La luna de los peces

 

CUANDO LAS TRIBUS YUMAS PESCAN EN LOS RÍOS A LA LUZ DE LA LUNA

 

 

 

 

 

Un guerrero yuma, que había caminado toda la noche, se volvió alertado por si lo seguía algún comanche o algún cazador blanco, francés o español.

Al llegar a una cueva oculta en la Terraza de los Vientos, cerca de los poblados del desierto de Mojave, saludó efusivo a otros seis miembros de su misma sangre y a una mujer, también de su mismo clan, que lo aguardaban impacientes. El recién llegado les preguntó alterado:

—¿Os ha visto alguien acceder a este desfiladero?

Ciervo Fuerte, Garras de Águila, Luna Solitaria y Pequeño Conejo, que lo esperaban desde hacía horas, negaron. Este último lo hizo por señas, ya que era mudo. Se sentaron alrededor del fuego, y Toro Alto, Cuervo Sentado y Antílope Veloz aseguraron que no era necesario tomar medidas de ocultamiento y sigilo, pues apenas una vez al año pasaba por allí algún cibolero de Nueva Orleans, de los que iban en busca de pieles de búfalo y apestaban a varias millas de distancia.

Todos tenían voz y voto en sus tribus y estaban acostumbrados a hacer prevalecer sus opiniones, así como a demostrar una gran ferocidad con sus enemigos. Incluso la mujer del grupo, la joven Luna Solitaria, quien, en una sociedad violenta y dominada por los hombres, era indiscutiblemente aceptada como una ghigau, una mujer guerrera.

Hawa, Luna Solitaria, llamada así por sus parientes porque el amanecer del día de su nacimiento el astro menor reinaba solitario, claro y rotundo sobre las sierras, había tenido una vida terrible. En un encuentro fatal contra los comanches, su padre fue herido de muerte y, estando este todavía agonizando, Luna le había arrebatado el cuchillo y el hacha y había defendido como una leona a su hermano menor Kayazé, Pequeño Conejo, que, guarecido a su espalda, lloraba sobre su madre muerta.

Un compasivo franciscano, fray Garcés, que vagaba por los poblados indios ofreciendo asistencia médica, condujo a los huérfanos a la misión de San Gabriel para que fueran atendidos por los frailes, fueran cristianizados y aprendiesen algún oficio. Pero la caridad evangélica del bondadoso monje cayó en terreno yermo. Los dos hermanos habían nacido en una época distinta a la de sus padres, en la que los conquistadores de allende el mar imponían su poder absoluto. Luna y Pequeño Conejo no aceptaban las imposiciones de sus educadores blancos y mostraban su rebeldía constantemente.

Permanecieron dos años en la misión franciscana con otros chiquillos yumas como compañeros de juegos, catequesis y trabajos. Pronto, Pequeño Conejo se convirtió en el centro de atención del convento por su indómito modo de comportarse. El capataz de la misión, Elías Morillo, un mestizo de Galisteo, achaparrado y cetrino, siempre con barba de varios días y que apestaba a mezcal y sudor, reprendía al niño yuma con extrema crudeza.

De lenguaje soez y actitud agresiva, Morillo se encargaba de administrar las labores con el ganado, de vigilar a los labriegos indios y de enseñar a los jóvenes a cultivar el maíz y cuidar los rebaños de cabras y ovejas. Pequeño Conejo era un niño risueño, de cabello hirsuto y piel atezada, y buen compañero de juegos, aunque inquieto y revoltoso. Morillo lo humillaba ante los demás y su hermana Hawa protestaba airadamente, sin poder ocultar su dolor.

El mayoral incluso acusó al zagal en uno de los oficios divinos de que blasfemaba contra Dios, cosa que no era cierta, según explicó su hermana, pues se trataba de gestos instintivos y en lenguaje mojave, imposibles de controlar y de traducir. ¿Cómo un cristiano podía levantar esas calumnias contra un niño inocente?

Uno de los frailes, en la reunión del consistorio comunal, lo corrigió en tono severo delante de los demás chiquillos, amenazándolo con cortarle la lengua, más como una exagerada advertencia dirigida a un niño lenguaraz que como un castigo real.

