La media luz que precede al alba sacudió a los hispanos de los lechos.
Los moradores del refugio olían como mulas de carga y roncaban también como los osos que habitaban las montañas. Aún a oscuras, Martín, liberado por fin de la fiebre, salió de la tienda de lona y olió el vivificante aire del mar, que se unía al de las pieles curtidas, al carbón de las hornillas y al estiércol de las cuadras. Se notaba todavía débil y mareado por la pérdida de sangre, pero con las curas de Hosa y Clara iba recuperando las fuerzas.
Al capitán le pareció un lugar bellísimo, con el mar encrespado y las serranías colmadas de hierba fresca, torrenteras límpidas, tupidos bosques y cúspides nevadas, como si contemplara una tierra recién creada. El diáfano territorio, enclavado entre los ríos Klamath y Columbia, era uno de los lugares más hermosos que habían avistado sus ojos.
Arellano disfrutaba aquel amanecer de una paz espiritual como nunca había sentido, quizá provocada por el feliz rescate de las mujeres, la presencia de Clara y el fin de las trabajosas cabalgadas. Observaba cómo oscilaban las llamas en las hogueras y asomaban los primeros haces de luz, pregonando un cielo infinito de pureza natural dentro del imperturbable orden cósmico del Creador, que la pobre inteligencia de los humanos apenas si podía comprender. Comprobó que el suelo estaba blanco, con una capa de hielo que se perdía en la arena de alabastro del océano Pacífico.
Concluida la primera misión de rescatar a las jóvenes, meditó sobre el segundo encargo hecho por el gobernador Neve la víspera de la partida con un secretismo que lo turbó. «Asunto grave y secreto de Estado», le había participado, aunque en aquel momento su mente estaba únicamente en el rescate de las muchachas.
Recordaba que debía informar de la situación del fortín español de Nutka en Alaska, enclave capital para el comercio entre América y Asia, y de los otros territorios visitados por los navegantes de la Armada, y desvelar en el caso las verdaderas intenciones de Rezánov y de su enigmática Compañía Ruso-Americana. «Debo cumplir la siguiente orden sin dilación», pensó y se echó mano al hombro dolorido, «aunque carezca de las fuerzas necesarias».
Pero Arellano era un hombre de frontera: implacable, sacrificado y refractario al desaliento y la desidia. Llevaba con gran cuidado en su morral la carta de la corte real de Madrid y sabía que no debía comentarla con nadie, ni siquiera con sus soldados.
Alargó la mano y la sacó. Convenía leerla de nuevo, a pesar de que le parecía el anuncio del juicio final. Se sentó sobre una roca pelada, cruzó las piernas y desdobló el amarillento papel. Decía lacónicamente:
Al Excelentísimo gobernador de la Baja y Alta California, don Felipe de Neve, del conde de Floridablanca, Secretario de Despacho de Su Majestad.
Señor, preocupada esta Secretaría de Estado por el abandono en el que al parecer se halla nuestra posesión en Alaska en la isla de Nutka, por el nuevo ministro plenipotenciario ante la corte de la Zarina, don Francisco de Lacy, conocemos las arteras pretensiones de Rusia en los territorios que se hallan a la altura de los 55° y 60° norte del océano Pacífico.
Es por ello por lo que precisamos de una investigación pertinente en estos lugares que clarifique la situación de unas tierras que nos pertenecen por derecho de descubrimiento y conquista. A tal efecto he de notificarle que en los astilleros de Guayaquil se han construido dos airosas corbetas, la Princesa y la Nuestra Señora de los Remedios, con objeto de enviarlas a las costas de Alaska y a la Alta California y con el mandato de destruir fortificaciones, edificaciones y postes o atalayas con el escudo imperial ruso.
S. M. Catalina de Rusia, según informaciones confidenciales, desea proclamar la soberanía rusa desde la península de Kamchatka, en el mar de Ojotsk, hasta el estrecho de Hudson y los montes de San Elías, pretensión que consideramos inaceptable.
Por otra parte, nos consta por el Intendente de S. M. don Carlos III en Concepción-Chile, don Ambrosio O'Higgins, que en una carta de navegación que confiscó al almirante francés La Perouse figuraban cuatro colonias rusas cercanas a Nutka, nuestro bastión en el norte de Nueva España. Hemos de cerciorarnos de este hecho, considerado como delicado por esta Secretaría.
Ruego en consecuencia a Vuecencia que desde Monterrey envíe a un oficial de la Corona para que compruebe estos graves extremos y de inmediato comunique a la Cancillería, vía alto secreto, cuanto nos acucia.
