El sueño de su vida no consistía en ser rico, famoso, poderoso, ni siquiera feliz… sino, simplemente, en ser civilizado. No podría haber citado las cualidades de ese tipo de vida cuando dejó la casa, o la cabaña, de su padre, en los bosques norteños del estado; su proyecto era llegar hasta Chicago para averiguarlo. Sabía con certeza lo que no quería: vivir como un salvaje. Su propio padre era un hombre bárbaro e ignorante; cazador de pieles, luego leñador y, hacia el fin de su vida, vigilante nocturno en las minas de hierro. Su madre era una mujer trabajadora, de carácter servil, que jamás había concebido desear algo distinto a lo que tenía; si lo deseaba, si en realidad era otra y no la que parecía, sentía que no era prudente hablar de sus deseos en presencia de su marido.
Uno de los recuerdos infantiles más persistentes de Willard tenía que ver con el momento en que una india chippewa fue hasta la cabaña en que vivía con una raíz para que la hermana de Willard la masticara, cuando Ginny ardía de fiebre a causa de la escarlatina. Él tenía siete años, Ginny uno, y la india, como Willard asegura hoy, pasaba de los cien. La enfebrecida criatura no murió de aquella enfermedad, aunque más tarde su padre hizo comprender a Willard que habría sido mejor que así fuese. Al cabo de pocos años descubrieron que la pobre Ginny no podía aprender a sumar dos más dos o a decir de manera ordenada los días de la semana. Nadie pudo saber si aquello era consecuencia de la escarlatina o si se debía a una deficiencia de nacimiento.
Willard no olvidó nunca la brutalidad de aquel incidente, que para él consistía en el hecho de que no se iba a hacer nada porque todo lo que sucedía le estaba sucediendo a una niña de un año. Lo que estaba ocurriendo —así lo sentía entonces— era aún más profundo que sus ojos… En el proceso de descubrimiento de su atractivo personal, el niño de ocho años había comprendido que lo que alguien al principio le negaba podía ser logrado, a veces, con solo mirar el tiempo suficiente a los ojos del otro para que la honestidad e intensidad de su deseo fueran apreciadas… pues debía comprenderse que no se trataba simplemente de algo que quería, sino de algo que necesitaba. Su éxito, aunque escaso en el hogar, era considerable en la escuela de Iron City, donde la joven maestra sentía un gran afecto por aquel niño vivaz, alegre e inteligente. La noche que Ginny yacía en su cama gimiendo, Willard hizo todo lo posible para llamar la atención de su padre, pero él continuó tomándose su cena a cucharadas. Cuando por fin habló, fue para decirle que dejara de dar vueltas, de estar con la boca abierta y que comiera. Pero Willard no podía tragar ni un solo bocado. Volvió a concentrarse, volvió a concentrar sus emociones en los ojos, deseó con toda la fuerza de su corazón —un deseo puro y desinteresado, nada para sí mismo; nunca volvería a desear algo para sí— y orientó su súplica hacia su madre. Pero ella se dio la vuelta y se echó a llorar.
Más tarde, cuando su padre salió de la cabaña y su madre se fue a lavar los platos, avanzó por la oscura estancia hasta el rincón donde Ginny permanecía acostada. Metió la mano en la cuna. La mejilla que tocó parecía una bolsa de agua hirviendo. Bajo los ardientes dedos de los pies de la niña encontró la raíz que aquella mañana les había llevado la india. Cuidadosamente, la enredó entre los dedos de Ginny, que la soltaron en cuanto él dejó de sujetarla. Volvió a coger la raíz y la apretó sobre los labios de la niña.
—Aquí —susurró como si indicara a un animal que comiera de su mano.
La puerta se abrió cuando trataba de poner la raíz en las encías de su hermana.
—Tú… Déjala en paz, vete.
Impotente, se fue a la cama y tuvo, a los siete años, la primera y aterrorizada sospecha de que en el universo existían fuerzas aún más inmunes a su encanto, aún más apartadas de sus deseos, aún más distantes de la necesidad y los sentimientos humanos que su propio padre.
Ginny vivió con sus padres hasta la muerte de su madre. Luego, el padre de Willard, entonces un viejo gordinflón, se trasladó a una habitación en Iron City y a Ginny se la llevaron a Beckstown, cerca del límite noroeste del estado, donde solían albergar a los subnormales. Pasó casi un mes antes de que las noticias de lo que su padre había hecho llegaran a Willard. Pese a las objeciones de su esposa, aquella misma tarde cogió el coche y condujo casi toda la noche. Al mediodía del día siguiente regresó con Ginny a su casa, no a Chicago sino a la ciudad de Liberty Center, que se encuentra a doscientos cuarenta kilómetros siguiendo el río hacia el sur desde Iron City, y que era el lugar más al sur al que Willard había llegado a los dieciocho años, cuando había decidido firmemente viajar al mundo civilizado.
Tras la guerra, la ciudad campesina de Liberty Center había ido cediendo cada vez más terreno al suburbio de Winnisaw, en el que finalmente se convirtió. Pero cuando Willard llegó a la región para establecerse, ni siquiera había un puente sobre el río Slade que uniese Liberty Center, situado en la ribera oriental, con el extremo del distrito situado en la occidental; para llegar a Winnisaw había que ir en balsa desde el embarcadero o, en pleno invierno, caminar sobre el hielo. Liberty Center era una ciudad de casitas blancas sombreadas por grandes olmos y arces, con un quiosco de música en el centro de Broadway, su calle principal. Limitada por el oeste por la mortecina corriente del río, en el este se abría a unos prados que, en el verano de 1903, cuando Willard llegó allí, eran tan intensamente verdes que le hicieron recordar —una broma para diversión de los jóvenes— a un tipo que había visto en cierta ocasión, en una fiesta campestre, comiendo medio kilo de ensalada de patata en mal estado.
Hasta que bajó desde el norte, «fuera de la ciudad» siempre había significado los altos bosques que llegaban hasta Canadá y el viento que rugía, el granizo, la lluvia y la nieve. Y «ciudad» significaba Iron City, donde se llevaban los leños para ser desmenuzados y el mineral para ser vertido en camiones; la ciudad ruidosa, llena de zumbidos, ululante, polvorienta y fronteriza hasta donde todos los días caminaba para ir a la escuela (o corría, en el invierno, cuando salían en la oscura y desapacible mañana), se extendía a través de bosques poblados de osos y lobos. Por eso, cuando vio Liberty Center, con su serena belleza, su orden apacible, su suave clima estival, todo lo que había reprimido, toda aquella ternura de su corazón que durante dieciocho años había constituido su tesoro secreto, a veces su vergüenza, surgió poderosamente. Si había un sitio donde la vida podía ser menos desolada, rigurosa y cruel que la que había conocido de niño, si existía un lugar en el que un hombre no estuviese obligado a vivir como un animal, donde no se le recordara a cada movimiento que al mundo no le gustaba la humanidad o que ni siquiera conocía su existencia, era este: ¡Liberty Center! ¡Oh, qué nombre tan hermoso! Al menos lo era para él, que al fin estaba libre de la terrible tiranía de los crueles hombres y de la cruel naturaleza.
Alquiló una habitación. Luego consiguió un trabajo; le hicieron un examen y obtuvo la puntuación suficiente para ser contratado como empleado de correos. Más tarde encontró una esposa: una muchacha respetable y de carácter decidido que procedía de una familia respetable. Después tuvo una hija. Por fin, un día (descubrió que así satisfacía un deseo muy profundo) compró una casa con una galería en la fachada y un patio trasero: en la planta baja tenía un salón, el comedor, la cocina y un dormitorio; en la planta superior había dos dormitorios más y el cuarto de baño. En 1915 se construyó un cuarto de baño en la planta baja, seis años después del nacimiento de su hija y después de su ascenso a subdirector de Correos de la ciudad. En 1962 hubo que reparar la acera de la fachada, un gasto enorme para un hombre que vivía de su jubilación, pero la ley le obligaba a hacerlo porque el pavimento se había roto en varios sitios y eso constituía un riesgo para los transeúntes. Por cierto, hasta hoy mismo, cuando su famosa agilidad prácticamente ha desaparecido, cuando durante la tarde se encuentra varias veces en una silla en la que no puede recordar cuándo se ha sentado, cuando se despierta de un sueño que le asaltó de pronto, cuando al desatarse los cordones de los zapatos por la noche emite un gemido que ni siquiera oye, cuando en la cama trata durante algunos minutos, en vano, de estirar los dedos y luego cerrar su mano en un puño y, a veces, debe dormirse sin haberlo logrado, cuando a finales de cada mes mira la nueva página del calendario y comprende que allí, en la puerta de la despensa, está señalado el mes y el año en que con toda seguridad morirá, que esos grandes números negros que sus ojos recorren lentamente señalan la fecha en que desaparecerá para siempre del mundo, aun así todavía hoy sigue ocupándose con tanta rapidez como puede de la barandilla floja de la galería, del goteo de un grifo del cuarto de baño o de un hilván que se ha soltado en la alfombra del pasillo. Hace todo esto para mantener no solo la comodidad de los que todavía viven con él, sino también la dignidad de todos, como debe ser.
Una tarde de noviembre de 1954, una semana antes del día de Acción de Gracias, al anochecer, Willard Carroll fue en coche hasta Clark’s Hill, aparcó junto a la cerca y subió a pie por el sendero hasta llegar al terreno familiar. El viento arreciaba y se hacía más frío, por lo que al llegar a la cima de la colina los árboles, las ramas desnudas que apenas había rozado al dejar el coche emitían un profundo gemido. El cielo que se arremolinaba en lo alto tenía una luz extraña, mientras en el horizonte ya parecía caer la noche. De la ciudad solo podía entrever la línea negra del río y los faros de los coches que avanzaban por la calle Water hacia el puente de Winnisaw.
Como si entre todos los lugares aquel hubiera sido su meta, Willard se arrellanó en el frío banco de cemento que miraba a las dos tumbas, levantó el cuello de su chaqueta de cazador roja, recogió las orejeras de su gorra y allí, ante las tumbas de su hermana Ginny, de su nieta Lucy y los lugares reservados para los demás, esperó. Empezó a nevar.
