Hosa pensó que la agresión de Búfalo Negro se había cobrado al más digno de los dragones del rey, cuya vida veía seriamente amenazada. Sopesaba el salto cuando, de forma inopinada, el capitán se incorporó lánguidamente con la mano en el pecho. Estaba herido, pero no derrotado.
Por un instante, el único sonido que se percibía era el silbido del viento, porque incluso el de los pájaros había desaparecido de aquel lugar de muerte.
A Martín Arellano el golpe lo había conmocionado, pero con dificultad, hincó su rodilla en tierra para mantener su dignidad. Decidió actuar con calma y resolución ante la sorpresa y contento de sus hombres, aunque se le veía maltrecho. Él y Búfalo Negro estaban encerrados como dos astutos zorros en la misma trampa y el que mantuviera la calma remataría con éxito su misión. Expectación y alerta. Ninguno de los dos se movía, ni carraspeaba, ni tosía.
El oficial español seguía en la trayectoria del tiro de sus compañeros, que le pedían a gritos que se tirara al suelo. No lo hizo. Martín sabía que el hacha del mojave casi había atravesado las capas de cuero curtido con las que estaban fabricados los chalecos y que la cuera reglamentaria de los dragones le había salvado la vida aunque había recibido un tajo que podría ser mortal, pero aún guardaba fuerzas para responder al indio como pedía su honor.
Y ese fue precisamente el error que cometió el impetuoso Búfalo Negro y que no había evaluado: creyó que el oficial blanco estaba en los estertores de la muerte y que su arma debía de haberle seccionado los tejidos próximos al corazón, cuando en realidad el daño solo había sido el fuerte impacto y una herida superficial del afilado borde. Búfalo gritó como un trasgo y, presa de la excitación y de su vehemencia vengativa, salió de la cueva y se abalanzó cuchillo en ristre sobre su debilitado enemigo, que no se inmutó.
Martín no creía que el pasado se repitiera, pero era una situación muy parecida a la que le permitió acabar con Cuerno Verde, el terrorífico jefe comanche. Después de lo acontecido, un duelo en el que debe morir un hombre para que otro quede con vida para él era más terrible que una batalla campal. Pero también sabía que el mojave carecía de honor.
No dependía de él, sino del indio, y debía esperar el instante preciso.
Estaba harto de las provocaciones desatinadas del guerrero y estaba dispuesto a no concederle ninguna oportunidad más. El oficial hispano mantenía asida su espada y la alzó para protegerse. Sacó fuerzas de su flaqueza, alzó el acero y lo mantuvo enhiesto a la altura de su cintura, apoyando su brazo imposibilitado en la cadera.
No podía dejarle a Búfalo Negro la vía de escape expedita. El sable relució, con el pomo cincelado en bronce dorado y madera taraceada y la deslumbrante hoja de acero batido salida de la guarda acanalada.
Cuando lo tenía a tres palmos frente a él, el oficial alargó su afilada hoja y arremetió contra el vehemente Búfalo Negro, que en su absurda acometida trató de eludirlo para al paso clavarle el cuchillo en el cuello. Pero resultó inútil. Martín acopió sus pocas fuerzas y toda su experiencia en combate singular y, rodilla en tierra, le clavó el sable en medio del tórax desnudo, en un encontronazo que resonó en la cárcava.
El guía de los Rostros Ocultos agonizaba tras una estocada de muerte.
Su cetrina cara comenzó a reflejar una inmovilidad mortal. La sangre le salió a borbotones por la boca y lanzó un espantable y postrer grito de guerra. El indio no esperaba semejante respuesta de un hombre herido y casi moribundo. ¿Sería verdad lo que decían de que el Capitán Grande era inmortal? El mojave, inmovilizado por el definitivo sablazo, miró a Martín con incomprensión: «¿Cómo es que no has muerto con mi hacha clavada?».
Quedó de rodillas, inmóvil y sangrante, mientras miraba asombrado a su ejecutor y aún se debatió unos instantes entre la vida y la muerte con lamentos de rabia y angustia. Luego se desplomó de costado, jadeante, con los ojos muy abiertos en una mueca de confusión.
