Búfalo Negro había elegido a su víctima y reunió de nuevo al grupo.
La primera mañana de la luna plena presentaba un cielo violáceo y, como habían convenido, los siete miembros de la fraternidad guerrera yuma de los Rostros Ocultos renovaron su juramento de fidelidad y afirmaron, ante él, que lucharían por el pueblo como pumas heridos por la flecha.
El celo de sus compañeros conmovió a Búfalo Negro, que juntó sus manos con las de sus fieles amigos. Encadenados por la fuerza misteriosa de defensa de sus tribus, componían un grupo de elegidos de pletórico valor aunque de dudosa disciplina, pero resistentes, con fe ciega, una encarnizada y sanguinaria forma de ver el mundo y dispuestos a dar la vida por la nación yuma.
Ávidos de matar, secuestrar, torturar y devastar, eran soldados temibles que añoraban un levantamiento contra los opresores blancos. No obstante, algún jefe de sus respectivos pueblos los había tachado de insensatos. Pero no podían negarlo, también deseaban rescatar a sus dioses, huir del control español y defender las tierras de sus ancestros, y por eso los dejaban hacer.
Liderados por Búfalo Negro, componían la cúpula de la hermética fraternidad punitiva yuma y lo hacían en la clandestinidad más absoluta. El taimado jefe había ideado también una fórmula para estar permanentemente informado de cuanto ocurría en aquella parte del territorio guardado por los temibles dragones del rey, a los que no podían oponerse frente a frente.
Para ello Búfalo Negro utilizaba a falsos hermanos cristianizados, braceros itinerantes, muchachas aguadoras, vendedoras de melones y ciruelas y a niños pedigüeños que transitaban los caminos y recorrían las misiones para escuchar cuanto se decía y acontecía en los mercados, iglesias y posadas hispanas.
El líder estaba plenamente satisfecho con la efectiva máquina informativa y asesina que había conseguido crear, y aunque el jefe natural de su tribu, su padre, Halcón Amarillo, se mostraba reticente con sus acciones, le interesaba recibir noticias de los movimientos de los dragones presidiales. Era cuestión de poder, y se vanagloriaba. Su labor era sopesar y evaluar, y luego clavar el puñal en el sitio más certero. Cuidadoso de la respetabilidad que representaba en su tribu, Búfalo Negro oró hacia las copas del tupido bosque de abedules, donde trinaban los pájaros, lejos de la atención de cualquier cazador o caminante.
Búfalo Negro, que no había cumplido aún los treinta años, tenía los músculos nudosos como raíces de sauce, la piel picada de viruelas como minúsculos volcanes en su rostro atezado, cabello áspero y nariz chata. Destacaban las escarificaciones provocadas en la frente, la nariz, el cuello y los brazos, hechas a modo de tatuajes con espinas de cactus y púas de rosas.
Ataviado de forma andrajosa con pieles despeluzadas, plumas en la cabellera y chaleco de piel de puma, amedrentaba por su feroz aspecto. Llevaba en una mano un fusil francés y en la otra una mortífera hacha.
Los sentimientos de Luna Solitaria y Pequeño Conejo hacia él habían evolucionado con el tiempo: lo idolatraban por su arrojo indomable y porque había plantado la semilla de la insurrección y la violencia frente al invasor extranjero, al que tan bien conocían tras su estancia y huida de la misión de San Gabriel.
La muchacha no le tenía miedo a pesar de su ferocidad, y aún recordaba el valor que demostró en el ritual iniciático que la nación yuma llamaba okipa, al que asistieron los grandes jefes, Salvador, Ignacio y Pedro Palma.
Búfalo Negro permaneció sin comer, beber ni dormir durante cuatro días seguidos aislado en una choza, sometido a una mortificación rigurosa. Cuando salió de su reclusión, Nana le habló con su voz quebrada:
—Joven guerrero, esperanza y escudo de nuestro pueblo. En el enclaustramiento has logrado la catarsis de tu alma. Has tenido tiempo de cavilar sobre la vida y la muerte, la comprensión del otro lado de la realidad y del conocimiento. Con el silencio, el ayuno, el sacrificio, el dolor y el aislamiento, has renacido a una nueva vida. Has traspasado el angosto pasadizo del dolor extremo y alcanzado la impecabilidad y arrojo del guerrero yuma.
