Jano y Avos

 

 

 

 

 

El pelotón de dragones que regresaba del río Colorado tras el triunfal enfrentamiento con los yumas desmontó ante la puerta del palacio del gobernador de California. Martín de Arellano, polvoriento, agotado, hambriento y taciturno, despidió a sus hombres y se hizo anunciar.

Estaba listo para servir de correo y enfrentarse a un superior con unas dudosas ganas de ayudar a los indios, aunque fuera un gobernante justo y eficaz. A veces, pensaba, Neve aún creía que mandaba la pulcra y real Guardia de Corps de Palacio y no un regimiento de duros y esforzados soldados de frontera. Nuevo México, Texas y California eran un escenario distinto, salvaje y rudo.

Cuando entró en su estudio, inquieto y sucio, y Neve le ofreció su mano laxa, Arellano transformó su semblante y sus maneras, acudiendo a modos dialécticos más floridos. Don Felipe ofrecía una imagen imponente con la casaca azul engalanada con medallas, entorchados y el fajín de mando. El ventanal entreabierto dejaba traspasar una luz ambarina en el despacho, en el que flotaba un intenso olor a puro habano. Un calor húmedo, grumoso, muy propio de la época primaveral, los hacia sudar bajo las guerreras.

Tras saludarlo y con un acento de indisimulable zozobra, Neve dijo:

—¿Tan importante es lo que tenéis que decirme que ni tan siquiera os habéis aseado, don Martín? Sentaos y explicadme. Tomad una copa de brandy.

—Muy importantes, don Felipe. Prestadme atención, os lo ruego.

Tragó saliva y palabra por palabra, detalle a detalle, Martín se centró en la cuestión del ultraje de Rivera en los sembrados, la vejación a las jóvenes yumas, el asalto indio a los poblados del río Gila, los asesinatos de Isla, Rivera, los frailes y los soldados de La Concepción, el enfrentamiento a campo abierto, donde se había recuperado parte del honor extraviado con la muerte de cientos de guerreros indios, y el quebranto de la estabilidad en el territorio.

—A pesar de haber infligido un escarmiento a esos ingratos yumas y de haber perdido solo a un dragón, ni Fages, ni Romeu, ni yo estamos contentos. Hemos recuperado a la mayoría de los capturados, pero me temo que hemos perdido definitivamente el tránsito franco y la seguridad del Camino Interior de California, señoría —explicó en tono grave.

—No podía acarrear vuesa merced peor noticia que esta —dijo Neve, contrariado.

—Y, además, don Felipe, algo que me subleva aún más y que a vos os desalentará. Han desaparecido cinco mujeres en este desgraciado episodio, entre ellas la hija del capitán Rivera —se lamentó Martín.

El gobernador, hondamente afectado, se quedó momentáneamente mudo.

—¡Por Cristo! Cómo lamento desgracia tan estéril y dura —soltó al fin.

—Ese Palma cacarea como un gallo, pero las gallinas de su corral no desean que sea su rey. Se halla en una situación muy difícil, gobernador —dijo—. Desde siempre la gangrena de la codicia ha habitado en su negro corazón.

—He hablado una sola vez con ese indio, y percibí que su palabra era veneno. No era de fiar —se lamentó.

—Ahora debemos encontrar a esas mujeres como sea, don Felipe, no por venganza, sino por justicia y humanidad —dijo determinante—. Y además su secuestro ha puesto a la población al borde del pánico.

Neve estaba cada vez más furioso con la nefasta noticia de las raptadas.

—Lo desollaría como a un puerco y le sacaría los ojos yo mismo. ¡El muy canalla! Le hemos hecho regalos sin fin y protegido a su pueblo. ¿Y existen pruebas fiables y concluyentes de ese rapto?

—Sí. El mismo Palma, cobardemente, nos las proporcionó —contestó Arellano.

El capitán de dragones advirtió que la mirada de Neve era una mezcla de alegría por el triunfo y de desconsuelo por la desaparición de las españolas.

—Entonces, ¿no está pacificado el territorio, don Martín? Decidme.

Con cierta insolencia, Arellano replicó:

—Hemos limpiado la sangre con sangre, y esos desarrapados yumas han quedado desmantelados por mucho tiempo. Fages y Romeu han demostrado ser unos oficiales capaces y los apaciguarán definitivamente, aunque no podrán recuperar esa zona tan estratégica. Además, Palma ya no es el guía de la nación yuma. Ahora hay que tratar con muchos jefes, y así la paz resulta ilusoria.