Búfalo Negro exhaló su último suspiro a los pies del capitán. Quedó tendido boca arriba mirando el entramado de nubes y aún escupía sangre.
Arellano le había segado la vida ante la mirada despavorida de Luna Solitaria.
—Era el fin que el destino tenía preparado a un vil asesino de frailes inocentes y a un raptor de niñas —dijo al alzarse.
Luna, que sentía un horrible vacío y no menos ira, había presenciado en la boca de la gruta el ataque de su esposo y cómo moría ante sus ojos atravesado por la espada del comandante de dragones. Su alma no admitía ningún consuelo y había decidido cortarles el cuello a las cuatro blancas. Sería su venganza personal.
—¡Estas cuatro putas que han conocido las vergas de mis hermanos y gozado con ellos los acompañarán en el viaje al más allá! —gritó enfurecida.
Recogió el ramal con fuerza y las obligó a arrodillarse en una gavilla humana de terror, hasta el punto de que una de ellas casi se ahoga, pues tenían las bocas tapadas con trapos. Luna Solitaria extrajo el cuchillo de su cinturón y se lo colocó a Jimena en la garganta. Un hilillo de sangre escapó por su pecho, y comprendieron que aquella salvaje estaba dispuesta a cumplir con su ultimátum y matar al menos a algunas de ellas. El sargento Ruiz percibió en su garganta una mezcolanza de indignación y furia.
Martín, con el rostro ceñudo e indignado levantó las manos para tranquilizarla y le contestó en español, idioma que ella había empleado:
—¡No pierdas los nervios, muchacha! Suéltalas, coge un caballo y márchate. Ninguno de nosotros te perseguirá. Todo ha acabado aquí.
Los dos tiradores españoles no se atrevían a descargar sus fusiles.
Llena de furia se parapetó tras la carga humana.
—Perros españoles, ¡cómo os odio! ¡Que el dios del Trueno os maldiga!
Arellano tiró su sable y las pistolas al suelo y trató de convencerla con convicción serena, pero en la mirada gatuna de la india los soldados españoles vieron la satisfacción de poder degollarlas y se estremecieron. Era capaz de hacerlo.
—Hasta un coyote se muestra reconocido si se le permite vivir y tú estás despreciando la vida misma. ¡Déjalas, coge un caballo y huye! —le ofreció.
—Estas rameras servirán para anunciar nuestro final. ¡Será el último sacrificio de los Rostros Ocultos! —gritó.
Martín, al que seguía manándole sangre por la pechera, se notaba débil y mareado y ardía de indignación, pero no se amedrentó ante las amenazas.
Pero inesperadamente, tanto a él como a Sancho Ruiz y al dragón fusilero los dominó el optimismo, aunque no movieron ni un músculo. Hosa, el explorador apache, sin inmutarse y a espaldas de la guerrera, descendía como un lagarto por los fragmentos agrietados de las rocas superiores y se detenía en un saliente.
La mojave no lo había advertido. El apache se puso en pie y contempló la escena. El capitán y el sargento percibieron el batir de las alas de la parca.
Bajo Hosa se hallaba Luna Solitaria, que tenía asidas a las jóvenes con la traílla de sogas de púas, mientras mantenía su descomunal cuchillo bajo la barbilla de la hija de Rivera. El cabo apache observó los retazos de escritura y dibujos de oraciones indias talladas en la piedra que lo sostenía y que el tiempo y la intemperie no habían borrado. Besó una figura, quizá de una diosa ancestral, y esperó una señal de su oficial, que con la mirada le ratificó que actuara.
El explorador Hosa, el lanzador de cuchillos como era conocido en su tribu lipán, se incorporó calladamente. Extrajo su arma del costado, lamió la hoja con la lengua, alzó el brazo y estudió milimétricamente la trayectoria.
Luego echó con estudiado gesto el brazo para atrás con fuerza y al poco, como un ave vertiginosa, fulminante y certera, la hoja fue a clavársele en el occipital a la india, en la parte blanda de la nuca, sin que hubiera advertido de dónde le venía la guadaña del ángel inapelable de la muerte.
