluznante:

—¡La muy zorra se ha quitado la vida!

Se arremolinaron todos aturdidos en la entrada y vieron el cuerpo inerte de la chiquilla en medio de un charco cenagoso de sangre. Ana yacía en el rincón donde la habían tendido la noche anterior. Se había cortado las venas de las muñecas, sin proferir un quejido y sin que nadie lo hubiera advertido, ni tan siquiera sus compañeras de infortunio.

Luna descubrió junto a su mano ensangrentada una fina lasca de piedra de cuarzo, afilada como un cuchillo de obsidiana, que Ana había escondido en el lugar donde pensó que nadie la vería: en su pelo tupido y espeso, lustrado con sebo de bisonte.

—¿Quién se la ha dado, quién? ¡Hablad u os azotaré hasta que muráis! —rugió Búfalo Negro en castellano ante las caras petrificadas de las demás muchachas.

La respuesta de las prisioneras fue la callada. Estaban horrorizadas.

—Pues con esta muerte hemos perdido muchos sacos de provisiones —sentenció Cabeza de Águila—. Esto no puede volver a ocurrir.

Búfalo Negro, loco de furia por la pérdida, agarró a Josefina Lobo, la cogió de la cabeza y le pasó por el cuello una cuerda de maguey con un nudo corredizo. Sin dilación lanzó la soga por encima de una robusta rama de un tilo, y tirando con fuerza la suspendió a unas brazas del suelo. La joven se balanceaba temblando.

—¡Hablad, o la ahorco ahora mismo y se reunirá con la otra en vuestro estúpido cielo! Y por Kwikumat que lo haré sin temblarme el brazo —gritó.

La mocita abrió los ojos desmesuradamente. Se ahogaba. Jimena, horrorizada, exclamó:

—¡A mí me aseguró que se quitaría la vida si alguno de vosotros se echaba sobre ella! Ninguna hemos visto ni escuchado nada, os lo juramos. Estábamos dormidas profundamente por el cansancio. ¡Preguntadle al guardia que estaba vigilando en la puerta! ¡Bájala, por todos los santos, va a morir!

Cabeza de Águila le lanzó una mirada amenazante y furiosa a Búfalo Negro. No quería perder a ninguna más, pues entonces las ganancias serían ruinosas. Aunque estaba fuera de sí, soltó el ramal y la muchacha se derrumbó en la hojarasca como un bulto. Estaba colorada, tosía y sollozaba dolorida.

Luna le suministró agua y ordenó a las muchachas que sacaran el cuerpo de la choza y lo cubrieran con piedras, para evitar que las alimañas lo devoraran y esparcieran sus huesos y carnada, con lo que alertarían a otros indios de que viajaban con mujeres blancas.

Sus compañeras lloraron por la dulce niña y rezaron un paternóster, tambaleantes y hechas una lágrima viva y sin poder quitarse de la cabeza la imagen del ficticio ahorcamiento y del cuerpo teñido de sangre de Ana.

Perdieron de vista el anónimo túmulo de piedras donde quedaba sepultada la desdichada muchacha, que había conocido al final de su vida las más aterradoras penalidades del mundo, pero no sus placeres.

Búfalo Negro les pasó por el rostro el astil de fresno de su lanza, tallado con símbolos yumas, y las amenazó con traspasarles el cuello si intentaban otra treta, ante la mirada aterrada de las cuatro muchachas. Unas millas después tuvieron que cabalgar con precaución por un desfiladero desde el que ya se percibían las montañas nevadas.

De improviso, el jefe havasupai sacó despacio el hacha de su cinto. Las cautivas temblaron. Bamboleó el brazo y lanzó el arma, que voló por el aire como una avecilla silbante, yéndose a clavar en la cerviz de uno de sus propios guerreros. Un chorro caliente y rojo salió de su boca. Volvió los ojos del revés, expulsó un quejido sordo, y violentamente cayó sin vida por el precipicio.

—¡Un havasupai al que ha engañado una vil mujer blanca no merece vivir!justificó su ejecución, y nadie se detuvo para mirar hacia atrás.

Siguieron todos cabalgando con prudencia y temerosos, incluso los mojaves.

Jimena Rivera no era capaz de soportar tantas desdichas concatenadas y, mientras proseguía el camino atada a su pequeño corcel de tupido pelaje, fue más consciente que nunca de la soledad tan inhumana que sufrían las cuatro, y cuya dureza nadie podría ni imaginar. Recordó su hogar y su querida ciudad, Monterrey, con el frescor de sus días y el deleite inacabable de sus noches.

La amenaza de estrangulamiento que había sufrido Josefina Lobo las había disuadido, aunque seguían atemorizadas. Solo les restaba eclipsarse de las miradas libidinosas de sus captores, resistir y confiarse a Dios y al destino en tan azarosa desventura, donde tenían un papel fortuito, insignificante y marginal. Brutalmente separadas de sus familias y de su mundo, no tenían otra elección. Pero esta vez no lloró, aunque se sentía sola y vulnerable.