Lenta y gradualmente, las gentes de Xaadala Gwayee, con los pañuelos al viento y las manos alzadas, vieron cómo la borrosa e impalpable imagen del Princesa se disipaba entre la niebla matutina rumbo al sur. Salvo las órdenes del contramaestre, en la nave reinaba un silencio majestuoso, en tanto un sutil disco solar emergió tintando las nubes de naranja.
La nave hispana maniobró por el estrecho de Hécate, derrotando ligera con los golpes del viento del norte en dirección a Nutka, a la que llegarían con el tercer amanecer. A aquella hora temprana no volaban las aves marinas y una ligera bruma blanca, al ras de las olas, se apartaba dando paso a la briosa nao.
Los españoles, salvo el alférez, permanecieron encerrados en la tibieza empalagosa del camarote, de donde no salieron hasta que el piloto anunció la llegada al gran baluarte de la Corona española en Alaska: Nutka.
Clara y Hosa salieron casi a ciegas y Martín y el sargento los aguardaban contemplando el fortín de San Miguel, que dominaba el Pacífico Norte desde la cima de su imponente farallón. Desde la muralla lanzaron una descarga de bienvenida, y tripulantes y soldados gritaron con todas sus fuerzas, alborozados por su llegada. Era deseo de Martín, como jefe de la expedición, no detenerse demasiado tiempo en Nutka, a fin de informar cuanto antes al virrey y al gobernador de la situación de España en las tierras árticas y del triste fallecimiento del diplomático Rezánov, el amigo de los californianos.
—Necesito tiempo y tranquilidad para encajar con precisión todos los hechos que hemos vivido —les confió—. El destino, desde que partimos de Monterrey, nos ha arrastrado a una danza frenética que casi nos ahoga.
Martín y su séquito, Clara, Jimena, Sancho y Hosa, enfilaron con el fardel de sus pertenencias la trocha que conducía al fuerte y al poblado de los nuu-chah-nulth, la tribu del gran jefe Macuina, que los recibieron ruidosamente y los condujeron a sus cabañas para agasajarlos. Medio millar de gargantas unidas vocearon las mismas palabras:
—¡Han llegado Aolani, don Joan y el Capitán Grande!
Las tres muchachas liberadas vivían en el poblado como auténticas nativas bajo la protección del respetado Macuina. Vestían como las otras mujeres de la tribu, con polainas y mocasines de piel, túnicas, plumas y capas bordadas con símbolos indios, y sus cabellos los peinaban en largas trenzas. Clara y Martín las vieron despejando la tierra con palas, asando hígados palpitantes de animales, moliendo maíz y sorgo, y según sus confesiones, eran capaces de perseguir y matar un reno, pescar siluros, montar en ponis desherrados y salar carne en los ahumaderos del clan.
—¿Os habéis llevado una sorpresa, capitán? —lo sorprendió Josefina.
—Apostad a que sí. ¡No os había reconocido! Hemos vuelto por vosotras, pero parece que no sois nada desdichadas en esta aldea india —adujo afable.
—La hospitalidad de estas gentes nos ha curado el alma, don Martín.
Macuina ordenó sacrificar un alce y asarlo para después ofrecer su corazón y los sesos al dios Amarok, representado por un rayo y un águila en el tótem que presidía el poblado. Dieron buena cuenta de él en un festejo que duró hasta después del anochecer y, como muestra de júbilo, bailaron ante los españoles la Danza del Alce. Los danzantes usaban máscaras triangulares como el rostro del animal con ramitas de árboles sujetas a ellas simulando la cornamenta de animales tan sagrados para el clan.
El chamán y curandero elevó al cielo un canto afligido con su voz ruda:
—Wi-ca-hca-la kin he ya, pe lo maka kin le-ce-la! Te-han yun-ke loeha! —Los ancianos dicen que solo la tierra permanece, lo demás se extingue.