Entonces lo había despojado de su taparrabos y le había dado a beber en una calabaza el mezcal que debía tomar comedidamente, o entraría en un estado de locura. Desnudo, escuchó el silbido del viento que retumbaba en sus oídos y se envolvió en su propia soledad e insignificancia. Antes del alba, los hombres habían alzado una vasta tienda, donde se reunió todo el clan, con una hendidura orientada al este, por donde se colaban los dorados haces del sol, y un mástil central del que colgaban largas tiras de cuero de búfalo.
Nana se puso frente a él, le practicó dos tajos con un cuchillo de obsidiana en el pecho y en ellos introdujo dos espigas de madera de cedro que ató fuertemente a las tiras de cuero colgantes. Varios hombres las tensaron, tirando del pecho del guerrero, al que obligaron a ponerse de puntillas tras estirarlas con fuerza. Su dolor debía ser intenso, demoledor. Lo suspendieron con los pesos atados a las piernas, hasta que el joven casi perdió el conocimiento.
El iniciado sobrellevó con entereza tan atormentada postura más de una hora, mientras su cuerpo ensangrentado daba vueltas y vueltas con los pectorales a punto de escapársele del torso. Si aguantaba, habría mostrado su fuerza y el beneplácito de los espíritus. Los demás cantaban himnos antiguos con voz debilitada, y Búfalo Negro hacía sonar un silbato de arcilla prendido en los labios, siempre procurando mantener la tensión sobre la zona herida y echando el cuerpo y el rostro hacia atrás. Tras el atroz tiempo de tortura, la piel del joven terminó por desgarrarse, poniendo fin al terrible ritual y haciéndole caer al suelo apelmazado envuelto en sudor.
Si hubiera renunciado a seguir con el tormento, habría caído en desgracia en la tribu y se habría convertido en objeto de escarnio y burla de por vida, debiendo a partir de entonces vestir ropa femenina, acarrear leña y preparar la comida. Y las propias mujeres, incluso su madre, le habrían infligido el peor de los tratos.
Los fragmentos de su carne arrancada fueron ofrecidos al Gran Espíritu para que con su fuerza lo protegiera durante su existencia. Nana lo levantó del suelo y le dio a beber agua fresca en una escudilla de barro.
—¡Joven guerrero, desde hoy perteneces a la Orden del Sol de los yumas y mojaves! No defraudes a tu pueblo con acciones indignas, o Kwikumat, el Gran Espíritu, te castigará con la ceguera eterna —lo advirtió Nana, que siguió con un canto que acompañó con sus sonajas—. Ahora sé que el Poderoso está contigo, que te ha visto sufrir y que ha escuchado tu canto veraz.
—Nana, me siento renacido —le contestó el iniciado.
—No olvides que los auténticos guerreros no se humillan ante nadie, y defienden a su pueblo hasta la última gota de sangre —le recordó, severo.
—Así lo haré, hombre medicina —balbució Búfalo Negro.
—Hasta hoy has llevado el nombre de niño que te impuso tu padre al nacer: Dos Coyotes. Hoy, y debido a tu valor, tienes el privilegio de cambiártelo. ¿Lo has decidido ya?
Se hizo un respetuoso silencio mientras al joven le chorreaba la sangre por el torso, el vientre y las piernas. Con voz queda, manifestó humilde:
—Noté que mi espíritu se elevaba por encima de las nubes, los colores de la naturaleza eran más vivos y contemplé el mundo de forma distinta. Había veces que veía ante mí a un búfalo enorme que me traía agua en una vasija, y a un águila que alzaba sus alas poderosas con una torta de maíz con melaza en sus garras, y unían su alma conmigo. Por eso deseo llamarme Búfalo Negro de aquí en adelante, sabio hombre medicina, si mi padre accede —rogó.
—Sé que tu prueba ha sido aterradora, pero también mágica y gustosa.
—Sí, Nana, pero me he transformado con la meditación y la privación y he aprendido a moverme en la noche como un jaguar, a no sentir miedo de mostrar mis emociones y a poseer un control absoluto sobre mis angustias.
—Ser guerrero de tu pueblo es un acto de brío y tenacidad, hi- jo mío.
—He comprendido que el sometimiento a una tenaz austeridad me ayudará a mantener el cuerpo y la mente siempre prestos para el combate. Mi espíritu se ha hecho más humilde.
—Tu animal totémico te ha enseñado verdades prodigiosas que nadie creería, te ha mostrado otras realidades, otras existencias asombrosas. Esto significa tu muerte y la resurrección a una nueva vida de guerrero. Practica la piedad con los más débiles de tu pueblo, aprende a presagiar el devenir del mundo y a aguardar una vida después de la muerte —repuso el chamán.