—¿Habéis devuelto a los demás prisioneros a sus familias?

—Fages se está ocupando de ello —contestó Arellano—. La mayoría han decidido partir hacia San José y Santa Bárbara para unirse a los nuevos colonos del alférez Argüello. Savia nueva para poblaciones nuevas, señoría.

—La captura de esas hijas de colonos y de doña Jimena me enfurece. No admito el rapto y la esclavitud. No podemos permitirlo de ninguna de las maneras. Formaremos una tropa y encontraremos a sus captores allá donde se encuentren, don Martín.

La expresión del capitán fue de desacuerdo. Aspiró y dijo luego:

—Señor, por meros criterios militares os diré que si los indios ven aparecer una tropa compacta y uniformada de dragones husmeando por el Mojave, las esconderán donde jamás las hallaremos. Son muy soberbios y por causarnos daño las matarían de la forma más horrible e inhumana que podáis imaginar.

Neve no ocultó su desconcierto ante la opinión de Arellano y, como si deseara recuperar la dignidad de gobernador de aquella provincia, preguntó:

—¿Y entonces?

—Veréis. El rescate ha de hacerse en el anonimato, con la sagacidad del zorro y la fiereza del puma. Ese necio de Salvador Palma, por una vulgar talega de azúcar, me reveló el posible destino de esas desdichadas.

—¡Maldito salvaje! —lo interrumpió Neve—. Os lo ruego, explicaos.

—Creo a ciencia cierta que ya están en camino y lo hacen hacia el norte. ¿Por qué creéis que me he adelantado, señor? Un correo hubiera bastado para anunciaros los detalles de la represalia y el estado de los hombres. Pero deseo que me concedáis el privilegio de rescatarlas.

Neve dejó caer los brazos en el sillón que ocupaba.

—¿Os ofrecéis voluntario para esa complicada misión? ¿Y cómo habéis pensado llevarla a cabo, don Martín? Será como buscar una aguja en un pajar. Ese territorio está inexplorado. Más allá de Mendocino, pocos blancos han puesto un pie. Resultará muy peligroso, os lo advierto —repuso grave.

Tratando de no revelar la totalidad de su plan, Arellano le adelantó:

—Veréis, preciso de pocos hombres y cabalgaremos de incógnito. La partida india que las conduce no será manejada por más de cinco o seis guerreros mojaves del clan del jefe Halcón Amarillo, y alguno de Cabeza de Águila, de los havasupais, sus más que seguros captores.

Un fulgor de interés en la mirada del gobernador lo animó a proseguir.

—Simularemos ser ciboleros, o tramperos, y les pisaremos los talones, si es que salimos inmediatamente. Hosa, el explorador, así lo cree.

—Asumís una tarea muy espinosa. Se lo anticipo a vuesa merced.

—He pensado atajarlos por la costa o por las sendas de la Sierra de las Cascadas. Sé por Palma que se dirigen al río Wimahl, al sur de Alaska, y que con la venta de esas pobres infortunadas harán un trueque de víveres con los rusos, indispensable para invernar sin hambre. La lengua suelta de Salvador así me lo confió. Y lo creo por esta vez. Le va en ello su supervivencia.

—La vida y la muerte de esas niñas está en vuestras manos, capitán.

—Don Felipe, cabalgaremos en busca de su libertad. ¡Dios nos ayude!

Don Felipe pensó que Arellano poseía lava ardiente en sus venas y que era el símbolo de lo irreductiblemente hispano en el Nuevo Mundo, en cuanto representaba el encuentro ineluctable entre el indio y el blanco.

—Ahora que mencionáis a los rusos, don Martín, os diré que el cónsul Rezánov, como prometió, nos distingue desde hace unos días con su presencia. Ha arribado para estibar alimentos y solicitar formalmente la mano de Concepción Argüello —habló desenfadadamente, puesto que no era un asunto oficial.

—Todo lo bueno que le ocurra a ese ángel me alegra —dijo Arellano, y se sumió en una fugaz reflexión, como si la palabra «rusos» lo hubiera abstraído.