—¿No te das cuenta de que estás aquí para salvar tu alma?

En los últimos días del primer verano, cuando se preparaban para ser bautizados, el niño aparecía por las noches con las piernas y brazos amoratados y a veces despellejados, y le aseguraba a Luna que el caporal Elías Morillo lo castigaba con una vara de nogal. Al parecer, se excitaba con los golpes y las riñas, y verlo llorar era la aborrecible forma del muy bellaco de satisfacer su rijosidad.

Y finalmente una noche el mestizo lo atrapó tras los rezos en la cuadra de los caballos salvajes mesteños, lo forzó, y para que no gritara ni lo descubriera, pues el chiquillo no sabía leer ni escribir, le cortó media lengua con un cuchillo corvo, aduciendo que había blasfemado contra el Santísimo, la religión y el mismo Jesucristo.

Morillo fue severamente reprendido por el prior, se achacó lo sucedido a su exagerado celo y hubo de cumplir una rigurosa penitencia, tras la que fue perdonado y mantenido en el puesto de todopoderoso capataz de indios.

El estallido de rabia por el infame abuso se apoderó de la joven Luna Solitaria, que recorría la misión y los campos de labor con la cabeza gacha y el alma enardecida. El escándalo se silenció y no consiguió sacarle una sola palabra a su hermético hermano, que fue separado de Morillo y empleado en labores de sacristía y en la limpieza de la iglesia. Se odió a sí misma por ello, pero Luna se limitó a curarle las nalgas y la boca desgarrada y a callar. Juró que se vengaría del agresor. Los rezos, la catequesis y la diversión con los otros niños se acabaron para ella. Únicamente anhelaba castigarlo.

—Eres un pequeño halcón al que han arrancado una de sus alas, pero aún te queda una, las garras y el pico. Y yo volaré por ti, hermanito —lo alentaba Luna.

Confuso y asustado, Pequeño Conejo solo podía balbucir sonidos guturales, y en sus pesadillas llamaba a Luna con lamentos desgarradores. Volvieron a la rutina cotidiana y, después de sus trabajos, permanecían juntos hasta la oración del ocaso. En el silencio, Luna Solitaria, tumbada en su yacija de paja y hojas secas de maíz, notaba el escozor de sus lágrimas, pero también calibraba la forma de desquitarse del abusador.

Pequeño Conejo, que hablaba por la boca de su hermana, pasaba el día con las manos pegadas al rostro, en medio de un llanto que incitaba a la compasión. Y ni las golosinas de los clérigos podían sacarlo de su estado catatónico. Por las noches lloraban juntos y se consolaban con los recuerdos. Luna, con el paso de los días, se convirtió en una mujer madura, y aunque la inundaban oleadas de desaliento, procuró ser más dócil que de costumbre.

Aprendieron a comunicarse por signos. El niño, de apenas nueve años, le transmitía constantemente una petición de socorro: «Quiero irme de aquí, Hawa-Luna». Ella le sonreía y le acariciaba el rostro moreno. Sabía que urdía algunas ideas y él esperaba. Los angustiosos desvaríos no le dejaban dormir y se espantaba con cualquier sombra que viera cerca.

Un día, tras meditadas reflexiones, Luna se decidió a llevar a cabo sus planes. Era verano y muchos niños padecían fiebres por la disentería y el tifus, y temía perder lo único que le quedaba en la vida. Había que escapar de la misión, pero antes tenía que rendir culto al desagravio de sus sentimientos.

Era una yuma de corazón indómito.

De un modo preciso puso en orden las piezas que los conducirían a la escapada de la misión. Se hizo con unas espinas de rosas silvestres que crecían junto al bardal del convento y con hojas de ciertas plantas de propiedades venenosas. Las hubo de buscar en un barranco pedregoso, cerca del torrente del río, lo que acarreaba imprevisibles peligros.

—No abandonaremos este lugar hasta que ese canalla no reciba su justo castigo, Pequeño Conejo querido. —Y el niño le sonreía y asentía.