La comunidad oyó el lejano retumbar de la tormenta en las cimas de las montañas del desierto de Mojave, una de aquellas en las que los rayos llegaban a desintegrar las rocas. Era el signo esperado. El Bisonte Blanco estaba satisfecho con su penitencia.
Búfalo Negro estaba demacrado y sin apenas fuerzas. El patriarca le preguntó por dónde le había penetrado el espíritu del búfalo, y le contestó que por la nariz. Inmediatamente, uno de los chamanes perforó sus orejas, la nariz y los labios con un punzón candente y los traspasó luego con huesecillos de águila. Era la última prueba, que soportó impávido.
Le dieron a beber de nuevo un trago del mezcal pastoso y agua, pues sus fuerzas habían disminuido, y unas náuseas atroces le ascendieron por la garganta.
Luego se hizo la nada en la mente del nuevo Búfalo Negro, y cayó al suelo. Al poco, al salir del sopor, superadas todas las pruebas del ceremonial de iniciación, le sonrieron todos y se felicitaron dándose las manos y entregándose a un festín gustoso y agitado que acabó en una anárquica bacanal. Su madre le lavó las heridas con agua de pita y yuca, y su padre le regaló un precioso escudo hecho con sus manos, que simulaba la cabeza de un bisonte, una rodela, unos mocasines de piel de jaguar y una lanza con punta de obsidiana.
Desde aquel día la tribu supo que sería su jefe en un futuro no lejano.
Los siete guerreros convocados por Búfalo Negro se sentaron en círculo en un calvero, con la sola presencia del rumor de las ramas de los abedules, el canto de las cornejas y el bisbiseo de algún roedor que buscaba nueces. Era el mes de julio. Búfalo Negro clavó su lanza en el centro y se dirigió conminatorio a sus leales:
—Ha llegado la hora de un nuevo desquite, y en la Luna del Antílope el pueblo yuma se vanagloriará de su valor e indómita fuerza.
Luna, siempre inquieta, preguntó a Búfalo Negro.
—¿Se producirá entonces el levantamiento?
—Algunos jefes son reticentes, pero nosotros agitaremos el avispero.
—Estas tierras arderán pronto por los cuatro costados —aventuró Zorro Rojo—. Los hombres de tez pálida desaparecerán.
—Muy pronto, los que se enriquezcan serán los yumas y mojaves, y no los blancos. Las tierras que nos han arrebatado volverán a sus dueños legítimos —consideró Cuervo Sentado, que había enrojecido de furor.
Las miradas se concentraron en los labios del líder.
—Anoche tomé el elixir sagrado con Nana y con mi padre, y el dios supremo me habló claro y rotundo —reveló misterioso.
La joven Luna Solitaria, que temía la voz de los espíritus, le preguntó:
—¿Te ha dicho Kwikumat que la tierra pertenece a todos los hombres? Debes hablar con claridad para que te comprendamos, Búfalo Negro —le exigió.
—¡Claro! Y está muy enojado con nuestro pueblo. Sabe que estamos siendo dispersados hacia el este y el sur, y llora con amargura, y así se lo avisan el aliento del coyote y el rugir del puma. Los soldados y los padrecitos blancos, con el subterfugio de educarnos en su religión, simulan protegernos y apenas si logramos espantar el hambre de nuestras mujeres e hijos en los poblados donde nos han llevado con falsas promesas incumplidas —dijo Búfalo Negro.
Luna, conocedora de primera mano de las prácticas de los frailes, opinó:
—Lo que buscan de nosotros en las misiones es sumisión y brazos fuertes. Nos someten a vejaciones injustas para un yuma, mojave, havasupai o cocopah.
Se refería a los asentamientos interiores de Xuksil, Matxal, Palo Verde, La Concepción, San Pedro y San Pablo, dirigidos con dudosa eficacia por unos monjes cicateros y un alférez sin experiencia ni tino en el trato con los indios que había levantado el descontento en el territorio y enojado a los yumas.
E impresionada por la comunicación celeste, preguntó:
—¿Oíste la palabra de nuestro Ser Creador, Búfalo Negro?
—Sí, y me reveló: «¿Qué queda del valor de antaño de tus hombres?». Pero somos un pueblo gallardo. El padre Kwikumat nos ha enviado enfermedades para las que no tenemos nombre y la nación sufre porque solo anhela vivir en el país que la vio nacer. Eso es todo lo que pedí. No deseamos trabajar para los padrecitos y soldados y sus barrigas insaciables. Toman lo que quieren sin pedir permiso. Por eso pienso que es mejor morir por nuestra nación.
