Se había hecho el silencio en torno a los jefes comanches. Ecueracapa sabía que había obrado conforme a la tradición de amistad y que los oficiales, Arellano y Fages, aunque estaban sorprendidos, eran sus amigos.
—Que vuestras ilustres personas dispensen mi conducta —dijo el indio en alta voz.
—Habla, no temas, gran jefe —lo animó Fages—. Estás bajo mi protección.
Al anciano se le cortó el aliento y no parecía poder explicarse bien, dado su español inseguro, aunque entendible. Decenas de miradas estaban clavadas en él. Pero habló al fin con cordial audacia, y lo escucharon con respeto:
—El espíritu de la guerra había muerto entre nuestros dos pueblos, pero no así con los perros yumas. Sé que contener a esa manada de coyotes es difícil, e incluso ahora nos disputan las praderas de caza que nos regaló el Gran Padre Anza y que están escritas con sangre en un papel sagrado.
—¿A tanto se ha atrevido Palma? —se interesó don Pedro inquieto.
—A más, gobernador. Hay un hombre aquí al que asisten la compasión, la hombría, el valor y la integridad y que no es otro que don Martín de Arellano, al que agradecemos el no ser esclavos de nadie y que nuestros niños no enflaqueciesen de hambre tras la cruenta guerra con Cuerno Verde. Y por él mis guerreros darían la vida. Es nuestro Capitán Grande y lo respetamos, pero a los yumas los detestamos. Son mujeres con ropas de hombres —manifestó.
—¿Y bien, Ecueracapa? ¿Qué relación tiene todo esto con Palma?
El locuaz jefe comanche no contestó de inmediato, sino que se apartó de la cara una nube de mosquitos, que como todos los veranos solían invadir California, y se adelantó un paso más. Ante la admiración general, puso en práctica un ritual comanche que pocos conocían y que hizo que algún oficial pusiera su mano enguantada en el pomo del sable.
Se trataba del venerable Niya comanche, o intercambio vital de un indio con un extranjero que tuviera para él unas virtudes carismáticas que podían contagiársele. El viejo tocó los brazos, hombros, pecho y cara de Martín, que sí conocía el rito, y después él mismo abrazó con devoción al anciano.
Tal muestra de afecto y adhesión emocionó a los asistentes, e incluso a Clara. Fue un momento de emotividad suprema y, al fin, el jefe se explicó:
—Veréis —empezó—. Ese chacal de Salvador Palma, ese fanfarrón sin escrúpulos, ese coyote sin honor, sabiendo que don Martín parte mañana hacia Sinaloa, había previsto un asalto sangriento contra él y su tropa. Ya se sabe, el zorro no avisa cuando va a atacar.
Se oyó un murmullo de indignación. El jefe indio prosiguió:
—Intentaba sorprenderlo al cruzar la cañada de los Álamos, un lugar apropiado para emboscarse y tener ventaja para derramar sangre y matarlos a todos —repuso—. Palma intentaba azuzar a sus venenosas avispas yumas.
La atmósfera se cargó de un halo de sobresalto y se oyeron exclamaciones encolerizadas, y Clara, con Rosa en sus brazos, no supo lo que era el verdadero odio hasta que comprobó que alguien deseaba destruir a su familia. Martín no podía creerlo pues, aunque lo habían vencido, tenían a Palma como un aliado interesado, incapaz de atentar contra su persona.
—Si es necesario —estalló Fages—, lo acompañará todo un regimiento de dragones con cañones y cureñas. Don Martín, su familia y su escolta llegarán sanos y salvos a San Ignacio, os lo aseguro. ¡Miserables yumas!
El gran líder de la nación comanche alzó su cayado. Callaron todos.
—No hace falta, gobernador. —Los sorprendió—. Ecueracapa, que todo lo oye y todo lo conoce, ha acabado con ese perro sarnoso. ¡Palma ha muerto y su cuerpo se pudre en la pradera! Pero, para acabar con un puma sediento de sangre, hay que sacarle los ojos y cortarle la cabeza.
Si bien lo creían capaz, la conmoción fue generalizada.
—¡Ese Palma era escoria! —aseguró el jefe Diez Osos.
—¿Cómo ha ocurrido, gran jefe? —preguntó don Pedro.
