El encuentro

 

 

 

 

 

La crudeza del clima los azotaba y un viento inclemente se erguía en el aire cortándoles la respiración. Clara percibió que el ánimo de los traficantes rusos había cambiado y su confianza creció. Habían sopesado con calma la proposición y estaban resignados.

Al despuntar el alba soplaba una ventisca que agobiaba al piquete de rusos y españoles, que antes de aflorar el sol debían dirigirse a pie hasta las orillas del Klamath, cuyas aguas lodosas y lentas rumoreaban en la distancia, y esperar allí la partida de los captores.

Desayunaron unas gachas calientes de maíz y grasa de foca y fue entonces cuando los rusos advirtieron la presencia de Clara, que solo deseaba abandonar aquel lugar que parecía habitado por perros despellejados. La miraban con ojos de extrañeza y lujuria, que interrumpieron al percibir la presencia cercana del gigantesco chino Fo y de los dragones hispanos. La esposa de don Martín era para aquellos rudos contrabandistas una vela encendida a cuyo resplandor acudían como insectos nocturnos.

Los voluntarios rusos, unos quince, ataviados con pieles de oso y gorros de zorro, parecían una horda de cosacos vagabundeando por las estepas de Karaganda. Su aspecto sobrecogía a los españoles, incluida Clara, que, montada en una mula, iba bien abrigada y mejor armada, y escoltada por los dragones del sargento Lara. Cabalgaban silenciosos al albur de una misión incierta cuyo éxito no estaba garantizado.

Clara, preocupada e inquieta por su marido, rogaba al cielo para que este y sus hombres siguieran sanos y salvos. Ansiaba encontrarse con Martín como habían planeado y que ninguna contingencia lo impidiera. No deseaba señalar aquellos días como fechas fatídicas en su vida.

Otra acémila ambladora portaba dos pesadas cajas de madera que, según la aleuta, serían la clave para lograr la solución del conflicto con la tribu caníbal llegado el caso. Las había estibado en Monterrey con gran secreto y sin explicar a nadie qué contenían. El misterio había alarmado al circunspecto chambelán Rezánov que, no obstante, cada día admiraba más a la impetuosa princesa, aunque se preguntaba qué contendrían aquellas enigmáticas cajas de madera.

La aspiración de la partida era alcanzar cuanto antes Arroyo Salmón, a media distancia entre el asiento kwakiutl y el Refugio Ross. En el río existía un conocido vado por el que los captores cruzarían el Klamath, según aseguraban Kovalev y los rusos.

—No sabe don Nicolái lo que le agradezco su irreemplazable apoyo —reconoció la aleuta antes de partir—. Como hemos convenido, si en una semana no hemos regresado, comunicad nuestra situación a mi padre, el rey Kaumualii. Él sabrá qué hacer. Dios premie vuestra largueza, señor.

—Doña Clara —contestó en su precario español—, no dudéis que así lo haré. Llegado el caso le advertiría de vuestra situación. No obstante, la goleta Jano os aguardará hasta que hayáis liberado a esas jóvenes y podáis visitar a vuestra familia y recalar en Nutka, como prometí a Neve y a don Martín.

—Vuestra amistad nos es insustituible, chambelán.

—Nunca olvidaré la ayuda recibida por vos para conquistar los sentimientos de Conchita, la hermosa criatura que alegrará mi futuro —repuso.

Clara le sonrió y se unió a la ambulante tropa de traficantes eslavos que aún mojaban sus tortas de maíz en las gachas y ya bebían sin tasa licor de nopal. En cabeza iba el erguido sargento Lara, con el pelo blanco al viento, sus ojos de garza observándolo todo y el Brown Bess colgado a la espalda. Reconocible por su apostura, dirigía la tropa con aire castrense.

Cabalgaron unas leguas de cara a un sol tibio que cubría de cobre rojizo el camino del río, donde vieron viejos cráneos de caballos, perros y bisontes. Clara oteaba constantemente el horizonte, por si aparecía Martín. No quería pensar que le hubiera ocurrido algún infortunio.