¿Qué esperaba? La insensatez de su conducta se aclaró de inmediato. Dentro de pocos minutos el autobús se detendría en la parte trasera de la tienda de Van Harn; de él descendería Whitey con la maleta en la mano, independientemente de que su suegro estuviese sentado en un frío cementerio. Todo estaba listo para la vuelta a casa que el mismo Willard había ayudado a preparar. ¿Y ahora qué? ¿Dar marcha atrás? ¿Cambiar de idea? ¿Dejar que el mismo Whitey encontrara otro fiador… otro pelele? Está bien, eso es… que oscurezca, que haga más frío; se limitará a seguir sentado bajo la nieve… Y el autobús se detendrá, el tipo bajará de él y caminará hasta la sala de espera, contento porque ha vuelto a embaucar a alguien… Solo para descubrir que esta vez ningún pelele llamado Willard le aguarda en la sala de espera.
Pero en casa Berta estaba preparando la cena para cuatro; al salir por la puerta de la cocina hacia el garaje, Willard la había besado en la mejilla y había dicho «Señora Carroll, todo saldrá bien…», pero por la respuesta que recibió podía haber hablado consigo mismo. En realidad, estaba hablando consigo mismo. Al girar con el coche había mirado hacia el piso de arriba, donde su hija Myra se movía nerviosamente por su habitación, para estar bañada y vestida cuando su padre y su marido entraran por la puerta. Pero lo más triste, lo más confuso, era la pequeña luz que brillaba en la habitación de Lucy. Solo hacía una semana que Myra había movido la cama de un rincón al opuesto, que había descolgado las cortinas que habían estado allí todos aquellos años y luego había salido a comprar un cobertor nuevo para que aquella no se pareciera a la habitación donde Lucy había dormido, o intentado dormir, la última noche que pasó en la casa. Por supuesto, en cuanto al modo y el lugar en que Whitey pasaría sus noches, ¿qué podía hacer Willard sino guardar silencio? Se sentía secretamente aliviado al saber que de este modo Whitey estaría «a prueba», aunque la cama no fuese la misma.
Y en Winnisaw, Bud Doremus, un viejo amigo de Willard, esperaba que Whitey apareciera para trabajar en su ferretería a primera hora del lunes por la mañana. El acuerdo con Bud se remontaba al verano, cuando Willard había dado su conformidad en aceptar una vez más a su yerno en su casa, aunque solo por un tiempo. «Solo por un tiempo», fue la garantía que le dio a Berta; porque ella tenía razón. No podía ser como en 1934, cuando alguien necesitado había llegado para una corta estancia y, de algún modo, se las había ingeniado para vivir durante dieciséis años del trabajo de otro, alguien que tampoco era precisamente rico. Pero, por supuesto, explicó Willard, ocurría que ese otro era el padre de la mujer de ese hombre… ¿Y eso significa que volverán a ser otros dieciséis años?, preguntó Berta. Porque no cabe duda de que sigues siendo el padre de su mujer; eso no ha cambiado. Berta, en primer lugar, no creo que me queden dieciséis años de vida. Bien, replicó ella, a mí tampoco, y esa podría ser otra razón para ni siquiera comenzar con esto. ¿Quieres decir que los dejemos arreglárselas por su cuenta? ¿Antes de que yo sepa si él ha cambiado de verdad o no?, preguntó Willard. ¿Si realmente se ha reformado, de una vez por todas? Oh, claro, replicó Berta. Bien, tal vez tu respuesta sea burlarte de esa idea, pero no es la mía, Berta. Querrás decir que no es la de Myra, aclaró ella. Estoy abierto a las opiniones que surjan, replicó él, no lo niego; ¿por qué habría de hacerlo? Bueno, entonces deberías escuchar mi opinión, agregó Berta, antes de que comencemos una vez más con esta tragedia. Berta, dijo él, hasta el 1 de enero le ofreceré un lugar desde el que se pueda orientar. El 1 de enero, repitió ella, pero ¿de qué año? ¿Del año dos mil?
Sentado a solas en el cementerio, mientras las ramas de los árboles se movían al viento y la oscuridad de la ciudad parecía remontarse hasta el cielo, mientras la nieve caía, Willard recordó los días de la Depresión y también las noches, cuando se despertaba en la oscuridad y no sabía si temblar o estar contento porque las personas que le necesitaban dormían en todas las camas de la casa. Seis meses después de haber ido hasta Beckstown para rescatar a Ginny de su vida entre los subnormales, había abierto la puerta a Myra, a Whitey y a su hijita de tres años, Lucy. Oh, aún puede recordar qué niña menuda, alegre y de pelo rubio había sido Lucy… Qué vivaz, inteligente y simpática. Puede recordar cuando aprendía a cuidar de sí misma, cómo intentaba comunicar lo que sabía a su tía Ginny y cómo Ginny, la pobre criatura, apenas era capaz de aprender a llevar a cabo las funciones corporales más sencillas, para no hablar de refinamientos como beber el té o de misterios como enrollar dos pequeños calcetines blancos para hacer una pelota.
Oh, sí, puede recordarlo todo. A Ginny, una mujer totalmente crecida y desarrollada, que bajaba su pálido rostro abotargado para que Lucy le dijera qué tenía que hacer… Y la pequeña Lucy, que entonces no era más grande que un pájaro. Ginny solía correr por el césped, detrás de la niñita feliz, levantando las puntas de sus zapatos de tacón alto y dando rápidos pasitos para mantener el equilibrio… Una escena extrañamente hermosa pero también melancólica, pues no solo demostraba el afecto mutuo que sentían, sino el hecho de que en el cerebro de Ginny estaban mezcladas muchas cosas que en la vida real se hallan separadas y son distintas. Siempre parecía creer que Lucy era ella misma, es decir, más Ginny, el resto de Ginny o la Ginny a quien la gente llamaba Lucy. Cuando Lucy tomaba un helado, los ojos de Ginny brillaban de alegría y entusiasmo como si fuera ella quien se lo estaba comiendo. Y si a causa de un castigo Lucy se acostaba temprano, Ginny también lo hacía, sollozaba y se iba a dormir como si hubiese recibido una reprimenda… Una escena distinta a la anterior y que hacía que el resto de la familia se sintiesen avergonzados y tristes.
Cuando llegó el momento de que Lucy comenzara la escuela, Ginny también lo hizo, aunque se suponía que no debía ser así. Seguía a Lucy hasta la escuela y luego se quedaba frente a la puerta de la planta baja, donde estaba el parvulario, y llamaba a la niña. Al principio la maestra cambió de lugar a Lucy, esperando que si Ginny no la veía se cansaría de llamarla, o se aburriría, y regresaría a casa. Pero Ginny la llamaba levantando más la voz, así que Willard tuvo que regañarla: le dijo que si no dejaba tranquila a Lucy tendría que encerrar en su habitación, durante un día entero, a una niña mala llamada Ginny. Pero el castigo demostró ser inútil, tanto en la amenaza como en la ejecución: en cuanto le permitieron salir de la habitación para ir al lavabo, bajó corriendo la escalera con su gracioso andar de pato y se dirigió a la escuela. De todos modos, él no era capaz de tenerla encerrada. No había traído a su hermana a vivir a su casa para atarla a un árbol del patio. Era su familiar vivo más cercano, le explicó a Berta cuando esta sugirió algún tipo de correa larga como posible solución; era su hermana, a la que le había sucedido algo terrible cuando tenía apenas un año. Pero le recordaron —como si fuera necesario— que Lucy era la hija de Myra y su propia nieta, y que no podría aprender nada en la escuela si Ginny estaba todo el día a la puerta del aula, gritando «Luuucy… Luuucy» con su gruesa voz de bocina.
Finalmente, tuvo que tomar una determinación. Como Ginny no podía dejar de esperar a la puerta del aula del parvulario, gritando inofensivamente un nombre, Willard la llevó de nuevo a la casa de acogida estatal de Beckstown. La noche anterior, el director del colegio había vuelto a telefonear a casa y, con toda amabilidad, le había dicho que los cosas habían ido demasiado lejos. Willard sostenía que, probablemente, en unas pocas semanas Ginny se acostumbraría a la idea, pero el director aclaró al señor Carroll, como un momento antes había expuesto a los padres de la niñita, que Ginny debía ser dominada de una vez por todas o Lucy no podría seguir asistiendo a la escuela, lo cual, sin duda alguna, transgredía alguna ley estatal.
En el largo camino hacia Beckstown, Willard trató una y mil veces de hacer comprender la situación a Ginny, pero, pese a sus explicaciones, pese a todos los ejemplos que puso —«Mira, Ginny, ahí hay una vaca y allí otra; aquí hay un árbol y allá hay otro árbol»— no logró hacerle comprender que Ginny era una persona y Lucy otra distinta. Cuando llegaron era casi la hora de cenar. La cogió de la mano y la condujo por el sendero rodeado de maleza hasta el largo edificio de madera de una sola planta donde ella pasaría el resto de sus días. Y ¿por qué? Porque no podía comprender el hecho básico de la vida humana, el hecho de que yo soy yo y tú eres tú.
En el despacho, el director dio la bienvenida a Ginny en nombre de la Escuela de Orientación Profesional de Beckstown. Una encargada colocó una toalla, una esponja y una manta en sus brazos extendidos y la condujo al pabellón de mujeres. Siguiendo las instrucciones de la encargada, extendió el colchón y comenzó a hacer la cama. «Pero ¡esto es lo que hizo mi padre! —pensó Willard—. ¡Deshacerse de ella!» Lo pensó aunque el director le estaba diciendo:
—Es lo correcto, señor Carroll. La gente cree que puede tenerlos en su casa y luego los vuelve a traer. No se sienta mal, señor. Es lo correcto.
Ginny vivió tres años más entre los de su misma condición; luego, un invierno, una epidemia de gripe asoló el lugar donde vivía y antes de que pudieran avisar a su hermano de que estaba enferma, murió.
Cuando Willard fue a Iron City para dar la noticia a su padre, el viejo le escuchó, y encajó lo que estaba oyendo con absoluta frialdad: ni una sola palabra de dolor, ni un lamento por aquel ser de su carne y de su sangre que había vivido y muerto más allá del alcance de la sociedad humana. Morir sola, dijo Willard, sin familia, sin amigos, sin hogar… El viejo se limitó a asentir con la cabeza, como si su apenado hijo le estuviera contando un suceso cotidiano.