Ecueracapa, cuya complicidad con Arellano no conocía límites, reveló:
—Gobernador, Salvador tenía dos almas, una de lobo y otra de perro, y ambas se devoraban entre sí como dos demonios rabiosos. Lo que ignoraba es que antes de matar a don Martín, debía matarme a mí —repuso grave.
—Tu consideración me abruma, gran jefe —replicó Martín.
—Lo acorralamos, lo hicimos prisionero y fue atravesado por flechas comanches y muerto. Luego, su cuerpo, quemado, despedazado y preso en una piel de asno viejo, fue colgado de un árbol y hoy se seca al sol en un barranco del Colorado, donde nadie pueda hallarlo para llorarlo o ser convocado por los espíritus. ¡Es lo que merecía! —reveló sin mover un músculo.
Los dragones intercambiaron miradas de asombro e incluso de gozo.
—¡Diantre! Justo final para un traidor indigno —repuso don Pedro.
El silencio era hosco y Ecueracapa se aclaró la garganta bebiendo de su calabaza.
—Salvador Palma y su hermano Ignacio hace días que vagan por las tierras de los Espíritus, y sin ojos —acabó su testimonio—. ¡Han sido ajusticiados y jamás hallarán las verdes praderas y los cazaderos eternos de búfalos!
Un murmullo de aprobación cundió entre la oficialía hispana.
—Esos Palma eran unos apóstatas bautizados que me repugnaban —confesó Arellano.
—Se lo advertí. El pueblo comanche ama al Mugwomp-Wulissó, y para nosotros es intocable. En don Martín reside el hálito del Espíritu Hablante, el alma del valeroso Cuerno Verde y el valor de Búfalo Blanco, y creemos que nos trajo bonanza y fortuna a mi pueblo —aseguró—. No le toques un pelo de su barba, ni cojas las riendas de su caballo, le dije a esa alimaña yuma, y no me oyó.
La plaza de armas entera prorrumpió en un sonoro y reconocido aplauso.
—Siempre he obrado rectamente con los españoles y no me traicionaré a mí mismo. Salvador Palma, con su alma de chacal, cavó su propia tumba, y mis guerreros protegerán a don Martín hasta que arribe a Sinaloa.
—¿A qué te refieres exactamente, gran jefe? —preguntó Fages.
—Los comanches —prometió solemne— protegeremos a don Martín y a su familia. Tienen dispuesta una escolta de doscientos guerreros comanches que los preservarán hasta el Camino Real de la Tierra Adentro. ¿Me permitís que os los muestre? Solamente los escucharéis.
—¿Mostrarlos? —disintió Fages, cada vez más suspicaz.
—Gobernador, ¿puedo encender una flecha? No receléis de nada.
Don Pedro no salía de su estupor, aunque no esperaba que los comanches atacaran un fortín militar tan inexpugnable y artillado co-mo aquel.
—¡Claro! —aceptó, y un soldado trajo una antorcha encendida.
Hichapat descolgó un arco que llevaba en bandolera, y del tahalí extrajo una única flecha con punta de piel y sebo que prendió y que luego lanzó al aire fuera de la muralla, como si se tratara de un fuego de artificio chinesco. Como se acercaba la declinación del sol podía ser vista desde muy lejos.
Hubo un momento de expectación, mezclada con alarma y estupor. Con las belicosas tribus yumas en pie de guerra aún no habían concluido los miedos y desvelos de la población californiana, a pesar de que Palma estuviera muerto.
De repente, varios cientos de enfervorizados comanches gritaron en lontananza una ininteligible y horrísona batahola de gritos guerreros, confirmando que se encontraban apostados a menos de una legua.
Resultó impresionante y sobrecogedor para la comunidad hispana.
Ningún indio del oeste se atrevería a hacer frente a semejante y aguerrida partida, ni tan siquiera los yumas, y menos aún las bandas errantes de la nación nahuá, ni los chichimecas, que temían a los comanches como a los mismos diablos.
Martín, que había permanecido callado, habló con gesto agradecido:
—Grande es el favor que me haces, gran jefe. Esos yumas nos hubieran masacrado y no hubiéramos sobrevivido a la matanza —admitió.
—Espiaban vuestros movimientos desde lugares encubiertos —refirió.
Arellano meneó la cabeza y miró a Clara, que estaba horrorizada.
