Cabeza de Águila y Búfalo Negro gritaron satisfechos cuando tuvieron a la vista el frío río Klamath, en cuyas orillas resaltaban algunas manchas de la nieve caída durante la noche. Remedaron una apresurada Danza del Sol, a la que asistían las raptadas con ojos incrédulos, mientras se preguntaban dónde las conducirían aquellos fieros guerreros.
A un poco más de una legua y media, tras una torrentera, los indios mandarían aviso a sus compradores habituales, después de más de tres semanas de marcha y de considerables penurias por mantener con vida a las atemorizadas presas. No había oscurecido, pero la luna surgía tras la frondosa ribera del río.
—A partir de mañana seremos el cebo para los kwakiutl. Los blancos, a los que hemos despistado, ya no nos estorbarán. Deben andar muy lejos. Pensarán que seguimos por el río de Los Sacramentos y tardarán al menos una semana en encontrar nuestra pista.
—Tiempo suficiente para negociar con los rusos, ¿no? —dijo Búfalo.
—Incluso para emprender el regreso por sendas que nadie conoce.
Tras una leve discusión con Luna Solitaria, cada día más soliviantada con su esposo, que no tenía ojos sino para Jimena, acamparon al abrigo de los vientos y protegidos por un montículo donde crecían unos abetos enanos.
Después de dar de beber y comer y atar de pies y manos a las prisioneras, decidieron descansar y limpiar los caballos con hierba fresca, y los ataron a un chaparral. Atrás habían quedado los áridos desfiladeros y roquedales, pero no habían dejado ninguna huella visible.
El precavido Cabeza de Águila, cuando albergaba alguna duda sobre el rumbo a seguir, se acercaba a los árboles para identificar los signos del lenguaje universal de la nación yuma, que él mismo había tallado en los troncos en otras expediciones.
Aquel atardecer Luna aplicó pieles untadas con hiel de búfalo en las patas de la montura de Jimena, que presentaba rasguños purulentos y cojeaba ostensiblemente. También sabía cómo aplicar la hierba masticada y los jugos que extraía de los estómagos de los venados y antílopes cazados para remediar los males asmáticos y las malas digestiones de los caballos, y solía sanar las heridas de los ponis con hongos de los que nacían bajo los cedros y con manteca de vaca.
La guerrera no solo cuidaba a los caballos de la tribu con esmero, además era una experta en curaciones de forúnculos y de huesos astillados de los guerreros, y con la sangre caliente de los búfalos cazados había salvado a más de un cazador de una muerte segura por congelación.
Era la discípula predilecta del chamán Nana, y con él preparaba balas, fundía plomo, elaboraba pólvora y pomadas medicinales cuando viajaban a los cazaderos. Siempre llevaba una bolsa con agujas, hilo de pelo de búfalo, cuchillos de obsidiana, cola de pezuña de ciervo para detener las hemorragias y tendones para suturar heridas y extirpar diviesos y piedras calientes para cauterizarlos.
Era una mujer práctica, pero fiera y poco compasiva.
Las prisioneras, a las que había estado alimentando los últimos días con miel, intestinos asados, grasa de giba de bisonte y lengua salada para que cogieran peso y mejorase su presencia, eran vigiladas por sus captores y aseadas a diario, pues de las blancas dependía pasar hambre en el invierno o no.
Luna Solitaria se acercaba a las apresadas, que se consolaban entre sí ante las llamas de los troncos quemados, les levantaba los vestidos y les limpiaba las heridas de las piernas y manos con savia de los brotes de los álamos, aunque lo hacía con extrema aspereza. Y aquel mundo a media luz en el que vivían las muchachas españolas parecía iluminarse.
—Dios pague tu caridad, mujer —le agradeció una noche Jimena.
—Los padrecitos franciscanos también fueron bondadosos conmigo.
Las cautivas no podían creer que hablara su mismo idioma y quedaron atónitas. Le sonrieron, pero respondió con un exabrupto. Aquella india poseía una seguridad en sí misma demoledora, la habían visto cazar ciervos con más pericia que los hombres y, sin embargo, miraba con recelo y menosprecio a la joven de cabellos de oro, y no deseaba entablar con ella plática alguna en castellano.