—Bien, don Martín. Mañana, cuando hayáis descansado, dispondremos los preparativos de la liberación. No deseo un epitafio para vos, para quien os acompañe y para esas jóvenes, sino que viváis y regreséis —le confió paternal.

Una idea salida muy de adentro iluminó la mente de Martín. Pero calló.

—Así que los rusos han anclado en Monterrey, me decís, ¿verdad?

—Ciertamente, capitán, y con dos naves.

—Eso puede favorecernos, y mucho. Mi plan ha cambiado, señoría.

 

 

Martín abrazó y besó fervientemente a Clara y después se aseó en una tina de cobre con agua casi hirviendo, se afeitó y cambió su uniforme por una camisa limpia y pantalón holgado, y encendió su pi-pa para meditar y relajarse.

La noticia del apresamiento de las muchachas españolas se había extendido por la ciudad y la conmoción que había producido su secuestro, y en especial el de Jimena Rivera, era muy dolorosa. Y en particular la princesa aleuta, que era su amiga y confidente, estaba colérica e injuriaba a los yumas a cada instante, ella, a la que jamás se le había escuchado un ultraje hacia nadie.

Con los labios prietos, rogaba a su esposo que las recuperara, pues conocía la fiereza y barbarie de las tribus vecinas de su pueblo norteño.

—No deseo que te apartes de mi lado y que te expongas a nuevos peligros, pero esas niñas no merecen las angustias que sufrirán —aseguraba.

La pesadilla por el sufrimiento de Jimena hizo presa en ella, y una lenta desazón fue creciendo en su corazón. Por la experiencia de su infancia tenía una nefasta opinión de los nativos que habitaban las frías praderas del río Klamath, y sabía que la brutalidad de los norteños no tenía límites. Tenía talento para el disimulo y nada dijo a su esposo, al que también veía desolado. Estaba obligada a hacer algo por su insobornable amiga, la dulce Jimena.

 

 

Aquella velada olía a dama de noche y una luna afilada y menguante iluminaba las celosías con una tonalidad azulada. Martín apagó la candela. Acariciaron sus cuerpos en un flujo de deleitosas sensaciones hasta que, en medio de una insondable sensualidad, alargaron el acto amoroso hasta finalmente caer rendidos la una junto al otro.

Se habían amado hasta la extenuación.

 

 

Al día siguiente de la llegada de Arellano, la brisa del Pacífico entonaba su sinfonía silbante mientras dos barcazas conducían hacia la goleta rusa Avos a Rezánov y a Conchita, junto con sus padres, los Arellano y don Felipe, a quienes el diplomático ruso deseaba mostrar las excelencias de su nueva embarcación, que partía en unos días hacia Sitka.

Era una mañana entibiada y límpida, surcada por nubes sedosas. Todos los verdes y azules posibles, como en un lienzo gigantesco, podían contemplarse desde la amurada del barco ruso, y el vasto océano Pacífico atrapaba toda la luminosidad del sol, mientras las espumosas olas se estrellaban en el casco de la Avos, según Rezánov un prodigio de velocidad marinera, y su nave gemela, la Juno, varada a un centenar de brazas. El velamen estaba recogido y unas letras doradas pregonaban de dónde había salido: los astilleros Charlestown de Boston. Con una arboladura airosa, diez cañones en cada banda, ondeaba el pabellón blanco imperial ruso con el águila bicéfala.

A Conchita se la veía radiante del brazo de su prometido, quien le había regalo un espectacular anillo de compromiso y un collar de amatistas de la joyería Fabergé. Habían fijado la boda para Pentecostés de la primavera siguiente, cuando ya tendrían en su poder los preceptivos permisos y dispensas del archimandrita ortodoxo de Moscú, de la emperatriz y del papa de Roma.

La novia ya había acudido a la modista y comenzado los preparativos del casamiento, tras el cual se trasladarían a San Petersburgo, la hermosísima ciudad conocida como la Venecia del Norte, donde sería presentada a la zarina Catalina y a lo más granado de la nobleza, y fijarían su domicilio en el lujoso sector de Nyen.

Concepción vivía en un sueño, si bien la expectación en Monterrey por su pedida de mano por parte del diplomático ruso había quedado minimizada ante la amenaza yuma y la captura de las muchachas españolas, a las que todos conocían en la ciudad. Sabían que Neve pondría en marcha un pelotón de dragones para rastrear su paradero, o esperaría a recibir la exigencia de un rescate, mas no obstante el miedo había cundido entre los vecinos, y en los ranchos, misiones y poblados se habían duplicado los efectivos armados, y los colonos pedían al gobernador represalias y la restauración del orden. Todos deseaban ver un yuma colgando de la horca de la plaza mayor.

