Martín reflexionaba sobre la amenaza que probaba la tela coloreada y su catastrófico mensaje. Los descendientes de los puritanos ingleses, llegados de Inglaterra tanto tiempo atrás, estaban dispuestos a hincarle las espuelas al pueblo indio y de paso al Imperio español.
Intensificó el examen de la tela y distinguió pintados pequeños hombrecillos con sombreros de tres picos detenidos ante el Misisipi, sobre rayas que significaban cien hombres por figurilla, carros con lonas y diminutas vacas, que revelaban que un pueblo en marcha esperaba la decisión del Congreso Continental de Boston para invadir las grandes llanuras del oeste, y exterminar a cuanto pueblo indio se tropezara en su camino.
Cruces rojas, que representaban las tribus aniquiladas, se extendían por doquier, y diminutas cureñas, cañones y fusiles eran portados por lo que parecía un gran ejército. El mensaje pintado resultaba evidente. Una plaga invasora llegada del Atlántico se proponía invadir el continente en poco tiempo.
El oficial español permaneció callado. Se acarició la perilla y preguntó:
—¿No serán habladurías indias propaladas a golpe de falso rumor? Quizá no atraviesen el Gran Río y detengan su frontera allí mismo.
—No, capitán. Esos blancos robaron el ganado de Tortuga Pequeña y en represalia sus jóvenes guerreros tomaron venganza por el robo y mataron a los cuatreros ingleses responsables. Al día siguiente, la tribu a la que pertenecían, con mujeres, ancianos y niños, fue aniquilada por completo. Sin piedad, don Martín, sin piedad —explicó secándose las lágrimas.
—Los ingleses son expertos en saltarse los acuerdos entre naciones y ejercer la piratería y el espolio a gran escala. España lo sabe por experiencia, pero también vendrán hombres buenos y justos, Macuina. Todo no será destrucción y muerte. Esta naturaleza exuberante la preservarán —lo animó.
La lluvia azotaba las paredes de madera del refugio con un estruendo ensordecedor y mientras remitía siguieron comiendo y bebiendo. Las jóvenes rescatadas y los dragones del sargento Lara confraternizaban y Martín lo consideró un presagio alentador. Luego pensó que un futuro de enfrentamientos y sangre se cernía sobre el Nuevo Mundo descubierto por los españoles azuzado por su peor enemigo: Inglaterra y sus ávidos cachorros.
Macuina, que no se inmutaba por nada, sonrió con una calma flemática y concluyó la plática sobre la presencia de los blancos:
—La medida de la naturaleza y la del hombre es la misma. No envió el Creador a los blancos para disponer de ella como se os antoje. La tierra tampoco pertenece a las naciones indias y solo el Gran Espíritu es su dueño. Los rostros pálidos os alejáis del aliento del polvo que pisáis y nos reclamáis, o espoliáis, lo que es nuestro. Por eso habrá una guerra interminable —profetizó.
El jefe había entrado en una obsesión perturbadora sobre el futuro.
—Tampoco queremos vuestra religión —prosiguió el indio—. Sobre Dios no se discute. Es demasiado grandioso para nuestras pequeñas mentes. Veo que pronto seremos fugitivos de nuestros propios hogares.
Martín frunció el entrecejo y con un gesto definitivo quiso evitarle dolor.
—Lo que ocurrirá será inevitable, gran jefe. Los hombres blancos somos muchos y cada nación europea con sus propias codicias a cuestas vendrá hasta aquí. Es la ley de la historia del hombre y toda resistencia india será una locura —aseguró—. Por eso vivamos el presente como si el futuro no existiera.
—Entonces dejemos las cosas como Dios las creó —le sonrió.
El esperado encuentro entre el alférez de la Armada, Joan Perés, y el capitán de dragones resultó conmovedor y sincero. Se reunieron en el fortín con los soldados que allí malvivían y aprobaron el plan del viaje que se disponían a hacer juntos para evaluar la presencia rusa en las costas de Alaska.