Menos de un año después, el viejo murió de una hemorragia cerebral. En el modesto funeral que organizó para su padre en Iron City, Willard se sintió, junto a la tumba, repentina e inexplicablemente sacudido por aquel sentimiento que solo tiene cabida en los seres compasivos, incluso ante la muerte del enemigo: con toda seguridad el espíritu había sido más profundo y la vida más trágica de lo que uno podía imaginar.
Se sacudió la nieve del hombro de su chaqueta y pateó el suelo hasta dejar de sentir un cosquilleo en su pie derecho. Miró el reloj. «Bueno, quizá el autobús llegue tarde. Y si no, que espere, que no le hará daño.»
Volvía a recordar: sobre todo, la verbena del Día de la Independencia que se celebraba en Iron City, aquel 4 de julio de hacía casi sesenta años, cuando había ganado ocho de las doce carreras y establecido un récord todavía imbatido; Willard lo sabe porque siempre se las ingenia para conseguir un periódico de Iron City cada 5 de julio y echarle un vistazo. Aún puede recordar cómo corrió a través de los bosques al final de aquel espléndido día, corriendo por el sendero de tierra para llegar a la cabaña y desparramar sobre la mesa todas las medallas con que había sido galardonado; recuerda cómo su padre había sostenido en sus manos cada una de las medallas, y luego le había llevado al exterior, donde estaban reunidos algunos vecinos, y había pedido a la madre de Willard que les marcara una meta. En la carrera que había seguido, de unos doscientos metros, el padre había ganado al hijo por unos buenos sesenta metros. «Pero yo he corrido todo el día —pensó Willard—. He vuelto corriendo a casa.»
—Y bien, ¿quién es el más rápido? —le dijo burlonamente uno de los que habían presenciado la carrera, mientras Willard emprendía el camino de regreso a la cabaña.
En el interior, su padre dijo:
—La próxima vez no lo olvides.
—No lo olvidaré —replicó el niño.
Esta era la historia. ¿Y la moraleja? ¿Qué era exactamente lo que sus recuerdos trataban de decirle? Bueno, la moraleja, si es que había alguna, se hizo patente más tarde, años después. Una tarde estaba sentado en el salón con su joven yerno, que se había acomodado con el periódico y estaba a punto de comerse una manzana, empezando así una apacible tarde, cuando repentinamente Willard no soportó su presencia. ¡Cuatro años de casa y comida gratis! ¡Cuatro años de tropezar, caer y volver a ponerse de pie! ¡Y allí estaba, en el salón de Willard, comiéndose la comida de Willard! De pronto sintió deseos de arrancar la manzana de las manos de Whitey y de decirle que recogiera sus cosas y se largara. «¡Las vacaciones han terminado! ¡Lárgate! ¡Vete! ¡Me da igual adónde!» Pero decidió que era una buena tarde para echar un vistazo a sus recuerdos.
Sacó de la despensa de la cocina un paño suave y el limpiador para la plata de Berta. Luego, de debajo de las camisas de lana que había en su tocador, sacó una caja de cigarros llena de recuerdos. Se acomodó sobre la cama, abrió la caja y comenzó a sacar cosas. Primero lo colocó todo a un lado y luego en el otro; por último, desplegó todos los objetos sobre el cobertor: fotos, recortes de periódico… Las medallas habían desaparecido.
Cuando regresó a la sala, Whitey estaba dormido. Willard advirtió que la nieve se acumulaba en la ventana y no dejaba pasar la luz; en la acera de enfrente las casas parecían hundirse bajo los cada vez más abundantes copos blancos. «No es posible —pensó Willard—. Simplemente no puede ser. Estoy llegando a una conclusión apresurada. Estoy…»
Al día siguiente, durante el almuerzo, decidió dar un paseo hasta el río y volver, deteniéndose de paso en la casa de empeños de Rankin. Con buena disposición de ánimo, como si aquel asunto fuera una jugarreta familiar sin importancia, recuperó las medallas.
Aquella noche, después de cenar, invitó a Whitey a que lo acompañara a dar un corto paseo por el centro. Una vez fuera de la vista de la casa, le dijo que estaba absoluta y positivamente más allá de su comprensión que un hombre pudiera coger las pertenencias de otro hombre, hurgar en las pertenencias privadas de alguien y, sencillamente, coger algo, en particular algo de valor sentimental; no obstante, si podía recibir por parte de Whitey ciertas garantías en cuanto al futuro, no tendría problema en considerar aquel desgraciado incidente como una combinación de tiempos difíciles y juicio inmaduro. Un juicio condenadamente inmaduro. Pues nadie merecía ser apartado de la raza humana por un acto estúpido; dicho sea de paso, un acto estúpido que uno puede esperar de alguien de diez años pero no de un sujeto de veintiocho, ya casi veintinueve. En todo caso, las medallas volvían a estar en su lugar. Si le prometía rigurosamente que no volvería a ocurrir nada parecido y, además, prometía terminar inmediatamente con aquel nuevo hábito de beber whisky, entonces él daría por cerrado el asunto. Allí estaba, después de todo, el sujeto que durante tres años consecutivos había sido tercera base del equipo de béisbol del instituto Selkirk; un joven con constitución de boxeador, además de guapo —Willard dijo todo esto sin ser interrumpido—, y ¿cuáles eran sus intenciones? ¿Arruinar el cuerpo sano con el que el buen Dios le había dotado? El respeto por su cuerpo tendría que haberle ayudado a contenerse; pero si esto no bastaba, estaba el respeto por su familia y por su alma humana, maldita sea. Todo dependía de Whitey: debía comenzar una nueva vida y, en lo que a Willard se refería, aquel incidente, estúpido, malvado y tonto, más allá de la comprensión humana, quedaría totalmente olvidado. De otro modo, no había alternativa: tendría que hacerse algo drástico.
Al principio el joven quedó tan sobrecogido por la vergüenza y la gratitud que lo único que supo hacer fue coger la mano de Willard y acariciarla mientras las lágrimas brillaban en sus ojos. Luego se dispuso a dar explicaciones. Había ocurrido en otoño, cuando el circo se había instalado en el cuartel de Fort Kean. En aquel momento Lucy comenzó a hablar a mil palabras por minuto sobre los elefantes y los payasos, pero cuando Whitey miró su bolsillo solo tenía monedas, no muchas. Pensó que si empeñaba las medallas las podría devolver en pocas semanas… En aquel punto Willard recordó quién había llevado a Lucy al circo, junto con Myra, Whitey y Berta. Nada menos que él mismo. Cuando señaló este hecho, Whitey dijo que sí, que sí, que ahí quería llegar, y admitió que guardaba lo más vergonzoso para el final.
—Willard, supongo que soy un cobarde, pero es difícil decir lo peor al principio.
—Dilo, muchacho. Debes reconocerlo todo con sinceridad.
Bien, confesó Whitey mientras doblaban por Broadway y volvían a la casa, después de haber empeñado las medallas se sintió tan desanimado y disgustado consigo mismo que, en lugar de emplear el dinero en lo que había pensado, había ido directamente a la Cueva de Earl y se había atontado con whisky para intentar olvidar el estúpido y vergonzoso acto que acababa de realizar. Sabía que confesaba algo terriblemente egoísta y además del todo idiota, pero había sucedido tal como se lo había contado; y, para ser sincero, a él le resultaba tan difícil de entender como a cualquiera. Había ocurrido durante la última semana de septiembre, inmediatamente después de que el viejo Tucker tuviera que cerrar la mitad de la tienda… No, no —sacó un calendario de su billetera y lo observó bajo la luz de la galería delantera, mientras ambos se quitaban la nieve de las botas—, en realidad, explicó Whitey, fue durante la primera semana de octubre. Aquel mismo día, temprano, el dependiente de Rankin le había dicho a Willard que ya hacía dos semanas de aquello.
Pero ya habían entrado en la casa. Berta estaba junto al fuego, tejiendo; Myra permanecía sentada en un sofá, con Lucy en su regazo, leyendo a la niña su libro de poemas antes de que se fuera a dormir. En cuanto Lucy vio a su papá, se deslizó del regazo de su madre y se le acercó corriendo para arrastrarlo hasta el comedor y jugar al juego nocturno del zalto. Jugaban a eso desde hacía un año, cuando el padre de Whitey había visto a la pequeña saltar a la alfombra desde la ventana del comedor.
—¡Eh! —había gritado el corpulento granjero a los demás—. ¡Lucy ha zaltado!
Lo pronunciaba de este modo, pues por algo hacía cuarenta años que era ciudadano de este país. Después de la muerte del padre, Whitey se había impuesto el deber de contemplar con admiración a su hija y, después de cada salto, gritar esas palabras que a ella le encantaba oír.
—¡Eh, Lucy ha zaltado! ¡Vuelve a zaltar, Lucy la oca! Otros dos zaltos y a la cama.
—¡No! ¡Tres!
—¡Tres zaltos y a la cama!
—¡No, cuatro!
—¡Vamos, zalta, zalta, y deja de quejarte, pequeña oca zaltarina! ¡Eh, Lucy va a zaltar, Lucy está a punto de zaltar! ¡Damas y caballeros, Lucy ha vuelto a zaltar!
¿Qué podía hacer? Al contemplar aquella escena, ¿qué demonios podía hacer? Y después de la larga discusión de la tarde, había decidido considerar disculpable el hurto de Whitey. ¿Se molestaría ahora en atrapar a su yerno en una minúscula mentira para salvar las apariencias? ¿Por qué, por qué si Whitey se había sentido tan avergonzado después de coger las medallas, por qué no las había devuelto? ¿No era lo más sencillo que podía hacer? ¿Por qué no había pensado en preguntárselo? Oh, estaba tan ocupado tratando de ser duro, inflexible, de hablar seriamente, de no permitir que existieran dos modos de solucionarlo, etcétera, que aquella pregunta ni siquiera se le había pasado por la cabeza. «Eh, tú, si te sentiste tan mal, ¿por qué no devolviste mis medallas?»
Pero en aquel momento Whitey subía las escaleras con Lucy sobre los hombros —«Zalta, dos, tres, cuatro»—, y él mismo sonreía a Myra diciéndole que sí, que sí, que los dos habían dado una buena y fortificante caminata.