Posee este Despacho Real de Palacio un informe enviado hace unos años a través del Virrey de Nueva España, don Antonio María Bucarelli, del capitán de Dragones, don Martín de Arellano y Gago que, con discreción, discernimiento y cautela, nos puso sobre aviso de las verdaderas intenciones de los traficantes rusos de pieles.
Como consta en este Ministerio, el citado comandante de los presidios californianos, al que tengo el placer de conocer, y por sus conocimientos previos y casamiento con una princesa natural de aquellas islas, sería la persona idónea para llevar a cabo esta secreta misión. Don Joan Perés, alférez de navío de Su Majestad, ha recibido órdenes al respecto y hará de avanzadilla rumbo a la isla de Nutka, donde restaurará el fortín y lo dotará de la debida guarnición mientras aguarda la llegada del capitán Arellano.
Ruégole que toda esta información sea sometida a la cifra secreta de la Armada al ser redactada, por su carácter secreto.
Dado en Madrid. Dios os guarde.
Confirmans: Don José Moñino, conde de Floridablanca, del Despacho de S. M.
En poco más de un mes se cerraría el mar a la navegación hasta después de la Epifanía y había comunicado al capitán de la Jano que estaban dispuestos a partir rumbo a Nutka, conforme al ofrecimiento del chambelán Rezánov.
Martín sopesó las necesidades materiales de sus soldados y de las rescatadas y lo que debía comprar al tosco Kovalev, con cargo a lo que poseían en aquel momento. Despertó a los suyos, que recogieron sus pertenencias y aguardaron sus órdenes mientras el Refugio Ross iba cobrando vida.
Sonó una campana y los tramperos rusos se acercaron alborotando a las tiendas donde estaban sus coimas indias, para luego sentarse por doquier para dar cuenta de un plato de alubias con tortillas de maíz y tiras de pescado seco, ajenos a sus huéspedes. Kovalev ordenó que les llevaran una olla de guiso y tortas a los españoles y convocó a Martín a su tienda, según él para negociar. Lo acompañaba otro ruso pelirrojo de aspecto patibulario y con una cicatriz blancuzca que le tapaba el ojo derecho.
Por lo visto, sabía un francés rudimentario gracias a su estancia con los tramperos de Nueva Orleans y era conocedor de que Arellano conocía el idioma galo. El oficial español pensó que con aquellos rusos un pacto resultaría quebradizo y receló. Pero no tenía otro remedio.
—¿Qué pensáis hacer con los caballos, capitán? —preguntó Kovalev, el de la cara de idiota, mientras se echaba a pechos un trago de vodka.
Martín estaba molesto con el cabestrillo. Le extrañó la pregunta y dudó.
—Pues el mío, el negro media sangre, es un caballo de guerra muy valioso, entrenado y muy querido por mí. Lo estibaré en la goleta. Con el resto no sé qué hacer. ¿Por qué lo preguntáis? —contestó y el intérprete lo tradujo.
La desconfianza del idiota se había atenuado y se envalentonó:
—¡Os los compro todos! Si voy a entrar en la compañía del chambelán Rezánov, los preciso. Mi sistema de venta ha cambiado sustancialmente —reveló exhibiendo una risita bobalicona y unos dientes negruzcos y separados.
Martín caviló que los contrabandistas ya no precisaban navegar hasta las costas rusas para ofrecer su mercancía, pero sí necesitaban animales de tiro para transportar a las bases de Rezánov en la costa de Alaska las pieles que compraran a las tribus indias. Calibró las necesidades de su grupo y dijo:
—Veréis, unos son ponis, y otros, los menos, alazanes y mesteños. Pero nos dirigimos hacia una tierra helada y necesitamos ropas de abrigo y alimentos para la singladura y la invernada. Una cosa por otra, monsieur Kovalev —le ofreció.
El ruso se mesó los pringosos cabellos y contestó:
—Si no podéis llevároslos, su valor no es el mismo —devaluó la oferta.
Desperdigados a lo largo de la mesa había cuchillos y machetes, pero Martín no se arredró. Contaba con la amistad de Rezánov y con sus fusileros.
—Puedo soltarlos, en cuyo caso tampoco serían vuestros. Buscarán forraje, formarán una manada y no los veréis jamás o los cazarán los indios.
Kovalev chascó la lengua, como en un tic nervioso que lo incomodara. La lumbre le confería una luz tal a sus ojos que parecían rojos. Destiló una larga pausa, en la que evaluó las palabras del sagaz oficial español.