Aunque depauperada, Jimena estaba en la flor de sus encantos femeninos y la tragedia resultó inevitable. Para un hombre indio cualquier mujer era apetecible, pero más si esta era blanca y con el pelo del color del trigo. Así que los dos cabecillas discutieron sobre quién la desfloraría aquella misma noche, como trofeo por haber conseguido guiarlas con vida hasta el final. Incluso forcejearon, y el havasupai, un hombre despiadado y rencoroso, esgrimió su derecho por haberle correspondido en el primer reparto de las capturas.
—Si te parece, tú la posees después. Pero ahora me corresponde a mí.
—Espero que tenga las enfermedades de las zorras blancas y te infeste el rabo que llevas entre las piernas —le deseó aceptando de mala gana Búfalo Negro.
Luna, que observaba la escena, murmuró airada:
—Los cobardes solo se quieren a sí mismos y a sus placeres. —Y escupió.
Cabeza de Águila, con modales brutales, tiró de los pies de Jimena, y le desató sus extremidades. La levantó de mala manera, se echó una manta sobre el hombro y la empujó, mientras las otras, que ya habían pasado por aquel tormento, la miraban con lástima. No lloró ni gritó. ¿Para qué? El indio extendió la cobija al amparo de un matorral y la obligó a que se tendiera.
Su piel tan cándida y suave le era grata. Recorrió su cuerpo, pero no la desnudó, sino que le alzó la saya de piel. Ella se resignó a consumar su primera noche con un varón de la forma más mecánica e impersonal posible y resistir mientras sus exiguas fuerzas la acompañaran. El jefe se desabrochó su pantalón de cuero y le lanzó una mirada fiera e interrogante. Ella sabía qué deseaba y se sentía aterrada.
El salvaje disfrutó con su inocencia. A Jimena le costó resistirse, pues una brusquedad primitiva se redoblaba en cada envite. Percibió una sensación de repulsión y un temblor en su alma. Cabeza de Águila la violentó salvajemente en medio de unas asperezas que le dolían de forma lacerante. La española, a pesar de que intentaba permanecer ajena a aquella marea despiadada de su agresor, lloró levemente, con gran pena interior.
Al cabo el suplicio le resultó intensísimo y gritó por primera vez, sacando del indio una sonora carcajada y una voz burlona. A Jimena le pareció que su única intención era procurarle daño. Sus ojos grandes, del color del cielo más azul, estaban cubiertos de lágrimas. A Jimena le sobrevino un fuerte calor mientras el havasupai le mordía su piel nívea. El aliento le olía al salitre del tasajo, y su piel y sus cabellos sueltos a sebo de búfalo.
A la californiana le resultaba repugnante, gimió con levedad y dio una arcada y el indio la zarandeó. Jimena protestó, pues la aplastaba, hasta que Cabeza de Águila lanzó un estallido triunfante, propio de una bestia, mientras la mujer gimoteaba de forma desgarradora. La prisionera había encontrado algo de consuelo en su indiferencia, pero le ardían los párpados, sus labios estaban resecos, notaba las babas repulsivas de su violador en su cuerpo y un sabor amargo penetraba en su garganta.
Fueron unos momentos tensos y dolorosos, y Jimena, la hermosa hija del capitán Rivera, lo que ansiaba era morir. El tipo, bestial y grosero, gruñía como un cerdo, refocilándose con la indefensa mujer, a la que únicamente se le veían sus blanquísimas piernas. Jimena se sentía abochornada, desprotegida y ya totalmente carente de determinación en su voz.
Finalmente, su abusador se alzó de su cuerpo blanco y torturado, y la joven suspiró.
Satisfecho, se limpió las manos en sus muslos de nácar. Estaba complacido y se carcajeó. La cogió por el cuello y la devolvió bajo el árbol donde las demás la aguardaban. Gemía y no aceptó ningún consuelo de sus compañeras de infortunio. Es más, se percibía dolorosamente alejada de ellas.
—Malvado y miserable hijo de puta —musitó—. No deseo pertenecer a este mundo, Dios mío. No deseo vivir. Nunca volveré a ser lo que fui.
La plata turbia de la luna apenas si iluminaba su carne desnuda, pero notó el leve frescor de la noche que penetraba a través de los arbustos. La joven tenía la sensación de que había sido desarraigada de la vida; y con los dedos crispados y retorcidos intentó librarse de las ligaduras. Fue en vano y trató de dormir a pesar de que sus ojos apagados e inexpresivos se resistían a cerrarse. Una pena corrosiva y brutal la atenazaba. Había ingresado en una pavorosa melancolía.