El día señalado por su intuitiva mente, vio cabalgar a Elías Morillo entre los campos de maíz; se había quitado el poncho color tabaco y vestía solo la vieja camisa blanca y sus sucios pantalones remangados.

Detestaba su sonrisa maliciosa, su bigote grotesco bajo una nariz torcida, su sebosa barriga, sobresaliente y peluda, que escapaba entre los botones y su pelo apelmazado hacia adelante. Mientras observaba a los trabajadores, se hurgaba la nariz constantemente, látigo en mano.

No podía remediarlo. Luna y Pequeño Conejo habían llegado a amar el convento y a algunos de sus frailes por su bondad y generosidad, pero ahora rezumaban una reticencia sorda y una animadversión sin límites hacia todo lo que oliera a hombre blanco.

—Eres un canalla, Morillo, que lo mismo acaricias a un niño que te follas a las cabras —masculló para sí Luna, y escupió al suelo en señal de desprecio, mientras miraba la odiosa figura del capataz.

Tenía miedo a que algo de su sigiloso y secreto plan fallara. Con la cercanía, la joven yuma olía el alcohol del asqueroso aliento de Morillo. Al pasar junto a él, este le lanzó una mirada retadora. La subestimaba.

Antes de regresar a los cobertizos de la misión, los braceros y los jóvenes que ayudaban en la recolección se lavaban para acudir aseados al rezo de vísperas, y luego cenar en comunidad y retirarse a dormir en la gracia de Dios. Aprovechando el bullicio y las voces de los peones al concluir la faena, Luna se aproximó con discreción al caballo de Morillo que, atado al árbol donde se refrescaban los cántaros y las barjas de la comida, rumiaba cuanto verde encontraba. Simuló que buscaba un resquicio tras la fronda para aliviarse.

Disimuladamente metió la mano en su talega de estameña y le dio a comer al animal un puñado de frescas hojas, aunque dentro había dispuesto una bola macerada de tejo, acacia negra, rododendro y hierba de Santiago, como la llamaban los frailes, extremadamente tóxica. Luego, se acuclilló con cautela y colocó entre las holguras y los remaches de las cinchas varias púas de rosal, que los blancos llamaban de California.

Cuando lo montara el capataz, estas se le clavarían con el movimiento y, cuando le hicieran efecto las dañinas hojuelas, se volvería una fiera incontrolada y letal. Se lo había visto hacer a los guerreros de su tribu a los cazadores furtivos franceses y las bestias habían enloquecido.

Morillo regresó poco después de evacuar su vejiga y dio la orden de regresar a la misión. Una procesión de atuendos blancos fue dejando atrás el maizal. Solía pavonearse delante de las mujeres y puso a medio trote al ruano, que comenzó a cabecear y a bufar incómodo.

Le atizó con la fusta en el lomo y entonces fue cuando las espinas se le clavaron más en los ijares, en el cuello y en la barriga. No lo controlaba. El corcel comenzó a echar espuma por la boca y le resultaba ingobernable. El jinete se aterrorizó. No podía detenerlo y tampoco tirarse, so pena de desnucarse.

La enfurecida caballería, dolorida y estimulada por el veneno, se lanzó a un trote desaforado y desmedido, buscando un lugar donde hubiera agua que calmara el ardoroso fuego que le producía lo que había ingerido. Llegó a los oídos de Luna el chasquido del látigo, que en vez de detener al corcel lo encrespaba aún más. Era difícil distinguir sus gritos de miedo de los soeces improperios que voceaba.

Como un meteoro, el alterado caballo condujo al jinete hasta el pozo y a las artesas que había a la entrada de la misión para abrevar el ganado. Allí, el bruto alzó las patas traseras y, soltando un enérgico brinco, arrojó al mayoral por delante de su hocico, y este se golpeó la cabeza en el brocal del pozo.

El porrazo sonó bronco, y el cráneo, con la violenta sacudida, se partió en dos como un melón maduro, ante el estupor de los braceros y frailes. El desquiciado corcel bebió del agua con complaciente satisfacción y a borbotones, mientras agitaba nervioso su mole de músculo y huesos. Luego quedó rendido en la arenisca.