—¡Que sea así! Que uno de vuestros sargentos vaya a los cobertizos y elija lo que necesitéis. Los trajes los han confeccionado las indias con piel de foca y oso, y son prácticos. En cuanto a los víveres, os ruego mesura —asintió.
—Conforme, Kovalev, y dada vuestra cortesía para con nosotros y la ayuda para rescatar a las mujeres, os regalo uno de los fardos de pieles que intercambiamos con esos antropófagos indios —dijo Arellano, y le ofreció su mano, sabiendo que hasta su marcha no tendrían problemas.
El imbécil, que no lo era tanto, abrió una sonrisa bobalicona de oreja a oreja cuando el intérprete lo tradujo. No lo esperaba y confirmó su inmenso reconocimiento al español.
—Con vos da gusto hacer negocios —reconoció Kovalev, al que le había complacido el regalo y la posesión de una caballada en la que había apreciado alguna yegua. Era lo que necesitaba para sus nuevas oportunidades de venta.
—Comme on dit, bonne chance, Kovalev —respondió Arellano deseándole suerte, ya que estaba ansioso por partir hacia Nutka.
—Parfaitement. Bon voyage, monsieur —dijo el ruso, a través del intérprete, y lo acompañó hasta la puerta de la tienda. Olía a licor que tumbaba, pero estaba gozoso por lo que había sacado de aquella inesperada coyuntura.
Los abrigos de pieles de osos, focas y bisontes cosidos con tendones de animales y la carne seca, el vodka y la harina de maíz para su estancia en la isla de Nutka complacieron a Arellano. Africano era caballo de batalla y estaba acostumbrado a cortos viaje por mar, así que estaban listos para zarpar hacia los confines hiperbóreos del mundo, pero también inquietos y excitados.
Y Clara, dominada por la preocupación, lo sofocaba con sus oraciones.
Una quietud vaporosa reinaba en el recinto de los contrabandistas horas antes de la despedida. Llovió con intensidad antes de que zarpara la goleta Juno con derrotero a Nutka. Se levantó un gélido viento de la cordillera de las Cascadas y los caballos estaban empapados y con sus largas cabezas mojadas cuando el capitán de dragones los acarició por última vez.
Brevemente brotó un sol medroso y gorjearon los coliblancos. Los pinos, de un negro verdoso, competían en color con las acacias rojas, los abedules y avellanos, y a Martín le pareció majestuoso.
El tiempo empeoró de nuevo y las bestias salvajes del entorno, pumas y lobos, enmudecieron. La euforia de la aventura del rescate había quedado atrás y ahora prevalecía en la mente de Arellano la misión rusa, que lo tenía considerablemente preocupado por su merma de vigores. En medio de sus reflexiones Martín observó que, tras un carromato desvencijado, había un traficante, tal vez haciendo sus necesidades corporales. Intentó dar un rodeo, pero oyó una voz en francés y se detuvo. Se trataba del intérprete, que le pedía que se acercara hasta el carro.
Protegía su achaparrado cuerpo con un abrigo de piel. Tenía el bigote y las cejas enmarañadas y los cabellos rojizos llenos de briznas de paja.
—Monsieur, sé por uno de vuestros sargentos que buscáis evidencias de la presencia de fortines rusos en la costa de Alaska. ¿No es cierto?
El español echó una ojeada alrededor por si maquinaba alguna treta.
—Bueno, en verdad vine a estas latitudes para rescatar a esas jóvenes compatriotas, pero es obvio que un oficial del rey debe tener siempre los ojos bien abiertos, mon ami —replicó sin ser demasiado explícito, pues desconfiaba.
El intérprete y al parecer ahora improvisado confidente asintió.
—Veréis, seigneur. Yo era en Rusia un caballero, pero por los abusos de un terrateniente que había desposeído a mi padre de sus tierras y luego lo azotó hasta morir, tomé cumplida venganza de sangre y hube de huir de mi patria como un proscrito. Nada debo a la zarina ni a esos aristócratas ávidos de riquezas. Por eso os voy a revelar algo que puede interesaros.
Martín lo miró con desconfianza, aunque caviló que de ser cierto heriría de muerte las apetencias territoriales rusas en las costas de Alaska.
—Os escucho, y os agradezco la confidencia —lo animó Arellano.
El ruso mostró la modestia de sus exigencias. No quería nada a cambio. Solo descubrir lo que sabía y ser creído.