Se cruzaron con una patrulla de indios yahooskines con la cara pintada. Cabalgaban en fila y no dejaron de observarlos. Lucían mugrientos gorros y taparrabos de piel de lobo cosidos con tendones y se adornaban con collares de dientes lobunos. De aspecto intimidante, iban con los arcos en la mano y huyeron dando gritos al ver los fusiles de los europeos, pero no los perdieron de vista por si regresaban. El sargento Lara había advertido que de sus cintos colgaban cabelleras humanas y orejas cortadas y desconfió.

—Descuidad, señora, no son de españoles, sino de indios —le aclaró.

Antes del ocaso de las últimas horas de marcha no se encontraron con ningún nativo más. Entre dos luces, el veterano sargento alzó la mano y ordenó que se detuvieran. Uno de los dragones, que se había adelantado para explorar, había visto en la lejanía un grupo de indios que no había logrado identificar. Bajaban del desfiladero y parecían dirigirse al vado.

Lara adoptó una postura de autoridad y por señas gesticuló a los rusos que se ocultaran allí mismo tras los ramajes y que no encendieran ningún fuego ni hablaran en voz alta. La maloliente chusma eslava se cubrió con sus recios abrigos y se echó a descansar en los ribazos.

—Doña Clara, creo que hemos dado con los captores y las muchachas.

Ante el anuncio del avisado Lara, dio un respingo. Tras organizar las guardias pasarían allí la noche envueltos en los capotes y pieles, y espiarían escondidos tras los arbustos. Una bruma de humo blanco flotaba en la orilla opuesta donde la cuadrilla mojave que conducía a las prisioneras había acampado frente a ellos. Se escuchaban voces y el sargento, que exploró con su catalejo sus movimientos, confirmó la presencia de las cautivas.

—Hemos encontrado la partida que buscábamos. ¡Son ellos!

—¿Y el capitán Arellano y sus hombres? —se interesó Clara.

—A ellos no, señora. O los han perdido o aparecerán más tarde. Deben pisarles los talones. Vuestro esposo no es de los que se arredran.

 

 

Con las primeras luces de la alborada, rusos y españoles divisaron el mundo que tenían enfrente y echaron un vistazo sin mover un músculo. Y lo que vieron estaba más allá de lo sensato. Los secuestradores mojaves no estaban solos. Estaban siendo rodeados silenciosamente por otra partida india que los rusos identificaron como feroces crees. El sargento, que lo observaba, jamás habría podido imaginar tal contratiempo y un final tan infausto. La recuperación de las muchachas se les iba de las manos si no aparecían el capitán, Hosa y Ruiz.

Los crees se disponían a atacar por la espalda al objetivo de sus búsquedas y por la lejanía estaban fuera del alcance de sus fusiles. Si los asaltaban de improviso y se llevaban a las prisioneras españolas como botín, las perderían para siempre.

—¡Por todos los diablos cojos! —se lamentó Lara golpeando el suelo.

El sargento, con los ojos bien abiertos, y Clara, muy asustada por no haber visto comparecer a su marido, pensaron que su viaje y sus preocupaciones habían sido en vano, y que, si los recién aparecidos salvajes se hacían con las cautivas hispanas, resultaría improbable recuperarlas. Amartillaron las pistolas y cargaron los fusiles, no obstante, improvisando una estrategia inútil.

Pero, de repente, el corazón les dio un vuelco. Sonaron unas detonaciones.

Estaba ocurriendo lo inesperado, lo milagroso, y se inmovilizaron.

Sin que nadie lo esperara, el aire se ennegreció con el humo de unos precisos disparos que salían de unas rocas y de unas tupidas malezas, más allá de la ribera opuesta. Ignoraban quiénes podían ser los ejecutores, aunque por su certera trayectoria y eficacia en el tiro, Lara no lo dudó.

