El jueves por la tarde Rodrigo me llamó. Su hijo y otros amigos tenían fiesta de cumpleaños y como el viernes no había colegio, lo habían convertido en fiesta de pijamas por lo que iba a pasar la noche fuera.
Él vino a buscarme al trabajo. Antes de salir respiré hondo y recordé las palabras de Natalia. Ese día ella había iniciado sus minivacaciones y no había acudido al parque.
«Ser sutil».
Rodrigo me recibió con una espléndida sonrisa que alteró todos mis sentidos. Esta vez ambos tuvimos cuidado de no saludarnos con la cabeza. Nos besamos en las mejillas. Pero besos besos. No solo un juntamiento de caras.
Me propuso ir a Somo. Quería conocerlo.
Por mí no había ningún problema, de modo que subí a su coche. Durante el camino estuvimos hablando de nuestros trabajos. Sobre todo yo, que desde que había nacido Zeus parecía que no tenía ningún otro tema de conversación. A mi madre le había contado el parto varias veces y a Susi otras tantas. Lo reconozco, soy bastante cansina. Como dice Charo: «cuando el tonto coge la linde, la linde se acaba y el tonto sigue». Esa era yo.
Con orgullo le mostré el pueblo donde vivía y me había criado. No era un sitio pequeño enclavado entre montañas de pintorescas casitas. Alguna casa de esas había, sobre todo más en las afueras. Sin embargo en el centro abundaban los edificios. No eran moles gigantescas de alturas indefinidas. No. Aunque hasta ese día nunca me había parado a mirar cuántas plantas tenían los más altos. Pero eran bonitos. Algunos entraban dentro de urbanizaciones con jardines bien cuidados y piscinas.
La población poseía multitud de tiendas, supermercados, restaurantes y… escuelas de surf.
Le llevé a cenar algo a uno de mis sitios preferidos. Un turco que ponía unos kebabs de chuparse los dedos. Ni siquiera se me pasó por la cabeza que él no quisiera comer ese tipo de platos, como ya habíamos ido a un japonés suponía que le gustaba la comida internacional.
No me equivoqué. Le gustaba y lo disfrutaba tanto como yo. Era difícil no darse cuenta de que éramos almas afines. Nunca había conocido a nadie que coincidiese tanto en los gustos con los míos, excepto en ese de las tendencias sexuales, me dije.
Rodrigo era respetuoso, divertido, sexi, estaba buenísimo y tenía un culo de infarto. Además tenía trabajo, que en esos días tenerlo era muy complicado. La única pega de aquello era que viniese con mochila. La llamada Álex y la que empezaba con h de… ¡Ostras! Pensé en lo que diría mi madre si le dijese que me gustaba un hombre.
¡No! ¡Imposible! ¡No podía decírselo! Ella se habría reído de mí. Me hubiera recordado, no que mi padre se había ido de casa, sino que no se había preocupado ni por mí, ni por mi bienestar en muchos años. ¡Tanto que me había dicho cuando era niña que me quería…! Él, que muchas noches se quedaba conmigo en mi habitación hasta que yo me dormía porque me daba miedo la oscuridad. ¿Y todas las veces que venía a verme jugar al baloncesto? Vale, yo era un retaco, sí, pero en el colegio con niñas de mi edad, fui una buena base. No puedo olvidar que mi padre me aplaudía y que si yo me caía salía corriendo hacia mí para ver si me había hecho algo. Eso es lo que me dolía. Lo que me hacía desconfiar del amor y de los «te quieros». Había perdido la fe en los hombres.
Sin embargo, con Rodrigo, por extraño que pareciese, llegaba a olvidarme de esas cosas. El día que lo había visto con Álex me di cuenta de que él jamás sería capaz de abandonar al niño.
—¿Qué hay sobre casarte de nuevo, Rodrigo?¿Has pensado en ello? —prometo que comencé con sutileza. Habíamos pagado la cuenta y caminábamos por el paseo marítimo. Solo había unas cuantas personas que transitaban o sacaban a sus perros a dar una vuelta.
—¿Por qué no? Si surge, surge.
—¿Te gustan los hombres? —«A tomar por culo mi sutileza» Se me escapó. Estaba deseando preguntárselo, sí. Pero…
Él levantó el cuello como una gallina clueca, sacando pecho, y me miró frunciendo el ceño. ¡Hostias, sí que lo había pillado de sorpresa, sí! Su cara era… un poema. Me miraba estupefacto. No me extrañaba. ¡Yo tenía una pedrada bien dada!
—¿Y tú? —me preguntó.
¡Él también fue sutil de cojones! Iba a decirle que yo había preguntado antes, pero preferí no tentar a la suerte.
—No, yo no. —Nos habíamos detenido por inercia debajo de una farola—. A mí me gustan los tíos con el pecho caliente. He salido con un par de ellos.
—Yo he estado casado.