Myra. Myra. No había duda de que había sido la niña más adorable que un padre podía soñar. Di dos cosas que las niñas hacen y Myra las hacía cuando las otras aún tomaban el biberón. Siempre estaba haciendo algo femenino: ganchillo, música, poesía… Una vez, en una fiesta escolar, recitó un poema patriótico que ella misma había escrito, y al acabar algunos de los hombres del auditorio se habían puesto en pie y aplaudido. Se comportaba tan maravillosamente bien que cuando venían a casa las señoras de la reunión de la Eastern Star —cuando todavía eran una familia de tres y Berta tenía tiempo para otras actividades—, solían permitir que la pequeña Myra se sentara en una silla y observara.
¡Oh, Myra! Era un puro deleite contemplarla: siempre alta y esbelta, con su suave pelo castaño, su piel sedosa y los ojos grises de Willard, que en ella destacaban tanto; a veces se imaginaba que su hermana Ginny podía haber sido muy parecida a Myra —frágil, de voz suave, recatada, con el porte de una princesa— si no hubiese sido por la escarlatina. Remontándose a la época en que era una niña, la fragilidad de los huesos de su hija podía llevar a Willard al borde de las lágrimas a causa del terror, especialmente las tardes en que solía sentarse para mirarla por encima del periódico mientras practicaba las lecciones de piano. Había momentos en que le parecía que nada en el mundo como la visión de los delgados y pequeños tobillos y muñecas de una hija podía lograr que un hombre quisiera hacer el bien en la vida.
La Cueva de Earl, refugio de amigotes. ¡Ojalá hubieran derribado ese lugar hacía años! ¡Ojalá nunca hubiera existido…! A petición de Willard, en Elks habían aceptado no permitir que Whitey bebiera hasta el atontamiento, y lo mismo en la taberna de Stanley (ahora regentadas por gente nueva; se le ocurrió pensarlo mientras encendían las luces de las calles en la ciudad); pero por cada camarero humano o semihumano, siempre había otro (llamado Earl) que en realidad se divertía aceptando el cheque del salario de un marido y padre para cobrarlo. Lo irónico era que en la Cueva de Earl probablemente jamás había estado un hombre que fuera ni la décima parte de trabajador, marido o padre que era Whitey, es decir, cuando las cosas no se le ponían en contra. Desgraciadamente, sin embargo, en aquellos momentos siempre parecía que las circunstancias conspiraban contra él; raramente duraba más de un mes cada vez, cuando sufría un desdichado ataque que, a fin de cuentas, debía llamarse por su nombre: falta de carácter. Es probable que aquel viernes por la noche, en el peor de los casos, hubiera avanzando por el sendero haciendo eses, hubiera abierto la puerta de un golpe, hubiera dicho algunas palabras sin sentido y se hubiera echado en la cama con la ropa puesta; esto y nada más si las circunstancias, la suerte o como se quiera llamar, no hubieran tramado que su primera mirada al entrar en casa recayera en su mujer, Myra, que remojaba sus frágiles piececillos en un cubo de agua. Luego debió de ver a Lucy inclinada sobre la mesa del comedor y seguramente comprendió (cómo podía comprender algo en medio de aquella nube de alcohol, si creía que lo estaban insultando) que había apartado el mantel de encaje y hacía los deberes de la escuela abajo para que su madre no estuviera sola cuando aquel hombre feroz regresara y tuviera que enfrentarse a él.
Willard y Berta habían salido a jugar al rummy como todos los viernes. Aquella noche, mientras conducía hacia la casa de los Erwin, estuvo de acuerdo en que se quedarían a tomar café y pastel, como la gente normal, sin estar pensando en lo que podía ocurrir. Si Willard quería regresar temprano a casa, dijo Berta, era asunto suyo. Ella trabajaba duramente toda la semana, tenía pocas satisfacciones y, sencillamente, no acortaría su noche porque al acabar el día su yerno prefería beber whisky en un bar mugriento en vez de tomar con su familia una cena preparada en casa. Había una solución para aquel problema, y Willard sabía muy bien cuál era. Pero ella estaba segura de una cosa: no pensaba renunciar a la partida de rummy de los viernes por la noche ni a la compañía de sus viejos amigos.
Myra se remojaba los pies… Sin saber cómo, Willard comprendió que no debía haberse ido dejándola así. No es que sufriera demasiados dolores, como ocurriría años más tarde con la jaqueca. Simplemente, era su aspecto lo que no le gustaba.
—Myra, debes sentarte. No veo por qué tienes que estar de pie tanto tiempo.
—Me siento, papá. Te aseguro que me siento.
—Entonces, ¿cómo es que tienes problemas con los pies?
—No tengo ningún problema.
—Es por las lecciones, que duran toda la tarde. Estás toda la tarde de pie junto al piano.
—Papá, nadie está de pie junto a un piano.
—Entonces, ¿a qué viene que te remojes los pies…?
—Papá, por favor…
¿Qué otra cosa podía hacer? Se asomó al comedor y dijo:
—Buenas noches, Lucy.
Al no obtener respuesta, caminó hasta donde la niña escribía en su cuaderno y le acarició el pelo.
—¿Qué le ha sucedido a tu lengua, jovencita? ¿No dices buenas noches?
—Buenas noches —dijo la niña sin molestarse en levantar la vista.
Oh, sabía que no debía irse. Pero Berta ya estaba sentada en el coche. No, no le gustaba la escena.
—Myra, no los tengas demasiado tiempo en remojo.
—Adiós, papá, que os divirtáis —dijo.
Así que por fin salió, y al llegar al coche se enteró de que había tardado cinco minutos en decir algo tan sencillo como «Buenas noches».
Bien, todo ocurrió exactamente como sospechaba: cuando Whitey llegó a casa tampoco le gustó la escena. La primera sugerencia que hizo a Myra fue que al menos podría cerrar las cortinas para que todos los que pasaran no tuvieran que ver que era una mártir. Cuando ella, presa del pánico, no se movió, él cogió una cortina para mostrarle cómo debía hacerlo, y la cortina se soltó del travesaño. De todos modos, solo había aceptado a aquellos estudiantes de piano (Whitey olvidó agregar que desde hacía siete años) para convertirse en una bruja y tratar de conseguir que él —dijo todo esto moviendo la cortina que tenía en la mano—, comenzara a salir con otras mujeres, puesto que así, además de sus pobres y estropeados piececillos, ella tendría otro motivo para lloriquear. El motivo por el que enseñaba piano era el mismo por el que no iría con él a Florida para comenzar allí una vida totalmente nueva. ¡Era por falta de consideración hacia él!
Ella trató de explicarle lo mismo que le había dicho a su padre —que creía que no existía una relación directa entre sus pies y su trabajo—, pero él no quiso escucharla. No, prefería sentarse allí con sus pobres pies en remojo y oír cómo todos le decían qué desgraciado y podrido hijo de puta tenía por marido, simplemente porque de vez en cuando le gustaba echar un trago.
Al parecer, no hay nada que un hombre pueda decir a una mujer —incluso a la que odia; y el hecho era que Whitey la amaba, la adoraba, la idolatraba— que él no le hubiese dicho a Myra. Luego, como si una ventana, un travesaño roto y todos aquellos insultos no fueran suficientes para una sola noche, cogió el cubo lleno de agua tibia y sales y, sin ningún motivo racional, lo volcó sobre la alfombra.
Willard se enteró de casi todo lo que había ocurrido gracias a un compasivo cofrade de la logia que aquella noche estaba de patrulla. Al parecer, la policía trató de que pareciera algo sin importancia y no un arresto en toda regla: no hicieron sonar la sirena al acercarse a la casa, aparcaron fuera del círculo de luz de la farola y aguardaron pacientemente en el pasillo mientras Whitey se abrochaba la chaqueta. Luego lo condujeron por la escalera de la fachada y por el sendero hasta el coche patrulla, de modo que los vecinos que estaban en las ventanas pudieron creer que los tres hombres habían salido a dar un agradable paseo, aunque dos de ellos llevaran pistolas y cartucheras. No lo sujetaban demasiado y trataban de bromear con él cuando Whitey, utilizando toda su fuerza física, se apartó de ellos. Ningún observador podía imaginarse lo que estaba haciendo. Su cuerpo se dobló por la mitad, por lo que durante un instante pareció que comía nieve; luego se enderezó de un salto y, meciéndose como empujado por el viento, arrojó un puñado de nieve hacia la casa.
La nieve cayó sobre el pelo de la muchacha, sobre su rostro y los hombros de su jersey; pero como solo tenía quince años, y con su nariz respingona y el lacio pelo rubio no parecía tener más de diez, ni siquiera titubeó; permaneció como estaba, con un pie en el primer escalón, otro en el camino y un dedo en el libro escolar; parecía lista para volver a sus tareas escolares, que solo había interrumpido para llamar al cuartel de la policía.
—¡Piedra! —gritó Whitey—. ¡Pura piedra! —Y arremetió.
El cofrade masón de Willard, aterrorizado por la escena —por Lucy, explicó, más que por Whitey, pues ya había visto antes a los de su clase—, decidió que era hora de cumplir con su deber:
—¡Nelson, este chico es tuyo!
Después de lo cual el borracho, ya fuera porque recordó que era el padre de la muchacha o porque deseara olvidar para siempre aquel parentesco, se liberó del policía, caminó hacia delante y, al parecer, hizo lo que pensaba hacer desde el principio: tirarse boca abajo sobre la nieve.
A la mañana siguiente, lo primero que Willard hizo fue sentarse con Lucy y darle una reprimenda.
—Cariño, sé que has pasado muchísimas cosas en las últimas veinticuatro horas. Sé que en tu vida has visto cosas que hubiera sido mejor que jamás hubieses visto. Pero, Lucy, debo hacerte una pregunta. Debo dejar muy clara una cuestión. Quiero saber por qué, cuando viste lo que sucedía aquí anoche, Lucy… Mírame… ¿Por qué no me telefoneaste a casa de los Erwin?
Ella agitó la cabeza.
—Bueno, sabías que estábamos allí, ¿verdad?
Asintió mirando el suelo.
—El número está en el listín, ¿verdad, Lucy?
—No lo pensé.
—Pero ¿en qué pensaste, jovencita…? ¡Mírame!