Y unos días después, Perés, Arellano y Hosa se dirigieron presurosos y empapados hacia la goleta Princesa, presta para zarpar al norte.
La lluvia, que en la isla pronto se convertiría en nieve, les rebotaba en las alas de los sombreros para caerles luego sobre los hombros, las guerreras y los capotes de pelo. Con suficientes víveres y armas se habían quedado en el fuerte el sargento Lara y los dragones para cuidar de las tres mujeres rescatadas y reformar la fortificación, que se hallaba negligentemente abandonada y maltrecha. Hosa tuvo que hacerse de rogar, pues detestaba el mar y prefería quedarse al cuidado de Africano. Deseaba que sus pies estuvieran siempre sobre tierra firme y temía un naufragio fatal. No obstante, embarcaron y se hicieron a la mar aprovechando la marea del alba.
Su destino era la isla de Sitka, el centro neurálgico de las actividades de Nicolái Rezánov. Tras la revelación del intérprete ruso, tanto el alférez como el capitán deseaban entrevistarse con el embajador y salir de dudas sobre sus pretensiones reales e interesarse por la enigmática y alarmante isla de Kodiac.
El apache se arrodilló en el maderamen, alzó los brazos y rezó:
—Me gusta vagar por las praderas, ¡oh Wakinyán, Pájaro del Trueno! En ellas me siento feliz y seguro, pero cuando me confío a la braveza de las grandes aguas, palidezco. Protégeme, oh, espíritu celeste.
Eran al menos cinco días de navegación atravesando de sur a norte el canal de Hécate que separaba el continente de la isla natal de Aolani, donde se hallaba esta junto a Jimena y el sargento Ruiz, para luego, en el último día de singladura, navegar ciñendo los peligrosos y profundos canales de la isla que los nativos llamaban Kaigani Haida, Shee o Sitka, donde habían recalado sucesivamente rusos y españoles, y ahora al parecer los americanos.
—¡Largad trinquete en nombre de la Santísima Trinidad! —tronó la voz del piloto con la proclama habitual de los barcos de su majestad.
El alférez Perés y Martín conversaban acerca de los oscuros subterfugios de los rusos junto al palo de trinquete, cerca de la caña del timón de la gallarda Princesa, un bergantín-goleta de cuatro palos y veinte airosas velas, muy conocido por los nativos que navegaban por aquellas latitudes.
Arellano conocía a Perés de su primer viaje a Alaska, hacía ahora siete años, y sabía que era el gran pionero y descubridor de las islas y costas del territorio ártico y que la Corona le debía muchos honores, que aún no le había reconocido: el mal endémico de la madre patria con sus hijos más esforzados.
Le habló del enigma Kodiac y de la confidencia del ruso maltratado por la nobleza de su país, que por despecho le había revelado la existencia de un enclave militar en el corazón del golfo, a tres días de navegación de Nutka y de sus islas limítrofes. Una isla oculta y amenazadora para España.
—Lo del fortín armado en esa isla rompe por completo todos los acuerdos, don Martín. En mis muchas navegaciones, nunca vi osadía igual.
—Descuidad, o Rezánov o nosotros mismos elucidaremos ese secreto muy pronto, aunque tengamos que meternos en la misma boca del infierno.
El mallorquín era un hombre de acrisoladas virtudes marineras. Su larga melena, entre rubia y bermeja, y su mirada imperiosa destacaban en su terso rostro de frente amplia y entradas profundas. Esbelto y enjuto, parecía un hombre sin años. De hablar comprensivo, su trato despertaba simpatía.
Fueron cubriendo las primeras millas náuticas mientras Hosa, arrebujado en su capote de piel de oso, se había refugiado bajo el palo mayor echado sobre los aparejos, escotas y chicotes, y sin decir palabra.