Rezánov los invitó a un ágape en la cámara de oficiales de la goleta, una salita austera y elegante, donde degustaron canapés de caviar, salazones, pescados de roca y tiburón, carne de foca y dulces. En los postres, un criado sirvió un oloroso vino francés de Clos Vougeot. Las paredes se hallaban revestidas de grabados marinos y estanterías con libros náuticos y cartas de marear. En la sobremesa, don Nicolái, cuyo español había mejorado, les habló de su elección como embajador ante el emperador de Japón después de un vano intento de arrebatarles la isla de Sajalín. Tras agradecer a los Argüello su largueza y brindar por la confianza en sus intenciones, el anfitrión cambió el tono informal de la conversación.

—¿Me permite el señor gobernador hacerle una pregunta, quizá impertinente? Supongo, y creo que no erróneamente, que estáis impaciente por la suerte que puedan correr esas desventuradas jóvenes raptadas de las que tanto se habla.

Neve no podía ocultar lo que era un torbellino de habladurías.

—Ha supuesto bien, don Nicolái, y os ruego reserva sobre el asunto. Arellano parte mañana para el norte, casi como un ladrón en la noche y de incógnito, para intentar recuperarlas. Cosa nada fácil, como supondréis.

Rezánov, con la esperanza de hacerse necesario, intervino afable:

—Don Martín, la fama de eficaz y temerario oficial os precede. ¿Tenéis algún plan para detener a esos salvajes y recobrarlas antes de que desaparezcan en un oscuro poblado de esos bárbaros sin alma?

Martín, como si hubiera leído el pensamiento del ruso entre líneas, dijo:

—Mis supuestas proezas no merecen la menor atención, pero sí, lo tengo, señor chambelán. Y me sentiría muy honrado si vos participaseis en él, si es que accedéis. Se trata de un asunto importante para la Corona y muy urgente.

Neve, Argüello y las damas se quedaron desconcertados. ¿Se comportaba Arellano como un insolente, él, un hombre tan cortés y reflexivo? Pero Rezánov parecía que lo esperaba y en absoluto se mostraba incómodo. Sabía que Martín poseía una astucia señalada y que no necesitaba a nadie salvo a sí mismo y un pelotón de leales para resolver los asuntos más difíciles. Pero en esta grave situación, no estaría de más algo de ayuda externa, lo que demostraba su prudencia y audacia.

—Adelante, hablad, don Martín. Si está en mi mano trataré de…

—Lo está, señoría —respondió y concitó el interés de todos—. Veréis. Cuando el coronel Anza, el gobernador de Nuevo México, y yo nos propusimos acabar con los comanches de Cuerno Verde, ideamos una estrategia para vencerlo: envolverlo por el norte y por el sur. Si a un indio le dejas una vía de escape, jamás lo atraparás.

—Interesante reflexión —lo halagó—. Si os descubren huirán como animales asustados a esconderse en las montañas. ¿Y vuestro objetivo es?

Martín destiló unos instantes de silencio y luego habló:

—Inicialmente consiste en seguir su estela partiendo del Gran Cañón, desde donde han salido, hacia los caminos de los ríos Klamath y Wimahl, su meta final. Mi explorador, el cabo Hosa, rastreará los vados del río San Joaquín y los seguiremos bajo la falsa identidad de una partida de tramperos. Después nos pondremos en manos de la Providencia y de la fortuna.

—O sea que lo cifráis todo en el riesgo y el azar —ironizó el ruso.

—No, no es cuestión de lanzar los dados al aire. He planificado minuciosa y cautelosamente mi estrategia. No creo que intenten atravesar las Montañas Negras y seguirán los senderos del río de Los Sacramentos, y en nosotros no adivinarán que pertenecemos al ejército real —aseguró.

—¿Y dónde entraría mi intervención, según vos? —preguntó el cónsul.

Sus amigos jamás habían visto al capitán perdido o alocado a la hora de tomar decisiones. Y aunque parecía un ser aislado del mundo, cuando se trataba de maniobras militares no daba un paso sin la deliberación debida.