—Te-han yun-ke loeha! Te-han yun-ke loeha! —replicaban los nativos.
Se hizo un dilatado silencio. Macuina deseaba hablar en presencia de sus huéspedes. Bebía cerveza y leche agria y se incorporó tambaleante. Todos enmudecieron. Proclamó grave lo que él llamó la profecía que el Gran Espíritu le enviaba cada noche como una terrible pesadilla.
—¡Todos estos años en los que el dios del cielo nos dio para vivir, queridos hijos y amigos españoles, han sido un hermoso sueño! Pero pronto se romperán los eslabones que atan a las naciones indias y los anillos se perderán por los suelos. No quedarán simientes en los sembrados, que serán hollados por caballos extraños y el árbol sagrado morirá. Es lo que dicen los espíritus en mis sueños ahora que los escucho desde las alturas de mi vejez.
Los asistentes le encontraron sentido de inmediato, a tenor de las noticias que llegaban del este, donde hombres de cabellos amarillos y tez pálida lo arrasaban todo. Algunos lloraron, otros se lamentaron amargamente, pero en una erupción de fraternidad, Macuina los animó a beber cerveza y los brebajes de bayas que sirvieron las mujeres hasta quedar ebrios y rendidos en las esteras.
Asumían su destino y los deseos de los espíritus de sus ancestros.
A la mañana siguiente, Martín, Sancho, Perés y Hosa se presentaron en el fuerte de San Miguel, donde fueron saludados por el sargento Lara y sus cuatro dragones, que les mostraron las mejoras efectuadas en los contrafuertes y murallones y en el interior del reducto. Perés les aseguró que los proveería de bolas de cañón, balas de fusil y de un buen acopio de café, azúcar, sacas de galleta y ahumados; y que Macuina a su vez los surtiría de carne, pescado, judías, miel, maíz y calabaza, amén de la caza que obtuvieran por sus medios.
Martín, evaluando lo realizado por Lara, le pidió que prolongara su estancia en Nutka, petición que a este le agradó sobremanera.
—Sargento Lara, en virtud del mando que ocupo sobre los fortines de la gobernación de California, veo la necesidad de que permanezcáis en Nutka con vuestros dragones hasta que os releven. Los veinte milicianos civiles que lo han guardado no son suficientes ni están preparados. ¿Alguna objeción?
—Ninguna. Mantendremos el honor de la Corona en Nutka, a pesar de que somos pocos. Somos el bastión hispano en Alaska y lo mantendremos y defenderemos. Los estoy entrenando y haré de ellos unos buenos soldados, capitán. Esta tierra prodigiosa nos ha atrapado —le confesó.
—El capitán De la Quadra y el brigadier Bruno de Heceta, según mis noticias —reveló el alférez—, tienen previsto recalar en esta isla el próximo otoño con tres fragatas, la Santiago, la Sonora y la San Carlos. Seguro que con los informes que les enviamos don Martín y yo anticiparán el viaje.
—Con bastimentos, hombres, víveres y armas, defenderemos la soberanía de España en estos territorios. Mis hombres y yo lo asumimos, señor.
—Gracias, sargento, sois un hombre valioso para el Imperio —respondió Arellano.
Durante todo el día estuvieron acarreando sacas desde el Princesa al fortín. Macuina se mostró decepcionado por la pronta marcha de los españoles. Arellano lo conocía bien. Era un hombre, además de lujurioso, vengativo y voraz, un jefe aliado que odiaba a los rusos e ingleses más que los españoles mismos, a los que demostraba una amistad incondicional pues compraban las pieles curtidas y exóticas y los víveres a un precio más que justo, y no reducían a la esclavitud a sus súbditos.
—La memoria, capitán, es una maldición para mí, y recuerdo tiempos odiosos con los rusos y felices con vosotros. Deseamos teneros aquí. Estando los españoles en el fuerte, los rusos ni se atreven a acercarse. Ellos nos tratan como a animales y vosotros como a seres humanos.
