Te Deum laudamus

 

 

 

 

 

—¡Capitán Grande! ¡Dragones del rey! —los aclamaban como a ídolos.

En torno al grupo de Arellano y de las mujeres liberadas se arracimaron corros de entusiasmados ciudadanos de Monterrey al atracar el Princesa en el abarrotado embarcadero de la capital de California, convertida en un clamor.

Fue considerado un día de fiesta, un triunfo contra la barbarie y una victoria de los dragones de cuera sobre unos salvajes que no aceptaban las bondades de la civilización. Encontrar y traer sanas y salvas a las cautivas era tenido como una inenarrable heroicidad por los californianos, conocida la ferocidad de los captores y el vasto territorio que las ocultaba.

Los yumas, havasupais y mojaves se lo pensarían en lo sucesivo y una sensación de tranquilidad se abría paso entre la jubilosa población.

En los árboles se habían apostado muchos chiquillos y las ramas se arqueaban con su peso. Salieron a las ventanas las busconas, cerraron las tiendas los mercachifles y los campesinos y braceros dejaron sus quehaceres. Nadie deseaba perderse el gozoso suceso, y los vitoreaban. Alborozados por el retorno de las jóvenes secuestradas por los indios insurgentes, habían acudido a recibirlas en tropel.

Martín y sus dragones presidiales, a los que goteaba el sudor bajo los sombreros, se llevaron una impensable sorpresa, don Felipe de Neve ya no era el gobernador de California, sino el animoso y expeditivo ilerdense don Pedro Fages, el comandante de artillería de los Voluntarios de Cataluña, que los saludó eufórico.

Las muchachas rescatadas, insensibles al pesar amargo de sus corazones y tal como se habían juramentado, saludaban al gentío y al nuevo gobernador, que había sido ascendido al cargo tras el paso de Felipe de Neve al puesto de Superior de las Provincias Internas del Virreinato.

—Misión cumplida, don Pedro. —Se cuadró Arellano ante Fages, que le explicó el cambio acontecido durante su ausencia.

—Don Martín, en nombre del virrey, recibid mi más sincero parabién. Habéis devuelto la vida a unas cristianas y el honor a España. —Lo abrazó.

Lo primero que hizo Martín fue avizorar en su derredor para reparar en el alférez José Darío Argüello y en su hija Conchita, pero no los vio entre el gentío que había acudido a la plaza mayor. Le extrañó sobremanera. En el bolsillo de su guerrera guardaba la amarga carta que debía entregarles, muy a su pesar.

—No veo al alférez Argüello. ¿Está de exploración, gobernador?

—No, se hallan en la misión de San Gabriel para asuntos de la boda. Debéis saber que ha sido nombrado capitán del presidio de San Francisco. Pronto partirá hacia su nuevo destino, aunque no antes del casorio —le informó.

A Martín se le hizo un nudo en la garganta. Era el mensajero de un gran dolor para una familia a la que quería.

Arellano, Sancho Ruiz, Hosa y Perés, debilitados, sucios y demacrados por la comprometida, dura y larga misión, atendían casi ausentes a los vítores de los criollos, nativos e indios amigos, y también a los parabienes de los soldados del presidio, que hacían sonar los tambores y cornetines. Las liberadas apenas podían reprimir el llanto y se dejaban tocar por la chiquillería.

Sus familias habían muerto en el ataque yuma y sería el nuevo gobernador quien se haría cargo de ellas. Los pobladores agradecían a Arellano el feliz final de aquel penoso rescate que había mantenido en vilo a toda la población de la frontera, temiendo un nuevo ataque indio en las misiones y poblaciones costeras. Pero el remate dichoso de la liberación los mantendría en sus poblados.

Fages le contó que, con más ardor y voracidad que gloria, algunos cazarrecompensas se habían adentrado con escaso éxito en el desierto del Mojave y en las escarpaduras de Sierra Nevada, codiciosos de una generosa retribución.

—Aventureros franceses han sido hallados torturados y muertos por los indios en las riberas del río San Joaquín. Era muy arriesgada vuestra misión.

—Lo ha sido, gobernador, aunque no sabían que se enfrentaban a dragones de su majestad muy experimentados y con grandiosa fe —dijo.

Martín pensó que muchos oportunistas solían luchar en la frontera por un puñado de monedas a costa del dolor de otros y lo lamentaba. Él y sus hombres se contentaban con el pago del viento seco de la frontera en su cara, con la sabiduría de algunos indios amigos, con el bufido leal de Africano, la perfección de aquellos valles infinitos o los suspiros de Clara, que seguía a la comitiva de la gente camino de la ermita de San Carlos.

