Hacía frío, pero no nevaba en el poblado de los caníbales kwakiutl.
Una lechuza ululó en el crepúsculo matutino y dos cóndores californianos sobrevolaron el diáfano paisaje del Klamath, como signo de buenos augurios. No obstante, antes de emerger el sol, el pacífico y silencioso lugar se convirtió en un hormiguero humano de actividad y alarma ante la repentina aparición de un grupo de extranjeros que se acercaban por poniente.
Se les notaba perplejos y sobresaltados. Esperaban a Cabeza de Águila y su carga de prisioneras, y lo que apareció a menos de una legua de sus tiendas fue un fantasmal hatajo de soldados blancos y de traficantes rusos que jamás se habían atrevido a abandonar la seguridad de sus cobertizos de la costa.
Incomprensión, sobresalto y estupor.
—¡¿Qué sucede?! ¡¿Qué ocurre?! —se oía por doquier.
Algunos de los guerreros más jóvenes pidieron al gran jefe y chamán salir al encuentro de los intrusos e impedirles el paso, pero fueron detenidos hasta que no estuvieran al alcance de sus armas. Resonaron los tambores y los pitos de emergencia, y se avivaron las fogatas del recinto, aún velado por la niebla. Namid, Danzarín, y Anang, Estrella, el chamán y la más vieja matriarca de la tribu, se movían entre las chozas de pieles y las casas de madera trabajada con un arte singular convocando a rebato a sus moradores.
Los hombres, armados y pintados, formaron un círculo alrededor del polícromo tótem de cedro, su espíritu guardián, que encarnaba a una mujer de pechos opulentos, Momoy, deidad de la flor de la datura, la manzana hermafrodita y espinosa que protegía la fertilidad y la maternidad de sus mujeres. La artística efigie, extraña en las tribus del sur, lucía en el alba rematada con un ka-juk, un búho y un águila con las alas extendidas, sus defensores sagrados cuya integridad debían guardar con sus vidas.
Expertos carpinteros y leñadores, los kwakiutl cortaban trabajosamente árboles con hachas de sílex, obsidiana, hueso, hierro y bronce con los que construían casas de madera en las que resguardarse en invierno. Semejante práctica los hacía diferentes a todas las tribus del territorio, como los ojiwas, los klamaths o los chippewas. Las mujeres, que vestían túnicas blancas con ribetes y estolas de piel de nutria, llevaban de la mano a sus lustrosos niños, que las asían de sus vestidos, asustados por la presencia de la caterva de extranjeros, y ellas descuidaban sus fuegos domésticos.
Los perros ladraron a la luna que desaparecía por las montañas y los caballos, con el trajín y el bullicio, piafaban nerviosos en los corrales. El chamán, del que aseguraban que era capaz de convocar a los espíritus, de convertirse en coyote y en oso, y de descifrar el devenir, se arrodilló ante el tótem y formalizó una plegaria para impetrar la protección de la Gran Diosa y de los espíritus de las aguas:
—¡Oh, Momoy, los kwakiutl hemos vivido desde el principio de los tiempos en los valles de las Cascadas, no permitas que esos perros blancos nos arrojen lejos de las tumbas de nuestros antepasados! ¡Nuestro deseo es vivir aquí pacíficamente y no ser agredidos por nadie!
Los guerreros alzaron sus tocados de plumas y rugieron con la oración.
—¡Madre, solo en ti se halla nuestra salvación! —exclamaron.
El pueblo estaba inquieto y recelaba por perder sus comodidades. Sabían que su hombre medicina estaba alterado, pues había visto la luna con un halo rojo y no encontraba explicación al fenómeno. Los últimos rebaños de búfalos les habían suministrado grasa, pieles y carne, y cuando comenzaran las grandes nevadas emigrarían a su segundo poblado, el de invierno, que habían construido bajo unas secuoyas y abetos gigantescos que los libraban de los vientos helados del norte.
En los torrentes y arroyos cristalinos, como el Trinidad, ocuparían las horas de luz en coger pepitas de oro, no para comerciar o atesorarlas, sino para elaborar joyas, y en cazar nutrias, castores, salmones coho y truchas arcos iris y para celebrar comidas comunales en la cabaña del Gran Consejo. Los viejos y los talladores esculpirían imágenes y construirían arcos que eran conocidos entre las tribus indias por traspasar a un caballo de parte a parte.