—Escuchad, don Nicolái, y excusad mi atrevimiento. Cuando don Felipe me habló de vuestra presencia, se me iluminó la mente como un rayo, y pensé: «¿Y si el embajador accediera a transportar a cuatro dragones y desembarcarlos en la costa, tras el delta del Klamath?». Así cortaríamos las dos huidas a los raptores y tendríamos más posibilidades de hallar a las muchachas con vida.

Al plenipotenciario ruso le impresionó su capacidad estratégica y, sobre todo, su poder de sutil persuasión tras aquel imponente aspecto de soldado.

—¡Vaya, sois temerario y persuasivo! Y no vaciláis un instante —sonrió.

—Siento por Jimena Rivera un afecto paternal y piedad por las otras mujeres, y ante todo me debo a la Corona y a mi nación —explicó—. Es un servicio más que le rindo, aunque soy consciente de las dificultades que entraña la misión. Sé que posee tantas posibilidades de éxito como de fracaso, pues es un territorio vastísimo, pero con vuestra valiosa ayuda la búsqueda será más factible, señor.

La cabeza del ruso avanzaba con inusitada rapidez reflexiva, y dijo:

—¡Por Dios vivo que lo haré, señores! Me ofrezco a que aumenten esas oportunidades de éxito. Contad con ello, si el gobernador lo aprueba.

Neve asintió, y habló en tono exaltadísimo y agradecido:

—Gracias eternas, don Nicolái. La pérdida de esas niñas es una desgracia mayor de lo que os figuráis. Anda en juego el prestigio de España —confesó.

—Bien, bien —dijo el embajador, y tamborileó con los dedos en la mesa—. Conozco ese lugar de encuentro donde comerciantes compatriotas míos compran pieles a las tribus chinooks y sobre todo a los kwakiutl —reveló el diplomático.

—¡Oportuna coincidencia, don Nicolái! —comentó Martín.

—Es un antro de contrabandistas conocido como Refugio Ross. Esos indios kwakiutl viven al norte del río Klamath y sus poblados hechos de madera están hundidos en el suelo, para retener mejor el calor. Son feroces y extraños. Viven de la caza de castores, osos, zorros blancos y armiños. Son arqueros y leñadores excelentes y también esclavistas, y se relacionan con esos traficantes —reveló.

Al oír la palabra «kwakiutl» a Clara se le atragantó el corazón, pero nadie, excepto Martín, lo percibió. ¿Qué le ocurría a su esposa?

—Excelente información, señor Rezánov. Ya conocemos con quién hemos de vérnoslas —apreció Arellano, que alegró su semblante.

—Anclaré en ese estuario y desembarcarán los dragones que elijáis, y yo también lo haré con algunos de mis hombres más experimentados. Si vos venís del sur será más fácil localizarlos y detenerlos. Contad conmigo —se ofreció.

A Clara Eugenia le flaqueaban las piernas, pero no la voluntad. Se adelantó.

—¡Daría cualquier cosa por acompañaros en uno de vuestros barcos, señor Rezánov! —sonó la voz cálida de Clara. Pasmados todos, incluso su esposo, se fijaron en ella. ¿Acaso había extraviado la razón?

—¿De qué estás hablando, Clara? —la cortó Martín con inflexible tono.

—De una oportunidad que sería la única manera de recobrar la paz de mi espíritu, esposo. Mi ayuda podría resultar fundamental en la búsqueda. ¡Qué desdichadas y solas deben hallarse esas muchachas! —estalló Clara.

Las mujeres se miraban entre ellas y los hombres sonreían alterados.

—No os comprendo, señora —intervino el ruso extrañado.

Clara quiso demostrar cuánto sabía de los pueblos más desconocidos del septentrión del continente:

—Es obvio, chambelán. Mi padre, Kaumualii, es el rey de Xaadala Gwayee y sus islas, como todos saben, y posee contactos y amistades con las tribus de Alaska y del río Columbia. Los kwakiutl son de nuestra misma sangre y raza, y con mi influencia podré ayudar al rescate de las jóvenes. Yo puedo convertirme en la llave que abra esa posibilidad. ¿No os parece, caballeros?

—¡Pero, querida, ¿has perdido el juicio?! —saltó un Martín adusto.