Al navegar por el paralelo 55° norte, un gozoso Joan le señaló al capitán Puerto Valdés, el enclave fundado por el marino Hidalgo, el monte de San Elías, el fondeadero Córdoba y el Cabo Blanco, así bautizados por los marinos españoles. Distinguieron en la costa las cruces gigantescas erigidas por los marinos de la Armada De la Bodega y Quadra y Arteaga a lo largo de las orillas de Alaska, así como Puerto Santiago, más al norte, indicativas de que pertenecían al Imperio español, aunque en aquel momento estuvieran abandonadas. Ni los elementos, la nieve, el salitre o el agua las habían derruido.
No perdían detalle de cualquier cobertizo o embarcadero que divisaban con el catalejo Rojet, así llamado en honor a su inventor gerundense, al que Perés tenía en gran estima. Sin embargo, era evidente que en aquellos enclaves hispanos no se advertía ninguna presencia, fuerza o atalaya que defendiera los intereses de la Corona. Ojo avizor, tampoco repararon en ningún asentamiento ruso, y eso que vigilaron la costa palmo a palmo. Solo en la península de Kenai observaron alguna actividad de la Compañía, pequeños barcos repletos de fardos de pieles, pero muy al norte de las posesiones hispánicas.
—No se puede legitimar una posesión sin una presencia constante en estos mares, don Joan. Pero Madrid parece no entenderlo —adujo severo Arellano.
—Os aseguro que, tras nuestro informe, el virrey Mayorga duplicará los efectivos en esta parte del mundo, o rusos e ingleses se harán con estos territorios. Pero mucho me temo que en esa misteriosa isla de Kodiac los rusos hayan construido fortificaciones. Si es así, los cañones de esta nave las arrasarán. Es la orden real que tengo, don Martín —adujo reservado el marino.
En el camarote principal donde comían los oficiales habían pintado con trazos dorados una leyenda muy apropiada para los barcos de su majestad: Está siempre vigilante y, si hay peligro, modera, detén, o provee rumbo seguro.
—Muy prudente máxima, don Joan —le comentó sonriente Arellano.
—La imprudencia suele llevar inexcusablemente a la calamidad. El héroe griego Aquiles, aunque invulnerable, nunca se presentó en la batalla sino prudentemente armado y seguro de su estrategia. Un barco es como una comunidad flotante de hombres que debe ser protegida por su capitán, ¿comprendéis, amigo mío? —replicó grave el alférez de navío.
La mañana de la arribada a la Sitka rusa, el sol no acababa de salir, y el cielo estaba cubierto por una neblinosa calima. Celajes blancos ocultaban la instalación comercial donde esperaban hallar al chambelán Rezánov. Nieblas frías avanzaban desde el mar helado y los árboles parecían fantasmas polares, y más cuando el viento se arremolinaba en sus copas nevadas. Martín, al enfilar el embarcadero, enarcó las cejas y miró al mallorquín, inquieto.
—¿Cómo seremos recibidos? ¿Como amigos? ¿Como enemigos?
—El recelo mutuo dictará nuestro encuentro, don Joan —repuso.
Frente a la proa del Princesa, se mostraba la límpida visión de cuatro naos, las rusas Jano y Avos, y dos americanas con registro de los astilleros de Charlestown-Boston: la Columbia y la Lady Washington, tal como Rezánov le había avisado a Neve. La soberanía de España estaba en entredicho.
Desde la amurada, los oficiales españoles contemplaron el hermosísimo paisaje de Sitka, sus densas arboledas, fiordos azulísimos y las altas montañas donde descollaba el pico níveo que los nativos llamaban Tongass o del Divino Creador. Islitas selváticas donde discurrían menudos torrentes que iban a dar al mar completaban la fascinante visión.
Perés ordenó orzar la nave para, con una pericia maestra, fondear lentamente en el pequeño embarcadero ruso después del mediodía. Tras asearse y vestirse conforme a la ocasión, descendieron por la escala. Decenas de marineros, estibadores y balleneros rusos cubiertos de pieles, que tiraban de carretas de mano, los observaban expectantes. Una nave española imponía respeto cuando atracaba en alguno de los puertos de Alaska.