Murió en el acto, sin dolor y sin reparar tan siquiera en su ejecutor.
Los dragones comprobaron que a Luna, tirada en el suelo, desmadejada e inerme, la punta de la fina daga de Hosa le sobresalía por la boca. Había muerto el último de los miembros de los Rostros Ocultos, cuya estela de sangre, muerte y delirio había llegado hasta los territorios indios del norte.
Las cuatro jóvenes, llorando como plañideras, se liberaron de la soga. Luego se abrazaron en un ovillo de alegría exultante.
—El fanatismo es el más temible caos a donde conduce la voluntad del hombre —dijo Martín, al que le costaba trabajo andar.
—Y es más temible que el enemigo más aterrador —contestó el sargento, que acudió a asistirlo.
—Estos jóvenes indios se habían denigrado a sí mismos con esos asesinatos viles y estériles. Lo lamento por todos, Sancho —le contestó muy debilitado.
El sargento Sancho escupió sobre los salvajes muertos y dijo:
—Que los perros se alimenten de estos tres sanguinarios salvajes —habló Ruiz, ante el deseo de no enterrarlos—. No inspiran piedad, sino desprecio, y han cometido demasiados actos impíos. Vayamos al encuentro de doña Clara. Puede necesitarnos en el poblado kwakiutl, capitán.
Los soldados se dirigieron hacia las jóvenes rescatadas, que habían quedado tendidas en el suelo sin fuerzas, como desechos humanos. Martín, dolorido por el hachazo, no olvidaría la expresión de los rostros de las redimidas que, una vez desligadas de las mordazas, se abrazaron a sus liberadores después de unas gemebundas cortesías de agradecimiento.
—Don Martín, mi gratitud será eterna hacia vuesa merced —dijo Jimena y lo besó.
—Vuestra experiencia ha debido de ser horrible, pero ya sois libres —les dijo.
—«Horrible» no define ni de cerca lo que hemos sufrido, don Martín. Las cuatro hemos transitado por los mismísimos infiernos —contestó Jimena.
—Habéis regresado a la vida, permaneced en ella. ¡Sois libres! —dijo Ruiz.
Una alegría extraña, al borde de la euforia y la histeria, asomó en los rostros de las muchachas. No sonreían, sino que soltaban risotadas nerviosas. Tímidamente las cuatro se arrodillaron en el suelo y juntas dieron gracias a Dios y a sus liberadores por un final tan feliz.
En sus rostros aún se percibían la perplejidad y el miedo, a pesar de ser libres y ver los cadáveres de sus brutales verdugos tirados en el suelo y ejecutados como merecían por su falta de compasión. No obstante, el sentimiento de desamparo y horror aún se reflejaba en sus pupilas. Jimena miraba inquisitivamente a sus salvadores y algo feroz centelleaba en sus ojos, como un germen de locura. Martín se preocupó.
Se sonrojó cuando advirtió que su admirado capitán Arellano, al que tanto apreciaba, la miraba con ternura. Agachó la cabeza, como si no deseara hablar con nadie, ni agradecer el penoso rescate a sus liberadores.
—La fortuna está de nuestra parte. Bienvenidas a nuestro mundo. Consolaos en vuestra desgracia, pues seguís conservando la vida —las animó.
—¡Agua, por caridad! —pidieron, y se bebieron la bota entera de Ruiz.
Josefina Lobo, Soledad Montes y Azucena Aragón, hijas de colonos criollos de La Concepción, se reían ya abiertamente sin moderación y abrazaron a Martín y al sargento Ruiz como si fueran familiares muy cercanos y queridos.
A grandes rasgos les revelaron su odisea, el horror y el maltrato sufridos, las brutales vejaciones y violaciones perpetradas por los dos monstruos que yacían muertos en el polvo, como el martirio diario de clavarles púas de rosa en piernas y brazos para mantenerlas en alerta, además de las privaciones sin cuento de agua y alimento.
