El temor y el desasosiego mantenían silenciosa a Clara Eugenia, Aolani, que contemplaba la tierra firme desde la amurada de la goleta rusa Avos, donde navegaba con rumbo a su tierra y dispuesta a auxiliar a su esposo en el rescate.
Para ella eran momentos de vacilación, aunque todo el mundo alababa su valor, impropio de una mujer. Frente a un escenario tan inusual, su explicación era la única plausible: lo hacía por afecto a Jimena, su amiga y confidente. Se mostraba poco locuaz y por su cabeza se despeñaban inquietudes por la situación de las prisioneras y por el estado de su marido y los dos dragones que lo acompañaban en misión tan comprometida.
El otoño resplandecía en los bosques de la costa norte de California, donde una panoplia de las tonalidades granas, escarlatas y anaranjadas de las acacias y los liquidámbares centelleaba en las suaves colinas. De pie, junto a su inseparable criado Fo y su doncella Naja, pensaba en Martín, en el sargento Ruiz y en Hosa, que deberían estar cabalgando por las intrincadas veredas de la Sierra de las Cascadas que tenía enfrente.
Junto a ellos navegaban el sargento mayor, Emilio Lara, y tres dragones del presidio de Monterrey que desembarcarían en el Refugio Ross ruso para allí aguardar la llegada del trío perseguidor comandado por Arellano y tratar de liberar conjuntamente a las españolas secuestradas.
A las tripulaciones rusas se las notaba alteradas, pues cerca de cabo Mendocino habían avistado a babor dos naves que enarbolaban la bandera británica de la Unión Jack, aunque al divisar las enseñas rusas habían desaparecido por el paralelo 40° latitud norte. Como era su costumbre, espiaban y luego desaparecían. Así eran los navegantes ingleses.
Soplaba una brisa apacible y como cada atardecer las dos embarcaciones rusas, la Jano y la Avos, fondearon cerca de la orilla del continente, encendieron los fanales y tras rezar la salve y cenar, Aolani y sus sirvientes, envueltos en capas, otearon las luminarias desde el castillete de proa y conversaron sobre los dudosos días que les quedaban por vivir.
El veterano sargento Lara, que venía de descargar la vejiga, se detuvo junto a la dama. Instruido por fray Crespí Fiol, se había convertido en un prestigioso cartógrafo, y sus mapas de California eran de uso frecuente en el ejército. Se dirigía a comprobar el acimut y la saludó.
—¿Han desaparecido definitivamente las naves inglesas, sargento? —preguntó Clara.
—Ya sabéis, los británicos siempre persiguiéndonos como hienas para robarnos un trozo del mundo, por pequeño que sea. España descubre y abre espacios nuevos y ellos nos los roban y los colonizan. Gozan pirateándonos y desgajando la hegemonía de España en los mares —contestó.
—Lara, en mi tierra de Xaadala Gwayee y Kaua'i los conocemos bien, como a los rusos que precedieron a Rezánov. Son buitres depredadores de todo lo que es español. Se comportan con España como el trueno que sigue al relámpago. Aparecen cuando huelen una embarcación hispana. Mi pueblo y yo hemos sido testigos de su espionaje permanente.
El sargento se extrañó:
—¿Han llegado esos pérfidos ingleses hasta Alaska, señora?
—¡Claro está, pero solo a curiosear! Nunca con intención de fundar colonias. Era yo una jovencita cuando Joan Perés, buen amigo de mi padre, nos visitó a bordo de la nave Santiago y formalizó un pacto con mi pueblo, el aleuta, que luego corroboró el virrey Bucarelli, al que tuve el placer de conocer años más tarde en Ciudad de México.
—Sabía del viaje, señora —repuso—. Es nuestro bastión principal.
—Pues sí. Perés tomó posesión de la isla de Nutka en nombre de la Corona española. Un mes después apareció el primer barco inglés, que fue expulsado por don Joan. Pero veo que no cejan en el empeño.
El sargento asintió. Era imposible mantener la hegemonía en la totalidad del mundo. Demasiados enemigos y pocos efectivos para mantenerla.
—Curioso personaje nuestro anfitrión, Rezánov —opinó Lara, que bajó el tono de su voz marcial—. ¿Sabíais que ocultaba una orden de su zarina para bombardear Monterrey y situar una base colonial cerca de San Francisco?