Aliados de los modocs, los yuroks y los yahooskines, que los surtían de jóvenes nativas para sus festividades de los solsticios, desde hacía unos años recibían puntualmente la visita comercial del jefe havasupai, Cabeza de Águila, que venía del sur. Con él cumplían el tradicional y sagrado potlatch, intercambiando las pieles que habían curtido por jóvenes de otras latitudes, que los congraciaban con los dioses y aplacaban a los malos espíritus asando y devorando sus carnes.
Los vigías, que no perdían de vista a los visitantes que se aprestaban a alcanzar las puertas del asentamiento, observaron que una mujer los precedía asistida por los hombres armados. Se miraron sorprendidos. Era una locura por su parte y dispusieron arcos y lanzas en acción de combate. La extraña hembra, sin cautela alguna, no dejaba de avanzar lentamente, pero decidida, y en breves instantes se plantó ante el alborotado campamento.
Clara cruzó el zigzagueante sendero lleno de hierba cargada de rocío y miró a los ojos a los guerreros kwakiutl, alrededor de una veintena. Vio que iban casi desnudos, a pesar del frío que comenzaba a cubrir de hielo el territorio en los postreros días del otoño, y embadurnados de pinturas de guerra, blancas y negras, que hacían que sus ojos parecieran inflamados por la sangre. Se tocaban con extravagantes gorros de piel de oso y zorro, y portaban en las manos arcos y lanzas, pero no enarbolaban fusiles.
Ceñudos, perplejos, impasibles y con largos cabellos, no llevaban como los demás indios cabelleras colgadas del cinto, sino collares de ristras de dientes humanos. Al sargento Lara le parecieron hombres de las cavernas y algunos escupieron en el suelo con desprecio.
La rojez del sol emergente iluminó a la tropa de extranjeros dispuestos a violar la paz del poblado kwakiutl con una peligrosa osadía. El sargento desenvainó la espada y preparó su pistola italiana de chispa y tres cañones, y los otros dragones los fusiles y las pistolas de arzón, o de pedernal, recién llegadas a los presidios de California. Apuntaron a la horda pintarrajeada y, si los atacaban, los primeros caerían muertos en el acto. Estaban imbricados en una situación tensa y nadie sabía cómo romperla.
De entre la impertinente tropa, Aolani fue la primera en hablar y para asombro de los indios lo hizo en dialecto aleuta, análogo al suyo. Se sorprendieron. Después de emitir una salutación india, gritó su alegato:
—¡Vengo a ofrecer al gran chamán un potlatch y no puede negarse si viene de una tribu hermana! ¡Y arrancadme la lengua si no digo la verdad!
Los frágiles términos de aquella petición no los convencieron del todo, pero uno salió raudo a avisar. Al poco regresó y los señaló asintiendo. Habló con los suyos:
—Son amistosos —dijo, y les dejaron paso con gran formalidad.
Los recibieron con gélido respeto, pero recelosos y alertados.
El chamán, estrechamente resguardado por sus guerreros, los miró de arriba abajo y luego sonrió benévolo cuando tuvo ante sí a la mujer, de inequívocos rasgos aleutas, y a los dragones hispanos. Lo rusos habían quedado más atrás. El jefe era un vejestorio de frente apergaminada, ojos saltones, como los de un batracio, escasos dientes y labios prietos. Iba acompañado por dos jóvenes gemelas, posiblemente delawares por sus tatuajes en el rostro y brazos, que llevaba atadas por el cuello con tiras de cuero. ¿Serían aquellas las próximas sacrificadas?
Sus escoltas portaban en las manos mosquetes antiguos españoles, los Tower, que ya emplearan contra los ingleses en la independencia de las colonias del este y que al parecer les había regalado el tal Ross, camino de la costa. El gran jefe lucía un pañuelo rojo en la cabeza y una cuerda atada a su cuello, signo máximo de poder, con la que podía estrangular a los salteadores y a los kwakiutl que fueran condenados por el Consejo tribal.
Namid curvó su boca en instintiva mueca de incomprensión y preguntó:
—¿Quién eres, mujer? ¿Por qué hablas nuestra lengua?
—Soy Aolani, hija de Kaumualii, gran jefe del pueblo hermano aleuta.
La matriarca y el hombre medicina se miraron a los ojos estupefactos.
—¿La que se casó con un jefe guerrero blanco, cruzó el océano de las grandes aguas y vive en la tierra de los yumas, comanches y mexicas?
—Sí, hombre medicina. Esa soy yo —admitió serena.