En aquellas virtudes, pensaba, se hallaba la verdadera inmortalidad de un soldado. Taciturno, compadeció a los comanches, dakotas, apaches lipanes y hopis, chiricahuas, yumas, mexicas y modocs, cuyas voces y cantos ya no se oirían en una generación, quizá dos, por los cañones, desfiladeros, arroyos y montañas, donde tampoco cazarían búfalos para alimentar a sus hijos. Se aproximaba el fin de la era india e hispana.

Y lo deploró amargamente.

Con el sol deslizándose sobre un cielo nítido, los vecinos de Monterrey y de las aldeas aledañas, abandonando sus quehaceres, marcharon hacia la iglesia de San Carlos para cantar un tedeum y agradecer a Dios el fausto regreso de las mujeres secuestradas, que habían mantenido en vilo a los colonos durante meses. Los pocos y audaces dragones de cuera, al mando del capitán Arellano, se habían granjeado la admiración de los californianos una vez más. Su temeraria gesta había calado en el pueblo y los escoltaron entre aclamaciones.

Sabían que los equipajes de los corazones de los soldados y de las muchachas acarreaban mucho cansancio, dolor y una áspera carga de fatigas. El malsano fisgoneo de las damas de la ciudad se concentraba en las liberadas, pero era Jimena Rivera la que concitaba las curiosidades de las alcahuetas y comadres de Monterrey. No querían compasión, sino morbo, tal como había vaticinado Clara.

Un ascético fraile franciscano de barba nívea y marcado por las arrugas, fray Juan Martínez de Úbeda, al que veneraba la población, iluminó la ermita con una nube de cirios blancos y quemó granos de incienso en un pebetero, a fin de que la acción de gracias conmoviera a la grey de Dios.

Te Deum laudamus, te Domimum confitemur! —«A ti Dios te alabamos y te reconocemos», cantó con su voz cascada, elevando las notas hasta el techo con el humo del incienso.

Consoló los ánimos y angustias de las jóvenes, absolviendo los posibles pecados cometidos en un rapto que había sido un universo de padecimientos.

—¡Hijas mías, si habéis incurrido en los excesos de la desesperación, la cólera, el abandono de las virtudes cristianas, la ira, la venganza y el odio hacia vuestros captores, yo os lo perdono! Vuestro sufrimiento, desolación y angustia han sido vuestra penitencia ante los ojos del Altísimo. Confiteor Deo omnipotenti! —«Me confieso a Dios todopoderoso».

—¡Amén! —exclamaron los fieles.

In nomine Patris, et Fillii et Spiritus Sancti. —Trazó el signo de la cruz.

Con una acción caritativa, inteligente y hermosa, el seguidor del poverello de Asís había eximido de toda culpa a las cuatro mujeres con la confesión general. Las liberadas se miraron satisfechas, pues no tendrían que pasar por el sacramento de la confesión y declarar los pecados de la carne que no habían consentido, pero sí sufrido con resignación evangélica. Nunca se sabría qué quedaba oculto y qué escapaba del confesonario y respiraron aliviadas.

—Gracias, fray Juan, sois un hombre sabio y compasivo —le dijo Clara.

—¿Por qué añadir más dolor a sus corazones y hacerles recordar un tiempo de horror? Su penitencia ya la cumplieron, doña Clara —sonrió afable.

Soledad Montes, Azucena y Josefina Lobo quedaron como huéspedes del gobernador en espera de partir en el Princesa, que salía en una semana con destino a San Blas, ya que las jóvenes habían decidido regresar con familiares que vivían en Aguascalientes y Guadalajara. Jimena se dirigiría a la Academia de Cadetes de Querétaro para encontrarse con su prometido, el teniente Guzmán, con el que pensaba contraer matrimonio.

Sin embargo, las pertinaces matronas, que las abordaban para interrogarlas, observaron que en sus ojos centelleaba la alegría y no la pesadumbre. Evidenciaban a su pesar que nada tenían que lamentar y nada de qué avergonzarse de su experiencia entre las salvajes tribus indias, cuando eran preguntadas. En sus miradas no se reflejaba el dolor, sino las ansias de vivir. Comprobaban además que no precisaban de compasión alguna, pues se mostraban ante las damas como el paradigma de la felicidad. Más de una comadre lo lamentó, pues su morbosidad pedía escuchar de sus labios escabrosos detalles de torturas, vejaciones, forzamientos y atropellos. El plan de Clara de no conceder tregua alguna al chismorreo había obrado sus frutos.