La aleuta abrió los ojos desmesuradamente, y exclamó:
—Nunca recelé de sus intenciones —dijo—. Lo tengo por un caballero.
—Menos mal que su buen talante lo hizo cambiar de opinión. Asegurado el abastecimiento de víveres españoles eso le hizo rectificar sabiamente. Ya tiene las pieles y el abastecimiento que necesitaba.
—¿Y lo sabían el gobernador Neve y el virrey Mayorga?
—Naturalmente, señora. Su visita a ciudad de México lo disuadió. No podía enfrentarse al colosal poder del Imperio. Tenía todas las de perder.
—¿Y debo dudar, sargento, de su amor por Conchita?
—¡En absoluto! Sus hombres la llaman la dulce española y atestiguan que la adora y que habla de ella constantemente y de su futuro en Rusia.
La aleuta le dedicó una sonrisa de alivio.
Lara estaba interesado por saber qué iban a encontrarse en el norte.
—Neve está muy preocupado por nuestra presencia en la isla de Nutka.
Clara conocía por su padre la caótica situación del enclave y se explayó:
—Es prácticamente inexistente. Los soldados que la vigilaban se han casado con nativas y abandonado el fortín de San Miguel y el poblado de Santa Cruz. Ahora lo habitan las gaviotas, las lechuzas y los leones marinos —se lamentó—. El inglés Cook llegó incluso a tomar té con los indígenas y, al ver que lo servían con cucharillas de plata españolas, se hizo a la mar espantado.
El sargento se carcajeó con la narración de la dama.
—¡Temía un encuentro armado contra los barcos españoles! —dijo.
Clara miró en silencio la figura corpulenta del soldado y sonrió. La princesa aleuta seguía preocupada por la suerte de su pueblo y dijo:
—Según mi padre, Arteaga y Bodega buscaron el paso de Arián entre el Pacífico y el Atlántico por el norte, fundaron puertos y cantaron un tedeum para ritualizar la posesión oficial de Alaska. Aún se recuerda esa singular ceremonia. Si volviese a esas tierras una nave española sería una gran noticia.
El sargento, por afecto a Martín, aceptó la llaneza de la princesa.
—Pues tanto si rescatamos a las mujeres como si no, Dios no lo quiera, hemos de dirigirnos a Nutka y emitir un informe sobre la situación, ahora que tenemos como aliados a unos rusos fiables —le reveló a la dama—. El derecho asiste a España y Rezánov es solo un comerciante, no un colonizador.
La voz persuasiva de Clara Eugenia resonó en la cubierta:
—De eso doy fe, sargento. Los españoles llegaron antes que nadie.
—Mirad, doña Clara, en el palacio del virrey de México así se cree y puede contemplarse un cuadro con las goletas la Favorita, la Princesa y la Santiago, en una bahía de Alaska, la de Kenai, enarbolando nuestra enseña. España gobierna desde la Tierra de Fuego hasta el Polo Norte, aunque Inglaterra hará lo imposible por borrar nuestra presencia en el Ártico.
—Mi padre, el buen rey Kaumualii, mantiene como su más preciado tesoro un telescopio que le regaló Arteaga. Pero ahora hemos de encontrar a esas desventuradas niñas y rogar para que no se hayan esfumado en esta vasta tierra. Su indefensión me rebela.
—Confío en don Martín, vuestro esposo. Es un hombre tenaz, aunque a veces los planes mejor concebidos puedan torcerse. Esperemos que este no.
Soplaba una brisa apacible y sus vestidos flameaban tenuemente. No obstante, el temor a un funesto desenlace los mantenía preocupados.
—¿Señora, fuisteis alguna vez testigo del canibalismo de esos indios que pretenden comprarlas? —se interesó el soldado.
Clara contestó con languidez, como si detestara hablar del asunto.
—No, pero mi pueblo lo sabe y siempre se cuidó de pescar cerca de sus caladeros. La verdad es que la maldad de esas tribus supera las limitaciones de mis recuerdos, sargento. Los antropófagos kwakiutl, a quien también llamamos Cortadores de Árboles, forman parte de nuestros más ancestrales temores.
—Resulta aterrador, doña Clara —apuntó impresionado.
—Lo de comer seres humanos lo tienen como un potlatch de la cultura india —aseguró con gesto de asco.
—¿Un potlatch decís, señora? —La miró con dudas.
—Sí, un intercambio de obsequios de prestigio entre grandes jefes. En vez de regalarse mantas, caballos o pieles, se ofrendan carne humana.