La matriarca se acercó amistosa, juntaron su nariz y su frente y le tomó las manos, que acarició como una madre. Después habló:
—Me llamo Anang, hija mía. ¿Sabes que desciendes de una estirpe de adivinos y de conductores de pueblos? Confío en tu palabra. Tu padre y yo compartimos antepasados comunes. Portamos la misma sangre y tu semblante así lo pregona. Nos alegra que nos visites, pero detestamos que te acompañen tantos hombres armados. Ahora deseamos escuchar tu palabra verdadera.
Clara no se movía y sonreía, como si hubiera echado raíces en el suelo. Se mostraban con ella corteses, y parecía que el anterior silencio, expectante y poco tranquilizador, se había suavizado. El intercambio absorbía su mente. Sabía qué deseaba y se debatía entre sentimientos encontrados. No era presuntuosa ni supersticiosa, pero había decidido no fracasar en su misión redentora.
La matriarca, mujer obesa de pelo plateado y piel curtida, tenía una mirada inquieta. Aolani percibió en ella una leve excitación, no temor.
—Nada debéis temer, venerada Anang. Estos hombres solo buscan a Cabeza de Águila y a unas mujeres que raptó en territorio yuma. Creían que estaban aquí y hemos venido a convenir un acuerdo y a rescatarlas.
—¿Acaso las conoces? Los blancos son como las arenas del mar.
—Sí, madre. Una de ellas es una hermana del alma —afirmó.
—Oímos gritar a los fusiles y hemos olido a pólvora y plomo, pero Cabeza de Águila aún no se ha presentado aquí —advirtió el chamán—. Pensábamos encontrarnos con él en la cueva de los muertos esta mañana.
—Mejor así. Esta situación nos ayudará para llevar a cabo nuestro acuerdo. —Se alegró—. No sería bueno para vuestro pueblo enfrentaros a esa nación tan poderosa.
El rostro del chamán, ya de por sí arrugado, se contrajo de suspicacia.
—Sabemos que esos blancos con atuendos azules y corazas de cuero dominan a muchos pueblos y que son poderosos, pero sus incursiones nunca han llegado más allá de las Montañas Azules y del río de las Aguas Fangosas.
Clara los hizo reflexionar sobre los problemas que les acarrearía el trueque con las mujeres blancas apresadas por Cabeza de Águila.
—Para los blancos sería un acto de guerra si compras a sus hembras robadas. Su ejército es formidable y expeditivo, os lo aseguro.
El chamán lo reconoció con una inclinación de su testa, resignado.
—Deseamos la concordia con el que llaman su rey —se pronunció preocupado—. Sus hazañas los preceden y creo que se han hecho con tierras inmensas entre los dos grandes mares que rodean las tierras creadas por Wakantanka. Pero también sé que nos toman como perros que deambulamos por las praderas, cuando nuestras palabras fueron las primeras que retumbaron en estas montañas y en estos valles y ríos, hija mía.
—Ya han llegado hasta Alaska, y no traen la guerra, sino el comercio y el progreso, aunque también a hombres codiciosos, es verdad. No debéis temerlos. Las islas que gobierna mi padre jamás fueron tan prósperas como ahora —dijo.
Al hechicero le satisfizo su revelación y obvió las posibles represalias.
—Sé que esos blancos han combatido con valentía contra todas las naciones indias, a las que han ofrecido una generosa paz, pero nuestra diosa me ha confiado que el incontenible progreso de su raza no nos alcanzará.
Clara se esforzó en que su mensaje de pacto y acuerdo fuera claro.
—Existe otro peligro, gran chamán. Nos aseguran que por el este se acerca un viento impetuoso de hombres de cabellos rubios y caravanas de carros que todo lo arrasará. Y esos no pactarán, sino que lo cogerán todo —los previno.
La excitación se adueñó de las palabras del anciano desdentado.
—Así nos los confió nuestro amigo Ross, que pasó por aquí hace unos años y nos regaló fusiles y plomo. Pero no sacrificaremos nuestro hermoso hogar y las tumbas de los antepasados que nos protegen. ¡Lucharemos, Aolani!
Clara ponderaba sus palabras como si de ella sola dependiera la liberación de las prisioneras. No deseaba incomodar e irritar al chamán, que la invitó a la gran casa del Consejo, adonde se dirigieron entre la multitud.
—Hablemos de los hombres blancos, Aolani —le rogó el jefe.
Sin pensar en el riesgo, los acompañó y los aleccionó:
—Son más fuertes que nosotros, y llegará el día en el que se adueñarán de todos los territorios, venerable Namid. Nos aguarda un camino de lágrimas. Los blancos angloparlantes se acercan con gran celeridad y en unos años habrán llegado hasta aquí. No lo dudéis. Es el deseo del Gran Espíritu.