 

 

Conchita y sus padres regresaron de San Gabriel en un carromato cargado con los paquetes que contenían el ajuar matrimonial bordado por indias yumas.

Como todas las enamoradas, cuando abrazó a sus amigas Jimena y Clara con máximo fervor y regocijo, no hablaba sino de sí misma y de su futuro esposo con su cálida voz. Martín se maravillaba de su timidez, de su sofisticada delicadeza, de su ojos negros y vivaces, su andar recatado y de la encantadora firmeza de sus senos gráciles. Y sin-tió una pena inmensa.

Era un ángel descendido que creía comprender el mundo, pero ignoraba en su inocencia que en el bolsillo de su guerrera se ocultaba una desdicha demoledora para su alma. Deploró haberse convertido en el aciago heraldo de su desgracia, y les anunció su visita aquel mismo día.

José Darío invitó a Clara y a Martín a su casa para que les relataran los avatares sufridos por aquellas chiquillas y el viaje hecho con su futuro yerno, el chambelán Rezánov. Cuando a media tarde traspasaron el dintel de la puerta, la madre de Conchita los recibió con su proverbial hospitalidad.

—Hoy me he investido como un correo del servicio de postas —dijo.

Martín, en cuestiones de desgracias, carecía de tacto para el disimulo, pero Conchita le sonrió con su mirada alegre y cordial. Ansiaba tener entre sus manos la carta de su enamorado prometido.

—Don José, tenga vuesa merced esta carta. Me fue entregada en Haida por un naviero de Sitka, enviada desde Rusia —dijo sin apenas alzar la voz—. Yo recibí otra con análogo mensaje.

Detestaba hacer sufrir a nadie y se notó su tonalidad crispada.

Se acomodaron, un sirviente dispuso dulces y chocolate sobre la mesa y, educadamente, el alférez de dragones se guardó la misiva en la chaqueta. Una expresión ausente permanecía en el rostro de Martín. Eran dos soldados acostumbrados a la sangre, la muerte y el infortunio, y le rogó:

—Creo que debéis leerla de inmediato, amigo mío. Nadie, salvo Clara y Joan Perés, conocen lo que se describe en esa epístola. Es urgente, creedme.

Impactado y confuso, Argüello no supo qué decir. La petición de su colega le había sonado petulante y conminatoria, incluso autoritaria. Lo hizo.

—Como viene dirigida a la familia Argüello y al parecer don Martín conoce su contenido, la leeré en voz alta. Viene escrita en castellano, queridas.

Con un tono que en ocasiones les parecía ajeno, unas veces incrédulo y otras entrecortado y quejumbroso, leyó sin prisa las mismas noticias que Clara y Martín ya conocían sobre el aciago final de don Nicolái en las estepas de Siberia. La lectura de las palabras de don Sergei fueron empeorando progresivamente, y Conchita y su madre se fueron sumiendo en una introspección que fue desgarrando sus corazones.

Un nudo en la garganta les impedía hablar, sobre todo a la hija, y una suerte de persistente melancolía y defraudada ilusión corrió por sus caras. La carta había obrado un estrago catastrófico en el joven corazón de Conchita.

—¡Maldito sea el destino! —concluyó la lectura el alférez.

La joven perdió durante unos instantes el aliento y hubo de ser atendida por su madre, que le palmeó las mejillas para animarla. Volvió en sí, y estaba pálida, desconcertada, como en otro mundo.

Aunque recuperada, se fue volviendo cada vez más ausente y se le apreciaba un rastro de miedo en su rostro. Intentaba mostrarse íntegra, pero la congoja la abatió y definitivamente rompió a llorar en el regazo de su madre. Vio necesario intentar el disimulo y se secó las lágrimas con un pañuelo de seda, para abrir allí mismo su alma. Pero no pudo.

Le daba igual ser observada. Por dentro le estaba empezando a ascender una carencia de flujo vital, una impotencia gélida, un desmayo incontrolado. Su cabeza y su corazón se hallaban en absoluta desarmonía.

Habló luego con entrecortadas palabras de la injusticia de Dios, del esquivo azar y de las veleidades de la Providencia divina. El azar le había desbaratado todos sus sueños y gimoteaba desconsolada, abatida, hundida.

Clara se acercó y le tomó las manos, mirándola con una afabilísima mirada.