—Entonces mañana habríamos sido hombres muertos y lo lamento por mi familia. Una patrulla de seis dragones con varias mujeres no hubiera podido resistir un ataque más de un día —reconoció el militar español.
—Lo sé, don Martín, como sé que en la comitiva viajarán tu esposa y tu hijita. Esos guerreros míos pertenecen al Pueblo Apuesto de los comanches tonkawas, que lucharon contra ti en Arkansas y son de los que poseen el corazón más fuerte de mi nación. Os cuidarán, si es que esos despreciables cuervos yumas intentaran algún ardid —se expresó como un padre amantísimo.
Arellano hizo una señal a Hosa, que se acercó al instante. Estaba espantado de solo pensar que hubiera estado en peligro su pequeña Rosa.
—Permíteme Ecueracapa que, por evitar esa mortal encerrona y preservar nuestras vidas, te regale una de mis posesiones más queridas. ¿Recuerdas el purasangre que montaba cuando abatí a Cuerno Verde en Arkansas, en el río San Luis? Tú estabas allí con tu tribu. —Y lo hizo pensar.
—¿Aquel semental de pelaje gris, brioso y potente? —recordó.
—El mismo. Se llama Cartujano, pues lo criaron unos monjes, más allá de las grandes aguas, en España, y ya ha hecho historia. Acéptalo —le rogó, y envió al cabo Hosa a que lo trajera de las cuadras y se lo entregara al jefe.
—Lo cuidaré y lo alimentaré como propio. Será la semilla de muchos potros futuros de mi pueblo, y así tu memoria no morirá —aseguró al tirar del ronzal—. Pronto no quedará nadie para recordarnos y para pronunciar nuestros nombres, que la lluvia y el viento aventarán. Pero caballos hijos de este cabalgarán por la Comanchería y conservarán en su sangre tu espíritu.
—En la Academia cuidaré de tu hijo, don Félix, Ave Azul, que muy pronto será un oficial del rey y velará como tú por la paz en estos territorios, Ecueracapa —dijo, recordando a uno de sus vástagos, cadete en San Ignacio.
—Siempre lo dije, ningún tallo de maíz crece más que otro, y del mismo modo el indio y el blanco somos iguales ante el Creador. Pero el Capitán Grande los supera a todos —manifestó con las lágrimas en los ojos.
El gobernador invitó a los cuatro jefes a que pernoctaran en el presidio, pero se negaron y prefirieron dormir en sus tipis, que habrían montado donde se hallaban los guerreros. Ecueracapa entregó a Martín un amuleto contra el mal de ojo para su hija Rosa y lo saludó luego con la mano alzada, dedicándole una franca y devota sonrisa. El viejo jefe comanche sabía que ya no se encontrarían más en la vida presente. Y, ceremonioso, abandonó el presidio, tras decir:
—La próxima vez nos veremos en la tierra de los espíritus, gran amigo blanco. Sigue caminando firme tras el vuelo del halcón que te protege.
A lo lejos, las fogatas reflejaban un resplandor rojo en el claro de luna y la sierra azul parecía una montaña ensangrentada. Aquella sofocante noche, pocos conciliarían el sueño.
Martín amaba a aquel viejo comanche juicioso, reflexivo y paternal.
Con el alba, el presidio de Monterrey bullía en medio de un febril trajín.
Apenas eran las seis de la mañana, cuando Clara, con su hijita Rosa bien tapada, la nodriza Naja, la curandera apache, y su siervo chino Fo montaron en el carruaje lleno a rebosar de baúles. Fuera, en el portón, seis dragones uniformados y armados contenían a sus briosos caballos, que, con los ijares brillantes y sus ojos inmensos, aguardaban la orden de marcha.
Si alguna banda yuma intentaba atacarlos, no los cogerían desprevenidos, pues llevaban los fusiles y pistolas cebados y conocían cada brazada del terreno. ¿Pero cumpliría su palabra Ecueracapa y los protegería con sus guerreros?
No se veía a ningún comanche a una milla a la redonda, según las expectativas prometidas. Al poco, compareció en la puerta el teniente coronel Arellano, jinete de Africano, escoltado por sus dos inseparables guardianes: el sargento mayor Sancho Ruiz y el cabo Hosa, el explorador lipán.