El debate ya estaba entablado en su vieja mente y el chamán replicó:
—¡Jamás abandonaremos este lugar que nos provee de caza, pieles y madera! Nuestros corrales, silos y casas son nuestra vida. Nuestros dioses y antepasados muertos viven en estos ríos y montañas, y no deseamos beber agua podrida, negra y malsana de los desiertos del sur —dijo severo.
Era la mirada de un hombre que había sufrido y temía la llegada masiva de los hombres blancos y que no deseaba renunciar a su hogar. Pero Clara sabía que la tragedia no había hecho sino empezar, pues no solo venían blancos del sur, sino también los que se llamaban americanos.
—Sagrada es nuestra manera de vivir, joven Aolani, como la de los aleutas. No deseamos convertirnos en pastores de cabras y no nos inclinaremos para cultivar las tierras como los apaches y los yumas. Los blancos no nos engañarán. Y si aparecen les cortaremos sus cabelleras, que adornarán las astas de nuestras tiendas. No comeremos hierba, sino carne de búfalo —advirtió.
—Pensad, Namid, que los blancos no son coyotes que corren sin freno en luna llena y que dan dentelladas a su propia sombra, gran chamán, sino que alzan ejércitos adiestrados y temibles. No podréis acallar sus poderosos cañones. Esos americanos muy pronto serán como un torrente en primavera y caerán por aquí como una plaga de langosta. Dos barcos de esos hombres ya están en mis islas, ¿sabes?
La anciana matriarca se ocultó la cara con las manos y manifestó:
—Entonces cantaremos la canción de la Muerte. El cielo se oscurecerá y sucumbiremos, y nuestros enfurecidos jóvenes guerreros morirán con honor.
—Aceptad mi consejo. Debéis perseverar en la amistad con el hombre blanco, como hace mi padre, y entonces vuestro pueblo sobrevivirá. Estrecha su mano y pacta con ellos. Los españoles no deshonran la palabra dada. Otra cosa son los rusos y esos americanos cuyas intenciones desconozco —les advirtió.
Como si fuera víctima de una conjura blanca, el chamán dijo airado:
—El Espíritu Supremo ha creado al blanco y al indio, pero estas tierras nos las concedió a nosotros primero y en ellas vivimos sin abusar de la vida.
La matriarca esbozó una sonrisa de pesar. Inquieta, abrió sus labios.
—¿Vienen entonces por nuestra caza y nuestras pieles? —dijo Anang.
—Por las pieles y por el oro que hay bajo el suelo y el que discurre por vuestros ríos. Sienten verdadera codicia por ese metal y matarán por él.
Clara percibió que el anciano chamán era retorcido como un áspid. Cambió el rumbo de la conversación y preguntó por las prisioneras blancas.
—Nuestros rastreadores nos han anunciado que Cabeza de Águila se halla cerca de aquí. Nos trae mujeres de las tribus del sur que han apresado en sus guerras para practicar un sagrado potlatch de intercambio y que nosotros ofreceremos a nuestros espíritus y dioses. Es una práctica sagrada.
La aleuta se armó de valor y un halo de persuasión brilló en sus ojos.
—Pues yo comparezco ante vosotros para ofreceros un intercambio diferente con el que cumpliréis igualmente con el precepto que realizáis todos los inicios del invierno. No debéis tan siquiera entrevistaros con el gran jefe havasupai, si es que llega, pues ha cometido un error terrible —lo advirtió.
Namid no disimuló un gesto de desencanto y se interesó agitado:
—¿Qué pecado ha cometido que pueda deshonrarnos a nosotros?
—Se ha atrevido a apresar a mujeres blancas, españolas, para pediros más pieles. Si participáis en ese trueque infame desataréis la ira de los dragones de su majestad. Sois hermanos míos y os pido que no corráis ese riesgo, pues habrá derramamientos de sangre solo por unas mujeres. Pensadlo.
Anang y el viejo intercambiaron susurros ininteligibles y preguntaron.
—¿Y qué nos ofreces a cambio que pueda satisfacernos y ofrecer a la diosa Momoy un presente digno?
Miraron los labios de Clara, como si fuera una deidad parlante.
—Sé que en los tradicionales potlatch de nuestros pueblos pueden ofrecerse caballos, mantas, esclavos, puntas de flechas o lanzas con los que renováis vuestros votos con el creador del cielo y con Momoy. ¿No es así?