—El cielo no te mira mal, ni el amor te va a ser hostil siempre —dijo Clara.

—¿A qué se reduce ahora mi vida, doña Clara? ¡A la nada! Carezco de miras y de esperanzas de futuro. Me cuesta trabajo vencer esta fatalidad.

—El mundo nos hace sufrir, Conchita, pero has de levantar cabeza con dignidad tras este inesperado revés. Los mortales nunca sabemos lo que nos espera a la vuelta de la esquina —quiso animarla fraternalmente.

—Doña Clara, después de mis padres, sois la persona que más quiero, ayudadme, os lo ruego. Tengo el corazón hecho mil pedazos —habló llorosa.

Ninguno pudo responder. La sala era un marjal de dolor, un velatorio. Pero así es la muerte de un ser querido. Uno está cogiendo una rosa en su jardín, y su amor muere al mismo tiempo al caerse de un caballo en otra parte del mundo. Es como si el destino acechara tras una máscara macabra y vengativa.

—Yo no deseaba lujos, ni fortuna, ni notoriedad, sino solo ser amada y amar —susurró Conchita—. Aspiraba a formar una familia, pero el destino me tejía mientras tanto un sudario atroz e insoportable.

Todo se había desbaratado en un instante. Y como si un obstáculo poderosísimo se hubiera interpuesto entre ella y el resto de los mortales, se levantó, besó con sus mejillas temblorosas a sus padres y a Clara, y estrechó con su mano helada como la muerte a Martín, que permanecía inmóvil.

La enojosa noticia había desmoronado a la joven quien, con gesto cortés, se encerró en su dormitorio, pálida, con paso lento y con la mirada extraviada.

Cuando se hubo retirado, Clara consoló al matrimonio Argüello:

—La situación debe ser insoportable para ella. Concepción es una muchacha de una sensibilidad poco común. Todos la ayudaremos a que recupere el gusto por la vida.

Su padre, don José Darío, que había mantenido la compostura, dijo:

—La angustia de una enamorada ante el revés de un amor truncado suele tardar en adaptarse a la indiferencia y el olvido. Démosle tiempo. Se agazapará en su tormento, ignoramos hasta cuándo. La protegeremos y la cuidaremos. Agradecemos vuestras atenciones y desvelos.

La madre, que estaba sumida en un llanto devastador, intervino:

—Amigos míos, el corazón de mi niña es ahora un muestrario de contradicciones. Pero la conozco bien y sé que recuperará el sosiego y la paz. Ahora desprecia al mundo, pero pronto la seducirá de nuevo. Gracias por vuestro apoyo, Clara, don Martín —dijo, y los abrazó.

—Este relicario venía en el sobre con las cartas, don José. Estuve con el chambelán en Sitka y lo traté en profundidad. Era un caballero honorable, amaba a Conchita como a su propia vida y se comportaba como un amigo leal de España. Descanse en paz.

—Que en su gloria se halle —respondió, y apretó la mano de Martín con fuerza.

La música de la vida había dejado de sonar para Conchita Argüello.

 

 

El rostro de Dios, el sol, era un clarín de luz al inicio de la primavera.

El invierno había dejado su légamo de nieblas, lloviznas y el dosel de nubes lánguidas para anunciar la llegada de la estación florida. Los rugidos del mar, antes impetuosos, eran suaves rumores, y en las malezas y arriates comenzaba a florecer el manto multicolor de las rosas de California.

Dos días después, Martín de Arellano, ante la inminente partida del Princesa, se dirigió al puesto de mando del presidio militar, y en la soledad del fortín se dispuso a redactar el informe para el virrey Mayorga, que llevaría a México el alférez Perés en persona, junto al mapa reproducido por él mismo.

Cortó una pluma, sacó del cajón un tintero de peltre lleno con una biliosa tinta arábiga y unos pliegos que extendió sobre la mesa. Encendió dos velones y comenzó a garabatear el borrador del despacho, que luego pasaría definitivamente a la cifra que usaban los dragones del rey para enviar los despachos secretos. En ellos plasmaría los sucesos de la misión llevada a cabo en el norte, las insolentes rivalidades con los rusos y americanos, y las detracciones y calumnias de los ingleses en Alaska y en el Pacífico Norte.

 

De Martín de Arellano y Gago, maestro de espada, capitán de dragones de Su Majestad, al Excelentísimo Virrey y Capitán General de Nueva España.