—¿Y qué hemos de hacer ahora, Búfalo Negro? —inquirió Luna—. Ardemos en deseos de emprender una nueva incursión y sembrar el miedo.
El guía del grupo se apuntó su cuchillo contra el pecho y se hirió.
—Por la sangre de mi cuerpo os digo que no nos rendiremos. He resuelto que la sangre de un padrecito o misionero corra otra vez por el río. ¡Acercaos! —Y les mostró una tela pintada que mostraba detalladamente las rutas que seguían los misioneros mendicantes por el territorio yuma—. Mirad esta tela, aquí os señalo algunos objetivos errantes que debemos seguir. —Y les indicó con el cuchillo ensangrentado conocidos lugares de ventas, ermitas y ranchos habitados por blancos.
A Luna se le escapó un grito de incredulidad.
—Ponme a prueba a mí, Búfalo Negro —le rogó con feroz gesto.
—No, Luna, ese es un trabajo para él, para nuestro hermano Kangistanka, Cuervo Sentado. Él sabe rastrear como un zorro y pasar inadvertido en aldeas y misiones españolas. Tú levantarías sospechas.
El elegido le besó los pies al líder. Trazaron el plan de la nueva empresa punitiva y conversaron sobre la rebelión.
—Bien, hermanos, nos reuniremos aquí mismo el primer día de la Luna de los Cazadores y tal vez tengamos que convencer a algún jefe reticente. Pero le presentaremos una cabellera sangrante de más de un misionero despreocupado.
—Os la traeré y quizá alguna más. Ini-son! —gritó Cuervo Sentado.
Sus hermanos de hermandad lo animaron y exhalaron su aliento en su cara para insuflarle valor y desearle el favor de los espíritus. Él los abrazó.
El taciturno Cuervo Sentado ya se veía con la pluma negra del valor en su cabeza. Repartieron las tortas que sacaron de su parfleche, el cesto de mimbre y papel pintado repleto de provisiones, y las recubrieron de miel. Búfalo Negro, atento a cualquier movimiento, observó que el centinela de su poblado, que estaba envuelto en una manta en un risco, encendía una señal de humo arrojando un puñado de polvo de piedra de magnesio para advertir de que los cazadores partían a los territorios de caza y que su presencia era necesaria.
Pronto se oyó el piafar de los caballos y los ladridos de la jauría, y los siete guerreros se unieron a la expedición del cerco de presas, que a la postre resultaría pródiga para alimentarse durante semanas.
Antes del mediodía regresaron los cazadores, con Luna entre ellos, transportando en la narria, los palos largos atados al cuello de las monturas, siete antílopes. Uno de los guerreros más veteranos, que lucía una cicatriz en la frente, añadía la cabellera de un indio cupeño que había osado entrar a pescar en territorio yuma, y quién sabe si a robar caballos, su práctica más repetida.
Búfalo Negro sacó de su escarcela una pasta de color negro y le embadurnó completamente el rostro. El regreso al poblado resultó apoteósico.
Nana, al verlos llegar, entre el regocijo de los niños y las mujeres, gritó al cielo:
—¡Ahora sé que la voz humana puede llegar a ti, pues mis plegarias han sido recibidas! Tirawa Atius, escucha la voz de los yumas y mojaves. Solo sé que la abundancia ha llegado, hijos míos.
Aquel día por la tarde el gran jefe dispuso una competición de lacrosse, en la que Pequeño Conejo y Búfalo Negro eran consumados expertos. El juego, en el que participaban solo los hombres, consistía en impulsar una pelota de piel y pelo de gamo e introducirla entre dos estacas adornadas con plumas de colores. La partida vencedora gozaría de las atenciones de las jóvenes mojaves.
Era su tierra, donde vivían en paz y la defenderían hasta la muerte.
En el banquete y tras las danzas, Luna observó a Cuervo Sentado que gesticulaba, más que hablaba, con Búfalo Negro sobre la misión que se disponía a ejecutar, y que aquel asentía con la cabeza, en señal de acatamiento. A la joven no le parecía una buena elección, pero para animarlo se situó a su lado y le dijo:
—No olvides que los yumas somos un pueblo de fuego.
—En poco tiempo regresaré con mi cuchillo cubierto de sangre blanca.
El aire que oreaba aquella noche era fresco y opacamente espeso.