Aunque no hacía excesivo frío, grumos de nieve se amontonaban en los resaltes de los edificios y en las ramas de los abetos, y frente al embarcadero se veían huellas de osos, lobos y zorros, nítidas entre la palidez de la bruma.
La bienvenida no pudo ser más obsequiosa por parte de Rezánov quien, tras saludar cortésmente a los oficiales, abrazó amigablemente a Arellano, que en presencia de sus hombres y criados le regaló un fardo de pieles de los kwaukiutl que acarreaba uno de los marineros del Princesa en sus espaldas.
—Es nuestro deseo que aceptéis este presente por vuestra cooperación en el rescate de mis compatriotas, felizmente liberadas de las manos de esos salvajes, que lo pagaron con sus negras vidas. Estas pieles y otros fardeles más constituían el intercambio con los que las comprarían esos indios caníbales —dijo y abrió la saca que contenía una pila de pieles de marta cibelina y de zorro.
—Muy reconocido y gozoso por el rescate de esas cristianas. Su valor es inestimable y la labor de doña Clara, decisiva —se expresó tocándolas con las yemas de los dedos y reconociendo su valía—. ¿Y aceptaron sin más?
—Mi esposa Clara se las permutó por dos cajas de hachas de leñador.
Una larga sonrisa de asombro afloró en el rostro rasurado del ruso.
—¡Ah! Las misteriosas cajas que transportó en la Jano. Doña Clara es una mujer perspicaz y de espíritu rebelde, hija de esta raza aleuta tan talentosa, capitán Arellano. Sois afortunado con esposa tan inteligente.
—Doy gracias al destino por haberla conocido, don Nicolái. ¡Bendita esposa la mía! —reconoció ufano.
El cónsul ruso los condujo a un poblado de hogares de madera y cobertizos de pieles, donde abundaban los trineos tirados por renos y perros enormes y los carros repletos de sacas de pieles de osos, nutrias, alces y de las lanosas ovejas Dall, exclusivas del territorio y muy apreciadas en Occidente, que acarreaban a la Compañía pingües beneficios. Un centenar de cargadores rusos y de peones aleutas se afanaban en estibarlas.
Sitka era un productivo emporio de riqueza. En el centro se alzaba un tótem indio con la cabeza de un águila de cuello blanco y una junto a la otra dos grandes casas de madera construidas sobre un enjambre de pilotes de madera, al modo de los palafitos de los nativos de las islas del sur del Pacífico. La primera estaba pintada con imágenes de animales totémicos de vivos colores, y constituía la morada y las oficinas del presidente de la Compañía Ruso-Americana. La otra era una capilla ortodoxa, identificada por la cruz rusa de ocho brazos, ante la que Rezánov se persignó.
Y para descanso de los españoles no vieron ningún fortín defensivo.
—Me llena de gozo vuestra visita, capitán Arellano, y a vos, alférez Perés, estaba deseoso de conoceros. Estas tierras os deben mucho —reconoció.
Martín justificó su recalada en Sitka pasándole la mano por el hombro.
—Tras el rescate de las jóvenes, felizmente cumplido, mi esposa recaló en su patria, Xaadala Gwayee, donde la desembarcó el capitán Luzhin, y como la distancia entre Sitka y su isla es poca, me decidí a aceptar vuestra amable invitación y acreditar el progreso comercial del que hablasteis en Monterrey.
Rezánov, que estaba ataviado con un vulgar traje de faena, respondió:
—Pues ha resultado providencial, querido amigo, pues en tres días, el domingo, tras la misa, parto para Rusia. He de recoger los permisos de mi emperatriz y del archimandrita de Moscú para celebrar la ceremonia católica con doña Conchita en primavera. Por más que lo intento, no puedo apartar de mi mente el recuerdo de mi novia. La adoro, don Martín, y vos lo sabéis.
—Lo sé, y ella no os ama menos. Es una chiquilla bella y ejemplar.