La matriarca captó rápidamente la promesa que encubrían sus palabras.
—Ciertamente, hija, el negocio con el gran jefe Cabeza de Águila de los havasupais no es un mero intercambio comercial, sino como tú bien dices un potlatch, un regalo de prestigio al que los kwakiutl hemos de responder si queremos que la caza nos sea propicia y los dioses nos bendigan.
Con ademanes poco ceremoniosos, sino más bien pícaros, Aolani les ofreció:
—¿Y si el potlatch lo hacéis conmigo, noble chamán?
El anciano hombre medicina estaba desconcertado y le advirtió:
—Debe ser al menos de igual valía, aunque renunciemos a la carne humana. Pronto llegarán las nieves invernales y hemos de practicar las danzas de la diosa para que nos sea favorable la caza. La ceremonia ha de llevarse a cabo en la Luna del Lobo. ¿Comprendes, hija de nuestro hermano Kaumualii, señor de las islas de Occidente?
Clara argumentó lo que no deseaban oír, pero se arriesgó.
—Vuelvo a recordaros que los poderosos españoles verán con muy malos ojos que desperdiciéis inútilmente la sangre de esas niñas con una insensata creencia y unas prácticas que nadie comprende, padres míos.
El plan de Clara era sorprendente por su propia sencillez. Con el trueque que le proponía ellos también podrían ofrecer un exvoto a su terrible diosa y olvidarse de las mujeres. Nada escapaba a su observadora y vigilante mirada, y vio aceptación en sus gestos.
—Ahora os mostraré mis presentes, con los que procederemos a una permuta que no comportará seres humanos —dijo Aolani terminante.
—No han de ser criaturas humanas por necesidad, sino un obsequio de suficiente valor que acepte la Gran Madre —arguyó a su vez la matriarca.
Clara Eugenia, más tranquila con la respuesta, ordenó a dos rusos que aguardaban en la puerta que trajeran las dos misteriosas cajas con las que se había hecho acompañar durante todo el viaje. Las situaron en el centro, en medio de un mutismo reverencial y un incrédulo resquemor. Pidió un cuchillo, con el que desclavó las traviesas que las cerraban. Despejó luego las virutas que ocultaban el contenido y con el resplandor de la fogata que ardía en el interior y los haces de luz dorada de la mañana quedó al descubierto el mayor bien que un kwakiutl podía desear, incluso más que unas muchachas blancas, mantas, caballos o víveres.
—¡Oh! —se alzó un murmullo de asombro en la tienda.
Atraídos por lo que veían, formaron un círculo alrededor de las arcas. Apenas si se decidían a tocarlas, extasiados con su brillo y perfección, que ellos consideraban excepcional e inigualable. Se trataba de una ofrenda de la que ignoraban existencia tan pulcra, consistente y admirable.
Se iluminaron de estupor los rostros pintados de los indios, sentados alrededor con los brazos caídos y la mirada perdida en el tesoro que miraban embobados. La aleuta pensó que había atinado con el potlatch y que el intercambio de las pieles por las cautivas españolas con Cabeza de Águila no llegaría a realizarse jamás. El chamán habló alto y alterado:
—¡Jamás ofrecimos a la diosa Momoy un potlatch tan eminente como el que tú nos ofreces, por lo que nuestros corazones te lo agradecerán eternamente!
Clara los miró fijamente, jovial, y manifestó convincente:
—Esto, por las pieles destinadas a comprar las mujeres y el rechazo al jefe havasupai de intercambiarlas —pidió con determinación.
El hechicero y la matriarca se hallaban exaltados con el obsequio y el ofrecimiento de la aleuta y se miraban satisfechos, y Aolani estaba persuadida de su aceptación inmediata, pero conocía la codicia de aquella tribu india y bien podían aceptar el potlatch y después negociar con los raptores. Especuló con que Cabeza de Águila, de llegar al poblado, cosa poco probable conociendo a Martín y sus hombres, se encontraría con las puertas cerradas. Pero ella tenía que comprar definitivamente la neutralidad de los kwakiutl. Era su misión.
—Nuestro entendimiento es pobre, pero aceptamos tu arreglo y tu lujoso potlatch, Aolani, que posee para nuestro pueblo una gran necesidad, y que es considerado como un elemento de alta reputación —aceptó el chamán y corroboró satisfecha la anciana.
Tanto la matriarca como el viejo Namid asintieron con la cabeza, y los ancianos y guerreros del Consejo contemplaron el regalo de Clara con ojos muy abiertos, exultantes y petrificados.