La concordia había desaparecido entre los indios, que se gritaban entre sí por la posesión de la española de cabellos del color del sol. Los dos cabecillas simularon medir sus fuerzas como dos gallos de corral, pero Luna los conminó a callar y a descansar por el bien de todos. Comieron unas tortas de almeza con sebo de toro al ardor de la lumbre y del calor que despedían las boñigas resecas y los palos con la que la habían encendido.
En Monterrey, Jimena pasaba por ser el paradigma de la honestidad y del buen gusto, y había sido educada para no sufrir y ser protegida de los desagradables avatares de la vida. Pero ahora, a cientos de leguas de su seguro hogar, se hallaba en el hoyo más profundo de la angustia. Su fama de arrogante y estirada estaba ahora tirada por los suelos de un lugar inexplorado.
—Perros malditos —musitó—. ¿Cómo se puede poseer tanta maldad?
Su infancia y juventud vividas en la alta clase social criolla de Nueva España, la dicción perfecta de los clásicos, su habilidad con el clavicordio, su sensibilidad y timidez natural, el tiempo dedicado a los bordados y el bienestar de su persona, todo le resultaba estéril en aquel tormentoso momento.
La protección de los suyos había sido siempre un bálsamo sagrado para ella, pero su padre yacía muerto en algún lugar del río Gila, y su prometido, al que jamás volvería a ver, solo podría llorar su desgracia.
Su rescate era una mera quimera y se sentía desolada y desamparada.
Un grave silencio planeaba sobre un río que no conocían, el Klamath, enclavado en un paraje de verdor y exuberancias que a ella le pareció tétrico y tenebroso.
El canto de la alondra se escuchó antes de amanecer y Cabeza de Águila dio la orden de abandonar el refugio, enjaezar los corceles y apagar el fuego. Había llegado el día del intercambio y del lucro. Pequeño Conejo bajó del peñasco donde había estado despierto y haciendo guardia. Temían sobre todo a los ladrones de caballos, que en un descuido podrían dejarlos sin las monturas para regresar y culminar la labor del trueque y la venta.
Confirmó que no había visto a nadie, ni tan siquiera a un perro de la pradera o a un coyote, a pesar de que aquel era un paso para los cazadores chikasaw y los osages, que buscaban los escasos cazaderos de búfalos tras las montañas.
Los captores se movieron lentamente en fila de a uno hacia la orilla del río, y Jimena sobre su montura moteada se sentía como una piltrafa humana, con sus ingles doloridas y el cuerpo sucio y contaminado.
En aquel instante, Búfalo Negro alzó la mano y los detuvo reclamando silencio. Avizoró en todas direcciones, pues le había parecido escuchar un silbido infrecuente en el soto de los abetos. De repente, la sangre se le heló. Muy cerca, y acechándolos, vio las atemorizantes siluetas de un grupo de indios de la belicosa tribu de los crees. Los conocía por leyendas oídas junto al fuego. Gritó, alertando a su banda, que se aprestó a defender sus presas.
—¡Defendamos nuestro botín de esos coyotes! ¡Cargad los fusiles!
Llevaban cubiertas las caras y el cuerpo con pinturas negras, amarillas y rojas, en señal de guerra, y adornaban con plumas sus crestas y las crines de los corceles. Cogieron sus lanzas y arcos y se alinearon para hacerles frente.
Los atacantes enarbolaban mosquetes y arcos, dispuestos a liberar de su carga a sus hermanos indios y arrebatarles a las blancas. Pero, de repente, aconteció algo que nadie esperaba y que dejó atónitos a unos y a otros, que se detuvieron con sus miradas y músculos en tensión.
De entre la maleza de un lugar indefinido, un poco más al sur, surgieron unos disparos secos y certeros y varias bocanadas de humo de lo que parecían infalibles Brown Bess, de los que usaban los dragones españoles, que en la primera andanada abatieron a dos crees, que, al no esperar aquel inesperado ataque, ofrecían un blanco diáfano. Estupefacción general y sobresalto.