—Son las leyes de nuestros reyes las que os amparan, Macuina.
Arellano no tardó un instante en acercarse a las cuadras. Olía a caballería, cuero, heno seco, estiércol y humanidad. Africano estaba allí inmóvil, comiendo en el oscuro pesebre, y comenzó a piafar cuando olió a su dueño y lo tuvo delante de sus belfos. Martín le colocó la mano con suavidad en la cruz. Era un animal bello y admirable. Una vela en la pared iluminaba con levedad el cubil y sus grandes ojos azabachados, que chispeaban, lo miraban nervioso.
—He vuelto por ti. ¿Te alegras? —le susurró en las grandes orejas.
Le puso el arzón y le desató las trabas de las patas delanteras para luego retirarle el ronzal y acariciar su hocico rosado y su cara. Le palpó los lomos de una brillante negrura y el cuello poderoso, y el corcel pateó alegre y bufó. Era un caballo fogoso y deseaba que lo montara. Lo ensilló y le puso la bota en el estribo. Se apoyó en él y habló con el mediasangre antes de salir por el portón, con la elegancia y arrebato que lo caracterizaba en el trote. Martín se encajó su sombrero de ala ancha y a los pocos movimientos le apretó con fuerza los ijares. Africano escapó excitado hasta llegar a la playa, sudoroso y feliz.
Una bandada de gaviotas se apartó ante la braveza del bruto y se escaparon hacia las rocas. Martín se lanzó a galope tendido por la arena llena de algas. Tenían que unir de nuevo sus sudores para recuperar la alianza antigua que los unía. El capitán Arellano era feliz en su cabalgadura, y su caballo de combate también lo era con él, como cuando corrían por las praderas tras una partida de indios revoltosos. Comprendía el alma de Africano y él la suya.
Cuando regresaron horas más tarde al fortín de San Miguel, comenzó a silbar el viento del norte y el perezoso sol de Nutka, elíptico bajo el cúmulo de nubes plomizas, lamía las copas de los abetos con un brillo acerado.
En el silencio de la cuadra le lavó las patas, le cepilló las sedosas crines y olió el calor de su sangre tras la cabalgada, como él olió un día la suya tras el enfrentamiento con los comanches y los yumas. Era su pacto silencioso y eterno.
A Clara le gustaba escenificar sus acciones según el práctico estilo de las matriarcas aleutas, y eligió la hora tras la comida para reunirse con las cuatro liberadas en la tienda de las mujeres indias del lugar. Allí, las nativas se peinaban el cabello con cepillos de puercoespín, hacían jabón con raíz de yuca, sebo, grasa de alce y ciruelas silvestres, cosían prendas de piel de lobo, de las que eran consumadas artesanas, y se adornaban las trenzas con conchas marinas y esquirlas de oro que encontraban en los arroyos.
La cabaña estaba repleta de agujas de hueso, tiras de piel y de uñas de ciervo, de raspadores de cobre, punzones e hilos de lana y corteza de cedro. Olía a pieles ahumadas de oso y reno, pellejos a medio curtir y carne de tortuga reseca. La tarde era fresca, pero entre unas piedras se alentaba un fuego vivificador que invitaba a la confidencia.
Con los afeites indios, las españolas parecían tener las caras enyesadas, salvo Jimena, que vestía a la europea. Las indias salieron de la tienda con sus niños al pecho, satisfechas a pesar de llevar una vida de sacrificios y trabajos incesantes y sometidas a sus maridos, a veces violentamente y sin posible remisión.
Las españolas se sentaron alrededor de la lumbre bajo la autoridad honesta de Clara. Eran conscientes de su temperamento y de su fe desbordante en la mujer, que la habían convertido en una rebelde esencial en una sociedad, la criolla, dominada por las leyes de los hombres.