Nadie lo podía entender. El mestizo Elías Morillo era un experto jinete y el alazán muy dócil. Acudieron monjes, colonos y chiquillería, que se arremolinaron alrededor del cadáver. En medio de la confusión, Luna recogió su morral escondido en la cuadra y, tirando del brazo de Pequeño Conejo, cruzó las puertas de la misión sin que nadie lo advirtiera.

Sin perder un instante, corrieron hacia unos peñascos que ocultarían sus insignificantes figuras. La piel les ardía con el sol y vestían ropas mugrientas. Si algún franciscano o cualquier otra persona los veía escapar lo pasarían mal, pues podían atar cabos. La joven esbozó una sonrisa de triunfo. Su pecho ascendía y descendía como un fuelle, pero su valor no disminuía. El astro rey declinaba al otro lado de la colina que guardaba del viento el convento y una luz intensa teñía de rojo las nubes blancas y la espadaña de la iglesita.

Luna no sabía qué hora de la noche era, tras caminar sin descanso y sin detenerse una sola vez. Transitaron a través de los angostos pedregales, temerosos de que un chacal, un coyote, o lo que es peor, una manada de lobos, o un puma hambriento, los oliera.

Al ocaso vieron que el camino se les abría libre. No los habían seguido. Solo una barranca y un bosque de ocotillos los separaban de la vida o la muerte. Se ocultaron entre la maleza, bebieron agua y comieron pan cenceño con queso y se durmieron al instante.

 

 

La negrura del cielo dio paso a un tibio amanecer. Siguieron su camino con los pies ensangrentados y andar inestable, dispuestos a labrarse un futuro mejor entre alguna tribu amiga de la sierra. Seis días con parte de sus noches deambularon por los montes cercanos al desierto de Mojave, donde la joven demostró unas condiciones innatas para la orientación. Al séptimo día alcanzaron el poblado del Cañón Negro, de donde era originaria su madre, perteneciente a una de las tribus yumas del sur, los fieros mojaves.

La aventura que habían corrido los dos muchachos fue tenida como un milagro del cielo y fueron admitidos en el clan de Halcón Amarillo, el padre de Búfalo Negro, que se encargó de ambos huérfanos, considerándolos como hijos propios. La joven se adaptó a la vida india como el puñal a su funda, se rodeó de una fama de audaz y talentosa, y se convirtió en una atractiva joven casadera.

Luna rechazó varios matrimonios de rango, y el jefe, su padre adoptivo, la amenazó con cortarle la nariz, como era práctica entre los yumas. Demostrando el valor que poseía su espíritu, gritó airada:

—¡Deseo convertirme en una guerrera y ser tan valerosa como el más valiente de los hombres, por lo que me acojo al dictamen del padre Kwikumat!

Había apelado, siendo una mujer sin derecho alguno, a lo más sagrado, y los mojaves, supersticiosos y temerosos de los espíritus y de las deidades celestes, la temieron desde entonces. Ninguna joven, en muchos años, se había acogido a refugio tan respetable, solo propio de hombres. Los extraños hijos pródigos fueron acogidos desde entonces tanto por los hombres como por las mujeres del clan, y en menos de tres años se convirtieron en dos prometedores y temidos guerreros.

En especial Luna, quien en la época de caza apuntilló ella sola a un búfalo blanco herido, símbolo del astro rey para ellos, algo sorprendente en las indias mojaves e, incluso, clamando a los cielos, engulló el corazón chorreando sangre y parte del hígado del animal totémico. Los cazadores la aclamaron alzando sus lanzas y la temieron más que al rayo, pues hacía años que no cazaban un bisonte blanco.

Pero donde la antaño desamparada Luna demostró poderes casi sobrenaturales fue en la orientación y en seguir pistas, salvando de la muerte a varios jóvenes cazadores perdidos cuando practicaban el rito de la pubertad. Fue entonces cuando sus días de gloria alcanzaron el cénit, pues se fijó en ella el chamán de la tribu.

El Nana, el Gran Patriarca y hechicero mojave, proclamó en el Consejo:

—Luna Solitaria ha añadido valor y fortuna a la tribu. ¿Desde cuando no acorralábamos a un búfalo de color nevado? La he observado y esa muchacha ve vestigios de luz en los caminos que los hombres no ven. Es una exploradora avezada y un regalo de los espíritus, gran guía Halcón Amarillo.