Entre las risitas azoradas y el intercambio de miradas perplejas de la concurrencia, Clara aseguró convincente:

—Esposo, hace años que no veo a mis padres y a mi hermano. Iría acompañada por dragones fieles, por mis criados y la compañía inestimable del chambelán Rezánov. Es un viaje de solo dos semanas y mi asistencia puede ser muy valiosa. ¿Me vas a negar esa decisión que sale de mi corazón para rescatar a esas jóvenes y a nuestra querida Jimena?

Martín valoraba su espíritu, su talento y su sensibilidad, pero se negaba.

—Nos sobra con los efectivos que activaremos Rezánov y yo, Clara. Se trata de una empresa delicada, en la que peligran nuestras vidas. ¿Comprendes?

—Quizá no sean suficientes todas las ayudas posibles, Martín —aseguró la aleuta—. La goleta real Princesa debe de hallarse en las inmediaciones de Nutka. Su capitán es amigo del cacique Macuina, que llegado el caso también podría ayudarnos, si nosotros solos no lo logramos. Yo podría alertarlos.

Saltaba a la vista que el deseo de Clara, que escapaba de un corazón magnánimo, rebelde y audaz, había alterado la reunión.

—Si vuestro esposo accede, podría entregaros una carta rogando auxilio a la dotación de la isla de Nutka —intervino Neve, que deseaba recabar todos los apoyos posibles, aunque le extrañaba la insólita decisión de la esposa de Arellano.

—Este es un asunto peligroso, y tú una mujer. —Martín rechazó la idea.

—Estar vivo es estar sometido a riesgos, querido —dijo la princesa.

—He de meditarlo, aunque sepa que vas a un sitio seguro.

Entonces la voz de Clara se elevó de nuevo sobre sus cabezas, enigmática e inquietante, y todos fijaron las miradas en sus labios.

—¡No, no! Ignoráis un detalle que solo yo conozco y que modifica todos tus cuidados y planes, esposo, y que incrementa el riesgo de esas mujeres hasta lo ignorado. Toda ayuda es poca, créanme, señores —les reveló.

El naviero ruso no tenía a doña Clara por una mujer trivial y frívola, y ya había advertido que carecía del celo posesivo que solían tener las mujeres para con sus maridos y que detentaba una elegancia natural y un alma revolucionaria. Era una mujer absolutamente encantadora, ingeniosa y culta, y sabía que era poderosa y popular entre los colonos de Monterrey. Rezánov pensó ahora que su valía era incuestionable. Le agradaba aquella mujer firme e inflexible en sus opiniones.

Por su parte, severo e implacable, el gobernador se dirigió a Clara con cierto retintín en su voz. Deseaba conocer sus razones, y la animó a que las revelará.

—¿Qué desconocemos que vos estáis tan al corriente, doña Clara?

Con una espontánea familiaridad, su fulminante contestación los sacó de dudas. Los miró y desveló:

—Los kwakiutl son caníbales, excelencia.

Silencio absoluto y prolongado, desconcierto y desolación. Pavor.

¡¡Válgame el cielo!! —dijo el atónito gobernador por toda respuesta

La tensión del instante los paralizó, y una sensación de horror recorrió sus cuerpos. Sitiados por la sorpresa y la alarma, el mutismo creció sobre un espanto generalizado, incluso en el cónsul ruso. Seis pares de ojos dubitativos miraban a la hermosa Aolani, sin pestañear y con una inquietud creciente.

Clara había decidido por sí sola el operativo final de la misión de rescate y su marido, aunque lo hizo a regañadientes, lo aceptó.

 

 

Aquella misma noche, antes de la partida de salvamento, con secreto y cautela y embozado en su capa, se presentó el gobernador en la casa de Arellano. Sonaron unos golpes suaves en la puerta y el capitán abrió receloso. Sabiendo de la seriedad y observancia del protocolo de Neve, Martín le miró de hito en hito, extrañado.

Dios guarde a vuesa merced. Tengo que hablar con vos, don Martín, de un asunto muy serio que compete a la mismísima Cancillería de Madrid. No quise hacerlo ante Rezánov, pues se refiere a un asunto de Estado —expuso.

Mal momento cuando partimos mañana al rescate. Pero os escucho. Pasemos a mi gabinete, fuera de oídos indiscretos lo invitó afable.

El gobernador carraspeó. Iba vestido como un criado de palacio.