—Niñas, escuchadme. En pocos días partiremos para Monterrey y nos aventuraremos en ese océano de aguas bravas. Pero mi temor no es ese, sino la arribada —dijo—. Liberaos de cualquier complejo de culpabilidad. No debéis lamentar lo sucedido por muy escabroso que haya sido, pero sed cuidadosas con lo que decís. No todos los oídos y las lenguas de Monterrey son honestas.
—¡Como si fuera fácil! Nos asaetearán a preguntas —dijo Josefina.
Clara, que odiaba las maledicencias, les aconsejó:
—Los sentimientos pueden falsificarse, incluso el amor —replicó Clara.
—¿Debemos guardar silencio entonces, señora? —habló Soledad.
—Mirad, como precaución, lo que debéis hacer todas es contar la misma historia. De lo contrario ofreceréis en bandeja un sabroso bocado a la murmuración para regodeo de mentes mezquinas y de damas beatas y aburridas —ratificó la aleuta.
A la inquieta Josefina le costaba esfuerzo disimular su irritación:
—Está claro. Primero simularán tolerarnos, sentirán lástima y nos adularán, pero luego, tras conocer que fuimos violadas, se alegrarán de nuestros males y hasta preguntarán si sentimos placer al ser forzadas.
Clara insistió. No deseaba que las compadecieran y luego las despreciaran. Sus corazones estaban heridos y había que preservarlas.
—No divulguéis en público vuestros sufrimientos como mujeres marcadas —les aconsejó—. La sociedad criolla es víctima de la enfermedad de los prejuicios, que tanto dolor ocasionan.
Jimena, atormentada largo tiempo por su penoso sufrimiento, dijo:
—Es como asegura doña Clara. Nos aceptarán, pero luego nos acribillarán a morbosas preguntas y nos tacharán de zorras desvergonzadas por no haber dado nuestras vidas por defender nuestra virginidad.
Josefina Lobo, presa de una ira irreprimible, manifestó:
—¡Me iré tan lejos que ni el mismo Dios será capaz de hallarme!
—Desgraciadamente el destino de las mujeres lo marcan sus errores. No les deis razones para que os juzguen con sus lenguas puritanas. ¡Mentid! Ahora es llegado el turno de vuestra felicidad —insistió Clara.
—¿Debemos entonces simular, doña Clara? He odiado cada segundo de mi apresamiento y no sé si podré ocultarlo —adujo la dulce Azucena.
—¿Acaso algunas mujeres no simulan placer en el lecho? No derraméis ante ellas lágrimas amargas, sino de satisfacción y contento —las alentó.
Clara advirtió en sus miradas decididas que había dado en el blanco y que deseaban implicar plenamente a Jimena, aún algo escéptica. A ello la animó la pelirroja Soledad, una joven apacible y animosa.
—Nosotras tres, Josefina, Soledad y Azucena, nos hemos juramentado para no contar un solo pormenor de las vejaciones a las que fuimos sometidas. Esos recuerdos los hemos suprimido de nuestros sentimientos para siempre.
A Jimena, en Monterrey, la tachaban de frívola, pero todos andaban errados.
—Y tú, Jimena, que sufriste el atropello más bestial de aquel demonio con plumas, ¿qué opinas? Fuiste la más damnificada de todas.
Jimena Rivera se contuvo unos instantes y, animada, se explayó:
—Os confieso que visité los infiernos y que mi alma estuvo un tiempo muerta. Me dejó marcada, es cierto, pero tras cerrar mi alma a ese recuerdo ingrato, he asumido un futuro feliz y sin miedos. ¡No temo a nada!
—¡Bien dicho, Jimena! —la respaldó Clara—. Las cuatro poseéis algo de lo que esas comadres carecen: vida, juventud, fuerza y bondad de sobra. Habéis vencido en esta difícil prueba y ahora sois cuatro torres inexpugnables.
Josefina revoleó su hermosa trenza negra y les tomó las manos.