—Ana no pudo aguantar el horror y se quitó la vida con una lasca de obsidiana. Rezamos por ella todos los días y Dios la perdonará. Jamás olvidaremos su cara de ángel —la recordó Josefina entre la risa y el llanto.
Jimena, como si tuviera un puñal clavado en sus entrañas, apenas si sonreía, y eso que la alegría siempre había dominado su carácter. Ahora parecía un espectro en vida y la embargaba una repentina oleada de bochorno y culpa al haber sido violentada por un salvaje como el que yacía muerto, al que escupió en pleno rostro.
Martín la acarició y la estrechó contra su cuerpo, como a las otras tres jóvenes, pero Jimena respondía displicente, a la defensiva. Exhalaba un aire de integridad ultrajada y una indignación pétrea asomaba en su mirada.
Habían destrozado su vida. De momento, la joven era incapaz de experimentar ningún afecto hacia nadie y solo se dejaba guiar por los dolorosos dictados de un cerebro conmocionado.
El capitán, que carecía de talento para el disimulo, le dijo afectuoso:
—Jimena, ¿acaso no te sientes dichosa al recuperar tu libertad?
Existía un rastro de miedo en su voz y una media sonrisa llena de patetismo asomó entre sus dientes. Luego contestó con triste congoja:
—¿Para qué, don Martín? En mí ha muerto el deseo de vivir. Soy como una cáscara de nuez, vacía y seca —manifestó abatida.
—Tienes pendiente el matrimonio con tu prometido. No lo olvides.
—¿Casarme yo? —lo deploró—. Nuestra experiencia con esos salvajes ha sido intolerable. Me siento sucia y repulsiva a los ojos de los míos. Éramos pajarillos que nos golpeábamos las cabezas contra los barrotes de una cárcel perversa, de la que solo saldríamos para ser devoradas vivas por otros aún más salvajes.
—¿Sabíais que ibais a ser vendidas a una tribu antropófaga? —dudó.
La voz de Jimena, antes cantarina, surgió áspera y escabrosa:
—Desgraciadamente, sí. Esa mezquina mujer guerrera en un arrebato de crueldad nos lo anticipó, para que nuestro dolor fuera aún más insoportable. Teníamos más miedo a eso que a ser violadas —reconoció en tono inexpresivo.
Los soldados, que la conocían bien del presidio, habían percibido que la hija de Rivera había envejecido considerablemente y que se le podían contar los huesos bajo la piel. Su rostro, antes terso y sonrosado, apuntaba huesudo y demacrado, y mechones incoloros serpeaban por sus cabellos, antes dorados. Andaba encorvada y agradeció al apache su certera intervención, aunque habría deseado la muerte más cruel para la india que las había angustiado.
La implacable persecución había concluido, y los cuerpos y facciones de unos y otras denotaban un lamentable estado tras atravesar durante semanas desiertos polvorientos, ardientes rocas, torrentes insalvables, peligrosas veredas y acechanzas de indios emboscados. Una cacería que había puesto a captores y perseguidores al borde de la desesperación y de la muerte.
Martín sentía un creciente malestar por su sangrante herida. Ca-da vez más agotado y desfallecido, y tras observar las extrañas cuevas y a los indios abatidos, se acomodó en una roca. Se sentía muy débil.
—Hosa, tu ayuda ha sido providencial. Eres un magnífico soldado —le dijo.
Después de tanta sangre y consternación, al capitán le pareció que, como el vino derramado de una bota, se le escapaba la sangre por el pecho. Con la pérdida de sangre veía objetos engañosos en las cuevas y esqueletos que parecían levantarse y dirigirse hacia él. La cabeza le zumbaba como un enjambre de avispas y la herida le escocía como la mordedura de un escorpión. ¿Tendría veneno la punta del hacha?
Sancho le abrió el chaleco y la camisa y le aplicó en la herida su pañuelo empapado con vino y musgo de roca. Pero Hosa, con cortesía y respeto, lo apartó. Se inclinó ante Martín, al que tenía como a un padre y al que idolatraba por haber vengado la muerte de su familia.