—¡Quería que él dejase de hacer lo que estaba haciendo!
—Pero, Lucy, al llamar a la cárcel…
—¡Llamé a alguien que lo parase!
—¿Por qué no me llamaste a mí? Quiero que respondas a esta pregunta.
—Porque…
—¿Por qué?
—Porque tú no puedes.
—Yo… ¿qué?
—Bueno —replicó, retrocediendo—, tú no…
—Ahora siéntate, quédate aquí y escúchame. En primer lugar, te guste o no, no soy Dios. Simplemente soy yo.
—No necesitas ser Dios.
—No cambies de tema. ¿Me escuchas? Solo eres una colegiala, y quizá lo que ocurre es que aún no sabes mucho de la vida. Quizá creas que sí, pero yo creo que no y soy tu abuelo, y estás en mi casa.
—¡Yo no elegí vivir aquí!
—¡Pero vives aquí! ¡Así que estáte quieta! No vuelvas nunca a llamar a la cárcel. ¡No lo necesitamos para nada! ¿Está claro?
—La policía —susurró.
—¡Ni a la policía! ¿Está claro o no?
Lucy no contestó.
—En esta casa somos gente civilizada y hay algunas cosas que no hacemos: esta es la primera. No somos gentuza, debes recordarlo. Somos capaces de arreglar nuestras disputas, de ocuparnos de nuestros asuntos, y no necesitamos que la policía lo haga por nosotros. Jovencita, en caso de que lo hayas olvidado, te recuerdo que soy subdirector de Correos de esta ciudad. Soy un miembro bien considerado de esta comunidad… Y tú también.
—¿Y mi padre? ¿Él también está bien considerado, signifique eso lo que signifique?
—¡Ahora no estoy hablando de él! Por supuesto que me ocuparé de él, no necesito tu ayuda para eso. Ahora mismo estoy hablando de ti y de algunas cosas que a los quince años es posible que ignores. Lucy, en esta casa hablamos con las personas. Les enseñamos el bien.
—¿Y si él no lo conoce?
—Lucy, no vamos a enviarlo a la cárcel. Eso es lo único importante, ¿está claro?
—¡No!
—Lucy, no soy yo quien se ha casado con él. Yo no vivo con él en la misma habitación, Lucy.
—¿Y qué?
—Que lo que te estoy diciendo es que existen muchas cosas, muchísimas, sobre las que no tienes la menor idea.
—Sé que esta es tu casa. Sé que le has dado un lugar donde vivir, sin tener en cuenta lo que le hace o le dice a ella.
—Le doy un hogar a mi hija, eso es lo que hago. Y te doy un hogar a ti. Lucy, tengo una buena posición y hago lo que puedo por la gente a la que quiero y que vive aquí.
—Bueno —agregó la muchacha comenzando a llorar—, quizá sepas que no eres el único que lo hace.
—Oh, cariño, lo sé, lo sé. Pero son tus padres, ¿no te das cuenta?
—Entonces ¿por qué no se comportan como padres? —dijo gritando, y abandonó corriendo la habitación.
En ese momento entró Berta.
—Willard, he oído lo que te ha dicho. He oído su tono. Eso es lo que recibo a cambio cada día.
—Yo también, Berta. Todos lo recibimos.
—Entonces ¿qué piensas hacer? ¿Cuándo acabará esto? Creí que convertirse en católica a los quince años sería lo último que se sacaría de la manga. Huir a la Iglesia católica, ir a visitar a las monjas durante todo un fin de semana y ahora esto.
—Berta, solo puedo decir lo que sé. Lo único que tengo son demasiadas palabras y demasiados modos distintos de decirlas, y aparte de eso…
—Aparte de eso —interrumpió Berta—, ¡un buen golpe! ¿A quién se le ocurre algo así? Lanzar a toda una familia al escándalo público…
—Berta, la muchacha perdió la cabeza. Se asustó. Él provocó el escándalo, el muy idiota, al hacer lo que hizo.
—Bien, hasta un tonto podría haber supuesto que esto ocurriría. Hasta un tonto puede prever también lo que ocurrirá ahora y que, probablemente, involucrará al FBI.
—Berta, yo me encargaré de eso. Exagerar las cosas no nos ayudará.
—Willard, ¿cómo te las arreglarás para ocuparte de esto? ¿Irás a la cárcel y lo sacarás de allí?
—En este mismo momento estoy decidiendo lo que haré —repuso él.
—Willard, mientras lo decides, quisiera recordarte que los Higgle están entre los fundadores de esta ciudad. Los Higgle formaron parte del primer grupo de colonos que construyeron de la nada esta ciudad. Willard, mi abuelo Higgle construyó la cárcel… Y estoy contenta de que no viva para ver para qué la construyó.
—Oh, Berta, conozco toda esta historia, y la valoro.
—Señor Carroll, no te burles de mi orgullo. ¡Yo también soy una persona!
—Berta, la chica no volverá a hacerlo.
—¿De veras? En su habitación tiene rosarios, santos y todo tipo de baratijas católicas. ¡Y ahora esto…! Por lo que veo, parece estar tomando posesión de esta casa.
—Berta, ya te lo he explicado: se asustó.
—¿Y quién no se asusta cuando ese bárbaro busca pelea? En otros tiempos, a un hombre como él lo ponían en un tren y lo hacían salir de la ciudad.
—Bueno, quizá ya no existan esos otros tiempos —concluyó.
—¡Pues aún es más lamentable!
Por último Myra. Su Myra:
—Myra, estoy sentado aquí pensando qué debo hacer. Te diré que, en realidad, tengo dos alternativas. Nunca creí que viviría para ver lo que ha ocurrido aquí. He hablado con Lucy. Me ha prometido que nunca volverá a ocurrir nada parecido.
—¿Lo ha prometido?
—Más o menos, yo diría que sí. Acabo de hablar con tu madre. Myra, no lo soporta más. Y no la culpo. Pero creo que le he hecho comprender la situación. Porque su opinión, para decirlo bruscamente, es dejar que tu marido siga encerrado en la cárcel y se pudra en ella.
Myra cerró los ojos, profundamente marcados por los círculos púrpura que todo su llanto secreto había producido.
—Pero la he calmado —agregó.
—¿Sí?
—Más o menos, creo que sí. Aceptará mi decisión sobre el asunto. Myra —agregó—, es un largo tira y afloja que ya dura doce años. Para todos los que vivimos aquí ha sido una larga lucha.
—Papá, nos vamos a mudar, así que todo eso ha acabado. La lucha ha terminado.
—¿Qué?
—Nos iremos a Florida.
—¡Florida!
—Donde Duane pueda empezar de cero, fresco…
—Myra, no ha habido una sola mañana de su vida en la que se despertara fresco, ni siquiera aquí.
—Papá, pero aquí tiene sobre su cabeza el techo de otro.
—¿Y eso por qué? Bueno, Myra, ¿por qué? ¿En qué lugar de Florida tendrá lo que hay que tener si no es capaz de tenerlo aquí? Me gustaría saberlo.
—Tiene parientes en Florida.
—¿Quieres decir que irá allí y vivirá a su costa?
—No vivirá a su costa.
—Supongamos que lo que ocurrió anoche hubiera sucedido en Florida o en Oklahoma. ¡O donde sea!
—¡Pero no será así!
—¿Y por qué no? ¿Porque el clima es mejor? ¿Por el hermoso color del cielo?
—Porque podrá ser él mismo. Eso es lo único que quiere.
—Querida, también es lo que yo quiero, es lo que todos queremos. Pero, Myra, ¿dónde está la prueba de que siendo él mismo, con una hija, una esposa, con todas las responsabilidades…?
—Pero es un hombre tan bueno… —dijo comenzando a sollozar—. Me despierto por la noche, oh, papá, me despierto y él me dice: «Myra, eres lo mejor que tengo… Myra… Myra, no me odies. Oh, si nos pudiéramos ir…».
A la mitad de su primer semestre en la universidad, cuando Lucy volvió a casa el día de Acción de Gracias para comunicar que se casaba, Whitey se sentó en el borde del sofá del salón y, sin más, se sintió deprimido.
—Pero yo quería que se graduara en la universidad —dijo.
Hundió la cabeza entre las manos, y los sonidos que surgían de su boca podrían haber suavizado todo lo que se había endurecido en su contra si no fuese porque pensaba que quizá aquel era el motivo por el que producía aquellos sonidos. Durante la primera hora no dejó de llorar como una mujer, luego jadeó como un niño hasta que ella casi se sintió obligada a perdonarlo al ver que hacía aquello de aquella manera, delante de su propia familia, porque quería hacerlo.
Y luego sobrevino el milagro: al principio pareció enfermo o quizá a punto de hacer algo contra sí mismo. Mirarle era algo realmente aterrador. Durante varios días apenas probó bocado, aunque estaba en casa a la hora de comer; por las tardes se sentaba en el porche delantero y se negaba a hablar o a entrar cuando hacía frío. Una vez, en plena noche, Willard oyó ruidos por la casa y entró en la cocina, en bata, para descubrir a Whitey preparándose una taza de café.
—¿Qué pasa, Whitey, no puedes dormir?
—No quiero dormir.
—¿Qué ocurre, Whitey? ¿Por qué estás completamente vestido?
Whitey se volvió hacia la pared, de modo que lo único que Willard podía ver, mientras el enorme cuerpo de su yerno comenzaba a temblar, eran sus anchos hombros y su grueso y fuerte cuello.
—¿Qué ocurre, Whitey? ¿Qué piensas hacer? Dímelo.
El día después de la boda de Lucy, Whitey bajó a desayunar con la corbata puesta sobre la camisa de trabajo y fue a la tienda vestido así. Al anochecer, en casa, sacó la caja de cepillos, trapos y betún y lustró sus zapatos hasta que pareció el trabajo de un profesional. Preguntó a Willard:
—¿Quieres que lustre también los tuyos?
Willard le dio sus zapatos y se sentó a su lado, en calcetines, mientras lo increíble sucedía ante sus propios ojos.
Durante el fin de semana Whitey encaló el sótano y prácticamente cortó una cuerda entera de troncos; Willard se paró delante de la ventana de la cocina y lo observó manejar el hacha a golpes violentos y regulares.