—Pues juramentémonos a callar. ¿De acuerdo?
Clara se sumó a la unión de sus manos extendidas y les aconsejo:
—Escuchad. Solo habrá una versión. Primero el secuestro indeseado tras la matanza yuma, el traslado al campamento mojave y luego al havasupai. Seguiréis con el duro éxodo por el río de Los Sacramentos, y el rescate del capitán Arellano antes de ser vendidas. Insistiréis en que no fuisteis forzadas, pues erais mercancía muy valiosa y debían preservaros, a vosotras y a vuestra pureza, de cualquier maltrato y daño. ¿Entendéis?
—¿Y qué diremos de Ana? —preguntó Jimena recordándola.
—Que murió de agotamiento al ser tan niña y débil de fuerzas y que fue sepultada como una cristiana por vosotras. Nada más —les recomendó.
Soledad, que se enjugaba las lágrimas de sus ojos, inquirió a su vez:
—Y a nuestros futuros esposos, ¿qué les diremos si nos preguntan?
—Todo amor se inicia con un sufrimiento y muchas veces con un secreto. Este es el vuestro. En la privanza del lecho nupcial haced con él lo que os dicte el ánimo, pero no lo divulguéis ante una sociedad hipócrita y farsante.
Remató mordaz Josefina, la de más carácter:
—Cuando lleguemos a Monterrey, no demos lugar a compasión, sino a envidia por la felicidad de haber sido liberadas. Amparémonos en la fortaleza conseguida.
Azucena, Josefina y Soledad le regalaron a Jimena un capote para los hombros de marta cibelina, piel de gacela y broches de cobre que ellas mismas habían confeccionado con las nativas del poblado, y que esta aceptó sorprendida.
—Sufriste más que ninguna de nosotras, Jimena. Para ti, el mejor presente salido de nuestras manos. Tu valor nos alentó, has de saberlo —le dijo Azucena.
Se adueñó de ella tal estupor que quedó sin habla. Luego lloró de dicha.
Abandonaron la cabaña comprometidas y embargadas por una satisfacción que antes no había advertido Clara en ellas. Las jóvenes transmitían una imagen de seguridad, placidez y coraje. Por eso albergaba la secreta esperanza de que fueran lo suficientemente fuertes como para recuperar el gozo de vivir.
Después de tan frecuentes separaciones, Clara, que aún seguía siendo una beldad, luchaba por todos los medios para contrarrestar los estragos de su soledad en el presidio de Monterrey. Discreta y hermosa, lucía un peinado alto, y su pasión por los perfumes y afeites la había llevado a acicalarse para conversar con su esposo, al que deseaba dar una noticia óptima y deseada, pero también a deplorar sus continuos viajes y expediciones guerreras.
Martín quedó fascinado al verla entrar en el puesto de mando del fortín isleño de Nutka, donde se calentaba las manos con el aliento y exhaló una exclamación de sorpresa. No obstante, en su mirada advirtió un raro brillo. Daba la impresión de que Clara había tomado una de esas habituales determinaciones extremas tan suyas.
—Clara, desde que partí para el norte, no te había visto tan hermosa.
Se acomodó en un taburete y puso su cara cerca del velón de cera.
—Marido, temo más un fracaso matrimonial que la guerra o una herida mortal en la batalla. Deseo vivir contigo, pero sin territorios separados.
El soldado se tomó tiempo para reflexionar. ¿Adónde pretendía llegar?
—Eres una esposa ejemplar y decente, y no deseo otra cosa que tenerte siempre a mi lado, ya lo sabes. Además, puedes leer mis pensamientos, y eso me gusta. Te anticipas a mis deseos, querida —se justificó algo alarmado.
—¿Pero lo sabes todo de mí? Estás demasiado tiempo ausente —insistió.
A Martín lo invadió una oleada de resquemor y se encogió de hombros.
—A veces tu obstinación me exaspera, aunque no dejas de ser admirable.