Extrajo del zurrón de antílope un cuerno que contenía un bálsamo amargo elaborado a base de polvos de piedra pómez para resecar y una mezcla aceitosa de espárrago silvestre, hojas de higuera del diablo y granos de fenogreco, una planta usada por los apaches lipanes para restañar y curar cuchilladas y mitigar los dolores de las armas afiladas e incluso envenenadas.
—Si no he muerto con el hacha, moriré con este emplasto tuyo, Hosa.
—No es la primera vez que os lo aplico, don Martín. Esta es la quinta herida que os curo con este mejunje de mi tribu. Viviréis con cinco cicatrices que pregonan vuestro valor. Y dad gracias a vuestro rey que os ha uniformado con un chaleco fornido y milagroso, porque, si no, ahora mismo estaríais muerto —dijo y enseñó ufano sus dientes grandes y amarillos.
El apache se carcajeó y con él todos los presentes en el luctuoso cuadro, que valoraban la ironía y la maestría en curar del indio amigo. Hosa cogió la cantimplora y le dio de beber y con un trozo de su manta le fabricó un cabestrillo. No obstante, el dolor era infame. Pero en aquella extraordinaria situación debía mantener el tipo.
Era evidente que tanto los liberadores como las liberadas estaban muy mermados de bríos, tras tantas jornadas de monta, poco sueño, hambre y persecución. Habían atravesado un terreno vasto y hostil, sufriendo penurias, y a veces avanzando a trancas y barrancas por sendas impracticables y llenas de animales e indios feroces. Pero habían cumplido con su servicio.
Tenían la boca seca y se acomodaron a contemplar la desolación que reinaba frente a las grutas y a tomar un bocado restaurador. Bebieron de las botas y comieron tasajo seco de las alforjas de los indios, uvas pasas y tiras de pescados ahumados. Comenzó a soplar un vientecillo frío del norte, pero el cielo permanecía luminoso en la curvatura del sol, que se dirigía al cénit.
El capitán no dejaba de observar la dispar reacción de cada una de las jóvenes. Estaba contento por el término venturoso de la misión que él mismo había solicitado al gobernador Neve. Aquel era su mundo y su oficio. Era un hombre de frontera, esforzado, incansable e incluso despiadado. Significaba toda su vida, desde que acompañara por los presidios de la frontera de Texas, California y Nuevo México a su padre, el sargento Pedro de Arellano. Y cada acción guerrera, o de acecho, permanecía en su mente.
Estaba preocupado por Jimena. En el presidio de Monterrey se movía con amabilidad, pero ahora parecía que se le había despertado un mal genio indomable. Especuló que bajo su tristeza yacía una experiencia terrible y que quizá otra mujer se hubiera arrojado al abismo de la desesperanza.
Jimena, con la mirada vacía, como si el vidrio azul de sus pupilas se hubiera quebrado, miraba desanimada a sus compañeras de cautiverio, que seguían cogidas de las manos y alegres, como si hubieran sido salvadas de una ejecución sumaria en el último instante.
Arellano hizo una indicación a Hosa. El apache oteó el horizonte por si surgía alguna señal de los compradores, pero no atisbó nada particular y así se lo hizo saber al oficial.
—Bien, sigamos con el plan. Estoy seguro de que doña Clara habrá convencido a esos parientes suyos de olvidarse de su botín, pero puede haber partidas de indios errantes por el río. Salgamos inmediatamente con las jóvenes hacia la cala donde se halla fondeada la goleta Jano. Quien evita la tentación, evita el peligro. ¡Partamos ya!
El animoso sargento Ruiz detuvo a su capitán de forma conminatoria.
—Vos no estáis para luchar y ni siquiera para cabalgar, don Martín. Yo me dirigiré al poblado kwakiutl para auxiliar a vuestra esposa con el dragón fusilero y algunos de estos caballos, por si hay que escapar —dijo terminante Ruiz—. Hosa y vos escoltaréis a las jóvenes hasta el refugio.
Jimena, que caminaba sin ímpetu, se incorporó como si hubiera sido impelida por un resorte oculto. ¿Había oído bien? Se resistía a creerlo.