—Escuchad, mon capitain. Rezánov, al que conocemos sobradamente, nada os revelará y tampoco Kovalev, que no quiere problemas. Pero mi corazón destila deseos de venganza. Debéis conocer que, en la isla de Kodiac, han construido un fuerte y un puerto que lleva por nombre de los Tres Santos.
—¿Dónde está Kodiac, amigo? —se interesó.
—Rumbo noroeste, a tres días de navegación de Nutka. Lo mantienen en secreto y dudo que sea solo un puerto comercial, pues han instalado cañones y defensas. Yo creo que es una base militar desde la que lanzarán sus barcos para la conquista de los puertos de Alaska y la Alta California.
Martín frunció el entrecejo. De ser cierto no era bueno para España; la información valía su peso en oro.
—No salimos de una cuando entramos en otra peor, amigo —le dijo.
—Rezánov suele frecuentarlo y conoce lo que allí se cuece, pues sus barcos recorren todo el gran golfo de Alaska y sus islas —prosiguió con sus revelaciones—. Le sirve de puente para trasladarse a la isla Unalaska, más al oeste, y después a la bahía de Anadir, ya en Rusia, cuando ha de resolver algún asunto en la corte. No olvidéis el nombre, señor: isla de Kodiac.
—No deseo pasar por necio, monsieur —dijo el oficial español.
—Que no os engañe ese cortesano. Si España descuida su posesión de Nutka, se harán con todo el territorio. Creí que debíais saberlo.
Era evidente que aquel tipo era un resentido, pero se preguntaba si era verdad cuanto le había declarado. Le asaltó una momentánea sensación de agradecimiento y sacando de la faltriquera unos reales de a ocho, se los entregó.
—Os agradezco vuestras confidencias. Gracias, amigo.
—Creedme, monsieur. Algunos de estos han viajado hasta allí y lo han divisado. —Y saludándolo agradecido por el óbolo, desapareció entre un cúmulo de leña mojada y una carreta de estiércol.
Martín parecía complacido por la secreta y comprometida declaración y trataría de probarlo en su siguiente viaje. Otra vez en su carrera de oficial del rey comprobaba que ser un soldado era algo más que el rango que ostentaba, y que, a cientos de leguas de sus presidios californianos, debía hacer de agente secreto. No lo lamentaba, pero lo suyo era el campo de batalla.
Los dragones que habían cazado el día anterior un buey almizclero de largo pelaje de color tostado, tal vez separado de su manada, lo sacrificaron y lo compartieron con los contrabandistas antes de la partida para Nutka en una comida de hermandad. Conservaron dos perniles y un costillar, que envolvieron en nieve y sal para la singladura, y se despidieron de los rusos.
—En estas latitudes el invierno suele anticiparse. Hemos de zarpar ya.
La estibada se hizo en dos grandes barcazas que Kovalev puso a su disposición y con la marea del atardecer se hicieron a la mar, ataviados los siete dragones y las mujeres con ropas decentes y de abrigo.
Una brisa de poniente cuarteaba el rostro del capitán de la Jano, de nombre Luzhin, un pelirrojo de barba patriarcal y ojillos perspicaces, que extremó las atenciones con los hispanos según le había ordenado su patrón, Rezánov. Salpicada por la espuma, la corbeta rusa rompió el oleaje rumbo a Nutka. En la lejanía fue desapareciendo el Refugio Ross, el poblado fantasma al margen de las leyes de su emperatriz, ahora en la órbita de don Nicolái.
Las rescatadas, resguardadas de la intemperie en un camarote, abandonaron paulatinamente su apenada consternación, aunque todos las compadecían, pues habían vivido experiencias calamitosas, y sus rostros comenzaron a mostrar una alegría sin límites, menos el de Jimena, que se asemejaba a una máscara griega, blanco e inexpresivo. Ovillada en silencio y con los ojos abiertos tras un insomnio de semanas, estaba sumida en las sombras de un universo propio y atemporal, donde el miedo reinaba único en sus pensamientos.
La delicada y piadosa criatura estaba rígidamente desplomada en la hamaca marinera con la cabeza ladeada, en un anómalo escorzo, pero con los ojos húmedos y endurecidos en una expresión melancólica. Se esforzaba en sonreír, pero no podía, y la expresión miedosa no la abandonaba.
—¿No has recuperado la paz, Jimena querida? —le preguntó Clara.
—¿Cómo puedo sentir sosiego en este perro mundo, doña Clara, cuando violaron mi cuerpo y mi alma? —replicó mirando torvamente al vacío.