Clara se detuvo un instante. Deseaba matizar sus palabras.
—¿No adivinas el estado de mi corazón con tus largas ausencias? Me atenaza el miedo cuando montas tu caballo y te vas buscando la muerte, como si realmente la desearas —lo acusó—. Ignoro si vas a volver y creo morir.
—Soy un soldado y amo el riesgo, Clara —quiso zafarse de sus quejas—. No te encolerices conmigo. Compréndeme.
—No deseo estar sola, Martín. He renunciado a todo por ti —le recordó.
El esposo quiso protestar, pero no deseaba escenificar un enfado ante quien más quería en el mundo. No se lo merecía.
—Eres una mujer cercana, valerosa, como has demostrado en es- ta misión, y muy valiosa para mí. Jamás conocí una mujer tan idealista y sentimental.
—¿Eso solo es lo que te atrae de mí, esposo? —sonrió irónica.
Aquel intercambio de preguntas y respuestas lo tenía desconcertado.
—También tu tenacidad, tu generosidad y templanza. Soy inmensamente feliz contigo. Además, tus ojos siempre reflejan lo que sientes —la aduló.
—Tú no necesitas una mujer cualquiera, precisas de una heroína. Deseo rogarte, Martín, que aceptes el ofrecimiento del gobernador de Nuevo México, nuestro querido don Juan Bautista, de director de la Academia Real de Sonora.
Enternecido, Martín se incorporó de la silla, rodeó la mesa y depositó un beso en la boca sensual de Clara, que se dejó acariciar. Convencido, le juró:
—Lo haré. Ya le comuniqué a Neve que esta sería la última expedición en la que me jugaba la vida, y lo aceptó. En verano visitaremos al coronel Anza y aceptaré ese cargo. Formar soldados es mi gran deseo —le prometió.
Clara percibió un gran alivio. De lo contrario estaría decepcionada.
—¡Te voy a demostrar mi gratitud con una grata noticia, Martín! —dijo—. ¡Estoy encinta!
Un escalofrío de felicidad le recorrió el espinazo. Se quedó paralizado.
—¡¿Sí?! ¡Oh, Clara, me haces tan feliz! —exclamó alborozado.
Su arrebatado amor hacia él la hizo asentir, y la tensión de la plática cesó.
—Ven a mí, Clara —repuso Martín, y la abrazó con ternura.
Clara sabía que no se trataba de una vana promesa y lo rodeó llena de ilusión. Esbozó una amplia sonrisa que su rostro no logró borrar después.
—La partera de Haida me lo confirmó cuando tuve un retraso —dijo.
La perspectiva de ser padre lo había colmado de júbilo. A los dos los había asaltado la misma dicha, y sintieron una unión insondable en sus corazones. Había que actuar sin demora y cuidar el embarazo de Clara Eugenia. Para Martín, desde aquel instante no existirían límites para el cuidado de su compañera y de la criatura que nacería meses después.
Clara lloraba y su esposo, enternecido, le secó las lágrimas con la mano.
Martín se prometió a sí mismo no escatimar ocasión para manifestarle a su esposa su felicidad, que ni tan siquiera había sospechado que pudiera cambiarle la vida como lo había hecho. La certidumbre de su inminente paternidad había penetrado en él como un torrente impetuoso, como un tumulto de felicidad interior que hasta ahogaba su voz cuando hablaba:
—Sea niño o niña, será el primer eslabón que nos una a la eternidad.
Martín sintió sobre sus curtidas mejillas una lágrima furtiva, y rodeó el vientre de Clara en un abrazo lleno de gratitud.
Fuera del baluarte, la atormentada costa era cercada por las olas rompientes del gran océano. Un celaje cargado de niebla, que se ignoraba si era rocío, nieve o aire, penetró por el ventanuco, envolviendo el mágico momento en el que vivían Clara y el capitán de dragones de su majestad.