Señor: os despacho el informe que se me exigió por parte del anterior gobernador de las Californias, don Felipe de Neve, aprovechando la misión para la que fui comisionado a fin de rescatar a unas súbditas de nuestro rey e hijas de cristianos, entre ellas la del capitán Rivera, muerto en acción de guerra, que fueron raptadas tras el levantamiento yuma por unos salvajes de las tribus aliadas de los mojaves y havasupais, y que, por la gracia de Dios, conseguí liberar junto a mis hombres y devolverlas a sus familias y al mundo.

Nunca se vence un peligro sin grandes riesgos, pero, tras el encuentro con la feroz nación yuma, a la que creíamos amiga, cesaron los asaltos a los ranchos y aldeas, como antes ocurriera con los comanches. El robo, el asesinato de inocentes y la violación de la Paz del Mercado han concluido, imponiéndose la civilización sobre la barbarie, en una respuesta justa y necesaria por parte de España.

Como quiera que la persecución de las raptadas nos llevó hasta las orillas septentrionales del continente, a los ríos Klamath y Columbia, el alférez de la Armada, don Joan Perés, y quien suscribe inspeccionamos las colonias comerciales de los vasallos de la zarina Catalina II en esa parte del mundo, cuyas actividades regula la Compañía Rusa de Pieles.

Una embarcación de ese país, la goleta Avos, nos condujo desde el continente, con las mujeres liberadas, hasta la isla de Nutka, bastión principal de la Corona en los territorios árticos, que encontré casi derruido y sin apenas defensas. Allí, con la compañía del alférez de navío, don Joan Perés, que se hallaba en la isla, navegamos hasta el embarcadero ruso de Sitka, más al norte, y al archipiélago de Xaadala Gwayee, que gobierna mi suegro, el gran jefe aleuta Kaumualii.

Rastreamos las huellas de los rusos y la posible instalación de bases militares en las costas del Pacífico Norte, y hemos podido probar que los rusos se dedican únicamente al mercadeo y negocio de las pieles, y no han cambiado sus propósitos hacia posiciones de fuerza o de ocupación militar de territorios.

A tal efecto, Excelencia, el enviado por la corte imperial rusa a Alaska, Japón y las islas Aleutianas, don Nicolái Petróvich Rezánov, visitó Monterrey, y formalizó una fecunda amistad con el gobernador y con la guarnición, hasta el punto de disponerse a contraer matrimonio con la hija del alférez Argüello, en señal de amistad y buena voluntad con España.

Perés y quien os informa lo visitamos en su sede de Alaska, un gran cobertizo mercantil de pieles, donde nos presentó a sus socios, dos caballeros de Boston, en Nueva Inglaterra, con los que ha formalizado la potente Compañía Ruso-Americana de Pieles. No obstante, ha de saber Vuecencia que en modo alguno interfiere en nuestro comercio, antes bien lo beneficia con un intercambio productivo, que favorecerá grandemente al tesoro de la Corona.

Pero unos son los planes de los hombres y otros los de Dios, y el citado chambelán y cónsul de la emperatriz Catalina, Nicolái Rezánov, murió el otoño pasado en Siberia cuando se disponía a recabar el permiso de su reina y de su patriarca ortodoxo para contraer matrimonio con la señorita Argüello, según la doctrina de la Iglesia Católica.

Créame Su Excelencia, su muerte ha sido un duro contratiempo para los intereses españoles y una irremediable fatalidad. Seguramente, en lo sucesivo, unos militares rusos que conocimos en Sitka, Delarov y Zaicov, y los citados americanos, los señores Robert Gray y John Kendrick, será con los que debamos entendernos en años venideros.

En cuanto a las noticias que llegaban al Virreinato sobre la construcción de una fortaleza amurallada con bastimentos y cañones en la isla de Kodiac, es una falsedad, Señoría. Don Joan Perés la exploró y comprobó in situ que solo se trata de un secadero de pieles abandonado, por lo que Rusia ha mantenido su palabra de entendimiento y no beligerancia.

Perés os acompañará un mapa que cayó en nuestras manos de forma fortuita con todos los enclaves comerciales, con los que podremos mercadear en un futuro. No obstante, el gobierno de Su Majestad y vos mismo, deberíais tener en cuenta otro asunto de suma gravedad para la integridad del Virreinato.