Mientras caminaban, el ruso sujetó a Martín del antebrazo y repuso:
—En el amor, capitán, las mujeres llegan hasta la locura, y nosotros, los hombres, hasta la temeridad. Tengo que cruzar medio continente seguramente helado para llegar a Moscú antes de la Pascua de la Natividad, recoger esos documentos imprescindibles, volver a Sitka y zarpar luego para Monterrey.
Martín quiso compensar su sacrificio alabando a su querida Conchita.
—Os aseguro, don Nicolái, que ese ángel merece vuestros sacrificios —contestó.
A veces bastaba un gesto, una mirada.
Rezánov amaba a la criolla.
—Bien, señores, mi criado os acompañará al pabellón de invitados, y después os recogerá. Celebraremos una cena íntima con mis socios americanos.
—Muy reconocidos, chambelán —repuso Martín—. Vuestro castellano es cada día más correcto y abundante. Vuestra prometida os lo agradecerá.
—Deseo que Conchita pueda entender con exactitud mis sentimientos.
Martín le rogó:
—No la decepcionéis, señor. No la conduce ningún motivo ventajista, ni tan siquiera el oropel de la corte de la zarina. La señorita Argüello pertenece a un noble familia española y de criollos poderosos en Nueva España —le dijo.
—Lo sé, y por eso la admiro aún más. No la defraudaré, don Martín.
El diplomático volvió sobre sus pasos y los españoles se despidieron de él. Con un gesto de duda surcándole su despejada frente, Perés dijo:
—O es un consumado actor o ama a la hija del alférez Argüello con locura. Se le alegran los ojos y la cara cuando habla de esa joven —opinó.
—En el amor parece de fiar. Pero ¿lo es en cuestiones de política? Yo lo tengo por un caballero, aunque parece que nos miente sobre las pretensiones rusas en Alaska. En la cena saldremos de dudas, Joan —repuso.
Los cabos de varias velas iluminaban el aposento de Nicolái Rezánov cuando se incorporó al entrar los españoles.
El gabinete personal del embajador Rezánov difería mucho de ser confortable y suntuoso. Con tan escasa luz, parecía incluso sombrío y de una austeridad espartana. Dos ventanucos en las recias maderas dejaban entrar una tenue y rojiza luz crepuscular. Había una mesa que servía tanto para las comidas como de buró para tratar los asuntos comerciales y seis sillas de tosca madera. El suelo estaba cubierto por varias pieles de oso que conferían al despacho calidez, aunque no llegaban a ocultar por entero una trampilla que comunicaba seguramente con el exterior.
Motas de polvo en suspensión eran iluminadas por las ascuas de un gran brasero que apenas alumbraban el escaso ajuar: una librería con media docena de libros, colgada de la pared por unas cadenas tirantes, una carpeta gofrada de cuero atada con una cinta púrpura, plumas, tinteros, libros de contabilidad, un sextante, varias botellas de vodka y de coñac francés y algunas copas, platos, servilletas de lino y cubiertos de plata.
Como únicos adornos, un icono plateado de la Virgen María en una esquina, iluminado con candiles de sebo, y lo que más llamó la atención a los oficiales españoles: un marco de madera de cedro que no mostraba ninguna lámina, óleo o grabado, pero en el que sí había dejado marca un pequeño trozo de papel, como si hubiera sido arrancado recientemente.
Era muy raro.
A Martín le extrañó hasta que recapacitó al ver cuatro presillas metálicas en los extremos, que seguramente hasta hacía muy poco sostenían un mapa, una cartografía o una carta de marear. A todas luces Rezánov no deseaba que fuera vista por los inoportunos visitantes hispanos, quizá por su carácter secreto y castrense. Los mapas marinos y los cartulanos eran muy valiosos y no cabía duda de que los habían ocultado de las miradas inoportunas de dos invitados extranjeros. Aquello los intrigó.