Inmediatamente, otras dos ráfagas de repetición consiguieron repeler el ataque de los crees a los raptores y atinar con el flanco de uno de sus corceles, que cayó en tierra con los belfos teñidos en sangre. Las balas pasaban por encima de sus cabezas y los crees se dirigieron como rayos hacia donde partían las descargas para cobrarse la debida venganza de los inoportunos tiradores que les habían malogrado la caza, mientras lanzaban flechas, que resultaban ser inofensivas al hallarse sus disparadores tras unas rocas basálticas. Pero ¿quiénes eran?
El tiroteo no cesó y los desconocidos erraban pocos disparos, propagando la muerte entre los crees. Cabeza de Águila y los suyos, inmovilizados, asistían atónitos a la refriega que los había salvado de forma sorprendente de perder su botín. Aprovecharon para dirigirse al cerro donde habían caído los primeros atacantes y les cortaron las cabelleras. Se quedaron con sus cabalgaduras y arreos, mientras se preguntaban aturdidos quiénes eran sus misteriosos benefactores, y si eran amigos o enemigos.
Un caballo sin jinete corrió despavorido por la pradera y después le siguió otro más, color canela, que parecía herido. Dos de los crees, que habían cabalgado como centellas hacia el lugar desde donde salían los tiros, fueron muertos en el acto por los anónimos atacantes. Los que quedaron, dando unos gritos horrísonos, viraron hacia el este y desaparecieron por los alcores a galope tendido mientras se preguntaban quién diablos eran aquellos expertos fusileros que habían matado a sus hermanos y desbaratado su posibilidad de rapiña.
Cabeza de Águila, mientras tanto, no atinaba a comprender la razón por la que los habían ayudado, aunque la intuía.
—¿Quiénes son esos que nos han auxiliado, esposo? —preguntó Luna.
—Puedo imaginarlo, mujer. Pueden ser nuestros perseguidores, o los modocs, pero lo cierto es que nos han salvado la vida y nuestro valioso botín, gracias al deseo del Gran Espíritu Kwikumat —respondió satisfecho.
—También pueden ser hermanos chinooks, un pueblo amigo, pero opino por sus certeros disparos que son los tres blancos que dejamos atrás —ratificó Cabeza de Águila, asombrado por el tiroteo.
Luna observaba cómo los asaltantes frustrados huían hacia las montañas.
—No es la primera vez que esos perros crees intentan robarme. Cazan por los Mares Cerrados y los montes Dakotas, según las estaciones. Buscan bisontes y reses solitarias y extraviadas, por las pieles y la carne. Tal vez el cebo de las mujeres blancas los estimuló —aseguró el jefe havasupai—. No debemos malgastar el tiempo.
Búfalo Negro, que estaba desnudo, dijo mientras se ponía el taparrabos:
—Me extraña que hayan cruzado sin tropiezos los territorios de los chikasaws, los karuks y los delawares. ¿Qué hacemos ahora, gran jefe?
A Cabeza de Águila se le veía inquieto, preocupado. Por unos momentos, reflexionó, sopesó y evaluó la situación y les sugirió a sus camaradas:
—Cruzaremos el río por el vado de Arroyo Salmón, y de inmediato. Mucho me temo que esos fusiles que nos han auxiliado tan desinteresadamente sean de dragones, por su precisión. No son tan cándidos como creíamos y han recobrado el rastro de nuestras huellas. No sé cómo, pero lo han hecho.
—O sea, que han preferido ayudarnos para luego perseguirnos, ¿no?
—Eso es, Búfalo Negro. Pero han llegado demasiado tarde —sonrió.
—Entonces, ¿cuál es el plan de escape, Cabeza de Águila?
—Nos dividiremos en dos grupos. Mi idea es que se queden dos de nosotros con los fusiles cargados tras esas rocas para impedir que se acerquen y nos sigan. Si nos alcanzan no habrá ni canje, ni pieles, ni víveres. Huiremos con las prisioneras y dos de nosotros defenderán nuestra retirada. Después nos alcanzarán. Solo necesitamos tiempo y seguridad para cruzar el río.
—¿El poblado kwakiutl está lejos? —preguntó Luna contrariada.
—Muy cerca, a menos de medio día de jornada, y allí procederemos al intercambio, no se atreverán a hacerle frente a una tribu entera. No podemos perderlo todo en la última legua del camino. Cubrirán nuestra huida un guerrero mío havasupai y uno de vosotros. Elegidlo con urgencia, Búfalo Negro —dispuso el jefe.