Nadie parecía complacido con la partida salvo Clara, que acariciaba la piel blanquísima de Rosa. Una ráfaga de viento del mar y una voz de mando dio inicio al viaje. La tierra retumbó ante los chirridos de las ruedas y los rítmicos cascos de los corceles, que levantaron torbellinos de polvareda oscura.
Los dragones miraron a su alrededor. Pero no vieron nada y circuló entre los soldados españoles una extraña corriente de expectación y alarma. ¿Y la escolta comanche? —se preguntaban. Pero no bien hubieron llegado a los alrededores del rancho Carmel, cuando, como salido de la nada, apareció delante de Martín un jinete comanche que lo saludó con la lanza en alto:
—¡Mugwomp-Wulissó! —gritó—. Os escoltaremos a distancia.
Era un jinete de lisos cabellos negros que le caían en dos mitades sobre los hombros hasta llegar a la cintura, que caracoleó con su montura frente a él. Iba teñido con pinturas de guerra, desnudo el torso y con pantalones y mocasines de piel. Su boca grande, pintada de negro, soportaba una nariz rotunda y corva. Su pinto llevaba en el lomo la huella de una mano blanca. Arellano lo saludó, elevó su sable y se lo llevó al rostro, en señal de amistad. Después, el indio salió a galope tendido hacia unas colinas cercanas y profirió un aullido potente. De repente, recortadas sus siluetas en el firmamento rojizo, surgió una procesión inacabable de más de un centenar de jinetes comanches cogidos a las bridas de sus corceles y enarbolando lanzas y arcos.
No parecía un ejército, sino una plaga de feroces centauros indios. No se oían tambores, ni retumbo de carromatos, ni clarines de órdenes, sino un ruido isócrono de uñas de caballos que, en abigarrada fila, servían de muralla protectora al grupo que comandaba Martín, a los que les sería imposible olvidar aquel asombroso e intimidatorio espectáculo visual.
—¡Mugwomp-Wulissó! ¡Mugwomp-Wulissó! —saludaron a una los comanches, que estaban persuadidos de que Arellano portaba en su interior el alma del jefe Cuerno Verde, el héroe inmortal de su pueblo.
Clareaban el gallardete real y las casacas azules del destacamento de dragones de cuera, un instrumento de guerra implacable que mantenía desde hacía dos siglos la paz en la frontera española del norte.
Velaban por garantizar la grandeza de España en una frontera áspera, virgen y colmada de mil peligros, que iba desde las llanuras de Luisiana y Texas a Nuevo México, Arizona, Arkansas y California, y en la que debían enfrentarse a un clima acerbo y a la hostilidad de unas tribus indias belicosas, que defendían con sangre lo que consideraban suyo por ley natural.
Cabalgaban a buen ritmo, con los comanches sobre los cerros escoltándolos. Clara, a pesar de la hosquedad del viaje, se detenía cada atardecer bajo las sombras de los robles, chaparros y mezquites, rodeada de amapolas y, cerca de los frescos cauces de los arroyos, descansaba unas horas amamantando a la niña y dormía hasta que despuntaba el sol.
La curandera india lanzaba al aire conjuros para que las fieras no se acercaran a los fuegos, mientras curaba a Clara las ampollas con las pulpas de las chumberas. A Rosa, que berreaba cuando deseaba el pecho de la madre, Martín le cortaba las flores blancas de las yucas que crecían en las riberas del Colorado y del Gila, y se las colocaba en su regazo junto al amuleto de cuentas y conchas que le había regalado su amigo Ecueracapa.
Se cruzaron con algunos viandantes, familias enteras de indios mezcaleros y xiximes de cuerpo famélico y carnes quemadas por el sol y con tratantes mexicanos de ganado que se dirigían a Tucson, Tubac y a El Paso.
Cerca de Hermosillo, en un edén sembrado de almezos y álamos gigantescos, la intimidante partida comanche, profiriendo ensordecedores alaridos y batiendo las lanzas contra los escudos, volvieron grupas y desaparecieron por las estribaciones de Sierra Prieta, de regreso a sus poblados. Habían cumplido con su misión, tal como había prometido Ecueracapa. No se había visto un solo yuma por aquellas sierras y pedregales.
—¡Mugwomp-Wulissó! —volvió a escucharse su eco.