—Posee el alma sabia del puma y la astucia del coyote —añadió el jefe.

—Y por sus venas parece correr no sangre, sino lava ardiente —replicó.

Aquel mismo año participó en sonadas escaramuzas contra partidas de comanches solitarios, donde evidenció virtudes como montar a caballo y lanzar cuchillos de obsidiana y hierro con destreza impecable y precisión matemática. Los rasgados ojos de Luna, del color de una laguna profunda, jamás dejaban escapar un destello de humanidad, y cortó más de diez cabelleras.

Después, un robo de caballos comanches en Palo Cercado le confirió a Luna un lugar señalado en el poblado y alguna vez fue invitada a algunas deliberaciones capitales de su clan adoptivo. Silenciosa, capaz, implacable y retraída, fue admitida sin ambages en el Consejo tribal.

El patriarca, Nana, por ser tan clarividente, providencial y aguerrida, le encargó que organizara en los solsticios las Danzas de las Scalp o de las Cabelleras, en las que se producía la meditación secreta entre la madre y el hijo por nacer. Era un altísimo honor, únicamente concedido a mujeres sabias y ancianas con altos poderes en la tribu. Y, entre escaramuza y escaramuza, defendió en el Consejo que el código moral de la nación yuma residía más en las madres que en los padres, así como la honradez de la tribu y la pureza de la sangre. Y fue oída por todos los miembros de la tribu con acato y deferencia.

Las mujeres, temerosas de sus virtudes, la admiraban, y los guerreros la respetaban. Se vestía de un modo extravagante e insólito para las mujeres mojaves, que solían cubrir sus piernas y muslos con largas guedejas vegetales y apenas envolverse el pecho. Ella vestía una corta túnica de piel de antílope, calzaba unos botines de punta alzada y se cubría con un poncho al estilo chiricahua, costumbre adoptada en la misión española, donde los indios se abrigaban del frío con aquella prenda sureña.

Peinaba sus largos cabellos, de una tonalidad negra azulada, con una raya en medio del cráneo y en dos trenzas perfectas, que adornaba con dos aros esmaltados de gran belleza. Sus pómulos salientes, piel broncínea, boca grande, rostro ovalado con un hoyito en la barbilla, dientes uniformes y blanquísimos, ojos rasgados y nariz pequeña hacían de Luna el mejor ejemplo de la hermosura de la mujer yuma en el que se miraban niñas y jóvenes como en un espejo.

Aquel amanecer, el guerrero que se conducía como el jefe del grupo reunido en la cueva, y que atendía al nombre de Tatanka, Búfalo Negro, reclamó la atención de sus hermanos de sangre:

—Escuchadme en nombre del Gran Espíritu —los conminó inflexible.

Envalentonado por la popularidad de la que gozaba en su clan, hacía un año que había desempolvado de la tradición yuma, cocopah, mojave y havasupai, una hermandad guerrera secreta, aunque perdida en el polvo del tiempo. La habían creado sus antepasados durante las luchas contra los comanches llegados de las Montañas Negras, y solía aglutinar al grupo más fiero y brutal de los guerreros de sus respectivas tribus y clanes yumas.

Su grito de guerra en lengua mojave era «Ini son!», el trueno viene de las estrellas, y el nombre de la asociación no podía pronunciarse, salvo en las ceremonias sacras a las que eran convocados por el chamán para luchar en el anonimato contra el enemigo común. Y si antes habían sido los comanches sus objetivos, ahora eran los blancos y en especial los frailes de las misiones hispanas y quienes vivían en ellas, mestizos, criollos y mexicanos.

—Al guerrero yuma no se le conoce por su nombre, sino por sus acciones. Y de vosotros espero lealtad, contundencia y eficacia —les exigió.

Alguno había pasado la noche al raso para llegar a tiempo y se frotaba las manos con la efímera candela. Búfalo Negro se felicitó por los dos asesinatos perpetrados por la secreta hermandad en la misión de San Gabriel, llevados a cabo por Pequeño Conejo, al que alabó por su aseado y espectacular logro.