Al soldado le costaba trabajo aceptarlo. No lo comprendía, e ironizó:
—O sea, que compran a mujeres para regalarlas y luego comérselas.
—Algo así. Esos kwakiutl lo consideran un ritual sagrado, no un pecado o atrocidad. Son gentes peculiares. Tienen los cabellos negros, la piel blanca y son de elevada estatura, pero indignos de pasar por hijos del Gran Espíritu que habita las tierras de los kiidk'yaas, o de los abetos dorados —dijo Clara.
—Y se sienten desdichados si no comen carne de humanos. ¡Dios santo!
—Ciertamente, y la pagan a buen precio a los havasupais, a los schotaws y a los delawares. Mi pueblo los tiene por hechiceros de espíritus malignos. Mi padre asegura que son débiles cuando se les hace frente, pues están acostumbrados a vivir en la abundancia. Adoran a serpientes que tallan en sus tótems y a una extraña deidad de pechos como cántaros a la que dedican sacrificios humanos en los solsticios.
—Por lo que veo, señora, son abiertamente paganos, amén de caníbales.
—Y lo son menos porque están gobernados por un guía religioso y no por un guerrero, y porque las mujeres matriarcas son muy respetadas en las asambleas, como sucede en mi tribu. Somos de la misma sangre, ¿sabe?
Lara se rascó la cabeza y con una mueca de protesta, preguntó:
—Y ese Cabeza de Águila los surte de jóvenes inocentes, ¿no?
—Eso parece. Para ellos son solo objetos andantes que cambian por pieles. Pero es un pueblo debilitado y sus guerreros mueren jóvenes al llevar en sus venas una turbiedad congénita. Esa nación se extinguirá, pues lanzan espumarajos por la boca como perros rabiosos. Compran a los rusos espejos, cristales de colores, joyas, cuentas y peines tallados de dientes de morsa. La abundancia y la pereza suelen acarrear el fin de los pueblos —dijo la dama.
—Que el Señor nos ayude en esta misión tan incierta, doña Clara.
—Me aterra pensar en esas indefensas jóvenes, sargento —contestó.
Clara apretó el crucifijo que le regalara su marido la primera noche de amor en su barabara personal, que pensaba visitar de nuevo para hacer renacer sus recuerdos. Su casita subterránea revestida de hierbas secas y heno, y recubierta de pieles aromatizadas, con el hogar donde quemaba troncos de abeto y cedro y raíces olorosas, y fabricado por sus manos para goce del alma.
Los faroles encendidos de las dos embarcaciones parecían luciérnagas gigantescas y a Clara se le alegró el semblante con la mágica visión. Las dudas reviraban en su cabeza y se preguntaba si su gestión en el norte serviría para ayudar a las desprotegidas cautivas y si llegarían a tiempo para rescatarlas.
Como tenían previsto, con la última pleamar se detuvieron cerca del embarcadero del Refugio Ross, así llamado en memoria de un cazador inglés oriundo de las Trece Colonias Americanas que había recalado allí hacía unos años, tras la independencia, y que tras haber trabado amistad con los aleutas había sido muerto después por los sanguinarios kwakiutl.
Más tarde, los especuladores rusos al margen de la ley se habían hecho con el enclave para trapichear con los indios a cambio de comida y cuentas de vidrio.
El sol asustadizo del alba, que apenas si doraba la playa del refugio, puso a la vista de los navegantes rusos el lugar de intercambios de pieles que estaban buscando. Lanzaron anclas y botaron dos lanchas que ocuparon la princesa aleuta y sus dos sirvientes, el chambelán ruso con algunos marineros armados y los cuatro dragones españoles. Fondearon en una escollera donde sobresalía un anclaje fabricado con maderas de barcos naufragados calafateadas con brea. Ataron las dos barcazas a los noráis y escucharon ladridos de mastines, los únicos seres vivientes que al parecer los habían descubierto, pues los contrabandistas no daban señales de vida.
Los habitantes del recinto de intercambios, que con la tupida niebla matutina no habían detectado la arribada, se acercaron al poco, medrosos y alarmados. No los esperaban y se quedaron mudos. Eran rusos, saltaba a la vista, pero la diferencia era que la mayoría de ellos estaban perseguidos por la justicia de la zarina. Algunos incluso pensaron en huir. Pero caer en manos de los indios era aún peor, así que aguardaron y esperaron acontecimientos.