Pasó aquel mes, también el siguiente y, aunque de vez en cuando abandonaba su actitud silenciosa, enfermiza, y volvía a mostrar su viejo carácter jocoso e infantil, ya no había duda alguna de que al fin algo había ocurrido y penetrado en su corazón.
Aquel invierno Whitey se dejó crecer el bigote. Durante las primeras semanas, los muchachos de la tienda le hicieron las bromas de costumbre, pero él siguió dejándoselo crecer y en marzo ya habían olvidado cómo era sin bigote. Parecía que definitivamente aquel chico fuerte, grandullón y mal encaminado había decidido, a los cuarenta y dos años, convertirse en un hombre. Willard empezó a llamarlo, como Berta y Myra habían hecho siempre, por su nombre de pila: Duane.
En realidad, en aquella época empezó a comportarse como Willard sospechaba que haría, teniendo en cuenta que en 1930 había sido un joven ansioso. Por aquel entonces ya era un electricista de primera categoría y también un excelente carpintero; tenía planes, ambiciones, sueños. Uno de ellos consistía en construir una casa para él y para Myra, si ella consentía en ser su esposa: una casa al estilo de Cape Cod, con un patio vallado, que construiría con sus propias manos… No era un sueño tan inalcanzable. A los veintidós años parecía tener la fuerza y la energía necesarias para hacerlo. Y, además, sabía cómo hacerlo. Imaginaba que, a excepción del sistema de cañerías (un amigo de Winnisaw ya le había prometido que instalaría la tubería a precio de coste), podría construir una casa de dos plantas en seis meses, si trabajaba noches y fines de semana. Siguió con sus planes, y un buen día entregó un depósito de cien dólares para la compra de un terreno en el extremo norte de la ciudad: una inversión inteligente, porque lo que entonces era solo bosque ahora se había convertido en Liberty Grove, la zona más sofisticada de la ciudad. Había entregado un depósito, había comenzado a diseñar sus propios planos, llevaba sus primeros seis meses de matrimonio cuando surgió la calamidad nacional… Seguida rápidamente del nacimiento de una hija.
Por el modo en que ocurrió, Whitey se tomó muy a pecho la Gran Depresión. Parecía un niño pequeño que, preparado para dar sus primeros pasos, se pone de pie, sonríe, mueve un pie, y entonces una de esas inmensas bolas de hierro que se usan para demoler edificios aparece de la nada, dando vueltas, y lo golpea justo entre los ojos. En el caso de Whitey, le costó casi diez años reunir el valor necesario para ponerse de pie y volver a intentarlo. El lunes 8 de diciembre de 1941 cogió el autobús que bajaba hacia Fort Kean para alistarse en el Servicio de Guardacostas de Estados Unidos y fue rechazado por un soplo cardíaco. Durante la semana siguiente intentó alistarse en la Marina y por último en el Ejército. Les explicó que había jugado tres años al béisbol en el viejo instituto Selkirk, pero no le sirvió de nada. Se deslomó trabajando en la fábrica de extintores de incendios de Winnisaw, y por las noches cada vez estaba menos en la casa y cada vez más en la Cueva de Earl.
Pero ahora había vuelto a ponerse en pie, y le había dicho a Myra que, cuando el año escolar terminara, informara a los padres de sus alumnos de que dejaba de dar clases de piano. En cualquier caso, ella sabía tan bien como él que cuando empezó a darles lecciones se suponía que iba a ser solo por un tiempo. Nunca debió permitirle que siguiera con las clases, aunque significara la entrada de dinero extra todas las semanas. Y no le importaba si a ella le interesaba o no ocupar su tiempo de esa manera. Esa no era la cuestión. La cuestión era que él no necesitaba ningún colchón que le protegiese de una hipotética caída. Porque ya no caería. En principio, este era el único problema: había conseguido todos aquellos puntos de apoyo y colchones para volver a empezar y solo le habían servido para impedirle progresar al recordarle, precisamente durante la recuperación, que todo había sido un fracaso. Se empieza pensando que se es un fracasado y que no hay nada que hacer; después nos damos cuenta de que no estamos haciendo nada, excepto fracasar un poco más. Beber, perder empleos, conseguir empleos, beber y perderlos… Myra, es un círculo vicioso.
Decía que quizá si hubiera entrado en el ejército habría salido de esa experiencia convertido en una persona diferente, que tal vez habría recuperado algo de confianza en sí mismo. Pero todos esos años había tenido que caminar por las calles de Liberty Center mientras otros hombres arriesgaban sus vidas y mientras la gente de la ciudad se preguntaba por qué un gran boxeador como Whitey Nelson se mantenía apartado de la guerra, lejos de la muerte, y lo señalaban ante sus propias narices por el hecho de vivir a costa de su suegro. No, Myra, no, sé lo que la gente murmura y lo que dicen… Lo peor es que probablemente tienen razón. No, sé que un soplo cardíaco no es culpa de la persona que lo sufre; no, las personas tampoco tienen la culpa de la Depresión, pero, como sabes, la Depresión ya ha pasado. Mira a tu alrededor. Esto es prosperidad. Era una nueva etapa, y esta vez él no se quedaría rezagado, no cuando cualquier Mengano, Fulano o Zutano se enriquecía y hacer dinero estaba al alcance de quien se lo propusiese. En primer lugar, ella debía decir a los padres de sus alumnos que dejaría de dar clases cuando concluyera el año escolar. El siguiente paso consistía en pensar en dejar la casa de su padre. No, a Florida no. Probablemente Willard tenía razón cuando decía que eso era alejarse de la verdad. Él había comenzado a pensar —no lo iba a prometer para no tener que desdecirse otra vez— que quizá era posible considerar alguno de esos proyectos de casas prefabricadas como la que un tipo había instalado cerca de Clark’s Hill…
Myra, que le había explicado a su padre todo lo que Duane había dicho, estuvo a punto de echarse a llorar. Willard le dio unas palmaditas en la espalda y también se emocionó al pensar: «Entonces no ha sido en vano». Lo único que le entristeció fue que todo aquello parecía haber sucedido porque la pequeña Lucy había seguido adelante con sus planes y se había casado con la persona equivocada y por razones equivocadas.
Primavera. Todas las noches Duane se levantaba después de cenar, se golpeaba las rodillas como si ponerse de pie fuera una experiencia reconfortante en sí misma y, apartando el nuevo yo de las viejas tentaciones, caminaba por Broadway hasta el río. A las ocho en punto volvía y se lustraba los zapatos. Noche tras noche Willard se sentaba frente a él y lo observaba, como hipnotizado, no como si su yerno fuera otro hombre que se limpiaba los zapatos después de un día de trabajo, sino como si delante de sus ojos se estuviera inventando la idea misma de cepillar y lustrar zapatos. En realidad, comenzó a pensar que en lugar de alentar a aquel hombre a que se mudara de casa debía estimularlo para que se quedara. Tenerlo cerca se estaba convirtiendo en un verdadero placer.
Una noche de mayo, antes de la hora de acostarse, los dos hombres se pusieron a conversar seriamente sobre el futuro. Cuando amaneció, ninguno de los dos podía recordar quién había sugerido que tal vez fuera el momento propicio para que Duane volviera al proyecto original de su vida, que consistía en trabajar por su propia cuenta. Con las nuevas urbanizaciones de viviendas que surgían por todas partes, alguien con sus conocimientos de electricidad estaría en pocas semanas cargado de trabajo. Era cuestión de tener el capital necesario para comenzar, y el resto surgiría por sí mismo.
Unas horas más tarde, un soleado sábado por la mañana, afeitados y trajeados, fueron al banco a pedir un crédito. A las siete de la tarde, después de la siesta y de una buena cena, Duane salió a dar un paseo. Mientras tanto, Willard se sentó con papel y lápiz y comenzó a calcular el dinero disponible, lo que el banco había dicho que prestaría, más algunos ahorros que tenía… A las once, el papel estaba lleno de círculos y de equis; a medianoche, cogió el coche para dar, una vez más, las vueltas de costumbre.
Encontró a Whitey en el callejón de detrás de la barbería de Chick, junto a un negro desconocido y un neumático. Whitey rodeaba el neumático con sus brazos; el tipo de color estaba frío, echado sobre el pavimento. Hizo todo lo que pudo para separar a Whitey del neumático, como por ejemplo patearle las costillas, pero Whitey parecía tener algún tipo de vínculo romántico con el neumático.
—Maldita sea —dijo Willard mientras lo arrastraba hacia el coche—. ¡Suelta eso!
Pero Whitey, en lugar de rendirse y permitir que le separaran de su neumático, hizo huelga de brazos caídos en la acera. Explicó que él y Cloyd habían corrido grandes riesgos para conseguirlo, y además, por si Willard no se había dado cuenta, estaba nuevecito.
Pesaba cinco kilos más que Willard, tenía veinte años menos y, borracho como estaba, pasó cerca de media hora más en el callejón de Chick antes de que fuese posible separarlo de lo que él y su nuevo amigo habían «tomado prestado» en solo Dios sabía dónde.
A la mañana siguiente, a pesar de todo, tenía el color de la harina de avena y bajó a desayunar a la hora de costumbre. Llevaba corbata. No obstante, pasaron dos semanas antes de que volviese a mencionar el asunto del crédito bancario o del trabajo de electricista, y no fue Willard quien lo sacó a colación. Un sábado por la tarde estaban los dos sentados a solas en el salón, escuchando el partido de los White Sox, cuando Whitey se puso de pie y, mirando a su suegro, señaló:
—Es así, Willard. Un contratiempo y toda la nueva vida de un hombre… ¡se va por el desagüe!