Sin dilación les señaló a algunas víctimas más a abatir, que ayudarían a crear un estado de conflicto permanente con los invasores hispanos, el gran objetivo de los jefes de la nación yuma. Aquellas tierras eran suyas.

—¡Hermanos! Hemos acudido aquí porque Kwikumat, nuestro creador, me ha iluminado y porque Pequeño Conejo debe ser recompensado por sus dos meritorias acciones. Y, como siempre, apelo a la sangre común y a vuestro valor.

Se inclinó y, en actitud devota, rezó al Gran Espíritu, que no solo era un dios supremo para los yumas del norte y del sur, sino la savia que recorría el universo todo:

—Oh, sol, lluvia, niebla, luna y estrellas, allanad nuestro camino para que logremos alcanzar la colina de la libertad del pueblo yuma —oró con los brazos extendidos—. Insectos que socaváis la tierra, os suplico que nos oigáis. A vuestro seno ha llegado un nuevo viento. Allanad el camino de las colinas que pretendemos alcanzar.

Pequeño Conejo hincó en tierra una de sus rodillas, y se lo agradeció con su media lengua. Búfalo Negro le colocó en el cabello las dos plumas negras del valor que harían que en la tribu fuera tenido como un valeroso guerrero. Luna soltó unas lágrimas de regocijo.

Mi espíritu, Búfalo Negro, ha logrado al fin la venganza ansiada dijo. Y exultante se fundió con su hermano en un abrazo fraterno e intenso.

Bebieron todos mezcal en franca camaradería y compartieron una pipa de hierbas alucinógenas, que los condujo a mundos insospechados en los que perdieron la cognición. Y hasta Luna percibió que se acoplaba en unión marital con uno de ellos que había adoptado la forma de un bisonte de pelaje negro. Al despertar, no sabía si aquello había sido real o lo había imaginado.

Salía el sol y el jefe de la fraternidad dijo:

—Un nuevo misionero habrá de morir para seguir reforzando nuestra causa. Los grandes jefes de nuestra nación así me lo piden. Hablaremos de los detalles en la Luna de la Cosecha, cuando volveremos a reunirnos. El lugar será el Bosque del Antílope.

La germinación del astro solar no decepcionaría a quien la observara desde la boca de la oquedad, como hizo Luna Solitaria al abandonar la cueva y desperezarse. Contempló embelesada el horizonte y, si la felicidad era para ella ver el mundo según sus deseos, lo había conseguido plenamente. «El paraíso en la tierra está sobre un caballo, bajo la lona de una tienda de piel de búfalo, y junto al corazón de un guerrero esforzado», reflexionó, y miró con ojos de pasión a Búfalo Negro.

Los miembros de la hermandad india se separaron unos de otros, como si se desengancharan de un cactus espinoso. En silencio, Luna se irguió sobre su caballo y llamó a Búfalo Negro y a su hermano.

Regresaban al poblado con los fusiles alzados y en alerta, hacia el río Gila. Olían cualquier humo y se detenían ante cualquier huella. Descabalgaron al encontrar un rastro de indios cupeños que habían colgado de los pies a unos cazadores furtivos extranjeros. Bajo sus mondas y requemadas cabezas habían encendido un fuego menudo, costumbre aprendida de los apaches, y los habían asado en medio de un tormento espantoso. Una negra bandada de cuervos y alimañas daba buena cuenta de sus sesos, ojos y orejas.

Dieron un rodeo. Soplaba el viento del desierto y a ras de suelo se alzaban los rastrojos de chaparrales secos que volaban, como dotados de vida propia, veloces como coyotes. La única resonancia que se oía era la de los cascos de sus caballos pintos. Remontaron el lecho de un valle pedregoso, hasta que, cerca del poblado mojave, oyeron a los perros ladrar.

Estaban en su hogar, donde crepitaban los complacientes fuegos de las ollas. Alrededor habían construido una tupida valla de cactus, viejas maderas y ruedas de carros, y estaban más seguros.

Imbuidos en la oscuridad del ocaso, sus sombras se desvanecieron.