Nicolái Rezánov puso el pie en la fría arena y sus compatriotas, con los rostros tiznados, le parecieron mendigos y no negociantes de pieles. Se asemejaban a una panda de traperos que despachaban sin cesar aguardiente de sus botas. Percibió que les temblaban las piernas, porque algo temían. Lo aprovecharía para su propio beneficio.
—Esos traficantes, algunos convictos, tienen merecida fama de pícaros y embusteros. Yo les hablaré y los convenceré para que nos ayuden. No pueden negarse, pues les va la vida —reveló en castellano Nicolái.
Los anfitriones de aquellos astrosos chamizos sabían que eran insectos molestos para la compañía de Nicolái Rezánov, al que conocían de sobra, y se pusieron respetuosamente a la defensiva, y más cuando vieron a los cuatro soldados armados de la potencia occidental que dominaba el océano donde pescaban y mercadeaban sin permiso.
Vestían atuendos zarrapastrosos de piel de bisonte y morsa y existía una similitud entre todos ellos: barbas largas y encrespadas, mugre extrema y miedo. Vivían en chozas de leños con parches descoloridos, asistidos por algunas indias, seguramente sus coimas, que les hacían la comida y cosían sus ropajes. Se dejaban guiar por un tipo con aire de idiota, gordo, de aspecto zafio y de lentos movimientos, pero de elevada estatura y miembros corpulentos, con un cuello tan poderoso como el de un oso. Una cicatriz que le iba desde la oreja a la boca completaba su lamentable retrato. El supuesto jefe, de nombre Kovalev, parecía también atemorizado y no se atrevía a abrir la boca.
¿Vendría Rezánov como mensajero imperial y con poderes de justicia y horca? Maldecían al vigía que no los había avisado, al estar seguramente borracho, y lo amenazaban con el puño en alto. Ninguno ignoraba que el cortesano había acabado con las matanzas indiscriminadas de animales y con la esclavitud de los aleutas y que además era aliado de los españoles. Estaban perdidos, aunque se resistirían a ser prendidos, o a terminar colgados de las vergas de las goletas que tenían enfrente.
Tampoco olvidaban que su padre, y el mismo Rezánov, habían ostentado el meritorio cargo de presidentes de la Corte de Justicia muy cerca de allí, en el territorio de Irkutsk, de la Cámara de Comercio de Pscov y que habían sido intendentes de la oficina de pieles más importante de las Rusias. Conocían al ministro imperial Gabriel Derzhavin, su suegro, en cuya casa Rezánov había iniciado su meteórica carrera de cortesano, embajador en Japón y regente de la Compañía Ruso-Americana de Pieles, la más poderosa de los dos continentes.
Kovalev meditó que la protección de los aristócratas solía ser una seguridad frágil, pero la del chambelán Rezánov podía convertirse para él y su cuadrilla en consistente y beneficiosa si lo obedecían, pues se dedicaba a lo mismo que ellos: traficar con pieles. Era sabedor de que todos los tratantes de pellejos, fueran contrabandistas o de la Compañía, podían entenderse con él, como ya había demostrado en Sitka con otros cazadores furtivos.
—¡San Basilio y san Cirilo salven a Rusia, señoría! —los saludó finalmente Kovalev.
—¡Y protejan a la emperatriz Catalina! —replicó severo Rezánov.
Según Rezánov, aquellos bribones pasaban los días contando anécdotas tabernarias, martirizando a un oso amaestrado o empaquetando fardos de pieles que luego vendían en el puerto ruso de Provideniya, aunque jugándose la vida en el trayecto por el océano helado.
—Pase vuestra excelencia —lo animó a acercarse al asentamiento.
El nauseabundo tufo a sangre cuajada, a vino avinagrado, salmuera, sudor, suciedad, animales putrefactos y cueros a medio curtir les tiró el rostro para atrás a los recién llegados, que echaron un vistazo al desordenado reducto. A tenor de los olores de los pucheros parecía que se alimentaban de arroz, carne de foca, cabra y maíz.
Muchos se dedican a holgazanear, mientras otros, quizá esclavos, se afanaban en raspar pieles y en curar a gallos de pelea. Clara observó que un chamizo hecho de madera y ramaje cercano a una barranca era un reñidero, iluminado por alcuzas y candiles de sebo.