—Lo sé, y debes pensar que estoy tonta por preguntártelo. —Me eché a reír de puros nervios. Tonta no, lo que estaba era gilipollas—. Como Natalia es tan guapa y tú apenas te fijaste en ella, pues no sé, pensé… Una tontería de las mías.
—Creí que tú estabas enamorada de Natalia —me dijo, serio.
Fui yo la que me envaré entonces. Tic-tac, tic-tac, tic-tac. Silencio embarazoso. ¿De verdad él había pensado que yo…? Me ajusté las gafas y carraspeé:
—¿Por qué? ¿Qué te ha llevado a pensar que yo… que Natalia…? ¿Es porque juego al futbolín?
Sacudió la cabeza. Parecía que se había recuperado de la sorpresa. Ahora era yo la que estaba alucinando.
—Cuando me contaste sobre la despedida de soltera y dijiste que no te habían gustado los boys, humm… pensé que podía ser... Tampoco tenías pareja para la boda y me dijiste que de no tener Natalia vacaciones la habrías llevado a ella…
«Conversación de lo más extraña e incómoda para los dos».
—¿Y no te fijaste en ella porque creías que me gustaba a mí? —Rodrigo asintió con una sonrisa—. ¡Venga ya! ¡No me lo puedo creer! ¿Eso qué es, un código entre tíos o algo?
—Más bien entre colegas.
—¿Y a mí me consideras colega?
El rio por lo bajo por lo inverosímil de la situación y negó con la cabeza.
—Por favor, vamos a hablar de otra cosa —suplicó—. Cuéntame de tus relaciones.
Tenía razón. Lo mejor era cambiar de tema.
—¡Nah! No hay mucho que contar. Ambos eran unos capullos que iban a la aventura y yo me tomaba las cosas mucho más en serio.
—¿Entonces eran relaciones serias?
—Para mí sí. Yo soy una persona práctica y me gusta evaluar las cosas bien. Es como si pensase a largo plazo, en una estabilidad, en el futuro, en esas cosas. —Me encogí de hombros—. Conocí a la familia de Mariano, a sus amigos, pero de la noche a la mañana me di cuenta de que ambos queríamos diferentes cosas. Bueno, él quería montárselo conmigo y con otra, por eso de probar experiencias nuevas. Lo mandé a freír espárragos. Tal vez es que éramos muy jóvenes.
—Es que tú eres muy joven, Vega —me dijo, incrédulo.
—Es posible. Pero, por ejemplo, Fernando era mayor que yo —volvimos a caminar por el empedrado de la calle—, sin embargo se acojonó cuando le dije que debíamos formalizar las cosas, buscar un piso —respiré profundo. De fondo oía el rumor de las olas romper en la playa—. Salió escopetado.
—No estaba enamorado de verdad.
—Podía habérmelo dicho antes. También yo podía haber visto las señales si me hubiese fijado —murmuré.
—No puedes salir con una persona con la idea de que vas a estar con ella para siempre. Qué mínimo que conocerse y hablarse con sinceridad.
—¿Estabas muy enamorado de tu mujer?
—No. Es más, si ella siguiese con vida, es posible que hubiéramos acabado divorciados.
—¿Por qué te casaste?
—Por imbécil —cogió una bocanada de aire—. No teníamos nada en común. Nos estábamos conociendo, y como su hermana se acababa de casar, ella también quería. Yo estaba muy centrado en mis estudios. Desde que tenía la edad de Álex soñaba con ser bombero, de modo que cuando ella lo propuso, no me paré a pensarlo. Accedí. Muchas veces me arrepentí de haber tomado aquella decisión, sin embargo luego nació Álex, y por él soy capaz de todo. Gloria no quería mucho al niño, para ella era más un estorbo, pero sé que lo hubiera utilizado en mi contra.
Me volví a mirarlo de frente. Era tan sincero, tan accesible, que no dudé en plantarle las manos en la cara y le insté a que bajase sus labios hasta los míos.
Podía haberse resistido. Sin duda su fuerza supera a la mía con creces. En cambio no lo hizo. Atrapó mi boca con la suya. Me besó de tal manera que empezaron a temblarme todos los músculos de cuerpo. Fue increíble. Devastador.
—¿Quieres venir a mi casa? —le pregunté entre beso y beso. Éramos incapaces de movernos. Como si nos hubieran bañado en pegamento.
Supongo que él me dijo que sí ya que al poco tiempo estábamos en mi cama —iba a decir follando como conejos, pero suena mejor, haciendo el amor—. ¡Dios, qué cuerpazo el del bombero! Músculos firmes y duros que se deslizaban sobre mí haciéndome suspirar. Una de dos —que ya lo dije antes, que yo soy mucho de una de dos—: o Rodrigo me gustaba un montón, o es que yo estaba más salida que el pico de una mesa.
Esa noche me faltó gruñir. ¡Ah, no! Recuerdo que lo hice. En el fragor de la pasión asalvajada que nos envolvía, él me levantó del suelo antes de llevarme a la cama, y me puso la lámpara del techo, de tres brazos, como sombrero. Por suerte la sangre no llegó al río, aunque un par de puntos en la coronilla no me hubieran venido mal.