—¿Decís que doña Clara ha venido con vos hasta estas tierras heladas y olvidadas de Dios para ayudar a nuestro rescate? No puede ser —dudó.
—Así es, querida Jimena. Vino por mar en una de las goletas del cónsul Rezánov, motu proprio. Nadie la obligó y ya sabéis cuan decidida es. Ella pertenece a la nación aleuta, donde su padre es rey, y eso la situaba en una posición de privilegio para evitar el intercambio. Su objetivo es que esos antropófagos no os reclamen de ninguna forma. Es una mujer osada.
A Jimena, Clara le inspiraba una confianza ilimitada y opinó:
—Una amiga lo es de verdad cuando te ayuda en el infortunio dejando sus bienestares —dijo, y un llanto liberador transformó su tristeza en alborozo—. Mi gratitud hacia doña Clara Eugenia será perpetua.
Era conocido por todos que el explorador de dragones Hosa, Joven Cuervo, era un individuo inquieto y que en su constante impaciencia creaba una atmósfera de prisa y de orden expeditivo que contagiaba a todos. Temeroso de que lo persiguieran los espíritus de los tres finados, dos muertos por sus manos y por su astucia, se negaba a que yacieran expuestos al sol y ser comidos por las alimañas y los buitres carroñeros. Era obligado a actuar según sus usos.
Ante la pasmada mirada de los blancos, los cogió a hombros y los encastró uno a uno en las grietas, junto a las resecas osamentas de los kwakiutl, entre hierbas espinosas y serpientes y donde los chacales, que no temían ni a los hombres, tenían su guarida nocturna. Luego alzó los brazos, cerró los ojos y entonó una canción elegíaca apache al Gran Espíritu:
—Mae-tha, yan mun ga, mae-tha! —rogó que los librara de las tinieblas.
Al consumar la plegaria, Hosa observó la cara de asombro de sus compañeros, menos de Martín, que recordó a su mejor amiga de la infancia y su primer amor, Wasakíe, Azúcar, que aún asistía a sus sueños más queridos y cuya memoria ni él ni Hosa habían relegado al olvido. La apache aún permanecía prendida a los pliegues más hondos de sus corazones y, cuando murió en sus brazos, Hosa cantó aquella misma cantinela fúnebre.
Recogieron las monturas de las liberadas y los mesteños de los indios, que de dejar allí abandonados serían devorados por los pumas y coyotes. Hosa y el sargento subieron a Martín a Africano, que lo conduciría hasta el cercano Refugio Ross, donde sería atendido por el galeno ruso de la goleta, junto al explorador indio y las muchachas.
El tibio sol templaba gratamente sus cuerpos, en especial los de las jóvenes, cuyas vidas, hasta entonces arruinadas, parecían haber recuperado su paz espiritual. Emprendieron el viaje de regreso al refugio ruso, donde aguardarían la llegada de Clara, de los sargentos y de los dragones.
Con la anochecida la comitiva de Arellano se alumbró con palos asidos a las monturas, donde colgaron los faroles de marcha. Martín tiritaba envuelto en una manta mientras no hacía sino pensar en su esposa, la osada y rebelde Aolani.
Era la razón de su vida y lo más valioso de su esforzada existencia de soldado. Pero hasta que no la viera ante sí, no podría reposar tranquilo. Sin embargo, confiaba en sus hombres. Seis dragones del rey bien armados valían por toda una tribu india, y si además eran auxiliados por aquella grotesca pero intimidatoria caterva rusa, nada debía temer. Se serenó.
El crepúsculo cayó de golpe y escucharon los aullidos de los lobos.
El viento del norte sopló con aspereza y las liberadas se apretujaron en los capotes de cuero de antílope que habían pertenecido a sus poco clementes verdugos. Sabían por Hosa que cuando despuntara la mágica claridad de la luz del septentrión se hallarían libres de todo peligro, cerca del Refugio Ross, en una ensenada frente al océano Pacífico, llamado por los ingleses el Lago Español.
Martín no hacía sino beber agua de una calabaza india. Tenía fiebre.