Aquel tipo de garitos también los habían alzado los rusos en sus islas, cuando trajinaban con las nutrias y con las vidas de sus compatriotas, siendo ella una niña. Era su modo de divertirse y de apostar sus sueldos.
A los dragones y al sargento les pareció indudablemente un lugar de dudosa reputación, donde seguramente se escondían forzados, desertores, fulleros y apostadores de todas las raleas y también de nativos esclavizados. Lara murmuró al oído de Clara Eugenia:
—No os apartéis de mí, señora.
Fo, el hercúleo asistente de la princesa, se colocó tras ella y le dijo:
—Mi ama, aquí se consume más tuba de pulpa de coco y napi que en toda la China y Japón. No digas nada, mi señora Aolani.
Clara pasaba desapercibida en el grupo, vestida con indumentaria de su pueblo, y se frotaba las piernas entumecidas mientras Lara y sus hombres se calaban los guantes de cuero. Hacía frío.
Rezánov portaba en su mano el bastón de mando propio de un cortesano imperial con rango y atribuciones y se tocaba con un sombrero de terciopelo, la ushanka, con la insignia de los zares, el águila bicéfala coronada. Se había cubierto con un rico abrigo, un caftán de color rojo hasta las rodillas, y calzaba las botas válenki de los oficiales rusos, signos de distinción y de poder en su país.
Su aspecto imponía, incluso a aquellos rudos contrabandistas rusos.
—Excelencia —dijo Kovalev—, tomáis posesión de esta factoría rusa. En modo alguno hemos transgredido las leyes de nuestra emperatriz. Solo nos ganamos la vida con nuestro honrado y duro trabajo —mintió.
Rezánov los observó sin mover un solo músculo y admitió sereno:
—Amigo, es posible que vuestra conducta se halle en el filo de la transgresión de las leyes dictadas por nuestra amada reina, pero hoy me traen aquí otros negocios, que además requieren de premura, rapidez y eficacia. La fuerza no hace la ley, sino el convencimiento, y hoy os pido ayuda.
Los rusos, que eran algo más de veinte, sintieron en el fondo un gran descanso, pues parecía que se abría una luz a sus incertidumbres. ¿El poderoso pidiendo algo al débil? No era la costumbre en la Madre Rusia, donde los menesterosos eran azotados como bestias. Aguardaron su proposición.
—Mnctep, señor, pedid lo que deseéis. Mis hombres y yo lo haremos.
El rostro del chambelán se endureció. No perdían un solo gesto suyo.
—Veréis, amigos —prosiguió en ruso, pero de forma conminatoria—, tengo entendido que una vez al año soléis efectuar un trueque con un jefe havasupai, a cambio de abalorios y comida por pieles preciosas que adquieren, tras vender mujeres mexicanas o indias a los caníbales kwakiutl. ¿Es eso cierto?
Los traficantes ya se veían con la soga en el cuello. La revelación del diplomático había caído como una losa en sus ánimos. El jefe habló:
—Nada tenemos que ver con prácticas de venta de mujeres, excelencia.
—Lo sé, Kovalev, pero sí de tratar con ellos. ¿Han llegado ya al río esos salvajes que transportan su carga de carne humana? —preguntó colérico, recordando el plan de tenaza ideado por Arellano.
Los traficantes no podían disimular. ¿De qué les valdría? Tal vez acrecentarían sin necesidad la ira del legado imperial. Más de diez fusiles los apuntaban y una veintena de cañones, que asomaban por las troneras de los barcos, estaban prestos a escupir por sus embocaduras un diluvio de pólvora que sepultaría los cobertizos en llamas y cenizas y los mataría a todos. Era mejor obedecer a Rezánov, e intentar salir airosos de la situación.
—Aún no, señor, pero un guerrero kwakiutl nos aseguró que sus proveedores ya habían cruzado los desfiladeros que anteceden al arroyo Trinidad para que preparáramos las sacas del trueque. Así que en dos días o tres, estarán por aquí. ¿Deseáis conocerlos, quizá? —respondió alarmado.
—¡Maldita sea el alma de esos infames! Hemos llegado muy a lo justo, o quizá tarde —se lamentó el sargento—. Se nos escapan como un pez de entre las manos. ¡Cagoendiez!
Rezánov volvió a interrogar a los tramperos con tono cáustico.
—Creo que hemos llegado oportunamente, sargento —lo calmó—. ¿Habéis visto aparecer por los contornos una patrulla de tres soldados españoles que los persiguen? No deben hallarse muy lejos.