Búfalo Negro dio un paso al frente y le entregó un fusil de avancarga a Pequeño Conejo, que ya sabía qué tenía que hacer. Era el elegido para cubrir la retirada. Sonrió. Solo tenía que ganar un poco de tiempo, y unirse después a ellos a la menor ocasión. Debía procurarles oportunidad para escapar.
Las prisioneras, sabedoras de que alguien desconocido había pretendido salvarlas de sus raptores, se resistieron a montar en los caballos, pero el látigo de Búfalo Negro las hizo desistir. Estaban agotadas, asustadas y descorazonadas, aunque un halo de esperanza emergió en sus semblantes.
El vado que cruzaba el Klamath era poco profundo y protuberancias de grava blanca emergían de las aguas. En primavera hubiera sido imposible cruzarlo, por lo que resultaba una gran suerte para ellos. Los raptores y sus presas iban en fila y los caballos chapoteaban por la corriente.
El que parecía ser el conductor de los fusileros que habían abatido a los crees vio que seguían río arriba, a paso lento, entre una senda de frondosos sauces, yucas y olmos. No podían extraviarlos de ninguno de los modos. Si los perdían de vista, dilapidarían su última esperanza. Y lo sabían. Los dos indios que cubrían la retirada apretaron una y otra vez el gatillo de sus fusiles, que resonaron en las rocas que cobijaban a sus perseguidores, y que no podían abandonar por miedo a ser muertos.
Sin embargo, aconteció lo impensado. Asombro.
De improviso se oyeron más disparos provenientes de un lugar ignorado de las inmediaciones del Klamath, pero salidos de la orilla opuesta. Alarma.
El havasupai, que no permitía salir a los dragones de su escondrijo y que acribillaba sin parar la posición, se dobló por la mitad y cayó muerto en el matorral de espinos desde donde disparaban, con la tapa de los sesos volada y al descubierto. Pequeño Conejo, agazapado entre la maleza, saltó como un resorte y movió la cabeza como una lechuza en todas direcciones, aunque con precaución, sorprendido por los disparos que venían por su espalda.
Sonó otro disparo, y Pequeño Conejo, con la vena del cuello traspasada por una bala anónima, se desplomó muerto en el zarzal. Lo habían cazado.
Había acabado su trayectoria de guerrero mojave sin gran gloria y únicamente su participación en la fraternidad asesina de los Rostros Ocultos había constituido la gran heroicidad de su vida. Su hermana Luna Solitaria lo había arrastrado a una vida de carencias, luchas, violencias e incertidumbres y ahora yacía tendido sobre la hierba de la ribera, a cientos de leguas de sus amadas y cobrizas tierras del Colorado.
El jefe de la partida salvadora de las cautivas, que no comprendía lo que había ocurrido, saltó del abrigo de las rocas y ordenó a sus dos acompañantes:
—¡A los caballos y galopemos hasta agotarlos! ¡Rescatarlas o morir!
—Una providencia sin nombre parece ayudarnos, capitán —dijo Ruiz.
Vieron los corceles de los indios muertos, un bayo, un mesteño y un poni manchado y con manos pintadas en los lomos, que corrían solos y asustados por la ribera del río. Los tres dragones se detuvieron junto a la orilla fangosa sin saber qué hacer, mientras el menudo explorador apache observaba las huellas en el barro y miraba hacia la otra orilla con prudencia, pues desde allí habían salido los disparos que habían abatido a los dos indios que les impedían seguir a la partida de captores.
Fue entonces cuando el rastreador vio algo que no entendía ni esperaba, pero que había sido la salvadora causa de la muerte del mojave y del havasupai que les impedían la persecución de las prisioneras.
¿Les frenarían también el paso a ellos aquellos tiradores enigmáticos?
Hosa miró a sus dos agotados y macilentos compañeros y movió desconcertado la cabeza. ¿Debían tranquilizarse? ¿Inquietarse? Era sensato aproximarse con prudencia y con las armas cargadas.
Hubo un momento de vacilación en el capitán de dragones. El honor aún no se había salvado, las cautivas habían desaparecido de su vista y los captores habían puesto tierra de por medio. Pesadumbre, zozobra, intranquilidad.
—Esperemos una señal, y obremos en consecuencia —estimó el oficial.
Se sucedían demasiadas situaciones inesperadas y recelaba.