Como despidiéndolos, un gato montés rugió en la tibia alborada.
Se hallaban al fin en el concurrido Camino Real y ya se olía el salitre del azulísimo y apacible golfo de California. La patrulla española cruzó cansada los ríos Sonora y Piaxtla, donde las garzas dispensaban un color gris azulado a sus aguas. Martín divisó las familiares frondas del poblado de San Ignacio de Sinaloa o de Piaxtla, en memoria de la tribu india que vivía en la zona desde hacía siglos.
Recordó su etapa de cadete y a su madre doña Josefa, cuyos restos yacían en el cementerio comunal. Fundado por los jesuitas, San Ignacio había cobrado una relevante importancia en el virreinato de Nueva España al descubrirse unas minas de oro en la cercana Sierra de Candelero.
El sargento Sancho envió al cabo Hosa para que anunciara al oficial al mando la llegada del nuevo teniente coronel y director de la Academia, mientras se aseaban y adecentaban en una venta, a media legua de Sinaloa.
El grupo, marcialmente comandado por Arellano, realizó su entrada en el pueblo. A lo lejos se veía la plaza mayor, donde se hallaba el destartalado y enrejado edificio de la Escuela de Cadetes que luego se convertirían unos en oficiales de caballería y otros en dragones de cuera de su majestad.
En sus aulas, salones de esgrima y campos de tiro se educaban grupos de jóvenes caballeros de las más aristocráticas familias del Imperio, y podían verse también hijos primogénitos de grandes jefes indios aliados, como el de Ecueracapa, Do'li, Ave Azul, de nombre castellano don Félix, y también napolitanos, milaneses e irlandeses, súbditos todos del rey don Carlos III.
El sargento Ruiz, que no había tosido en todo el camino, dijo risueño:
—Don Martín, con ese uniforme parecéis un emperador. —Y su jefe asintió, sonriendo abiertamente.
—Sin corona y sin imperio, querido Sancho, pero con más años los dos.
Interrumpió la plática un mensajero a los lomos de un mesteño pinto. Con la guerrera azul impoluta, un pañuelo blanco atado al cuello, el sombrero de ala ancha calado, se cuadró y le anunció:
—Mi teniente coronel, el gobernador Anza os aguarda en la entrada de la Escuela —anunció por pura fórmula, y Martín recibió una sorpresa.
—¡Inmerecido honor! No esperaba tal dignidad —contestó jubiloso, pues no había pasado por su cabeza que el gobernador fuera a recibirlo en persona.
Don Juan Bautista de Anza era un mito en aquellos territorios. Fundador de San Francisco y creador de la ruta interior de Nuevo México a California, capitán incansable de dragones en Tubac, San Antonio, El Álamo y Laredo, y pacificador de Sonora en lucha contra los apaches, utes, comanches y seris, gozaba de un prestigio acreditado. El militar, hijo de un farmacéutico vasco de Hernani, había sido herido cuatro veces y otras tantas revivido como un héroe homérico.
Se había formado en aquella misma Academia. Ya siendo cadete, por sus dotes de mando, temeridad en las estrategias, tenacidad y disciplina espartana, los otros alumnos llamaban a Anza el Noble Hijo de Perra. Don Juan Bautista había compartido como Martín muchas penalidades y junto a él, siendo un joven teniente, había vertido su sangre en algunas temerarias ocasiones.
Martín detuvo a Africano delante de la escalinata.
Como un viejo dios en la puerta de su vetusto santuario, Anza se hallaba expuesto a todas las miradas, jinete de una montura vieja y poco agraciada e impropia de su rango. Pero así era el gobernador: austero, estoico y frugal. Destacaba con su impresionante barba bíblica y bigotes rizados, ahora encanecidos, su eterno sombrero de ala ancha emplumado y el uniforme y capa azul y roja, dignas y elegantes indumentarias de un capitán general del ejército real de España. Arellano había sido su ayuda de campo en la dura empresa contra Cuerno Verde y lo consideraba como a un padre, y Anza, a su vez, apreciaba al nuevo director como al hijo que no había tenido.