Pensó al instante que podría tratarse de don Martín y de sus hombres, que sabían que el peligro verdadero estaba en los asaltantes surgidos de las sombras y que de raptar a las muchachas se complicaría mucho el rescate. Los crees también se extrañaron lo indecible. Miraron confundidos hacia el sur y lanzaron una nube de flechas que cayeron en parábola y silbaron como serpientes, aunque rebotaban en el parapeto de sus atacantes. Mientras, tres fusiles Brown hacían fuego sin parar.

Los fusileros ocultos habían salvado la delicada situación sobrevenida y de nuevo, paradójicamente, a sus detestados perseguidos. Estaba claro cuál era su objetivo: salvar a las prisioneras. Y cuando el vacío de la duda comenzaba a asfixiar a Clara, una luz tenue alumbró su ansiedad.

—No hay un dragón del rey que dispare como vuestro marido. No cabe duda, señora, son él, Ruiz y el apache Hosa —dijo Lara entusiasmado.

—Quiéralo el Altísimo —dijo Clara emitiendo un suspiro de gozo que salió de las profundidades de su alma.

Los confusos jinetes crees, con los ojos tiznados de carbón, fueron emergiendo de los cerros como fieras asustadas sin saber quién era su enemigo y fueron cayendo uno tras otro, hasta que, viendo que perderían todos ellos las vidas, se dispersaron por el mar de hierba verde en la misma dirección por donde habían aparecido, emitiendo alaridos espantosos como si fueran almas escapadas del infierno. Los cascos de sus monturas levantaron una espuma polvorienta, amarilla e irreal y mezclándose con los primeros haces del astro mayor se esfumaron.

—Ahora vuestro marido tiene a su merced a los captores. Esperemos.

Se hizo el silencio, pero era desconcertante.

Lara y los suyos otearon la otra ribera y avistaron los cuerpos inermes de varios indios con plumas de cuervo en el pelo y taparrabos de piel de puma que yacían en la pradera arenosa oscurecida con su sangre. Algunos de los muertos, con los ojos aún abiertos y ya yertos, parecían contemplar inermes la aparición del sol naciente sin conocer siquiera quiénes les había disparado con tan certera puntería, impidiéndoles el robo de unas mujeres blancas que hubieran supuesto una presa excepcional y que llevaban días persiguiendo.

El herbaje, la grava, la rociada helada y el polvo se habían pegado en sus caras pintarrajeadas y las monturas correteaban libres por la orilla enfrentada. Lara observó movimiento en el campamento de los apresadores y que los fuegos se apagaban con rapidez. También pudo comprobar que tres de ellos y las mujeres huían velozmente por el remanso, ocultando sus siluetas entre un boscaje de sauces, abetos y álamos. Seguramente Arellano se disponía a seguirlos y muy pronto los interceptaría, pudiendo en ese momento ayudarle con sus hombres y los voluntarios rusos.

Pero de improviso detectó otro inconveniente y lanzó un voto al aire.

—¡Maldita sea mi estampa! ¿Quiénes son esos, ahora?

Vio mohíno que dos de los mojaves no seguían a su jefe, sino que frente al abrigo de Arellano y sus hombres los mantenían a raya a fuerza de disparos y flechas, mientras los otros escapaban hacia el poblado kwakiutl.

—¡Ha llegado nuestro momento! —ordenó Lara cargando su fusil, con el que apuntó a los dos mojaves que impedían la salida de su refugio de sus camaradas de armas—. Aborrezco disparar por la espalda, pero no hay otro modo de proteger a los nuestros.

El sargento dejó la cartuchera en la hierba, dobló una de sus rodillas, apuntó con un ojo cerrado y disparó dos veces con el Brown, con un breve intervalo. Al primero le abrió un agujero en la cabeza y cayó hacia adelante en posición implorante. Instantes después, como si accionara un instrumento musical, pulsó suavemente el gatillo y siseó una bala que acertó en el otro joven indio que se había vuelto para escudriñar de dónde venía el disparo.