Una noche de junio, mientras todos se preparaban para acostarse, Myra explicó a Whitey algo que a este no le gustó, pues se trataba de su nueva vida y de la de su esposa. Adolph Mertz, que aquella tarde había recogido a Gertrude después de la clase de piano, preguntó si Whitey seguía interesado en trabajar por su cuenta como electricista, pues un tipo de Driscoll Falls se retiraba y vendía todo su material de trabajo a buen precio: equipo, camioneta… Entonces, Whitey la golpeó con sus pantalones y estuvo a punto de sacarle un ojo con la hebilla del cinturón. Pero no era su intención hacer tal cosa… ¡solo le advertía que no le volviera a fastidiar con algo que no era culpa suya! ¿Por qué abría la boca para hablar de planes que no se habían llevado a cabo todavía? A aquellas alturas, solo era asunto del propio Whitey… y de Willard, aunque su padre quisiera escurrir el bulto en todo aquel asunto. En realidad, la cuestión ya estaba en manos de Whitey, que podía volver al banco cualquier día de la semana. Pero Willard le había retirado su apoyo y perdido su confianza en el asunto, después de haberle estimulado a que lo pusiera en práctica. En realidad, vivir en casa de Willard había socavado su confianza en sí mismo todo el tiempo, desde el principio. ¡Un hombre adulto tratado como un caso de caridad! Claro, echadle la culpa a él, echadle toda la culpa a él… Pero ¿quién había ido llorando a papaíto hacía unos años, simplemente porque había crisis económica y su marido se había quedado sin trabajo, más o menos como la mitad de los hombres del país, maldita sea? ¿Quién había querido volver junto a su papá, un funcionario con un trabajo tranquilo y sin riesgos? ¿Quién no podía irse al sur con su propio marido para comenzar una nueva vida? ¿Quién? ¿Él? ¡Claro, siempre él! ¡Solo él! ¡Nadie más que él!
En cuanto a haberla golpeado, dijo al volver de la cocina con unos cubitos de hielo para ponerle en el ojo, ¿lo había hecho alguna vez con la intención de hacerle daño?
—¡Jamás! —gritó, arreglándose la ropa—. ¡Jamás, ni una sola vez!
Willard corrió hacia el pasillo mientras el indignado Whitey empezaba a bajar la escalera por segunda vez.
—Ahora ya podréis pasar días y noches —declaró Whitey mientras se abotonaba el abrigo— hablando, riendo y contando historias sobre el fracaso que soy… ¡porque me marcho!
Las lágrimas corrían por su rostro, y parecía sentirse tan hundido y angustiado que por un momento Willard se quedó estupefacto. De todos modos, comprendió la verdad más claramente que durante los quince años anteriores: «Este hombre no puede hacer nada para remediarlo. Sufre a causa de sí mismo. Como Ginny».
Pero cuando Whitey pasó junto a él por segunda vez —había vuelto a la cocina para beberse el último vaso de su maravillosa agua, si es que no les molestaba—, el afligido padre salió a la puerta y, como medida de seguridad, echó el cerrojo y le gritó:
—¡No me interesa lo que eres! ¡Nadie golpea a mi hija! ¡Ni en esta casa ni fuera de ella!
Whitey comenzó a golpear la puerta a las dos de la madrugada. Willard salió al pasillo en bata y zapatillas, y encontró a Myra en lo alto de la escalera, en camisón.
—Me parece que está lloviendo —dijo Myra.
—¿Los pies doloridos no te parecen suficiente? —le gritó Willard—. ¿También quieres quedarte ciega?
Whitey comenzó llamar al timbre.
—¿De qué le servirá quedarse bajo la lluvia? —preguntó—. Los pies doloridos no tienen nada que ver con él.
—Myra, no soy su padre… ¡sino el tuyo! ¡Deja que se moje un poco! ¡No puedo seguir preocupándome más de que las cosas le vayan bien!
—Pero yo no debería haber mencionado aquel asunto. Lo sabía.
—Myra, ¿quieres dejar de echarte la culpa, por favor? ¿Me oyes? Eso no tiene nada que ver contigo… ¡sino con él!
Berta apareció en el pasillo.
—Jovencita, si es culpa tuya, entonces sal y quédate bajo la lluvia.
—Pero, Berta… —comenzó a decir Willard.
—Señor Carroll, ¡esa es la solución, te guste o no!
Dejó a su marido y a su hija a solas en el pasillo. Whitey empezó a patear la puerta.
—Pues bien, Myra, es evidente que ha debido de perder el juicio, ¿no? Tiene que haber perdido la razón para patear la puerta de este modo.
Los dos permanecieron en el pasillo mientras Whitey seguía pateando la puerta y llamando al timbre.
—Dieciséis años —dijo Willard—. Dieciséis años así. Fíjate: todavía se pone en ridículo.
Cinco minutos después, Whitey se detuvo.
—De acuerdo —declaró Willard—. Mejor así. Myra, no permitiré este tipo de conducta ni ahora ni nunca. Ahora que ha vuelto la calma, abriré la puerta. Los tres nos sentaremos en el salón, y no tengo ningún inconveniente en charlar hasta que amanezca, pero llegaremos al meollo del asunto. ¡Porque él no volverá a pegarte…! ¡Ni a ti ni a nadie!
Así que abrió la puerta, pero Whitey ya no estaba allí.
Aquello había ocurrido el miércoles por la noche. El domingo Lucy fue a la ciudad. Llevaba un vestido de premamá, marrón oscuro y de tela gruesa; su rostro emergía de él como una pálida y pequeña bombilla. Todo a su alrededor parecía sumamente pequeño en relación con su vientre.
—Bueno —dijo Willard alegremente—, ¿qué se le pasa a Lucy por la cabeza?
—La madre de Roy se lo ha contado —replicó Myra, de pie en medio del salón.
Willard volvió a hablar:
—¿Qué le ha contado, querida?
—Papá, no creas que me ahorras sufrimiento, porque no es así.
Nadie supo qué decir.
Por fin, Myra preguntó:
—¿Cómo le va a Roy en la universidad?
—Madre, mírate el ojo.
—Lucy —comenzó a decir Willard cogiéndola del brazo—, quizá tu madre no quiera hablar de eso. —Se sentó a su lado en el sofá—. ¿Qué te parece si nos hablas de ti? Tú eres la que tiene una vida totalmente nueva. ¿Cómo está Roy? ¿Vendrá?
—Papá Will —afirmó, volviendo a ponerse de pie—, ¡le puso el ojo morado!
—Lucy, a nosotros nos disgusta tanto como a ti. No es agradable mirarlo, y cada vez que lo veo me pongo furioso… pero, afortunadamente, no ha habido un daño físico irreparable.
—Oh, qué bien.
—Lucy, yo también estoy disgustado, créeme, y él lo sabe. De acuerdo, la gente se ha enterado. Ya lleva tres días fuera de casa. Cuatro, si contamos hoy. Por lo que sé, ha metido el rabo entre piernas y parece que está muy avergonzado…
—Pero ¿en qué acabará todo esto, papá Will? —preguntó Lucy—. ¿Qué pasará ahora?
Bueno, lo cierto era que aún no había tomado una decisión. Por supuesto, Berta ya la había tomado, y se la repetía todas las noches, al acostarse. Con las luces apagadas, él se daba la vuelta hacia un lado, luego hacia el otro, hasta que su esposa, a quien creía dormida a su lado, decía:
—Willard, no es necesario darle tantas vueltas. Él se va, y si ella quiere se irá con él. Myra ya tiene treinta y nueve años.
—Berta, la edad no es el problema, y tú lo sabes.
—No, desde luego para ti no lo es. Tú la mimas, la cuidas como si fuera de oro.
—Yo no mimo a nadie. Estoy tratando de usar la cabeza. Es complicado.
—Es sencillo, Willard.
—No, por supuesto que no lo es, y nunca lo ha sido, ni siquiera con gran esfuerzo de la imaginación. Tampoco lo fue cuando estaba de por medio una muchacha adolescente, en edad de ir al instituto. No cuando se trataba de desarraigar a toda una familia…
—Pero Lucy ya no vive aquí.
—Supongamos que se van: entonces ¿qué? Explícate.
—Willard, no sé lo que sucedería ni lo que sucederá. Pero nosotros dos merecemos tener una vida digna durante nuestros últimos años, sin que la tragedia resurja a cada momento.
—Bueno, Berta, pero hay que pensar en los demás.
—Me pregunto cuándo me tocará ser uno de los demás. Supongo que cuando esté en la tumba, si es que duro tanto. Willard, la solución es sencilla.
—No, no lo es, y no lo será aunque me lo repitas cincuenta veces cada noche. ¡La gente es más frágil de lo que tú a veces supones!
—Eso es asunto de ellos.
—¡Berta, estoy hablando de mi propia hija!
—Willard, tiene treinta y nueve años. Y tengo entendido que su marido tiene más de cuarenta, o eso parece. Tienen que preocuparse de sí mismos, y ni tú ni yo debemos hacerlo; no es asunto nuestro.
—Bueno —añadió él después de un momento—, supongamos que todo el mundo pensara así. ¿Te parece que sería un mundo hermoso donde vivir? Todos diciendo que las demás personas no son asunto nuestro, ni siquiera los propios hijos.
Ella no replicó.
—Supongamos que Abraham Lincoln hubiera pensado de este modo, Berta.
Silencio.
—O Jesucristo. Si todos pensaran así, Jesucristo jamás habría existido.
—Tú no eres Abraham Lincoln. Eres el subdirector de Correos de Liberty Center. En cuanto a Jesucristo…
—No pretendía compararme con ellos. Solo ponía un ejemplo.
—Por lo que recuerdo, me casé con Willard Carroll y no con Jesucristo.
—Oh, ya lo sé, Berta…
—Déjame decirte que si hubiera sabido de antemano que me convertiría en la señora de Jesucristo…
En cuanto a la pregunta de Lucy sobre en qué acabaría todo esto…
—¿En qué acabará todo esto? —repitió Willard.
Para aclarar sus ideas, Willard apartó los ojos de la inquisitiva mirada de Lucy y miró por la ventana… ¿Quién caminaba en aquel mismo momento por el sendero de delante, con el pelo húmedo y peinado, los zapatos lustrados y un bigote de gran señor?
—Bueno —musitó Berta—. Mira quién ha venido.
El timbre sonó una sola vez.
Willard se volvió hacia Myra.
—¿Le dijiste que viniera, Myra? ¿Sabías que vendría?
—No. No. Lo juro.
Whitey volvió a llamar.
—Es domingo —explicó Myra cuando nadie se movió para abrir la puerta.
—¿Y qué? —inquirió Willard.
—Quizá tiene algo que decirnos. Algo que decir. Es domingo. Está totalmente solo.
—Madre —gritó Lucy—. Te pegó. Con un cinturón.
Whitey comenzó a golpear el cristal de la puerta principal.