Se trata del nuevo sesgo que están tomando las cosas en la zona este y norte del continente. Grandes jefes indios de los pueblos que he visitado me aseguran que miles de colonos ingleses, que huyen de las hambrunas de Inglaterra y de las persecuciones religiosas de los puritanos anglicanos, se hallan detenidos cerca de las orillas orientales del Misisipi, aguardando el momento oportuno para abalanzarse sobre las naciones indias de esos territorios del oeste, masacrarlas y arrebatarles sus tierras.

Los indios delawares, mohicanos y morkingos han desenterrado sus hachas de guerra y se alían con los franceses para liberarse de esos ávidos ingleses a los que detestan, y que les han traído la viruela y robado sus tierras. El jefe Macuina me ha testificado que en los fuertes de los americanos anglosajones cuelgan miles de cabelleras indias, convirtiendo aquellos espacios casi vírgenes en un polvorín, donde se enfrentan entre sí los feroces nativos, los franceses y los ingleses.

Espero, Excelencia, que el gobierno de las Trece Colonias, aliado de España y deudor de su independencia, conseguida gracias al apoyo de don Bernardo de Gálvez, respete nuestros derechos de soberanía. El miedo de las tribus y clanes indios es real, y jamás los vi tan preocupados. Valoran el trato que nuestras leyes han concedido al indio, pero estos europeos angloparlantes practican la política de la tierra devastada y el indio exterminado.

En cuanto a nuestra presencia en Nutka, he de participar a Su Excelencia que dejé una guarnición de dragones del rey para proteger el fortín de San Miguel y el poblado de Santa Cruz, al mando del experimentado sargento de dragones don Emilio Lara, a los que acompaña una dotación de soldados bisoños que, no obstante, con su sacrificio y valor, guardan el honor y la presencia del Imperio en aquellas frías latitudes.

Sería muy necesario y perentorio no abandonar ese enclave capital, que defiende nuestra presencia y protección en Alaska, y los asentamientos y banderas que hemos ido sembrando por aquellas costas, y dotarlos con defensas y hombres suficientes para defenderlos.

Sería por ello necesario que se adelantara la expedición de De la Bodega y Quadra y del brigadier Heceta, y que esos espacios por encima del paralelo 55° norte no queden huérfanos de la protección de Su Majestad. Sus únicos beneficiarios serían los ingleses que, como aves de rapiña, acechan para hacerse con ellos, práctica habitual de esa ávida nación enemiga desde que España descubriera las Indias hace tres siglos.

En otro orden de asuntos, Señoría, he de participarle que, acabada la guerra contra los yumas y tras veinte años de servicio en la primera línea de la frontera, estoy en disposición de aceptar el cargo que me ofreció Vuecencia como director de la Academia de San Ignacio de Sonora, para formar cadetes del regimiento de dragones del rey.

Sería la ocasión esperada de ganarme el sustento sirviendo a Su Majestad, cerca y a las órdenes del que considero mi segundo padre y protector, don Juan Bautista de Anza, el gobernador de Nuevo México.

Si ello aprovechara a los intereses de España, constituiría mi gran deseo.

Dios guarde a Su Excelencia y le conceda salud y bríos.

En Monterrey, California, en el día de la Anunciación de Nuestra Señora, 25 de marzo A. D. 1782.

Martín de Arellano y Gago, comandante de los presidios de la Alta California.

 

Todo Monterrey acudió a despedir a las jóvenes liberadas, entre ellas Jimena Rivera, que se abrazó a Clara y a Martín, quien advirtió que de su cinturón colgaba un bolsito plateado algo extraño. Le pareció que no portaba un pañuelo, como era lo habitual, y con su justificada amistad hacia la dama, el oficial se interesó por lo que contenía, aunque lo suponía.

—Llevo conmigo la bolsa de espinas de rosas con las que nos martirizaba aquella bestia sin alma, para no olvidar nunca el beneficio de la libertad.

—La santa diosa Libertad, querida Jimena, solo existe en la tierra de los sueños y siempre pende de un hilo delgado y frágil. ¡Procura conservarla!

Mansamente, el Princesa levó anclas con las bodegas repletas, hábilmente maniobrado por el alférez Perés, que alzó su bicornio para saludar a Martín, rumbo a la base naval del Virreinato, en el puerto franco de San Blas.

Los marineros halaban de los cabos y jarcias o se encaramaban en la verga para desplegar el velamen, que se abrió como una flor henchida por el viento de poniente. Y, majestuosamente, la goleta se fue perdiendo por las azules aguas del Lago Español, el océano Pacífico, abandonando el abrigo de la capital de California.

Era la caída de la tarde y nubes carmesíes jalonaban el firmamento.