—No, excelencia. Nuestro vigía —dijo, y señaló una roca alta en la playa— nos hubiera avisado. No vemos a un blanco desde hace meses.
Los facinerosos tratantes de pieles se intercambiaron miradas de sobresalto. No sabían exactamente qué quería Rezánov y qué deberían contestar para no enojarlo. No se fiaban de aquel remilgado caballero y adivinaban una taimada trampa que al final los cargara de cadenas. Pero no tenían cómo huir y aceptarían sus condiciones.
—Bien, Kovalev. ¡Escucha! Esta es mi petición, que también puedes tomar por una orden, pues creo que aún sois súbditos de la emperatriz Catalina, aunque fuera de las ordenanzas —ironizó.
—Ordenad, señoría, y lo ejecutaremos al instante —respondió.
—Ese intercambio que aguardáis no se llevará a cabo. Es más, nos ayudaréis a capturar a esos salvajes que se han atrevido a raptar a cinco súbditas del rey de España. Así que nos apostaremos en el río, esperaremos a que comparezcan esos indios y los abatiremos. ¿Entendéis?
Al cabecilla de los peleteros se le encogió el corazón. El gran negocio de cada año se le iba al traste y miró con ojos de compasión al noble.
—Excelencia, nos quedaremos sin pieles —aseguró, e incluso dispuso sus manos en posición orante, intentando hacer latir la piedad de Rezánov.
—¡Cállate, miserable! ¡Merecéis la horca todos, Kovalev!
—Excusad mi torpeza, don Nicolái —alegó sumiso.
—¿No veis que os estoy eximiendo de someteros a la potestad de una instancia superior, que yo represento en Alaska? Ignoro si lo consideráis justo o no, pero os compensaré. Necesito diez hombres armados y con redaños. Cada uno recibirá cien dengás rusos si nos ayudáis —les ofreció, y alegró sus caras.
—Siendo así, excelencia, estamos prestos a serviros —asintió.
—¡Bien! Cuando las recuperemos os ofreceré un productivo negocio. ¡Escuchad! Podréis vender vuestras pieles a la Compañía Ruso-Americana a precios de mercado. Os compensará, pues mis precios son generosos.
Su franqueza los impresionó. Significaba una cantidad más que dadivosa por hacer de escoltas y la promesa de unirse al consorcio de Rezánov significaba la solución de sus vidas. Aceptaron mostrando sus negras bocas. La mayoría dio un paso al frente y mostró sus armas, liberados de sus recelos.
Lara observó detenidamente sus pistolas francesas de chispa, algunas de tres cañones, y los trabucos alemanes que hacían mucho ruido pero carentes de efectividad. Pero en sus cinturones lucían cuchillos de doble hoja que parecían sables y consintió mirando al chambelán. Servirían para intimidar.
Daba la impresión de que a aquel ejército de indeseables de astrosa estampa les divertía cazar indios y saltaron y bailaron entre ellos. Las emociones se habían desatado en el estrafalario establecimiento ruso.
No obstante, algunos pensaban si deberían comportarse como ovejas obedientes y si estaban obligados a luchar y morir por un imperio, el ruso, que los detestaba y que había puesto precio a la cabeza de más de uno, y más por unas blancas a las que no conocían y que les importaban una higa.
Kovalev y su cuadrilla de aventureros se sintieron como un puñado de moscas atrapadas en una tela de araña, poderosa y escurridiza. El tono agresivo del cabecilla se había convertido en un sumiso asentimiento. Rezánov, por el contrario, solo tuvo miradas de desprecio para aquella caterva de forajidos.
Ordenó que se prepararan para la batida, y les aseguró que su presencia en el asentamiento sería breve. Kovalev, cuyos gestos nerviosos desfiguraban su grasoso semblante, daba la impresión de que caminaba sobre ascuas.
Entretanto el rostro de Clara permanecía inconmovible. Vivía al ritmo de su palpitante preocupación por Martín y por las prisioneras, y había pedido a Rezánov la más rigurosa de las discreciones sobre su identidad.
Pensaba que la participación de aquellos hombres podía convertirse en un regalo envenenado. Recordaba con pesadumbre la ira que sentía por aquella raza, provocada por la humillación que habían infligido a su pueblo.
El cielo era brillante. Era un día típico del norte, frío, crudo y húmedo.