—Veréis, don Martín —dijo apenas susurrando—. He recibido hace unos días un informe confidencial en el que se me insta a que os envíe a Alaska en misión secreta, tal como ya habíamos previsto. ¿Recordáis? Vuestra relación con el rey Kaumualii, vuestro suegro, la experiencia anterior, la amistad con el capitán Chírikov, y ahora con Rezánov, serían inestimables.

—No acierto a comprenderos —repuso sin saber qué deseaba.

—Os explico. —Y aceptó la copa de old brandy de Jerez que Arellano le ofrecía—. Es cierto que vuestra misión consiste en rescatar a esas muchachas y es prioritaria para mí. Pero es cierto también que el conde de Floridablanca ha solicitado personalmente que seáis vos quien informéis de la verdadera situación de nuestras posesiones en Alaska, y de las intenciones reales de Rezánov y de los rusos en nuestra posesión de Nutka. ¿Entendéis?

—Comprendo. Es un honor para mí. ¿No os fiais de Rezánov?

—No del todo. Hay algo que me incita al recelo —replicó.

—El conde goza de mi amistad, pero cumpliré con lo que me ordenáis.

—Pensaba delegaros a Nutka en la próxima primavera, como ya os anticipé, pero como en esta delicada misión os acompañará doña Clara, y tenemos el ofrecimiento de Rezánov de ayudarnos, he pensado que una vez que concluyáis el rescate de las jóvenes, deseo que felizmente, y por cercanía, os ocupéis del asunto.

—Sí, claro, mi esposa desea visitar su reino de Haida, y sería un momento oportuno para realizar esas pesquisas que la Corona nos requiere, aunque todo depende de cómo concluya la liberación de esas infortunadas.

—Sé que no es el momento oportuno, lo entiendo, pero, tras la búsqueda de las niñas, estaríais más cerca de Alaska y podríais cumplir la doble labor.

Estaba todo entendido y el gobernador le alargó el despacho de Madrid.

—Bien entonces, don Martín. Aquí tenéis la carta del conde de Floridablanca; obrad como vuestra conciencia, discernimiento y saber os dicten. La Corona y yo mismo os lo agradeceremos. Vuestro doble servicio tiene una enorme relevancia.

—Soy un soldado del rey. Me siento halagado de que ese deseo provenga de la Casa Real. Obedezco y actúo en consecuencia, señor.

—Sois un oficial riguroso y de espíritu independiente. Gracias —le dijo.

El gobernador lo abrazó como a un camarada y le sonrió amistosamente.

Martín lo acompañó a la puerta y miró el firmamento estrellado, un impecable vacío de un color negro quebradizo, pero insondable y mágico.

Leyó por encima el despacho de su amigo el conde de Floridablanca, el todopoderoso ministro del rey. Allí se hablaba de cartas de navegación secretas robadas a los franceses, de goletas con cañones destructores que abatirían los enclaves rusos en Alaska, del recelo sobre Rezánov, de espionaje de potencias extranjeras y de misiones secretas de plenipotenciarios en San Petersburgo.

En su rostro se dibujaba un gesto de preocupación. No esperaba aquel encargo del secretario de Estado, y los asuntos que provenían directamente de Madrid lo alteraban indeciblemente, y más estando presente en Monterrey la legación rusa. Pero la situación de las jóvenes raptadas por los salvajes mojaves era una espina clavada en su corazón y en él prevalecía sobre todas las demás misiones, por lo que su rescate cobraba una urgente perentoriedad para él, aunque también sabía que suponía un riesgo máximo.

Con una sonrisa petrificada, Martín pensó que Neve esperaba de él y de sus hombres un milagro. Las dos acciones que se proponía embocar, lo sabía bien, serían interpretadas, ensalzadas o maldecidas, sobre todo si fracasaba.

Llevaba años acariciando el proyecto de abandonar la peligrosa vida del presidio de Monterrey y establecerse en tierras más tranquilas junto con Aolani para formar cadetes del regimiento de dragones del rey en la prestigiosa Academia de San Ignacio de Sonora, en la que él mismo se formó y de la que tan grato recuerdo conservaba. Pero el nombramiento como director tantas veces insinuado nunca llegaba, y la implacable voz de la frontera volvía a llamarlo.

Lo sabía y estaba dispuesto a asumir un sacrificio señalado.