Inmediatamente se empapó con su sangre su torso desnudo y tatuado de horrendas figuras, quedando tendido boca arriba y sin vida.

Los rusos se quedaron atónitos con la pericia del español y la fiabilidad del fusil que empuñaba. Clara se alzó sobre las botas de puntera que calzaba, y que le llegaban hasta las rodillas, y distinguió a Hosa, que se acercó a comprobar que los dos fusileros indios que le dificultaban el paso franco estaban muertos.

El apache los contemplaba fijamente, sin entender de quiénes se trataba, pues los rusos gritaban enfervorizados detrás del tirador, como fantasmas antediluvianos, con las barbas encrespadas, sus gorros estrafalarios y sus obsoletas armas. Poco después, el explorador creyó reconocer a Lara que gritaba y le hacía señas y volvió a informar a Arellano.

Los tres rastreadores comenzaron a desfilar hacia el remanso por el que habían desaparecido los captores y fueron al encuentro de la tropa que al parecer comandaba el sargento Lara y que los había liberado de los que les impedían el paso franco del río. Martín ordenó a Hosa que siguiera las huellas de los apresadores y de las cautivas y que volviera al vado para informar.

Giraron hacia la izquierda, aún algo recelosos, mientras las patas de los tres equinos se reflejaban en las aguas del río, irrealmente estiradas, y asustaban a una bandada de patos salvajes que lo cruzaban.

La improvisada tropa de rusos e hispanos se adelantó para dar la bienvenida al oficial español.

Clara, cuando distinguió a su marido, no corrió, sino que pareció iniciar una danza de contento y dicha que incitaba a la risa. Martín desmontó de Africano y se fundieron en un prolongado abrazo en el que la aleuta derramó lágrimas de júbilo. Martín tenía el pelo demasiado largo, barba de semanas que se había unido a su perilla y bigote y sus ropas olían a perro de las praderas.

Arellano miró a los zarrapastrosos rusos y Clara Eugenia, en cuyos ojos rasgados y negros podía perderse un hombre, le explicó a grandes rasgos lo acontecido y acordado con ellos, y la expresión del capitán cambió. Su cicatriz en la sien cobró el color habitual.

Al mediodía regresó Hosa e informó fatigado a su capitán. Los flancos de su cabalgadura estaban cubiertos de polvo y espuma blanca y jadeaba estrepitosamente. Se sentaron ante un improvisado fuego y Clara pensó que su marido y su menguada tropa parecían endriagos famélicos con sus ropas ajadas y polvorientas.

Hosa habló sin apenas respiración mientras comían y bebían:

—Don Martín, las jóvenes y sus captores han acampado frente a unas cuevas donde los kwakiutl entierran a sus muertos y donde de seguro procederán al intercambio. Es una hondonada árida que nos favorece.

—Entonces resultará más fácil de atacar y más aún de asediar —aseguró.

—Hay dos hombres, el jefe havasupai y un mojave, y la mujer guerrera guardando a las mujeres —informó el apache—. Las esconden en una cueva, entre este vado y el nacimiento del río Klamath y cerca del poblado de los caníbales.

Agobiado por el humo de la lumbre, Martín reflexionó:

—La clave está en que ese canje no llegue a realizarse. Hoy no creo que lo hagan. Tendrán que preparar a las prisioneras y avisar a sus compradores. Hemos de dividirnos para impedirlo. Unos irán al poblado de los compradores y otros al cementerio indio. ¿Entendido?

—Ese era mi plan, querido —dijo Clara—. Que los kwakiutl no las vean, bajo ningún concepto. Yo trataré de convencer a los compradores. Son de mi sangre.

—Necesito saberlo, Clara —preguntó el capitán, enterado del secreto equipaje—. ¿Por qué esas cajas que tanto ocultas harán que rechacen y se olviden de las mujeres?