Myra, aturdida, preguntó a su hija:
—¿Esto es lo que Alice Bassart anda diciendo a la gente?
—¿No es eso lo que ocurrió?
—¡No! —replicó Myra cubriéndose el ojo amoratado—. Fue un accidente… Algo que él ni siquiera tuvo la intención de hacer. No sé lo que ocurrió. ¡Pero ya ha pasado!
—¡Por una vez, madre, solo por una vez, protégete a ti misma!
—Lo único que sé —dijo Berta— … ¿Me oyes, Willard? Lo único que sé es que me parece que va a atravesar ese cristal de quince dólares con el puño.
Pero Willard dijo:
—Ahora, en primer lugar, quiero que todos os tranquilicéis. Ha estado fuera tres días enteros, algo que jamás había ocurrido…
—Oh, papá Will, estoy segura de que ha encontrado en alguna parte un cálido rincón… provisto de una barra.
—¡Sé que no es así! —aclaró Myra.
—Entonces, ¿dónde ha estado, madre, en el Ejército de Salvación?
—Espera, Lucy, espera un momento… —pidió Willard—. No es necesario gritar. Por lo que sé, no ha perdido un solo día de trabajo. En cuanto a sus noches, sé que ha dormido en casa de Bill Bryant, en el sofá….
—¡Oh, por favor…! —gritó Lucy. Salió de la habitación y se fue por el pasillo.
Los golpes en el cristal cesaron. Por unos momentos no se oyó sonido alguno, pero luego oyeron que el cerrojo se cerraba de golpe y Lucy gritaba:
—¡Nunca! ¿Has comprendido? ¡Nunca!
—No —gimió Myra—. No.
Lucy volvió a la habitación.
Myra preguntó:
—¿Qué has hecho?
—¡Madre, este hombre está más allá de toda esperanza, más allá de todo!
—Ojalá fuese así… —dijo Berta.
—¡Oh, tú ni siquiera entiendes lo que estoy diciendo! —dijo Lucy volviéndose hacia su abuela.
—¡Willard! —gritó Berta de pronto.
—¡Lucy! —gritó Willard.
—Oh, no —exclamó Myra, que mientras tanto había corrido hasta el pasillo—. ¡Duane!
Pero él ya se había alejado corriendo por la calle.
Cuando Myra abrió la puerta y salió corriendo al porche, él ya había doblado la esquina y desaparecido de la vista. Se había ido.
Hasta ahora. Lucy le había cerrado la puerta, Whitey la había visto hacerlo: a través del cristal había visto cómo su hija de dieciocho años, embarazada, echaba el cerrojo para impedir que entrase en la casa. Después de aquello, no se había atrevido a volver. Hasta ahora, que habían pasado casi cinco años y que Lucy estaba muerta. Debía de hacer veinte minutos que Willard esperaba en aquella estación. A menos que Whitey se hubiese impacientado y hubiera decidido volverse por donde había venido, a menos que hubiese decidido que esta vez debía desaparecer para siempre.
El dolor atravesó la pierna derecha de Willard, desde la cadera hasta la punta de los dedos, aquella aguda y ardiente línea de dolor. ¡Cáncer! ¡Cáncer en los huesos! ¡Otra vez estaba ahí! También el día anterior había sentido aquel dolor que le insensibilizaba la pantorrilla y le llegaba hasta el pie. Y también lo había sentido hacía dos días. Sí, le llevarían al médico, este le haría una radiografía, le diría que se acostara, le contaría mentiras, le daría calmantes y un día, cuando fuera demasiado doloroso, haría que lo llevaran al hospital y observaría cómo se moría… Pero entonces el dolor se suavizó. No, no era cáncer de huesos. Solo se trataba de su ciática.
Pero ¿qué esperaba sentado allí, a la intemperie? Los hombros de su chaqueta estaban cubiertos de nieve, lo mismo que la punta de las botas. El primer resplandor del invierno brilló suavemente sobre los senderos y las piedras del cementerio… El viento había amainado. La noche era fría y oscura… Y pensaba que sí, que tendría que ocuparse de la ciática, que ya no podía seguir tomándosela a broma. Probablemente, lo más inteligente sería ir en silla de ruedas durante un mes, para disminuir la inflamación del nervio ciático. El doctor Eglund le había dado aquel consejo hacía dos años; quizá no fuese tan mala idea como le había parecido entonces. Un largo y reparador descanso. Se pondría una mantita sobre las rodillas, se instalaría en un agradable y soleado rincón con el periódico, la radio y la pipa, y lo que sucediera en la casa no tendría nada que ver con él. Solo se preocuparía de ganarle la batalla al nervio ciático de una vez por todas. Seguramente, trasladarse a sí mismo en una silla de ruedas de una habitación a otra es un derecho que se posee a los setenta años…
O bien podría fingir que no oía nada, fingir que se estaba quedando sordo. ¿Quién notaría la diferencia? Sí, esa podía ser la forma de arreglarlo todo sin meter ninguna silla de ruedas de por medio. Simplemente mostrarse desinteresado, encogerse de hombros y alejarse caminando. Durante los meses siguientes podría fingir, de vez en cuando, que perdía alguna de sus facultades. Sí, señor: conseguir que aprendieran a prescindir de él, solo eso. Le parecía bien que utilizaran su casa por un tiempo, pero más que eso… Bueno, sencillamente no quería preocuparse por aquellas cosas. Quizá para lograr su objetivo de modo evidente, para asegurarse de lograrlo, sabiendo exactamente lo que hacía todo el tiempo (por supuesto, no en el sentido en que lo haría Berta), debía hacer lo que, por desgracia, su triste y viejo amigo John Erwin había comenzado a hacer: mojar la cama.
«Pero ¿por qué? ¿Por qué tengo que envejecer? ¿Por qué renunciar a mi inteligencia si no es el caso? —Se levantó de un salto—. ¿Por qué coger una neumonía y preocuparme porque estoy enfermo… cuando todo lo que he hecho lo he hecho bien?»
El temor a la muerte, a la horrible y odiosa muerte, lo obligó a apretar los párpados con fuerza.
—¡Bueno! —gritó—. ¡Hagamos algo por los otros!
Y bajó la colina, sacudiéndose la nieve de la chaqueta y de la gorra, mientras sus viejas y doloridas piernas lo sacaban tan rápido como podían del cementerio.
Los latidos del corazón de Willard no recuperaron algo parecido a su ritmo normal hasta que no hubo recorrido el camino del cementerio y estuvo bajo las farolas de la calle South Water. El hecho de que el invierno volviese a comenzar no significaba que nunca volvería a ver la primavera. No solo viviría hasta entonces, sino que estaba vivo ahora mismo. ¡Del mismo modo que todos los que hacían compras y conducían coches, tuvieran problemas o no, estaban vivos! ¡Vivos! ¡Todos estamos vivos! ¿Cómo se le había ocurrido ir al cementerio? ¡A aquellas horas y con aquel tiempo! ¡Por Dios! Era un pensamiento bastante tenebroso, enfermizo, innecesario e irreflexivo. Había infinidad de cosas en que pensar, y no todas eran malas. Pensar, por ejemplo, en cómo se reiría Whitey cuando se enterara de cómo, en plena noche, como si se hubiera juzgado y condenado a sí mismo, el edificio que había albergado la Cueva de Earl se había desplomado empezando por el techo, y luego había tenido que ser demolido. Y que el bar de Stanley había cambiado de dueño. Whitey despreciaba tanto un bar de baja estofa como cualquiera, cuando estaba en sus cabales… Y esto ocurría con mucha más frecuencia de lo que parecía cuando uno, adrede, se dedicaba a recordarle los momentos bajos de su vida. Pero aquello podía hacerse con cualquiera, pensar únicamente en sus momentos bajos… Cuando viese el nuevo centro comercial… Cuando caminase por primera vez por Broadway… Seguro que podrían hacerlo juntos, y Willard le contaría que los Elk habían remodelado…
—Oh, mierda, si ya tiene casi cincuenta años… ¿Qué más puedo hacer?
Hablaba en voz alta mientras conducía hacia la ciudad.
—En Winnisaw le espera un trabajo. Todo se ha arreglado gracias a sus palabras, a sus deseos, al hecho de que lo haya pedido. En cuanto a la mudanza, es absolutamente temporal. Creedme, soy demasiado viejo para estas cosas. Pensamos que hasta el uno de enero… Oh, escuchad —gritó a los muertos—, no soy el Dios de los Cielos. ¡Yo no he creado el mundo! ¡No puedo predecir el futuro! ¡Maldita sea, de todos modos es su marido… y ella le quiere, nos guste o no!
En lugar de aparcar en la parte trasera de Van Harn’s, se detuvo en la parte delantera para recorrer el camino más largo hasta la sala de espera y ganar otros treinta segundos de reflexión. Entró en la tienda sacudiendo la gorra húmeda contra la rodilla. «Y lo más probable —pensó Willard—, lo más probable es que no esté aquí.» Sin entrar en la sala de espera, atisbó en su interior. «Lo más probable es que me siente aquí para nada. Al final, probablemente no habrá tenido la valentía de regresar.»
Pero allí estaba Whitey, sentado en un banco, mirándose los zapatos. Su pelo era ahora totalmente gris, igual que su bigote. Cruzaba y volvía a cruzar las piernas, de modo que Willard vio la suela de sus zapatos, limpia y suave. Una pequeña maleta, también nueva, se hallaba en el suelo a su lado.
«Así pues —se dijo Willard—, lo ha hecho. Realmente ha subido a un autobús y ha venido. Después de todo lo que ha sucedido, después de toda la miseria que ha provocado, ha tenido el valor de meterse en un autobús, bajar de él y esperar media hora aquí hasta que viniesen a recogerle… ¡Oh, qué estúpido!», pensó y, sin ser visto todavía, observó a su maduro yerno, con zapatos nuevos, maleta nueva… ¡oh, seguro que también era un hombre nuevo! «¡Gallina imbécil! ¡Tú, intrigante, mentiroso, ladrón, ignorante! ¡Tú, débil cabeza hueca que le chupas la sangre a cualquier corazón humano! ¡Tú, cobarde miserable y malvado! ¡Y qué si no puedes remediarlo! ¡Y qué si no es tu intención…!»
—Duane —dijo Willard acercándose a él—. ¿Cómo estás, Duane?