Arellano, sin desmontar a Africano, lo saludó marcialmente, con una expresión de gratitud rayana en la veneración. «¿Puede un hombre corpulento e irreductible envejecer tanto en tan poco tiempo?», pensó al verlo. Parecía que el asma volvía a mortificarlo y su guardia lo escoltaba continuamente por si lo precisaba y había que evacuarlo a un lugar ventilado y de aire puro y sin polvo.
Los cadetes de dragones de la Academia, con las lanzas en ristre, le rindieron armas. Entre el resonar de los tambores, los clarines de órdenes del cuartel y el bullicioso alborozo de la ciudad que se había congregado en el coso de armas, Martín no mostró ninguna actitud de superioridad ni autosuficiencia.
El gobernador y Martín desmontaron y se abrazaron largamente mientras el gobernador le musitaba palabras de amistad.
—¿Qué más puede desear un soldado como yo que ser recibido por el mejor de todos ellos, don Juan? —le dijo Martín, inmensamente honrado al ser recibido por él.
—Soy el padre que recibe al hijo que regresa cubierto de respeto. Veo, Martín, que tu crédito entre la milicia ha crecido.
—En ello solo veo la mano de vos, don Juan.
—¡Hay que ver! El cachorro que entró en esta Academia hace veinte años vuelve convertido en león —le recordó don Juan observándolo con afecto.
—Pero sin garras, señor. —No se atrevía a tutearlo aún, después de tantos años—. Me alegra que volvamos a anclar nuestras vidas en el mismo puerto.
Anza soltó una disonante carcajada y le palmeó el hombro.
—Eres muy mencionado en esta escuela. ¿Sabes por qué? porque siempre te movió la pasión y no la gloria. Veo que te has convertido en un oficial sabio y dominador, lo testifican tu porte, tu mirada y alguna nueva —alegó Anza.
—El tiempo, y vos lo sabéis, cambia a los hombres —replicó Arellano afable.
El viejo Anza, lleno de satisfacción y un punto de cinismo, le dijo:
—Para los tiempos que se avecinan eres un destello de luz aquí, Martín. Juntos nos balanceamos en la soga que ata la vida y la muerte, pero aún estamos vivos. Sé que acabarás con los privilegios y desecharás a los mediocres.
—Formaré a hombres con otras expectativas —admitió Martín.
—Al fin esta Academia recuperará su dignidad. ¡Pasemos dentro, hijo!
Martín sabía que los laureles se marchitan pronto y solo se recuerdan los beneficios dejados a los demás. Los dos habían participado en sangrientas epopeyas años atrás y detenido el derramamiento de sangre y la desaparición de muchas tribus indias. Los soldados allí reunidos lo sabían. Anza y Arellano no habían alzado su memoria sobre el sanguinolento charco de la devastación indiscriminada.
—¿Toleráis aún la vida, don Juan? —se tomó la libertad, en voz baja.
—Difícilmente, Martín. La lamparilla de mi vida ya tiembla y pronto se extinguirá —contestó, y sus ojos azules se iluminaron—. Pero no le concederé tregua—. Hechos como el que los comanches os hayan escoltado me llenan de orgullo. Algo habremos hecho bien. Nunca buscamos ni la violencia, ni la sumisión, ni la injustica entre esas altivas gentes. ¡Dios lo sabe! Habrá opiniones para todos los gustos, Martín. Pero no podrán negar que España ha cambiado el mundo —insistió—. Nos echarán a la cara ciertos abusos, pero no menos beneficios, hijo.
Siguieron caminando con lentitud cogidos del brazo, conversando.
—Creo, don Juan, que la era de los reyes está concluyendo y se inicia la de los criollos nacidos en estas tierras —reconoció Martín casi susurrando.
—No te falta razón. Quizá deberíamos arrojar los misales y los reglamentos reales por la ventana y sustituirlos por constituciones y enciclopedias, como han hecho esos americanos de Nueva Inglaterra.
Degustaron un refrigerio con los profesores y maestros, tras el cual se dirigieron al salón de mando de la Academia, donde se hallaban formados los oficiales de más alto rango y los sargentos de prácticas del establecimiento militar. La estancia ofrecía un aspecto imponente de uniformes de gala, entorchados, botas brillantes, galones, bandas púrpuras, manos enguantadas, lustrosos sables y botonaduras doradas.
Era la puesta en escena del poder del Imperio de su majestad.