El ser humano la había traicionado profundamente y no podía soportar continuar viviendo con él. Para ella, las palabras de Clara, de Martín y de sus amigas estaban vacías, a pesar de que la cuidaban con amor y respeto. Clara apreció profundas ojeras bajo sus admirables ojos de azul celeste verdoso, y le parecía una muerta que se hubiera despedido de la vida. Una parte de su ser había quedado en las veredas del río de Los Sacramentos, y sus dientes perfectos asomaban por sus labios como si fuera una gata salvaje, presta a saltar.
Clara se encontró con su esposo en la proa, donde el océano batía sus crestas espumosas, embocando el viento propicio de popa. Los dragones ofrecían una discreta presencia a bordo y él la besó. La aleuta puso al corriente a su marido de las desdichas de la entristecida Jimena.
—Temo por ella, Martín, se dirige silenciosa y lentamente hacia la locura o al suicidio. Supuse que pasados unos días desecharía sus malos recuerdos. ¿Cuánto tiempo puede turbar nuestras mentes un hecho desdichado, marido? Parece que una nube de dolor hace invisible cuanto la rodea.
—Asumimos la responsabilidad de salvarla, y ahora no vamos a permitir que entre en el túnel de la demencia. Tengamos paciencia, Clara —recomendó.
—Es como si su espíritu se hubiera ocultado en los pliegues más profundos de su corazón. Su semblante flota borroso ante mí, como si no me conociera y hubiera olvidado nuestra relación de profunda amistad. Me intranquiliza mucho, esposo —repuso—. Solo desea morir.
—Pues hemos de recuperarla para la vida. Tus islas la salvarán.
El cirujano ruso de la goleta Jano examinó a las cuatro mujeres, a las que observó desasosegadas, como si no hubieran aceptado aún el beneficio de la libertad y su manifiesta alegría se les adivinaba febril, pero insensible.
—Estas mujeres solo están aquejadas de desnutrición y de un mal del alma, o melancolía, pues se creen culpables de cuanto les aconteció. Necesitan tiempo, doña Clara.
—Perros ruines esos indios. ¡Ojalá se estén pudriendo en el infierno!
En otra de las liberadas, Josefina Lobo, que mantenía una fiebre que la privaba de su natural energía, el galeno ruso de la goleta, que le había administrado unos fármacos, reveló:
—Parece que uno de sus violadores le ha contagiado una especie de sífilis o alguna otra enfermedad sexual. No es grave. Ese morbo, con cuidados, remitirá en breve.
Al tercer día de singladura, al alcanzar el paralelo de la gran isla de De la Bodega y Quadra, la nave giró hacia el oeste, en medio de una amenazadora tempestad que provocó aguas densas en el mar y lluvia pertinaz en el cielo. Apareció una inquietante columna de nubes negras atizada por un violento céfiro continental. Los dragones y las jóvenes, no acostumbrados a aquellas vastas masas de agua tan alteradas, temieron por sus vidas.
—Dios Nuestro Señor nos prueba nuevamente —murmuraba Clara.
Martín los reconfortó, pero el sobresalto y la inquietud habían cundido entre los atemorizados hispanos. Se oyeron rezos, exabruptos del timonel y órdenes de los pilotos y del capitán Luzhin, mientras el temporal azotaba los rostros de la marinería y los rayos zigzagueaban sobre las cofas.
Crujieron las cuadernas y la marinería se aprestó a encaramarse a las jarcias para plegar las velas. Por un momento se escoraron peligrosamente hacia estribor y Martín y Clara se refugiaron en su camarote. Sufrían tanta indefensión, fragilidad y desamparo, que se abrazaron en silencio.
Arellano, dando tumbos, se arrastró hasta la bodega, donde estaba estibado su caballo Africano. El noble bruto permanecía estabulado en un cuchitril con paja y suspendido a ras de suelo por cinchas de cuero y con las patas atadas a unas argollas del casco. Piafaba temeroso, los ojos le relucían vidriosos, movía la testa y los rosados belfos le echaban espuma.
Estaba asustado. Martín le ofreció heno y le acarició el lomo y las crines para sosegarlo. Se tranquilizó al punto y, en respuesta, azuzó con el hocico a su dueño. Parecían un único ser vivo, como cuando cabalgaban por la frontera de Texas, Nuevo México y California, batidos por el viento del sur.
Silbaba la ventisca y oían el mar embravecido con pavoroso espanto.