Receloso, Martín no le quitó ojo durante toda la velada al enigmático recuadro desierto de información. Revelaba, para un observador sagaz, que algún documento había sido descolgado apresurada y bruscamente. El capitán disimuló con gesto cortés.
El diplomático ruso se cubría con un caftán militar y una guerrera larga y negra, y se calzaba con unos brillantes borceguíes de los oficiales superiores rusos que resonaban en el maderamen. Los saludó, haciendo gala de su proverbial atención cortesana.
—Don Martín, don Joan, os presento a los señores Robert Gray y John Kendrick, mis socios americanos, hombres ilustrados y comerciantes de pieles de la Compañía del Río Hudson, que representan en Alaska los intereses de las Colonias del Este —dijo, y estos inclinaron la cabeza.
—Enchanté! —contestaron a una los oficiales españoles.
La conversación se llevó a cabo con frases en francés y castellano e incluso en el básico inglés que los españoles conocían, y mientras todos daban cuentan de los platos que un cocinero siberiano iba sirviendo: shchi, una deliciosa sopa de pescado y col, caviar del Volga, pelmeni, bolas de carne, y un cordero al estilo shashlyk, los americanos se hicieron cada vez más accesibles.
Los socios de Rezánov, de una edad similar a la de Martín (pasaban la treintena con creces), eran individuos de estatura media que vestían elegantemente a la usanza inglesa, tenían anchas espaldas y cabellos claros, especialmente Gray, que parecía casi albino.
Rezánov, que intuía que la visita respondía a una inspección solapada y secreta de los hispanos, comentó irónico:
—¿Se han cerciorado al fin mis dilectos amigos españoles de que Rusia no tiene ningún deseo de expansión imperialista en esta parte del mundo? Desde Nutka hasta aquí, confío en que solo hayáis divisado chalupas que trajinan con pieles para la Compañía. Nada más. ¿No estoy en lo cierto?
—Irrefutable, chambelán. Esto viene a corroborar lo caballeroso y veraz de vuestras palabras y la realidad de las pretensiones de vuestra zarina.
—Mientras España siga poseyendo los territorios continentales, Rusia respetará las costas de Alaska. Ahora bien, si la Corona española abandonara el hemisferio, sería otra cosa.
El alférez, tan buen navegante como fatal diplomático, se envalentonó:
—La verdad, señor Rezánov, es que habían llegado rumores al virrey de México de que en una isla más a occidente, creo que se llama Kodiac, se estaba construyendo un fortín, un puerto militar y unas defensas con cañones, a solo unos días de navegación de Nutka, y eso sí es preocupante. Es como una declaración de guerra. Creo que comprenderéis nuestro recelo.
Rezánov no sabía qué decir. Los americanos cambiaron el gesto y el ruso compuso una mueca de desagrado. El resto fue previsible. Rezánov ordenó que sirvieran el postre. Perés había interpuesto un muro impenetrable de desacuerdo y ruptura de la hospitalidad. El anfitrión o no debía o no quería hablar de la secreta isla de Kodiac y de lo que realmente representaba para las pretensiones imperialistas rusas.
El ruso no correspondió y Martín imaginó los más funestos presagios en su futuro entendimiento. Observó por uno de los ventanucos que la gélida noche, iluminada por los ojos sin párpados de las estrellas, se había adueñado de la vigilia. Nevaba fuera y el sudario blanco convertía el poblado de Sitka en un barrizal de frío y de silencio. Como acontecía en el salón de Rezánov.
«Una verdadera lástima la inoportuna intromisión de Perés», pensó.
El alférez tomó aire y se quedó mudo, como si hubiera perdido el don del habla. Comprendió que había abierto una brecha en la armonía de la cena.
En los rostros de los comensales se leía la inquietud, y ni las fórmulas de agradecimiento por la invitación mostradas por Martín modificaron la situación. El capitán, entre bocado y bocado, suspiraba imperceptiblemente.
Silencios cortos y embarazosos se iban sucediendo uno tras otro.
Así difícilmente conocerían lo que atesoraba la intrigante isla de Kodiac.