Martín vestía su recia figura con su habitual uniforme azul de gala con vueltas rojas, peinaba su larga melena castaña hacia atrás, recogida con un lazo negro, y en su rostro destacaban el cuidado bigote y perilla, largas patillas, sus pupilas grises y su firme y aquilina nariz. Su figura y hablar tan viril y peculiar transmitían un poder de atracción irresistible.
Anza fue presentando al profesorado militar al nuevo teniente coronel, que era saludado con verdadero fervor, conocidas sus hazañas y altos servicios a la Corona, con los sombreros bajo el brazo y sus mejores sonrisas, y también con alguna insolencia de los más veteranos.
Martín oyó de sus propios labios los métodos que se seguían en la escuela y vio la necesidad imperiosa de una nueva acción en las aulas, conociendo lo que se avecinaba y que muy pocos intuían. Tenía las ideas muy claras sobre la logística a seguir y las pondría en práctica de inmediato.
El nuevo director saludó con gesto filial a doña Ana Pérez, esposa de Anza, y contempló con tierna mirada a Clara que, arreglada y perfumada, sostenía en sus brazos a Rosa, dormida, agarrándole la manita.
Don Juan Bautista, que estaba de un excelente humor, llamó la atención de la oficialidad. Aquel militar descreído y escéptico, nacido en la población mexicana de Fronteras y cercano a la cincuentena, leyó con su voz cavernosa el decreto real de nombramiento. Le costaba trabajo respirar por el asma.
Tras enumerar sus elogiosos méritos, con gran júbilo abrió un estuche y sacó de él un bastón de mando de caoba y pomo de oro, distintivo del director de la Academia Real.
—Ruego a don Martín y a su esposa que se acerquen al estrado —les pidió.
Clara dejó a Rosa en los brazos de doña Ana y junto a su esposo se aproximó. Las euforias y preocupaciones de aventuras y situaciones pasadas habían quedado atrás y la asaltó una momentánea sensación de intensa felicidad y de orgullo por su esposo.
—¡Don Martín, esta vara de mando solo es un símbolo! Os conozco lo suficiente como para saber que no precisáis de ninguna para dirigir la más ilustre academia de oficiales del rey en el Nuevo Mundo con mano firme, rectitud y pericia. ¡Tomad!
Invadido por la emoción, Arellano avanzó unos pasos con expresión solemne y la mandíbula alta. Asió la vara y la alzó, e inclinó la cerviz con humildad. Era un hombre enérgico, vehemente y lleno de determinación, que había sobrevivido a muchos enfrentamientos con los indios de la frontera y no precisaba ni de adulaciones ni de títulos. Además, había aprendido a valerse por sí mismo estableciendo sus propias pautas sobre el honor, el servicio a su nación y la integridad, virtudes que tanto valoraba Anza en él.
Después, don Juan se dirigió con afabilidad hacia Clara Eugenia y dijo:
—Y para la dama que os apoyará en vuestro cometido, algo admirable que nos brinda la pródiga naturaleza que nos rodea y que simboliza la belleza de la vida, este ramo de flores de yuca de Nuevo México, las más hermosas del mundo. —Y se lo entregó en sus finas manos.
El mundo en guerra inmediata ya no le pertenecía. Este era más acogedor y seguro, y sonrió con levedad. La princesa Aolani se vio asaltada por un inenarrable entusiasmo y, sin quererlo, mientras percibía lejano un aplauso en la sala, se le anegaron los ojos en lágrimas.
Fuera, la brisa del golfo entonaba su propia sinfonía al ritmo de las mansas olas y de sus cadenciosas aguas azules.
Mientras los oficiales brindaban en un corro por su esposo, Clara se dirigió con su retoño hacia el ventanal para alejarla del bullicio y que no extraviara el sueño, aunque fue en vano. La niña abrió los ojos, se desperezó y sonrió a la madre. Irguió la cabecita y observó curiosa que había saltado una brisa destemplada.
Lo ignoraba, pero era el céfiro vespertino del océano, que arrastraba unas ramitas secas y algunos garabatos rojos que en su inocencia no identificó y que se adhirieron a los cristales emplomados. Para Clara era un buen augurio. Sonrió a su hijita, extendió su dedo blanquísimo y le susurró con suavidad:
—Mira, Memen Gwa, Mariposa, son pétalos de rosas de California.