Clara nunca se había mostrado más serena que en aquel momento.

—Martín, confía en mí. Aprovecharé mi parentesco con ellos y la influencia de mi padre, el rey de Haida, para que ese intercambio no se realice. Por eso resulta crucial, esposo, que tú y tus dragones mantengáis ocupados a esos indeseables captores en la cueva donde se refugian y que por nada del mundo se acerquen al poblado. Y te aseguro que allí, ante sus ojos, haré valer lo que atesoran mis cajas.

—De modo que esa era la intención que nos ocultaste en Monterrey.

—Sí. La voz de Jimena y de esas niñas me lo reclaman, esposo. Es una obligación moral para mí. Y no desdeñes que renuncié a convertirme en reina de Haida Hawai'i por ti y que estaba destinada a gobernar a un pueblo numeroso. No me es ajeno tomar decisiones y llevarlas a cabo. No nací española.

Los rusos y los dragones la miraron estupefactos, incrédulos an-te su valor.

Martín lo sometió al criterio de los dos sargentos, que lo aprobaron.

—Siendo así, pongámonos en marcha sin demora —ordenó—. Ruiz, Hosa, un dragón fusilero y yo acorralaremos a los raptores en esas grutas y cuidaremos de mantener la integridad de las muchachas.

—Entendido, capitán —dijo el sargento Ruiz—. ¡Montemos!

—Tú, Clara, con Lara, Fo, dos soldados, los contrabandistas rusos y los hombres de Rezánov visitaréis al poblado caníbal para negociar. Si algo falla nos comunicaremos, yo con Hosa, y tú con el sargento. ¿De acuerdo?

Arellano, Hosa y los dos dragones ensillaron los caballos, picaron espuelas y cabalgaron hacia el este. Se había levantado un viento inclemente y el sol, en su elíptica carrera, se alzaba y se escondía entre nimbos de nubes azuladas. En pocas semanas llegarían los fríos extremos.

Observaron el inconsistente rastro de los secuestradores sobre los ribazos. Llevaban herraduras de cuero sin curtir, y resultaba dificultoso seguirlos. Entre el silencio y el chapoteo de los corceles, solo se oía el gorjeo de los pájaros. Era obvio que por ser pocos para cuidar de las mujeres no habían dejado a nadie para vigilar el camino, por lo que no los esperaban.

Al poco, el capitán levantó el brazo y señaló un hilo blanco de humo que se recortaba en el perfil de un cancho pelado, a menos de media legua. El tenue sol se aproximaba al ocaso. Los habían encontrado y no debían dejarse ver. A la confusa media luz de la declinación del día, un fuego agonizante parecía tener suspendido en el aire el abrigo donde vivaqueaban los captores y sus presas. Había que acercarse a ellos como ladrones en la noche.

Martín raras veces mostraba cansancio y trataba a sus subordinados como a antiguos camaradas de armas. No los acució, sino que los animó a concluir la misión con éxito, y sin bajas, extremando los cuidados en el último embate. Confiaba en ellos.

—Los tenemos a nuestra merced. Ahora no podemos fallar, amigos.

Desensillaron las monturas y se dispusieron a yacer sobre las mantas con las sillas como almohadas, tras una impenetrable breña de abetos enanos y a una distancia prudencial de su anhelado objetivo: las jóvenes cautivas. Hosa salió discretamente a explorar el lugar, pero regresó pronto.

—No nos han visto. Creen que seguimos detenidos por los otros dos.

—Nos turnaremos en la guardia y al albor los abordaremos —planearon.

Arellano, aterido bajo su guerrera y el tabardo, estimó que sería una penosa vigilia de frío y silencios. Asumió la firme determinación de echar el resto y rescatarlas, aun a costa de sus vidas, y sopesó que tal vez alguno podría caer en la refriega. Pensar en ellas lo mantendría despierto toda la noche. No podría sosegarse fumando de su pipa, y hasta el esforzado Sancho trataba de no toser.