Rodrigo me hizo reír, suspirar y… amar.
***
Rodrigo despertó al escuchar la voz de Vega. Se movió entre las sabanas y la buscó con la mirada. No podía estar lejos pues la escuchaba, pero no entraba dentro de su campo de visión.
—¡Claro que hemos follado! ¡No sabes cómo es! —Hubo una pausa y después—: Por supuesto que no voy a contarte más. ¿Qué te has creído?
Vega entró en el dormitorio en dirección al armario. Excepto por unas bragas iba desnuda. Su cabello, suelto y despeinado, cubría por completo su espalda.
Ella lo vio de refilón y se volvió a mirarlo con las mejillas sonrosadas.
—Buenos días, Rodrigo —lo saludó arrugando la nariz—. Me has escuchado, ¿verdad?
Él asintió con una sonrisa. Vega le dio la espalda y le dijo a la persona que estaba a través de la línea:
—Tengo que dejarte. Rodrigo me ha escuchado. —Colgó y se volvió a él, mortificada—. Es una amiga. Lo siento.
—No pasa nada. No tenías que haber colgado por mí.
—¡No, si no lo he hecho por ti! Ha sido una excusa. Es que luego se pone muy pesada —dejó el móvil sobre una mesilla y comenzó a vestirse con prisa—. Si quieres darte una ducha puedes hacerlo. Ya sabes dónde está el baño.
Mientras ella se ponía la ropa, Rodrigo no perdía detalle de su cuerpo.
—¿Tienes que entrar pronto, Vega?
Ella sonrió con picardía.
—Debería hacerlo ahora que nuestra Natalia se ha marchado de vacaciones.
Él soltó una carcajada. Desnudo se levantó de la cama y anduvo muy despacio hacia ella, que lo miraba machacándose el labio inferior con los dientes.
—¿Nuestra Natalia?
—¡Sí! —exclamó divertida—. ¿Por qué estás haciendo eso? —le preguntó.
Rodrigo continuaba acercándose. Sus movimientos eran lentos y estudiados. Llegó a su lado y con cuidado le quitó las gafas. Fue consciente de que ella entornaba los ojos para tratar de verlo con nitidez.
—Eres muy bonita, ¿sabes?
—¡Claro que lo sé! —Rio ella queriéndole arrebatar las gafas—, pero prefiero que me las devuelvas para ver bien cómo me vacilas.
—¿Por qué no pruebas a confiar un poco?
La vio tragar con dificultad.
—Puedo hacerlo con las gafas puestas.
Rodrigo deslizó la palma de su mano por la mejilla de Vega con mucha dulzura. Notaba cómo ella procuraba tranquilizarse y cómo luchaba por recuperar el control.
—Tengo la sensación de que sin las gafas te asustas.
Ella hizo una mueca con los labios.
—Tampoco es que las lleve de escudo —se humedeció los labios—. Soy miope.
—Sin embargo te sientes insegura sin ellas.
Vega asintió.
—Puedo operarme cuando quiera.
Rodrigo le rozó la frente con los labios. Ella dejó de respirar.
—¿Por qué no lo haces?
—No-no quiero. Me da mucho miedo.
Él desplazó la mano hasta la estrecha cintura acariciando el largo total de la espalda con las yemas de los dedos. Vega se estremecía con cada roce.
—Miedosa.
—Lo admito.
Rodrigo le tomó la cara entre las manos y la besó. Cuando se apartó la miró con una sonrisa. Ella ladeó la cabeza y arrugó el ceño forzando la vista. Estiró la mano hacía él y con deliberación la llevó a su entrepierna donde enseguida sintió su erección. Le rozó con suavidad desde la base hasta la punta pasando la palma por toda su longitud para finalmente encerrarlo en su mano.
El corazón de Rodrigo se aceleró. Acercó la cabeza de Vega hacia la suya para besarla. Le gustaba saborearla. Era como una sirena. Imaginaba que ella encajaría a la perfección entre esas bellezas marinas con su larga y ondulada cabellera rubia y su piel de seda con sabor a sal. Porque ella sabía a mar y a brisa. Llevó sus manos a los pantalones de ella y comenzó a quitárselos.
—Creo que te has vestido demasiado pronto.
—Tengo que ir a trabajar.
—¿Ya mismo? —susurró sin dejar de desnudarla.
Entre carcajadas ella agitó la cabeza y le ayudó con las ropas.
—Supongo que debo dejar que apagues el fuego que has encendido en mí, bombero.
Rodrigo deslizó la mano por su cuerpo dejando en ella la sensación de ardor de la que hablaba. Alcanzó la entrepierna de Vega y sus dedos comenzaron a explorarla. Ella gimió. Había echado la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados. Él quiso compartir el placer. La alzó, estrechándola contra su cuerpo y la llevó hasta la pared libre más cercana.
Vega rodeó las caderas masculinas con sus piernas y susurró su nombre cuando él la penetró.